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lunes, 30 de junio de 2008

Cómo armar una red inalámbrica Wi-Fi para navegar desde cualquier lugar de tu casa

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Con un dispositivo conocido como router y una antena en cada PC, será posible aprovechar la conexión de banda ancha hogareña y compartir archivos entre las computadoras sin tener que pasar cables por todos lados.


Es cada vez más común encontrar un hogar con más de una PC, o una casa en donde la computadora principal es una notebook. En estos casos, tener una red que sea inalámbrica puede ser muy útil, ya que permitirá conectar a las PC entre sí sin tener que tirar cables por todos lados.

El armado de la red es un proceso simple. Por un lado se necesita un router Wi-Fi. Es el equipo que distribuye los datos entre los integrantes de la red; si está conectado a un módem de banda ancha permite que esas computadoras accedan a Internet. Algunos routers tienen el módem integrado, pero son más caros. Si la red se hará con sólo dos equipos, es posible prescindir del router; ambos equipos deberán contar con una antena Wi-Fi propia. Las notebook modernas la incluyen; para una PC se puede apelar a una antena PCI o USB.

Los routers inalámbricos modernos permiten dos tipos de conexiones, por Wi-Fi o por un cable convencional; incluyen, en general, 4 puertos Ethernet. Así, una PC puede aprovechar el puerto Ethernet que trae cualquier computadora y, con un cable, conectar el equipo al router y lograr dos cosas: que acceda a Internet y que sea capaz de compartir archivos con el resto de los integrantes de la red hogareña, por ejemplo, una notebook.

Los routers más nuevos ofrecen puertos Ethernet Gigabit; si se le conectan PC con conectores de este tipo, será posible transferir datos entre los equipos cableados a 1000 Mbps, diez veces más que una red Ethernet convencional. El conector es el mismo y son compatibles.

Las conexiones inalámbricas, en cambio, son más lentas. Hay varios tipos, compatibles entre sí: la 802.11b llega, en teoría, a los 11 Mbps; la que le sigue (802.11g) logra 54 Mbps, aunque en un uso convencional logra menos de la mitad; y la versión más nueva, 802.11n, ronda los 100 Mbps de tasa de transferencia real, aunque podría llegar a 540 Mbps. Esta versión, la n , no está estandarizada; los equipos que se venden en el mundo usan un borrador. La versión final estaría lista a fin de año, momento en que habrá que actualizar su firmware, su sistema operativo interno. La ventaja de las redes n , además de la velocidad, está en el área de cobertura que logran: unos 70 metros, contra los 35 de una red 802.11b o g. Por supuesto, la intensidad de la señal disminuye con la distancia y las interferencias, paredes, techos, follaje, etcétera.

Manos a la obra

Si se montará una red inalámbrica en la que los integrantes intercambiarán datos entre sí, un router 802.11n es ideal. Si la función principal será la de dar acceso a Internet en toda la casa, puede elegirse un equipo versión g, más barato, ya que el ancho de banda que ofrece supera el de una conexión de banda ancha hogareña (de 2 o 3 Mbps de promedio).

Lo ideal es que el router esté en un lugar central de la casa, para maximizar el área de cobertura. Si hay una zona que no recibe la señal se puede apelar a una repetidora, una antena que toma la señal del router original y la amplifica.

La configuración del router depende del fabricante, pero en general es muy sencilla. Primero habrá que conectarlo al módem de banda ancha, y a una PC usando un cable de red; luego se usará el software provisto en el CD de instalación, o se entrará a la página propia del router, por lo general en la dirección http://192.168.0.1 o 192.168.1.1 . Allí se define el nombre de la red (denominado SSID) y si estará abierta a cualquier dipositivo o si requerirá una contraseña, que determina el usuario. Dependiendo del dispositivo también puede configurarse para que la red quede oculta, o que limite el acceso a la misma según direcciones MAC, un identificador único que tienen todos los conectores de red, sean inalámbricos o no.

En este último caso, tener la contraseña no será suficiente; sólo se podrán conectar los equipos cuyos identificadores estén habilitados. Si se trata de una PC de escritorio y se cambia la antena Wi-Fi o la placa de red Ethernet habrá que validar el nuevo número en el router.

La MAC son 6 pares de números y letras separados por 2 puntos. Las placas Wi-Fi y los routers la listan en su caja de embalaje; las notebooks, en su base. Si no se encuentra, o se trata de la MAC de un puerto de red cableado, puede conocerse, en Windows, desde Inicio>Ejecutar>cmd y luego escribiendo el comando ipconfig /allmore ; Windows listará el MAC como Dirección física . En Mac OS X se lista en Preferencias de sistema>Red>Ethernet o Red>Airport (para el Wi-Fi).

Durante su configuración el router preguntará qué tipo de banda ancha usa, y dará la opción de usar DHCP, o asignación dinámica de direcciones IP, para la red hogareña. Es lo más cómodo y funciona de forma transparente. Los routers le asignan un número IP único a cada equipo de la red propia, dentro del rango de números 192.168.x.x ; como no cambian, se pueden usar cuando se quiere acceder en forma directa a uno de los equipos de la red hogareña (la PC del cuarto de los chicos, un equipo antiguo que se dejó con un disco para hacer copias de seguridad, etcétera).

Si sólo se desea establecer una red inalámbrica entre dos equipos, no es necesario un router; basta con que las antenas de ambos equipos se configuren en modo Ad-hoc , que establece una conexión punto a punto, en vez de la tradicional conexión de infraestructura, la que provee el router.

Además, el equipo que esté conectado a un módem de banda ancha puede compartir esa conexión, es decir, permitir que otros equipos accedan a la red usando esa PC, yendo a Conexiones de red>Propiedades de la conexión activa, y luego tildando la opción Permitir a usuarios de otras redes conectarse a través de la conexión a Internet de este equipo , en la solapa Compartir .

Una vez que esté configurada, acceder a la red Wi-Fi será tan sencillo como buscarla entre las que ofrece el software que provee el fabricante de la antena Wi-Fi o el asistente del sistema operativo (un icono al lado del reloj), hacer doble clic sobre ella, ingresar la contraseña y listo: se podrá navegar y conectar con los otros integrantes de la red. También se puede definir que la conexión vuelva a hacerse en forma automática. En Vista, además, puede activarse desde Inicio>Conectar a .

Las PC no son las únicas que aprovechan una red Wi-Fi hogareña; hay otros dispositivos con antenas de este tipo. Quizás el exponente más conspicuo sea el iPhone (aunque no es el único celular con Wi-Fi), al que se le suman las tabletas de Internet, dispositivos de mano con una pantalla de tamaño medio. Permiten realizar tareas sencillas como visitar páginas Web, chequear el mail, hacer videoconferencias, ver videos de YouTube, etcétera. También hay impresoras Wi-Fi; Lexmark, por ejemplo, vende un equipo multifunción de esta naturaleza. Así, es posible ubicar la impresora familiar en un punto neutral de la casa, accesible para todos. Muchos routers incluyen un puerto USB para compartir una impresora convencional. Incluso hay portarretratos digitales Wi-Fi, capaces de mostrar fotos almacenadas en álbumes en línea; reproductores de audio que usan la red inalámbrica para acceder, desde una habitación, a la música o los videos almacenados en un equipo alejado; discos rígidos disponibles para toda la red; cámaras digitales capaces de almacenar las fotos en línea sin recurrir a una PC, o enviarlas por e-mail desde la misma cámara, entre otras opciones para completar la red Wi-Fi casera.

por Ricardo Sametband

La Nacion 30/6/2008


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jueves, 26 de junio de 2008

La construcción de una ética médico-deportiva de sujeción: el cuerpo preso de la vida saludable

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por Miguel Vicente Pedraz, PhSc

Facultad de Ciencias de la Actividad Física, Universidad de León, España


La relación entre el ejercicio físico y la salud aparece en la actualidad como uno de los axiomas más recurrentes e incontestables de las publicaciones deportivas, de las pedagógicas e, incluso, de muchas especialidades médicas; inequívocamente, destaca en las investigaciones relacionadas con la calidad de vida o el bienestar. Los artículos que, al respecto, pueblan las páginas de las revistas, ya sean técnicas o divulgativas, se muestran verdaderamente insistentes aportando, según el caso, pruebas experimentales de observación u opinión con las que contribuir en la proclama de una evidencia que ya los antiguos parecían conocer. Espoleados por el convencimiento pleno de las excelencias del resuello diario en el gimnasio o en la pista, el pronunciamiento de los nexos entre ambos se ha convertido en un argumento principalísimo de congresos, ferias, espacios de televisión y radio, tesis doctorales, masters, leyes educativas, etc.

