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Tan lejos
Todos nos vemos buscando bien o mal
Una salida en el cielo
Adentro llueve y parece que nunca va a parar
Y va a parar.
Una sonrisa se ve reflejada en un papel
Y se te empañan los ojos
Con esas caras diciendo que todo va a estar bien
Y va a estar bien.
Cantando a pesar de las llamas.
No quiero quedarme sentado,
No quiero volver a tu lado
Creo me gusta así.
Ya paso el tiempo y espero saber por que
Estando tan lejos no te quiero ver.
Cantando a pesar de las llamas.
Gritando con todas las ganas.
No llores más, que la noche es larga
Ya no duele el frío que te trajo hasta acá
Ya no existe acá
No existe el frío que te trajo.
No quiero quedarme sentado,
No quiero volver a tu lado
Creo me gusta así.
Adentro llueve y parece que nunca va a parar
Y va a parar.
Cantando a pesar de las llamas.
Gritando con todas las ganas.
Cantando, gritando…
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sábado, 29 de diciembre de 2012
martes, 25 de diciembre de 2012
Más viejo que la humedad
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por Enrique Pinti
por Enrique Pinti
No debe de haber peor soledad que la de quedarse sin referentes. Es entonces, en ese terrible momento de nuestra vida, cuando probamos en carne propia que nuestra época terminó, que nuestras costumbres son obsoletas y que no podemos comentarlo con casi nadie porque casi nadie sabe de qué se trata nuestra conversación. Es un juego de compensaciones muy terrible: Dios, el destino, la vida, nos da la posibilidad de vivir mucho más que la gente de nuestra generación pero a cambio de esa gran ventaja nos hace pagar el precio de la soledad. Hay un antídoto, una manera de pasar mucho mejor esas transformaciones: la actualización, el contacto fluido y permanente con los jóvenes, ya sean nuestros hijos, sobrinos o nietos, propios o de nuestros conocidos, y ¿por qué no? con nuevos amigos veinte años más jóvenes. Claro, eso no significa negar la propia edad. Es más, muchas veces los jóvenes agradecen alguna idea dinosáurica sobre problemas que ellos creen nuevos y en verdad no lo son.
Este vejete que escribe sabe que, si Dios le da vida, quizás en veinte años nadie irá al cine y los home theatres serán los refugios domésticos donde la gente mirará Harry Potter como un clásico del pasado, parando la proyección cada vez que las urgencias fisiológicas o la llegada del delivery lo requieran. Esto no es una visión futurista, sino algo muy común. Sin embargo, todavía es una costumbre relativamente nueva, que no ha llegado a reemplazar por completo la magia de la sala de cine: la ceremonia de llegar, sacar la entrada, encontrarse con amigos y discutir en el café en el restaurante los valores del film. Cada generación pasa la posta a la que sigue. Yo recuerdo los relatos de mis abuelos, cuyos abuelos les hablaban de la época de Rosas; recuerdo a mis padres relatando sus viajes en tranvía a caballo, su visión del golpe de Estado de 1930, su antipatía por los aviones y su desconfianza hacia la televisión y las series norteamericanas dobladas en ese lenguaje de balaceras, carros, aparcamientos y crayolas que, según ellos, iba a deformar el hablar de los jóvenes (¡mi Dios, si vivieran!). De esos relatos de vida partieron los cambios que mi generación y yo creímos que debíamos hacer. El colectivo y el tranvía convivieron hasta que uno dijo ¡chau!, el cine sonoro mató al mudo pero no a maestros como Chaplin y Buster Keaton, el avión superó al barco pero, a su vez, la comodidad de la aviación comercial de la década del sesenta quedó relegada por el abigarrado mundo de demoras, alarmas, sobrecirculación, amenazas terroristas y abusos de los aeropuertos de hoy.
Cada época tiene lo suyo, bueno y malo. Nadie engaña a la naturaleza, adoptar costumbres que no entendemos es un esnobismo torpe, pero encerrarse en la torre de marfil de "mi época" sólo conduce a la depresión. Y eso no debe suceder: todos estamos por algo y para algo. Sólo se siente inútil el que puso candado y tranca al cambio, a la evolución, a la alternativa. Es mejor apoyarse en los jóvenes que en un pasado irrepetible y ¿quién te dice? desde el presente, contando nuestra historia a los que nos siguen, ellos se darán cuenta de que todo cambia y todo sigue, y que se llora y se ríe por las mismas cosas desde hace siglos y siglos. Es que las pasiones humanas son más viejas que la injusticia y que la humedad.
Revista LaNación 31/8/2007
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Chris De Burg canta con nosotros
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Lady in red
I've never seen you looking so lovely as you did tonight,
I've never seen you shine so bright,
I've never seen so many men ask you if you wanted to dance,
They're looking for a little romance, given half a chance,
And I have never seen that dress you're wearing,
Or the highlights in your hair that catch your eyes,
I have been blind;
The lady in red is dancing with me, cheek to cheek,
There's nobody here, it's just you and me,
It's where I want to be,
But I hardly know this beauty by my side,
I'll never forget the way you look tonight;
I've never seen you looking so gorgeous as you did tonight,
I've never seen you shine so bright, you were amazing,
I've never seen so many people want to be there by your side,
And when you turned to me and smiled, it took my breath away,
And I have never had such a feeling,
Such a feeling of complete and utter love, as I do tonight;
The lady in red is dancing with me, cheek to cheek,
There's nobody here, it's just you and me,
It's where I want to be,
But I hardly know this beauty by my side,
I'll never forget the way you look tonight;
I never will forget the way you look tonight.
The lady in red, the lady in red,
The lady in red, my lady in red,
I love you
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Lady in red
I've never seen you looking so lovely as you did tonight,
I've never seen you shine so bright,
I've never seen so many men ask you if you wanted to dance,
They're looking for a little romance, given half a chance,
And I have never seen that dress you're wearing,
Or the highlights in your hair that catch your eyes,
I have been blind;
The lady in red is dancing with me, cheek to cheek,
There's nobody here, it's just you and me,
It's where I want to be,
But I hardly know this beauty by my side,
I'll never forget the way you look tonight;
I've never seen you looking so gorgeous as you did tonight,
I've never seen you shine so bright, you were amazing,
I've never seen so many people want to be there by your side,
And when you turned to me and smiled, it took my breath away,
And I have never had such a feeling,
Such a feeling of complete and utter love, as I do tonight;
The lady in red is dancing with me, cheek to cheek,
There's nobody here, it's just you and me,
It's where I want to be,
But I hardly know this beauty by my side,
I'll never forget the way you look tonight;
I never will forget the way you look tonight.
The lady in red, the lady in red,
The lady in red, my lady in red,
I love you
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domingo, 23 de diciembre de 2012
Entrevista a Christian Plantin - El hacer argumentativo. Pedagogía y teoría de la argumentación
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por Jorge Warley
Universidad Nacional de La Pampa
Universidad de Buenos Aires
por Jorge Warley
Universidad Nacional de La Pampa
Universidad de Buenos Aires
Christian Plantin es doctor en Filosofía y Letras, graduado en Bruselas, Bélgica, país en el que nació, y actualmente se desempeña como director de investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), en Lyon, Francia. Se ha especializado en el estudio de la argumentación, tarea que lo llevó a publicar numerosos artículos y libros que ya han sido traducidos a diversos idiomas. En 2010 visitó Buenos Aires donde brindó una serie de charlas y conferencias sobre su especialidad.
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Hace poco más de dos décadas, el Ministerio de Educación francés le encargó a Plantin la elaboración de un tratado que sistematizara los elementos básicos de la teoría de la argumentación con vistas a la formación de los docentes que se desempeñan en los últimos años de la escuela media. Ahora el libro se acaba de editar en la Argentina, lleva por nombre El hacer argumentativo y suma la firma en coautoría de Nora Muñoz —la encargada de "adaptar" y ejemplificar lo escrito por Plantin al ámbito rioplatense—.1
Lo interesante de este manual introductorio —así se puede entender, creemos, la iniciativa institucional que le dio vida— es que permite ordenar la enseñanza de la lengua en el cierre del ciclo de los estudios secundarios con vistas a desarrollar y reorientar muchos de sus presupuestos básicos.