Todo ello constituye, nos parece, la cara institucional de un proceso de legitimación social de los modos de representación y de actuación corporal mucho más amplio que, con mayor o menor incidencia en las costumbres, tiene como consecuencia el profundo enraizamiento en la conciencia colectiva de lo que podríamos denominar la concepción balsámica del ejercicio físico y, en particular, del deporte -su moderno y más comercial paradigma-. Una concepción que viene a redoblar la inveterada representación filantrópica del deporte como corrector moral y como uno de los más eficaces remedios contra la diversidad disonante: revulsivo para vagos, purga para drogadictos, templanza para violentos, pedagogía para inadaptados, ilustración para ignorantes, correctivo para delincuentes, esperanza para desahuciados, etc. La herencia, en fin, que el sistema reserva a los desheredados en una sociedad como la nuestra, obsesionada con la consonancia aunque, paradójicamente, individualista.

Entre los factores que parecen determinar este proceso de arraigo y legitimación de hábitos corporales, los de carácter económico constituyen una categoría fundamental, de modo que se puede hablar, de acuerdo con Pierre Bourdieu,1 incluso de la génesis de un "campo" relativamente autónomo de producción y circulación de productos: los deportivos; algo que se observa a simple vista, por ejemplo, en la desmesura publicitaria, no sólo de vestuario y complementos para la práctica del deporte y ejercicios cuasideportivos, sino sobre todo en la exhortación, también institucional, hacia ciertos consumos en torno a la imagen del cuerpo -entre los que se incluyen los alimenticios, los farmacéuticos o los clínicos- y que van involucrando paulatinamente a mayor número de sujetos de clases sociales y fracciones de clase, que hasta hace muy poco consideraban dichos hábitos de cuidado corporal como excesos o lujos propios de la burguesía acomodada y ociosa. Sin embargo, no podríamos reducir el diagnóstico a un puro análisis economicista y de mercado donde, sin duda, hay una pluralidad de causas y donde, probablemente, las luchas simbólicas, así como las de capital social y cultural, ejercen una influencia determinante; a este respecto, el análisis del proceso de construcción de las hegemonías culturales y, dentro de éstas, las que comprenden las representaciones, los usos, las sensibilidades e, incluso, las necesidades corporales, ofrecen elementos esenciales de comprensión que se pueden sumar a los de carácter económico.

Como del cuerpo se trata, y los discursos que desde siempre lo han patrimonializado han sido los de la medicina, no cabe duda de que la irrupción de los saberes técnico-médicos en la esfera del bienestar, y sobre todo en su definición, constituye un poderoso dispositivo de configuración en el seno de dichas luchas simbólicas y de capitales. Un dispositivo que, en gran medida, y según se trata de plantear en estas líneas, desempeña funciones normalizadoras y de control sobre los usos del cuerpo que por ser, de hecho, un capital cultural de clase, hace que dichas funciones normalizadoras y de control se muestren como un efectivo pero a menudo perverso juego de colonización cultural por parte de la clase y del pensamiento hegemónicos. Tan efectiva como desapercibida pasa la dimensión social e histórica de las prácticas corporales y, a la vez, tan perversa como técnicamente objetiva y aséptica se presenta la relación entre ejercicio físico y salud.

La tesis que defendemos es que la relación incontestable que se ha establecido entre el ejercicio físico y la salud constituye uno de los exponentes de la colonización cultural a la que las sociedades de consumo someten a los individuos a través de los innúmeros aparatos ideológicos y políticos de control de los que están dotados. En este caso, la colonización normalizadora biologicista por intermedio de la inculcación de las formas de socialidad médicamente controladas y deportivamente orientadas, es decir, la medicalización y la deportivización de las relaciones sociales y de la cultura.

Para desarrollarla y debatirla partimos del análisis foucaultiano a propósito del proceso de construcción de los saberes y de los actos médicos occidentales y, particularmente, los modernos. Según Michel Foucault, la medicina sería más que una ciencia natural, una ciencia política en la medida en que a través de sus prácticas se ha ocupado de resolver técnica o científicamente problemas políticos y así establece, entre otras cosas, una presencia generalizada de médicos en el espacio social, cuyas miradas cruzadas han formado una red y ejercen una vigilancia constante, móvil y diferenciada.2 Asimismo, partimos del planteamiento, ya bien arraigado de la Teoría Crítica,3 según el cual existe una estrecha relación entre el modo de existencia que presentan los individuos y los distintos modelos sociales de actuación y representación corporal; a este respecto, entendemos que dichos modelos -entre los que se incluyen las representaciones y prácticas de salud y la propia definición de ejercicio físico- constituyen una expresión de la identidad social a menudo naturalizada. Como plantea Luc Boltanski, las normas que determinan las conductas físicas de los sujetos sociales y cuyo sistema constituye su "cultura somática" son el resultado de las condiciones objetivas que esas normas retraducen en el orden cultural;4 o, en términos de Pierre Bourdieu, el cuerpo es la objetivación más indiscutible del gusto de clase.1

En este sentido, si se considera que no existe ninguna práctica independiente de los gustos y de las propias necesidades de clase y, de igual modo, que no existe ninguna práctica independiente de una ideología bajo la cual se articulan sus significados, cabe plantear que las prácticas corporales -y particularmente el deporte- en las que se concreta el denominado "estilo de vida saludable" constituyen, más allá de la relación entre medios y fines que el discurso técnico establece como algo neutral y objetivo, un eventual producto histórico donde la desigual disponibilidad de recursos simbólicos ha dado lugar a la difusión-imposición de las formas de relación con el cuerpo desarrollados según los esquemas de verdad y de verdad práctica propios de la clase dominante.5 Esto nos obliga a cuestionarnos, al menos teóricamente, la naturaleza "natural" de la "vida sana" o saludable y nos invita a indagar sobre los elementos de la racionalidad y de la moralidad que han venido construyendo y en la actualidad configuran el marco valorativo de la conducta y de las manifestaciones corporales. Más concretamente, nos exige poner de relieve cómo los principios del discurso somatológico dominante terminan por definir "racionalmente" los modos legítimos de la economía individual y colectiva de los cuerpos, de todos los cuerpos.

La construcción de la salud y del estilo de vida saludable

Como han señalado, entre otros, Julia Varela,6 los saberes médicos, que en la Edad Media formaban parte del acervo discursivo de la teología, conservan parte de los poderes salvíficos que en aquella época pertenecieron a los oficiantes de la cura de almas. Así, y a pesar del profundo proceso de secularización que la medicina ha experimentado en los últimos siglos, donde en otro tiempo la salud era equivalente a santidad o virtud y la enfermedad un rasgo homólogo a corrupción vergonzante del ánimo, en la actualidad sendos conceptos no dejan de remitir, respectivamente, a ejemplaridad vs. desviación o relajamiento moral; muy especialmente, aunque no sólo, cuando se trata de afecciones de carácter venéreo o que afectan a la estética, la regularidad y mesura de conducta y, por supuesto, al desempeño y la eficiencia laboral. Lo que hace que la medicina oficial conserve una de las más importantes posiciones, si no la más importante, en la preservación del orden productivo y, por añadidura, en la salvaguardia de las costumbres "bien ordenadas".