El carácter pedagógico del volumen está claramente indicado. Se trata, según el nombre elegido por el autor, de 29 fichas ordenadas en 6 capítulos (Definición, Vocabulario, Conectores, Análisis, Síntesis y Producción), que a la vez en su interior se subdividen en un conjunto de breves apartados ordenados numéricamente.
Sin mucho preámbulo teórico en el inicio ("De la lengua de la argumentación al discurso argumentativo"), Plantin parece definir la práctica lingüística de la argumentación con una vaga referencia pragmática: "Consideramos la argumentación una 'forma de hacer' con las palabras, un juego del lenguaje entre otros", afirma, y es esa noción de juego la que se enfatiza en el prólogo:
El capítulo 5 "Síntesis" (fichas 23 a 26) nos permitirá pasar de estos problemas de comprensión del juego argumentativo a la síntesis activa de los argumentos. El alumno es estimulado a ir y venir de un punto de vista al otro, de una posición argumentativa a la posición antagonista, antes de tomar distancia del juego para hacer una recapitulación y situarse frente a éste (11. El subrayado es nuestro).
La vaga referencia a Ludwig Wittgenstein que se podría establecer conviene mejor desplazarla para afincar una visión pragmática general de la cuestión. Es decir, una perspectiva donde las normas lingüísticas se ven subordinadas a la necesidad y a "las intenciones de los locutores". Y se agrega programáticamente en el capítulo uno:
La enseñanza del vocabulario, como la de la sintaxis que es tributaria de aquél, no constituye un contenido autónomo. No se trata de mejorar las performances de jugadores de Scrabble (un juego de ingenio fundado en habilidades en el uso de vocabulario) sino de formar las capacidades de comprensión y de producción de textos funcionales en situación, respondiendo a ciertas exigencias intelectuales. El aprendizaje de las palabras está al servicio de la expresión y de la comunicación, por lo tanto, del aprendizaje del texto (22).
En el capítulo respectivo, el segundo, se focaliza precisamente en la hegemonía de los verbos y los sustantivos a la hora de ordenar un texto argumentativo, y en las diversas transformaciones. Claro que colocar en primer plano esta intencionalidad comunicativa práctica no supone abjurar de la revisión de las nociones gramaticales que, de una manera general, podríamos llamar más tradicionales en los estudios de la lengua. Así Plantin y Muñoz dicen:
Las palabras son acá instrumentos de expresión que es necesario fijar para poner en uso, pero también nociones que deben ser objeto de un trabajo de reflexión (11).
En ese mismo sentido apunta el capítulo tercero, dedicado a los conectores, pronombres y conjunciones. Como para que queden claros esos "otros usos" que el trabajo sobre el discurso argumentativo involucra, aunque, por supuesto, su desarrollo no sea materia de este breve tratado, se puede leer al comienzo del capítulo inicial:
La argumentación es una actividad de tipo racional, que utiliza la lengua de todos los días, de la que supone un buen manejo (13).
Así, nos parece que lo más interesante que El hacer argumentativo pone en juego didáctico es ese lugar estratégico que puede ocupar el estudio y la práctica de la argumentación en el desarrollo de los estudios de lengua de la escuela media. Considerados en su conjunto, desde el reconocimiento de los puntos de vistas que se ponen en juego y cuyo análisis correcto determina la buena comprensión de un texto, hasta la producción de discursos argumentativos bien desarrollados y la descripción de los enfrentamientos polémicos en los textos extensos y de mayor complejidad.
Entrevista a Christian Plantin
Si bien se le aclaró que se trataba de interrogaciones que podía interpretar de manera amplia y utilizar como simples puntos de partida para sus respuestas, el breve cuestionario que se envió por correo electrónico a Plantin fue el siguiente:
1) El libro le fue originalmente encargado por las autoridades de la educación francesa y orientado hacia la formación de los docentes. ¿Qué aportes cree usted que la teoría de la argumentación supone para la enseñanza de la lengua? ¿Pueden complementarse tales aportes con las formas tradicionales de enseñanza de la gramática?