A este respecto, hemos de coincidir con Bryan Turner7 cuando, parafraseando a Foucault, plantea que el poder médico se ha configurado principalmente como una mediación administrativa en el desorden social en tanto que extensión natural y legítima(da) de su mediación técnica en los siempre relativos desequilibrios orgánicos. Una mediación que se materializa muchas veces en la casi amenazadora proposición de normas de conducta para casi cualquiera de los ámbitos de la vida pública y privada.En todo caso, pone de relieve que toda evaluación médica, si bien trata de apoyar sus juicios en fundamentos racionales y sus intervenciones en criterios de eficacia técnica, en última instancia se constituye sobre algún tipo de evaluación (cultural) que va más allá de la mera descripción del estado de un organismo concreto y de la neutra actuación sobre él;*,8 no cabe duda de que, a menudo, parece incapaz de sustraerse a los estereotipos de apreciación y clasificación sociales del cuerpo: estereotipos fisiognómicos, somatotipos o, simplemente, symptomas que trascienden lo orgánico para indicar categorías morales tales como las que suelen establecerse, de una parte, entre la enfermedad y la desidia ante la dieta, la higiene o el hábito deportivo; y, de otra, entre la salud y la perseverancia, la regularidad abnegada o el voluntarismo superador, etc., lugares comunes enormemente dependientes de patrones culturales que históricamente se han mostrado sólo relativamente estables y que hacen que tanto la salud como la enfermedad no puedan ser consideradas como condiciones moralmente neutras.7 Lo cual ha hecho, justamente, que la imagen corporal se haya constituido siempre como un operador escenográfico de las diferencias culturales y, también, por qué no decirlo, que la talla, el volumen y armonía de la musculatura, el régimen postural y, en general, todos los rasgos de la apariencia física sean un verdadero indicador de las desigualdades sociales.

Desde esta perspectiva, cabe entender que la relación entre el ejercicio físico (y deporte) y la salud, elaborada como un conjunto de formulaciones médicas meramente instrumentales sobre supuestos naturales y neutrales (la realidad humana, el cuerpo, la higiene, el bienestar, la realización personal, etc.) perpetúa una adhesión incondicional a ciertas dimensiones del poder: las que determinan y proponen-imponen el denominado "estilo de vida saludable" característico y definitorio de las clases medias urbanas y acomodadas a las que, por otra parte, pertenecen los cuadros médicos y dentro de cuyos esquemas de pensamiento se configura la racionalidad científica que les da forma. En la medida en que tales formulaciones instrumentales se naturalizan, sustrayendo el análisis político de lo que en la práctica es una producción histórica, se legitiman los esquemas representativos y prácticos sobre los que dichas clases edifican el imaginario de la salud consistente, sobre todo en cierto orden regular y previsible del comer, de la fiesta, del trabajo, del descanso, de la higiene, del mantenimiento físico, de la sexualidad, de los aderezos corporales y, en general, del actuar con el cuerpo y sobre el cuerpo, los cuales, tradicionalmente, han sido exhibidos y utilizados como elementos identitarios de dicha clase. Se establece así un imaginario de la salud y, por lo tanto, un estilo de vida que, cada vez más, se construye sobre un sistema de gestos y de gustos coincidentes con las exigencias de universalización que la sociedad de consumo plantea como condición de eficacia (re)productiva pero que, no obstante, mantiene intactos algunos de sus más espurios resortes dinamizadores: la fragmentación de la sociedad, la distinción.

Se puede decir entonces, de acuerdo con Luc Boltanski9 o Pierre Bourdieu1 pero también con Georges Vigarello,10 Norbert Elias11 y Eric Dunning,12 entre otros, que la institucionalización del ejercicio físico y la construcción del estilo de vida deportivo o cuasideportivo, como paradigma del "estilo de vida saludable", tiene mucho que ver con el proceso de legitimación-naturalización del estilo de vida propio -y por lo tanto diferenciador- de las clases acomodadas o de cierta fracción de ellas: la burguesía urbana. Un proceso por el que los individuos que integran dicha fracción y, asimismo, quienes aspiran a integrarse en ella, tienden a desarrollar sus vidas a través de actividades y actitudes corporales bien adaptadas al imaginario práctico de la ética deportiva de sujeción y a los principios meritocráticos del logro individual, los cuales, por añadidura, son coincidentes con la perspectiva econométrica de salud pública, propia de los estados liberales, en términos de productividad y consumo.Tanto es así que la permanente y a veces obsesiva tarea de alcanzar el cuerpo sano se está convirtiendo para muchos en una verdadera opción vital que acaba otorgando legitimidad social y carácter propositivo a lo que en la práctica resulta ser una imposición de clase: mecanismos coercitivos y arbitrarios para la articulación política de los cuerpos que, por añadidura, se convierten en dispositivos de distinción social puesto que, como toda norma de clase, además de establecer cuáles son las pautas del buen comportamiento -en este caso, del comportamiento saludable- establecen la frontera, casi siempre infranqueable, entre cumplidores y no cumplidores, entre sanos e insanos. Nos referimos, en este caso, al carácter distintivo que presenta la enfermedad en la sociedad no sólo en el sentido, ciertamente objetivo, de la desigual distribución de la misma entre las distintas capas sociales, sino, sobre todo, en el sentido de la diferente valoración que recibe toda manifestación corporal en tanto que sea más rara o más frecuente entre los miembros de la clase dominante.8

No cabe duda de que el estilo de vida saludable médicamente definido se construye -empleando el análisis foucaultiano-13 a partir de sutiles pero permanentes técnicas de acondicionamiento (social) que penetran el cuerpo y crean una retícula de lazos (emocionales, ideológicos, prácticos) a través de los que discurre el poder -no como algo que se ejerce sino como algo que circula- estableciendo una relación de sujeción infinitesimal, microfísica, no intencionada, pero en todo caso indeleble entre el sujeto y su cuerpo. Pero, desde luego, no es ése el único mecanismo; la relación de cuidado que mantenemos con nuestro cuerpo los hombres y las mujeres del mundo desarrollado -sobre todo en las clases urbanas acomodadas- obedece también a lo que podríamos considerar una gruesa, y muchas veces calculada, mediación médico-política de ordenación de la vida cotidiana.A través de ambos procesos aprendemos a pensar el cuerpo desde la óptica anatómofisiológica y patológica; aprendemos a interpretarlo en términos de órganos, sustancias y estados (mórbidos) a la vez que naturalizamos la omnipresente intervención médica como práctica del bienestar. Justamente, la que nos lleva a entender en nuestras relaciones cotidianas lo que pasa y lo que nos pasa, bajo la abrupta terminología que impone el saber de la medicina: ya no estamos tristes sino que "padecemos depresión", no sentimos ira o temor sino que "liberamos adrenalina", no nos abrumamos sino que nos "estresamos", pronto dejaremos de tener hambre porque lo que, en realidad, nos suceda será un "leve episodio hipoglucémico", o como quiera que médicamente se deba decir.

Pero esta clase de irrupción, lejos de determinar sólo un lenguaje y una cierta relación simbólica de clase con el cuerpo, ha derivado, a veces, en una moral persecutoria en el sentido de que llega a traspasar el umbral de lo que parecen los límites razonables de su competencia (de la patología al sufrimiento, de la carencia al deseo, de la restauración del órgano afectado a la restauración del narcisismo contrariado, etc.) generando una definición arbitraria de "hombre sano" -y, por extensión, de hombre virtuoso y feliz-; una definición que se superpone a todos los ámbitos de la existencia y nos inhabilita para hablar de nuestra experiencia corporal, de la ética de nuestros actos y hasta de la apreciación estética de la apariencia si no es bajo la óptica del estrecho canon que inculca el discurso médico. A este respecto, es preciso poner de relieve cómo las propuestas de salud, institucionales o no, empiezan a hacer del cuerpo, de todo cuerpo, por el hecho de serlo, un organismo enfermo; tanto más cuanto menos se acerca a la improbable normalidad: demasiado gordos, demasiado flacos, demasiado bajos, demasiado altos, demasiado activos, demasiado pasivos, demasiado tímidos, demasiado irascibles, demasiado… Nocivos conspiradores del "régimen" a los que es preciso rehabilitar, reintegrar, desintoxicar; desertores de la regularidad sobre los que es necesario intervenir para restablecer el orden sanitario y moral a expensas, muchas veces, del propio sujeto, cada vez más convertido en un objeto orgánico y, por eso, cada vez más descorporalizado.

El "régimen" de la salud y el "régimen" deportivo: el ejercicio físico o el buen encauzamiento

Tengamos en cuenta el carácter histórico del concepto de salud, la contingencia sociocultural del estilo de vida saludable y el sentido político de las prácticas corporales que lo configuran. Se trata de proseguir y matizar nuestra argumentación para ver cómo la medicina, que parece haber heredado el cometido de controlador moral de los individuos a través del predicamento de la vida saludable, difunde la práctica y, con ella, los valores y la ideología deportivas haciéndose solidaria del orden corporal hegemónico.

Para ello sirve abordar la ambigua y siempre polémica relación entre naturaleza y cultura. Sin pretender entrar, ni mucho menos, en el juicio de las soluciones que la filosofía ha adoptado al respecto en los últimos siglos, el razonamiento más generalizado -desde Hobbes a Freud pasando por Rousseau, Weber o Durkheim- ha tendido a establecer entre ambos términos un continuum en el que las posiciones extremas -requerimientos instintivos y requerimientos de la civilización- se enfrentaban a una difícil compatibilidad que todo "proyecto" de orden social debía encarar. Según esta premisa, y para la mayoría de las posiciones, en las sociedades primitivas habría sido la religión la que inicialmente desempeñara el cometido de controlador racional y sagrado de los impulsos -sobre todo los sexuales- imponiendo ciertas obligaciones, ciertas prohibiciones y, con ello, cierta normalización de las costumbres que, en general, tendieron a fomentar la oposición al mundo sensible y especialmente a los placeres; una oposición bien representada, en sus diversas formas, por el ascetismo en tanto que mecanismo aprendido de disciplinamiento y autocontrol ante los impulsos -o "tentaciones"- de satisfacción inmediata de los deseos. Así, por ejemplo, Max Weber sugería que la racionalización capitalista -en la que, además de producirse la separación de los medios de producción, se inculca la doctrina del trabajo como vocación- encuentra su fundamento en una de estas formas del ascetismo, ciertamente evolucionada y secularizada: aquella en la que la presión sobre los instintos se subordina no a una búsqueda espiritual derivada de imágenes religiosas sino a la búsqueda profana de un excedente económico que sobrepasa las necesidades presentes y también las previsibles.

Pues bien, lo que se plantea es que dicha subordinación ascética -insistimos, evolucionada y secularizada-, sólo puede tener lugar mediante la confluencia de diversos aparatos ideológicos, sustitutivos de las imágenes religiosas, entre los que se encuentra la ética del trabajo, la ética pedagógica del éxito, la ética patriótica, y, en un lugar preeminente, la ética médica y su materialización en las eventuales definiciones de vida saludable. Pero dicha sustitución, lejos de romper el paralelismo entre las formas de subordinación religiosa y las formas seculares del control -entre las que se encuentran las políticas de salud- lo reafirma y lo legitima. Aunque, como hemos señalado, las relaciones entre poder y cuerpo sufren una inflexión cualitativa con el proceso de secularización y racionalización de las relaciones humanas, en torno a la Ilustración y sus presupuestos filosóficos, la concordancia entre los definidores de la ascética cristiana y la idea de régimen de la salud parecen mantenerse firmes, sobre todo, en virtud de que en ambos casos el objetivo implícito es, y con planteamientos no muy distintos, el "buen gobierno" del cuerpo, el encauzamiento de esa fuente de irracionalidad e instintos que siempre ha querido verse en el cuerpo. Un buen gobierno que se suma -como, por otra parte, históricamente siempre ha sucedido- a los elementos de distinción de clase, diseñando, en este caso, el estatuto de la burguesía "culta y saludable".

A este respecto, las publicaciones médicas que, sobre todo durante el siglo XVIII, en plena efervescencia del proceso de secularización de las artes curativas, se consagraron a anunciar un ascetismo moderado para alcanzar la estabilidad mental y el bienestar físico, contribuyeron, a pesar de la siempre difícil relación entre cristianismo y medicina secular, a la implantación de las normas de uso de las nuevas sociedades metodistas. Estas, incardinadas en un ascetismo no tan moderado, harían del gobierno del cuerpo -representado por la frugalidad, la sobriedad, la moderación y la autocontención- un signo de posición social a la vez que un indicador externo de la virtud espiritual.7 No cabe duda de que la expansión económica en la Europa de los siglos XVIII y XIX, que como contrapartida produciría el hacinamiento urbano, fue haciendo de la aplicación y uso de las reglas ascéticas -reconvertidas en normas higiénicas y de salud- el emblema de la distancia entre la burguesía "educada y sana" y la "desastrada" clase obrera para la que, no obstante, se reclamaba el refrenamiento corporal y de las pasiones como valor de una higiene física concurrente con las condiciones de producción capitalista. La confluencia de la tradición ascética y los programas de vida saludable irían dando forma, en ese contexto, a un código moral compatible con la necesidad de poseer una fuerza de trabajo disciplinada: el interés -siempre político- por la salud se cifraba antes que en la preocupación por prevenir y curar las enfermedades que pudieran aquejar a los trabajadores, en la previsión de los efectos desastrosos que para la economía y el orden social podía acarrear el empobrecimiento físico del proletariado. La enfermedad, que, como han señalado Heller y Feher14 entre otros, siempre ha servido como metáfora política, vería reforzado el carácter de indicador subversivo o, cuando menos, el significado de dispersión moral que desde tiempo atrás había exhibido: el llamamiento al deber de mantenerse sano, que antiguamente apelaba a la rectitud moral en nombre de la espiritualidad, apelaba ahora a la higiene física en nombre del orden social y del progreso económico.

Ahora bien, cuando las referencias a la salud dejaron de establecerse en un marco religioso que relacionaba directamente la enfermedad con el pecado, el poder ya no precisó del ascetismo religioso propiamente dicho para mantener los cuerpos y sus expresiones en los límites del "buen" encauzamiento. El control sobre las condiciones y manifestaciones del cuerpo empezó a trazarse, entonces, mediante vínculos emocionales y de fascinación que los distintos poderes de la sociedad moderna aún se encargan de tejer entre el sujeto y su cuerpo; unos vínculos establecidos según una perspectiva individualista y meritocrática que, como hemos señalado, deriva a menudo en una extrema conciencia de sujeción médicamente amparada: desde la compulsión por el ejercicio físico hasta la privación alimenticia, más o menos extrema, de los programas de adelgazamiento. A este respecto, si la tendencia obsesiva hacia el ejercicio ofrece una imagen paradigmática de lo que el sufrimiento representaba en la ética cristiana, la dieta moderna se constituye como una metáfora de la oposición a la orgía que en dicha ética cristiana representaba el ayuno.