2) Más allá de que se tratara de cumplimentar una solicitud oficial, ¿cuál fue "su" objetivo? ¿Estaba convencido de la necesidad de incorporar esa problemática? ¿Era su pretensión ayudar a una cierta "reforma" o actualización en la enseñanza de la lengua o un cometido tal estaba lejos de su pensamiento?
3) ¿Cuál es el balance que, desde el presente, puede realizarse de esta experiencia pedagógica iniciada hace ya más de dos décadas?
Las preguntas-guías fueron redactadas en castellano y en esa misma lengua accedió a responder gentilmente el especialista, y lo hizo muy bien, por cierto. El objetivo era el de obtener alguna información complementaria. Como introducción a sus respuestas, Plantin señaló "agrupo en primer lugar las preguntas referidas a diversos aspectos institucionales y después las que conciernen a la enseñanza de la argumentación". Así se transcriben en su totalidad a continuación2.
I . Aspectos institucionales
El Hacer argumentativo está escrito, en efecto, a partir de un texto concebido dentro de una perspectiva educativa. Corresponde a la tercera parte de la tesis que defendí en 1988 en la Universidad de Bruselas. Al concluir esta tesis, se puso en contacto conmigo Simone Darantière, del Centro Nacional de Documentación Pedagógica (CNDP) —una institución original, cuya función era producir documentación a "precio de costo" para los estudiantes y profesores, y que cumplió notablemente con su promesa— que había constituido un grupo sobre cuestiones de enseñanza de la argumentación. Era una iniciativa totalmente original a fines de los años 80.
Efectivamente, recién en los años 90 aparecieron cuestiones relativas a la argumentación en los programas de enseñanza secundaria. Ciertamente estas modestas fichas no dieron origen a estos cambios, digamos que han participado del movimiento.
Debo reconocer que jamás me preocupé, sin duda equivocadamente, por una posible institucionalización de esta forma de enseñanza. No cuento con la experiencia de "terreno" que me permita tomar posición acerca de las tentativas de reforma a la enseñanza de la gramática en Francia. Esta cuestión provoca entre nosotros tales pasiones políticas que aquel que se involucra en ella se ve atrapado en una lucha agotadora y posiblemente sin frutos. La enseñanza del francés en Francia es un lugar de identificación intenso por sus actores profesionales y por una clase política que encuentra allí un pretexto y los medios para realizar un ajuste de cuentas.
Me parece que la única estrategia posible debe ser indirecta: hacer las mejores propuestas, lo más claramente posibles, y que la gente interesada se apropie de ellas. Es lo que yo he intentado hacer, y pienso continuar con un pequeño diccionario de argumentación, pero es otra historia. La enseñanza de la argumentación es un espacio de iniciativa, de auto-organización y de libertad, y es de esperar que se mantenga el mayor lapso de tiempo posible.
Éste es el trabajo original que Nora Muñoz ha retomado por entero y ha enriquecido en su adaptación al español.
II. Argumentación, lengua, enseñanza de la lengua y de las competencias discursivas e interaccionales.
Este pequeño libro le debe todo a los estudiantes de la Universidad Libre de Bruselas, a los que les di cursos prácticos de argumentación entre 1983 y 1988. Todos los ejercicios —sería mejor hablar de pequeños problemas— todas las observaciones que allí figuran, en conjunto y en detalle, están ligados a dificultades efectivamente encontradas por estos estudiantes. Estoy en contra de la idea de ejercicios concebidos a priori, como "aplicaciones" de una teoría.
La argumentación es una actividad lingüística, que requiere unas competencias gramaticales y pragmáticas y también interaccionales.
Las competencias que la argumentación desarrolla están ligadas antes que nada a una práctica del lenguaje en interacción. Argumentar es ejercer la "función crítica" del lenguaje. Esquemáticamente, argumentar supone que se manejan tres posturas dentro de un grupo de habla, la de proponente (afirmar en público una posición) oponente (oponerse, decir que no se está de acuerdo, y por qué), y finalmente la de tercero, posición de duda, aquel que es capaz de preguntarse, de suspender su juicio y de escuchar lo que dicen los unos y los otros. Es cierto que estos aprendizajes deberían ser asumidos mucho antes dentro de la formación lingüística.