Entre los vínculos que forman esta indisoluble relación, ocupan un lugar preeminente aquellos que la sanidad burocrática de las sociedades tecnológicas avanzadas desarrollan y difunden con el sello de la ética de la vida saludable, y que ha tendido a responsabilizar directamente al individuo y a las elecciones personales del propio estado corporal y, subsidiariamente, del progreso y estabilidad social ignorando, no ya el carácter no electivo de los usos y modelos de práctica corporal, sino, sobre todo, la condición socialmente adquirida de la enfermedad y su desigual distribución entre las distintas capas sociales. De donde el carácter admonitorio que aún conserva el enfermo, no tanto desde el punto de vista espiritual como civil, no puede ser considerado ideológicamente inocuo. Si la "corrupción" somática era antes la expresión exteriorizada del vicio, la patología aparece ahora, a menudo, como el testimonio de una condición y carácter individuales indisciplinados en el que puede verse reflejado el aparato doctrinal del ascetismo cristiano materializado en las diversas formas que la propaganda institucional acomete: en su vertiente prohibitiva, en las insistentes campañas antiobesidad, antitabaco, antialcohol o antisida pergeñadas, sobre todo, como campañas antiobesos, antifumadores, antialcohólicos, antidrogadictos y antipromiscuos;** y, en su vertiente exhortatoria, especialmente en las campañas de la forma físico-deportiva. Unas y otras, desarrolladas a veces con pasión redentora, toman como referencia de la salud, y por extensión de la virtud, los atributos deportivos y su necesario calvario: la dieta, la privación libidinal y el ejercicio físico, los cuales, muy lejos de lo que la retórica más romántica y conservadora trata de difundir, se configuran a menudo como la expresión de la siempre amenazante ética del autodominio aplicada al trabajo minucioso y cotidiano sobre el cuerpo: la ética de la autodisciplina neurótica en nombre de la proporcionalidad muscular, el peso ideal y las pulsaciones-pasiones; la ética de la competencia en nombre de la pretendida excelencia física; la ética de la perseverancia en nombre de la autorrealización, la ética del individualismo en nombre de la libertad, etc., que, no obstante, subordina a los sujetos y sus cuerpos a los fines de una aviesa salud orgánica que aparece cada vez más sometida a los dictados de la cinta métrica: la salud de la apariencia juvenil, urbana, burguesa que rinde culto, como el propio deporte en el que se articula, al citius, altius, fortius, y su efecto discriminatorio sobre todos los no aptos por complexión o habilidad y sobre los no inclinados por gusto o por sensibilidad (o por clase) hacia la competencia y la práctica deportiva. Una ética, en fin, que con mayor o menor vehemencia, acaba haciendo de la esbeltez deportiva la antonomasia de la forma física y, paralelamente, de la gordura, la falta de forma -obsérvese la paradoja- y el signo exteriorizado de un escapismo productivo del que son presa los viejos y no tan viejos, la mayoría de las mujeres,*** los nacidos en espacios sociales marginados, los "torpes", los gordos, los faltos de agresividad, todos ellos convertidos, según la acepción de Julia Varela, en "sujetos frágiles".6

No es extraño, en este contexto, que las escasas críticas que ponen en tela de juicio la relación entre el ejercicio físico -y deporte- y la salud lo hagan en función del nada despreciable cúmulo de casos en los que aquéllos aparecen como los causantes directos de traumatismos, dolencias, disfunciones sobrevenidas, afecciones crónicas físicas y psicológicas, de las que destacan, muy especialmente, los denominados "desórdenes alimentarios" -tales como la anorexia o la bulimia- u otros como la vigorexia tan correlacionados con tendencias subyugantes hacia la actividad física sobre un fondo obsesivo en torno a la "mala" imagen corporal y de los que a menudo también se responsabiliza -o culpabiliza- al sujeto que la padece, despreciándose la importancia de los imaginarios culturales, así como las condiciones sociales, que las determinan. En todo caso, tales críticas suelen constituirse en el interior de un debate meramente técnico acomodaticio según el cual no se cuestiona tanto qué salud como, engañosamente, qué deporte; una cuestión que salvaguarda la pretendida neutralidad política de la salud y, por añadidura, la neutralidad política del propio ejercicio físico deportivo. Respecto de éste se construye y legitima una imagen ambigua pero intencionadamente polimorfa según la cual, habiendo muchas formas de practicar el ejercicio físico deportivo, lo más relevante de la diferencia entre todas ellas no sería tanto la adscripción cultural, el sentido político o el contenido ideológico de cada modalidad, como el grado de adecuación a los parámetros de vida saludable establecidos por la autoridad pericial; una autoridad que, amparada en la supuesta neutralidad de la razón instrumental, se encarga de determinar las formas aceptables y las formas espurias del ejercicio físico: la buena práctica y la mala práctica. En el primer caso, el ejercicio físico ponderado, regular, vigilado por un experto y, en definitiva, sometido a los cánones de la producción corporal de clase; en el segundo caso, ciertas especialidades deportivas marginales y hasta censuradas, la práctica intensiva, la práctica sin control profesional y, en definitiva, al margen de las expectativas, los gustos y las representaciones de la clase dominante.

En este sentido, lo mismo que el conjunto de prácticas que socialmente definen la salud obedece a criterios de clase y en función de tales criterios dichas prácticas se distribuyen de manera heterogénea a través de las distintas capas sociales, también la calificación de las prácticas corporales deportivas y cuasideportivas responden a procesos sociales de conformación; unos procesos cuya improbable neutralidad ideológica puede explicar más de la antítesis "buena y mala práctica" que la mera y aparentemente neutra calificación de los expertos. Efectivamente, en la medida en que todos los elementos de clase tienden a actuar de manera solidaria en la construcción del universo simbólico de la distinción, se establece una concordancia casi lineal entre el discurso de la salud y el discurso de la práctica física deportiva; ambos, engranados por la maquinaria argumental del discurso técnico, hacen que las prácticas corporales típicas de las clases acomodadas -moderadas en el tipo de esfuerzo, atendidas por un técnico, con contenido simbólico, etc.- aparezcan como prácticas saludables y, al contrario, que las prácticas de las clases bajas -prácticas generalmente más compulsivas o la ausencia de práctica- como prácticas no saludables. Si, como parece claro, existe una bastante estrecha relación entre las condiciones de las prácticas físicas con las que tienden a identificarse las clases acomodadas y lo que técnicamente plantean los expertos -que suelen pertenecer a dichas clases- como prácticas saludables y, asimismo, entre las condiciones de las prácticas físicas (o ausencia de prácticas) con las que tienden a identificarse las clases bajas y lo que técnicamente plantean los expertos como prácticas no saludables, entonces el imaginario de la salud aplicado al ejercicio físico y a las prácticas deportivas revela, antes que nada, la arbitraria imposición de los esquemas representativos y de sensibilidad corporal de una clase o grupo social, sobre todo, en la medida en que se puede observar una tendencia centrípeta hacia los valores y los usos de la clase o fracción dominante de clase. Una tendencia en la que, como apuntábamos al principio, el condicionante económico, el coste de la práctica, sin ser despreciable, no es ni el único ni, a menudo, el más importante de cuantos factores determinantes intervienen.

Siendo que los valores y los significados culturales otorgados a cada práctica actúan como filtros ideológicos de diferenciación social, la heterogénea distribución social de las prácticas físicas saludables -dotadas del valor y el significado cultural de lo "saludable"-, pone de relieve, a la vez que un desigual reparto de recursos materiales, un desigual reparto de recursos simbólicos por lo que, a la postre, las diferencias en los usos corporales ahondan las fracturas sociales; en todo caso, mantienen las condiciones de desigualdad -por encima de la deseable diversidad cultural- en una sociedad en la que el proceso de nivelación se muestra siempre problemático y el efecto discriminatorio permanentemente reactualizado por mucho que la homogeneización cultural aproxime los gustos y las sensibilidades. Y es que las diferencias de los esquemas de percepción corporal históricamente estructurados imprimen un ritmo de cambio esencialmente distinto según el espacio social de referencia (dominante/no dominante) de tal forma que, cuando los valores y prácticas son asumidos -nunca del todo- por las clases no dominantes, las clases dominantes ya han transformado sus valores y sus prácticas lo suficiente como para mantener e, incluso, aumentar la distancia social relativa. Bajo la marca del "desarrollo cultural" o de la "nueva sensibilidad" preservan su posición distinguida; en este caso, una posición de práctica y emotividad corporal a las que los miembros de las clases bajas siempre parecen llegar demasiado tarde.

Bibliografía

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14. Heller Á, Fehér F. Biopolítica. La modernidad y la liberación del cuerpo. Barcelona: Península, 1995:69. [ Links ]

* La identidad de cada uno de dichos estados y, asimismo, el establecimiento de los límites más o menos difusos entre ambos, descansan necesariamente sobre un criterio de estado ideal imaginario, o bien, sobre un criterio de frecuencia estadística que discrimina entre lo normal y lo no normal en el funcionamiento corporal (piénsese, por ejemplo, en los constructos normalidad-anormalidad, en las nociones de peso ideal o de postura viciosa, entre muchos otros ideales y contra-ideales naturalizados por más cotidianos). En cualquiera de los dos casos estamos ante algo más que una simple descripción técnica: en un caso, porque la representación del estado ideal puede recibir y, de hecho recibe, muy distintas interpretaciones según el contexto cultural; y, en el otro, porque la colocación de las fronteras de la normalidad responde a criterios que tienen que ver con un paradigma científico y la siempre arbitraria estrechez o amplitud con que son interpretadas desde él los comportamientos y las funciones corporales -incluidas las biológicas-.
** Resulta cuando menos paradójico el modo en que desde el poder se difunden los enunciados sobre el montante económico que cuesta anualmente atender a los enfermos por el consumo de tabaco -a los que al menos todavía, en España, no se les niega la atención hospitalaria, como solicitan algunas voces y como parece haberse puesto en práctica en algunos países desarrollados. No son raras, en este sentido, aseveraciones como ésta difundida el pasado mes de abril por algún medio de comunicación: "son tantos cientos de millones lo que nos cuesta a los no fumadores la atención médica que precisan los fumadores… y que tenemos que pagar con nuestros impuestos"; a las que la mayor objeción que se puede hacer no es la de la insolidaridad de los "sanos" para con los "enfermos" sino, sobre todo, la imagen que presenta respecto de quienes precisan de atención médica: la imagen de parásitos sociales con la que se distorsiona la realidad, incluso, en el sentido de que son presentados como si los fumadores no contribuyeran con sus impuestos a la financiación sanitaria y del estado en general. Una imagen que no parece que esté, al fin, tan lejos de las posiciones en contra de dispensar atención médica a los fumadores y que, quizás, dentro de poco dirijan sus enconadas miradas a los obesos, los hipertensos, los sedentarios, etc., como ya en muchos casos se les niega a los drogadictos, a los afectados por el sida y otros grupos marginados de los recursos sanitarios.
*** Pese a que cada vez es más habitual la práctica deportiva entre las mujeres y no está tan mal vista como hace tan solo un par de décadas, los valores del deporte siguen siendo los valores viriles y su práctica -masculina o femenina- aparece inevitablemente -salvo casos excepcionales de especialidades inventadas ex profeso para mujeres- ligada a ellos en un entorno cultural que, no obstante, ha acabado por asumir cierta masculinización o androgenización de la mujer.

Fuente: . Acesso em: 26 Jun 2008. doi: 10.1590/S0036-36342007000100010

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martes, 24 de junio de 2008

Arroz con leche

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Para saborear en cualquier época del año.


Ingredientes para 4 porciones:

  • Arroz: 3 cucharadas soperas
  • Agua: 1 litro
  • Leche: 1 litro
  • Azúcar: 4 cucharadas soperas
  • Limón: 1 unidad
  • Canela: 1 ramita
  • Canela molida: 1 cucharada

Preparación:

Tiempo estimado: 20 minutos (más o menos)

  • Se pone el agua y el arroz en una olla y se lleva a la ebullición.
  • Cuando arranca el hervor se aparta del fuego, se pasa por agua fría y se cuela.
  • A continuación se pela el limón y se pone la cascara en otra olla junto con el arroz, la leche y la canela y se deja cocer lentamente mientras se va removiendo suavemente.
  • A mitad de la cocción, se agrega el azúcar y se remueve bien para asegurar que se disuelva.
  • Cuando el arroz está cocido (los granos están blanditos) se retira del fuego, se vierte en una fuente llana y se espolvorea con un poquito de canela molida.
  • Es importante que el arroz no quede excesivamente cocido. Deben quedar los granos sueltos pero no duros.

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sábado, 7 de junio de 2008

Donnie Munro canta con nosotros

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Flower of Scotland
Written by Roy Williamson of "The Corries"

Although "Flower of Scotland" is not a traditional song, it has been adopted as Scotland's de facto national anthem.


http://www.youtube.com/watch?v=IsgMlEx8jaA


O Flower of Scotland,
When will we see
Your like again,
That fought and died for,
Your wee bit Hill and Glen,
And stood against him,
Proud Edward's Army,
And sent him homeward,
Tae think again.

The Hills are bare now,
And Autumn leaves lie thick and still,
O'er land that is lost now,
Which those so dearly held,
That stood against him,
Proud Edward's Army,
And sent him homeward,
Tae think again.

Those days are past now,
And in the past they must remain,
But we can still rise now,
And be the nation again,
That stood against him,
Proud Edward's Army,
And sent him homeward,
Tae think again.

0 Flower of Scotland,
When will we seeyour like again,
That fought and died for,
Your wee bit Hill and Glen,
And stood against him,
Proud Edward's Army,
And sent him homeward,
Tae think again.

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Hedonismo y Fractura de la Modernidad

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por Roberto Dante Flores
Instituto Gino Germani & Universidad de Buenos Aires


Este es un análisis de la crisis ético-cultural de la modernidad y el surgir de expresiones estéticas (y de conductas) llamadas posmodernas, vistos principalmente desde Fredric Jameson y sus coincidencias con otros autores (D. Lowe, G. Lipovetsky, P. Virilio)
También se indaga sobre las relaciones entre las nuevas sensibilidades de fin de siglo y la noción de justicia y moral implícita en ellas. Esas sensibilidades son vistas por los autores como una consecuencia del impacto que las tecnologías mediáticas producen en los individuos, originando una nueva forma de experiencia: la estetización de la vida y la fragmentación del sujeto. La cultura de la imagen es omnipresente, diluyendo al arte en la estetización y al sujeto en la objetivación del consumo.
Observamos que se da una pérdida de la historicidad en el individuo posmoderno -originada por la velocidad de la información audiovisual- al percibir, en una pantalla, el mundo al instante, sin referencias de un antes o un después. Las nuevas tecnologías son el producto de una nueva etapa del capitalismo que requiere, aún más que en la modernidad, del consumo masivo; en consecuencia estos tres factores (estetización, ahistoricidad, consumismo) generan un ethos hedonista que se diferencia de su antecedente moderno vanguardista en que ya no es transgresor de la moral religiosa, o laica del deber, porque el placer ya no está proscripto. Este marco lo vemos compatible con la ética liberal de J. Rawls, desprovista de principios duros, sustentada por individuos "lábiles y sin convicción". Ante la contradicción de la modernidad reconsideramos, como factores de construcción socio-política, los valores morales aportados por las grandes religiones.
Una visión política de la estética
Según F. Jameson el posmodernismo se caracteriza por: 1) la expansión de la cultura de la imagen -estetización, entendida como el rápido fluir de signos e imágenes que impregnan el tejido de la vida cotidiana-(Featherstone, 1996, p.270) hasta constituirse en ideología del consumo, que asegura la supervivencia del actual momento de la sociedad capitalista. 2) esquizofrenia provocada por la ruptura de la cadena de significantes en los mensajes, el presente engloba al individuo y lo aisla de su historia. 3) la fragmentación del sujeto, que sustituye la patología cultural histérica o neurótica del modernismo por "la mengua de los afectos". Conceptos como ansiedad, soledad, locura, hoy resultan inapropiados. El fin de la mónada, del ego, o del individuo burgués autónomo señala que el sujeto alguna vez estuvo centrado durante el período del capitalismo clásico y de la familia nuclear, pero que ahora se ha disuelto en un mundo organizado tecnológica y burocráticamente.
El fin del ego implica también el fin del estilo personal en el arte -debido a la primacía de la reproducción mecánica de las obras- y el fin de los grandes temas , propios del modernismo, anclados y dominados por categorías temporales que lo hacían viajero de lo diacrónico. Ahora nuestros lenguajes culturales están dominados por categorías de espacio (Jameson, 1991, p.80). Los filmes diluyen la contemporaneidad permitiéndole al espectador recibir la narrativa fuera del tiempo histórico real. (El lenguaje artístico del simulacro del pasado mengua la posibilidad de experimentar la historia de manera activa). Existe entonces una crisis de la historicidad manifiesta sintomáticamente en la imposible adaptación del organismo humano a las velocidades del nuevo sistema mundial. El sujeto posmoderno es incapaz de procesar la historia misma.
Desde el punto de vista ético la muerte de la ideología del sujeto implica que ya nadie sea exactamente malo o por lo menos la maldad ya no es el término adecuado porque se ha ido convirtiendo en disfuncional. Por eso existe en ciertos films -como Kongbufenzi (Edward Yang, 1986)- un regreso a la demonología, al ocultismo, como intento de volver a dar vida a categorías morales que son extrañas en la posmodernidad.
Jameson prefiere considerar al posmodernismo como la "dominante cultural de la lógica del capitalismo tardío", según el concepto de Ernest Mandel, y no comparte la condena moral a su trivialidad esencial cuando se lo compara con la seriedad temática utópica de las manifestaciones artísticas del modernismo. La cultura dominante de fin de siglo es vista por el autor como un fenómeno histórico real, no una mera idelología o fantasía cultural. El reconocimiento acrítico o amoral del posmodernismo lleva a Jameson a reflexionar desde la dialéctica materialista de Marx para quien el desarrollo histórico del capitalismo generaría aspectos positivos y negativos al mismo tiempo (catástrofe y progreso). "¿Podemos identificar algún momento de verdad en medio de los más evidentes momentos de falsedad de la cultura posmoderna?"(Jameson, 1991, p.77). La cultura hoy, en su expansión, abarca a todos los terrenos del campo social y que este planteamiento es "muy coherente en su esencia con el diagnóstico previo de una sociedad de la imagen o el simulacro" (Jameson, 1991, p.78) donde los medios han transformado "lo real" en un conjunto de seudoacontecimientos, por eso ya no existe distancia estética entre la cultura y el capital multinacional, porque éste lo penetra todo, aún la naturaleza y el inconciente.
LLegamos ahora a responder la pregunta formulada anteriormente: "todo ese nuevo espacio global, extraordinariamente desmoralizante y deprimente, es lo que constituye el momento de verdad del posmodernismo".(Jameson, 1991, p.79) El capitalismo tardío constituye la totalidad ausente, el Dios o naturaleza de Spinoza, el verdadero fundamento del Ser en nuestro tiempo y sólo mediante su observación podremos comprender el futuro.
La Velocidad
¿La tecnología determina en última instancia la vida de relación o cultural en una sociedad?. Hoy no existe una verdadera representación de las nuevas tecnologías comunicacionales a diferencia de la modernidad con su expresión artística impregnada de tecnologismo (Marinetti, Le Corbusier, Moholy-Nagy). Las computadoras o los televisores carecen de poder emblemático o visual, no tienen movimiento externo como los automóviles, los ferrocarriles o los aviones cuyas formas aerodinámicas le permiten disminuir el rozamiento del aire y de este modo ser instrumentos efectivos y veloces. Aún detenidos, su diseño denota la aceleración a las cuales pueden ser sometidos y trasladados junto con sus tripulantes. En cambio un televisor ó pantalla de computadora no expresan dinamismo y pueden cubrirse de polvo como los muebles inútiles, aunque su uso sea contínuo.
Sin embargo, mientras la tecnología de la modernidad era fascinante y movía a la poesía de Baudelaire, a la pintura de Kandinsky, o impulsaba manifiestos encendidos de jóvenes como Marinetti, y a su vez generaba en los individuos una sensación de libertad por la sucesión de imágenes en movimiento, sólo trasladaba a los cuerpos. La posmodernidad por su parte tiene consigo una tecnología que no traslada cuerpos, los inmoviliza en un sillón olvidándose que existen y entregando a cambio un viaje imaginario donde lo único que cambia son las posiciones de infinitos puntos luminosos articulando infinitas imágenes que dan la misma sensación de libertad que en el viaje vehicular las ventanillas abiertas del automóvil o el ferrocarril.
La cantidad de información es tan grande que "el organismo humano ya no puede ajustarse a las velocidades ni a las demografías del nuevo sistema mundial". Jameson plantea que el problema de los objetos de nuestro mundo son su masiva "transformación en instrumentos de comunicación". La informática como tal lleva a una "desaparición de la naturaleza", no porque ésta se destruya sino porque cada vez está más ausente y la tecnología va diluyendo la vieja diferencia entre lo animado y lo inanimado.
Paul Virilio ha realizado un análisis de la velocidad que es coincidente y nos lleva a las mismas conclusiones. Supone la sustitución de la velocidad vehicular de los cuerpos -que estaban confinados a un dispositivo cerrado- por el viaje "sin desplazamiento" dejando a los instrumentos la organización del ritmo vital, reduciendo la "voluntad a cero" y permitiendo que "la visión de la luz en movimiento sobre la pantalla reemplace la búsqueda de cualquier movimiento personal". (Virilio, 1988, p.120) ¿Cúal es el resultado?, la desaparición de la percepción directa de los fenómenos que nos informan sobre nuestra propia existencia, lo cual nos aleja de la realidad directa y nos introduce en una cabina más cerrada que la de un vehículo de la modernidad en movimiento. Los sentidos ya no perciben el mundo sino a través de una pantalla y en forma atemporal lográndose una atrofia del instante. sin referencias de un antes o un después. El tiempo quedaría limitado en un contínuo instante y consecuentemente también la velocidad porque no habría desplazamiento de cuerpos. Esto nos lleva a considerar la enajenación del individuo del mundo circundante y de todo tipo de relación interpersonal directa. Las únicas relaciones posibles en esas condiciones son las mediatizadas por el ordenador y su múltiple red comunicacional casi sin límites. "Las tecnologías comunicativas y de la información (...) subrayan y dramatizan esta transformación del mundo de los objetos como si fueran su idea material", dice Jameson, pero hay que endenderlos como "alegorías de alguna otra cosa, de la entera red global descentralizada e inimaginable".(1995a, p.33) Sin embargo la proposición de alguna forma de organicidad social parece imposible para el sujeto inmerso en esa red global. ¿Cómo podrá salir del encierro del instante si su voluntad parece determinada por la percepción?. La historia no puede ser procesada por la experiencia subjetiva.
El Pastiche
La diversidad de estilos literarios, musicales y culturales en general son consecuencia del "derrumbe de la ideología del estilo del auge modernista", y, porque no, la señal de su muerte al no poder mantener su criterio hegemónico. Se alcanzó un momento en el cual la fuerza de la innovación progresiva en el arte llegó a su agotamiento y la mirada al pasado fue la única salida para evitar la no-producción artística. Stravinsky -según Jameson- fue el precursor de la cultura posmoderna del pastiche: esa imitación de estilos muertos provenientes de otros tiempos y otras geografías y culturas donde "el compositor renuncia a su propia voz, abdicando del estilo personal" porque ha devenido problemático en los tiempos modernos, refugíandose en formas del pasado para liberarse de las internas contradicciones.(Jameson, 1971, p.34) La "canibalización" de los estilos del pasado es un síntoma de que el mundo se ha transformado en una imagen, y también la historia y la política. La cultura del pastiche es la desaparición de toda norma estilística, discursiva o de lenguaje. En cultura y sociedad podríamos decir que la heterogeneidad es la norma y, por su parte, en la política el síntoma es el intento de atrapar la atención -y los votos- de las diversas minorías (ecologistas, homosexuales, sin tierra...) atendiendo a sus demandas, al menos retóricamente, mediante declaraciones o cláusulas constitucionales. Las propuestas políticas se han fragmentado como las imágenes de un video clip.
La tendencia al filme nostálgico es otro aspecto de la cultura pastiche que tiende a borrar el pasado como si éste fuera "una copia idéntica de un original que nunca ha existido".(Jameson, 1991, p.37) En el lugar del pasado sólo tenemos "un conjunto de polvorientos espectáculos".
Lo importante no es "representar el pasado sino abordarlo desde una "connotación" estilística que transmita el pasado mediante las cualidades de la imagen, (en una palabra, de las modas existentes en otra época). El filme de la nostalgia nos lleva a una crisis o a una "mengua" de la historicidad. Hay un ocultamiento del presente en el uso cosificado de personajes de ficción intercalados con hombres históricos. En Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976) Nixon es una "ausencia esencial" cuyo poder invisible está sustentado en una inmensa burocracia por nombramiento pero donde los funcionarios han sido despojados de su contenido político. La narración pertenece a una estética anticuada donde las expresiones faciales pretenden tener el mismo valor que la intervención verbal, al igual que los antiguos primeros planos del cine mudo pero, ahora, junto a extensos diálogos telefónicos.
Para Jameson existe incompatibilidad entre el lenguaje posmodernista artístico y la genuina historicidad. La narrativa de los filmes actuales borra las huellas de la contemporaneidad y parecen ubicados en un momento intemporal del siglo XX. El presente brilla por su ausencia, desde la estética, y únicamente tenemos referencias del tiempo en los díalogos de los personajes. Nueva York sigue mostrándose como una postal sin tiempo, igual a sí misma, mientras que muchos pueblos se filman como estancados en décadas pasadas, sin aspectos que sugieran contemporaneidad. Parecemos incapaces de crear representaciones de la propia experiencia actual. A todo esto se suma que, según Virilio, tenemos dañada la capacidad de "crear imágenes mentales", porque ya nos vienen dadas mediáticamente, "nuestra estética ha cesado de ser la estética de la persistencia retiniana", como en la era tipográfica, nos movemos hacia "la era de la persistencia mental de la imagen" Hoy al igual que en el Renacimiento tenemos que afrontar un problema para poder conocer y comunicarnos: organizar nuestra forma de ver.(Virilio, 1989, p.45)
Si bien estas nuevas sensibilidades y modos de percepción que se manifiestan a fin de siglo tuvieron su inicio con el surgir de la cultura audiovisual (Lowe, 1986) ahora se hacen evidentes las pautas de conducta que incentivaron y el alejamiento de los lazos sociales que le siguieron. Hoy parece que los individuos fueran incapaces de articularse socialmente, al menos bajo un proyecto común que ensamble las piezas dispersas del mosaico cultural universal. Aunque el pastiche posmoderno podría ser una oportunidad para intentar la búsqueda de una cultura de la justicia desde la universal percepción mediática. Para tomar conciencia que los problemas del Otro distante son problemas comunes en una sociedad globalizada.
Hedonismo y Justicia
Las coincidencias entre los autores (Jameson, Virilio y Lowe) nos hablan de una revolución en los modos de percepción, que vemos determinante en la formación de una nueva sensibilidad en los sujetos de este fin de siglo: El ethos hedonista, que se expresa intentando reconciliar la distracción, el ideal, el placer y el corazón. Hoy el principio de la conducta es el goce de "las pasiones egoístas y de los vicios privados", sin problemas de conciencia porque las "obligaciones hacia Dios" y al prójimo ya fueron sustituidas hace tiempo por las "prerrogativas del individuo soberano".(Lipovetsky, 1994, p.23) Simultáneamente la excesiva mediatización lleva a la desaparición del cuerpo como espacio de relación con el otro-semejante y por lo tanto también desaparece la noción clásica (aristotélica) de justicia al desaparecer la comunidad de ciudadanos. Tanto la justicia en sentido normativo (virtud completa) o de igualdad (jurídica) requiere del contacto entre individuos que intercambien bienes materiales o inmateriales (cargos, reconocimiento).(Guariglia, 1992, p. 186) En cuanto a la relación entre ética hedonista y justicia se puede advertir que la búsqueda individualista del placer confundido con la felicidad conduce a la injusticia porque la justicia es virtud que tiene como objeto el bien-de-otro-semejante mientras que el placer como fin-en-sí nos parece excluyente del bien compartido (justo). (Sin embargo en la felicidad-virtud también hay placer pero no el propugnado por la "cultura materialista y hedonista basada en la exaltación del yo y la excitación de las voluptuosidades-al-instante", sino el goce de la inteligencia).(Aristóteles, 1990, p. 179)
De acuerdo con D. Bell, la posmoderna crisis del capitalismo podemos considerarla como básicamente moral lo cual afecta no sólo a las conductas individuales con sus contradicciones ("responsable de día y juerguista de noche") sino también a las instituciones liberales que lo sustentan, porque "el hedonismo tiene como consecuencia ineluctable la pérdida de la civitas, el egocentrismo y la indiferencia hacia el bien común".
Luego de haber descripto parcialmente las características del ethos contemporáneo, llegamos a un punto en el cual, nos preguntamos: ¿cómo construir una comunidad, o sociedad orgánica, en las actuales condiciones de crisis (fragmentación, individualismo exacerbado, hedonismo, desinterés por lo público)?.
Para John Rawls una comunidad política (un Estado) tiene que construirse sin abrazar concepciones del bien (de la moral , de la verdad, o de la justicia) que sean totalizantes o completas, es decir, que no abarquen a la conducta total de los individuos ("al margen de toda doctrina religiosa o filosófica completa"). Esto se debe, según el autor, a que "no cabe esperar razonablemente que se llegue a un acuerdo político sobre estas polémicas cuestiones", (Mulhall, 1996, p.285) la religión (o filosofía ) no pertenece al campo de la racionalidad política y por lo tanto la moral y las enseñanzas que surgen de ella no deben ser adoptadas en el ámbito de la administración de la cosa pública. Sin embargo, ¿cuál es la concepción de persona que tiene Rawls?: es un concepto supuestamente racional que considera a todo ser humano como "libre e igual", es decir con los mismos derechos civiles lo cual implica un ideal de justicia que -me parece- es igualmente totalizante o excluyente de otras concepciones porque es un supuesto a priori que no debe ser objetado (semejante a un principio sagrado).
Separa lo público de lo privado porque las doctrinas morales sirven a sus seguidores de guías de acción en todos los aspectos de la vida. La noción de justicia no debe basarse en ninguna doctrina completa. Pretende adoptar exclusivamente una concepción política de la sociedad y de la persona porque considera que los ciudadanos "ni están de acuerdo respecto a ninguna autoridad moral, sea un texto sagrado o una institución(...) ni respecto al orden de los valores morales o a los dictados de lo que algunas llaman el derecho natural".(Mulhall, 1996, p.242) El constructivismo político de Rawls cree que puede haber acuerdos políticos al margen de valores morales extensos al interior de los individuos. Los ciudadanos "libres e iguales" son reconocidos con una "razón humana común" pero eso, ¿no parece remitir a un Origen común de la humanidad, es decir a un mismo Padre?. El alejamiento de ciertos fundamentos de la religión revelada -en parte de los principios básicos defendidos por el liberalismo rawlsiano- no existe, excepto que la coincidencia planteada sea pura casualidad.
El reconocimiento de autoridad (aún moral) a la religión parece imposible admitirse desde el excluyente racionalismo moderno porque, según explica D. Bell, "El racionalismo socabó el fondeadero esencial de la religión, la revelación, y el núcleo fundamental de sus creencias fue 'desmitologizado' para convertirlo en historia. (...) se ha producido una secularización , o sea la reducción de la autoridad y el papel institucionales de la religión como modo de comunidad".(Bell, 1994, p.161) La posmodernidad, sin embargo, parece admitir la "religiosidad"; los cultos como expresión de una "identidad cultural imaginaria", como "tipos discretos de abominación y superstición" pero, sin hacer "galas de lo que no puedo estar convencido durante demasiado tiempo sin que ello suponga cierto fanatismo".(Jameson, 1995a, p.161)
Entonces -excluyendo toda autoridad suprema-, las normas de la conducta social, ¿sólo pueden ser el producto del acuerdo, transacción o negociación de intereses entre ciudadanos que no reconocen una moral individual común?. Para el pensamiento liberal de Rawls la respuesta es afirmativa.
La cuestión radica en si es posible construir una sociedad (un Estado) aceptando los principios morales comunes de las religiones que conviven en una comunidad ampliada, sin afectar las diferencias individuales o de sectores. Esta posibilidad es real porque siempre existe "la necesidad de un vínculo trascendente que una suficientemente a los individuos para que sean capaces, cuando es menester, de hacer los necesarios sacrificios de su egoísmo". (Bell, 1994, p.263)

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Fuente: The Paideia Project.


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