¿En qué puede contribuir la teoría de la argumentación a la enseñanza de la lengua?
El estudio de las orientaciones argumentativas propuesta por la teoría de la argumentación en la lengua de Jean-Claude Anscombre y Oswald Ducrot3 proporciona un excelente ejemplo de aporte a nuestra visión de la lengua. Se sabe que existen relaciones de restricción en el interior de un enunciado, como la que el verbo ejerce sobre su sujeto; en "X ladra", X es obligatoriamente un perro, real o metafórico. Ducrot ha mostrado que restricciones de este tipo son ejercidas por un enunciado sobre su continuación: el enunciado "Pedro es inteligente" tiene una orientación hacia una clase de enunciados como "resolverá el problema"; no se dice, dentro de circunstancias estándares "Pedro es inteligente, sin duda fracasará". Traducido libremente, diremos que los encadenamientos de enunciados no se hacen en referencia constante a lo real, sino que la lengua impone sus propias obligaciones sobre el desarrollo del discurso. Incluso en otros términos, diremos que el locutor tiene la impresión de razonar de forma tan razonable como racional, en tanto que no hace más que enhebrar unas cuasi-tautologías semánticas, y no hace más que "dejar hablar a la lengua".
En cambio, la visión dialogal en la que me sitúo, requiere que la enseñanza de la lengua tome en cuenta la realidad del lenguaje en interacción, que es un mundo teórico y práctico.
Sobre el plano de los aportes a la enseñanza de la lengua, esta concepción incita a poner en primer plano el proceso de producción y de comprensión en sus dimensiones textuales, contextuales e interaccionales. Es necesario captar el sentido de la acción lingüística en curso. La comprensión del sentido de un texto argumentativo no es una penosa reconstrucción apilando los sentidos de las palabras para obtener enunciados y el sentido de los enunciados para construir el sentido del texto. Recordamos, por cierto, en la obra el apólogo chino del sabio que muestra las estrellas y del tonto que mira el dedo. La comprensión es, en primer lugar, global: ¿cuál es la situación argumentativa, cuál es el problema?
Por ejemplo, si buscamos lo que quiere decir la expresión "terreno cubierto de nieve", es necesario en primer lugar preguntarse ¿de qué se trata? ¿Qué estamos haciendo? La expresión se comprende de forma muy diferente si se trata de esquí o de caza. Si se trata de hacer esquí, "cubierto de nieve" supone una capa continua. Pero si se trata de reglamentar la caza, se considera "terreno cubierto de nieve" un terreno donde puede haber grandes placas de tierra o de rocas sin nieve. ¿Por qué? Porque se trata precisamente de dejar una chance a los animales. Si la caza está prohibida solamente cuando la capa de nieve es continua, como para los esquiadores, la interdicción estaría vacía de sentido y no tendría eficacia.
¿Qué tipo de gramática supone la enseñanza de la argumentación?
En una perspectiva argumentativa, la enseñanza de la lengua debe estar abierta a la problemática del discurso, de la interacción, de los géneros y de las situaciones. Personalmente, pienso que los instrumentos más útiles son las gramáticas de "superficie", como las que han desarrollado Zellig Harris4, o, en Francia, Maurice Gross5. Estas gramáticas tienen un concepto de transformación directa de enunciado a enunciado, que se corresponde bien con realidades observables en el juego de los argumentos. Los diccionarios son instrumentos indispensables, y lo son más en tanto se abren a la consideración de construcciones sintácticas, por una parte, y de estereotipos de palabras, por otra. Si la palabra doxa tiene un sentido incuestionable, es precisamente en el diccionario donde se ve el funcionamiento de la doxa. A través de sus ejemplos y sus paráfrasis, el diccionario es un potente legitimador de frases y de inferencias entre las frases.
Es necesario añadir, pero sería sin duda una provocación, que la gramática que necesitamos en argumentación es el género de gramática cognitiva cuyos fundamentos han sido asentados por Aristóteles en el Organon.
Sobre la necesidad de integrar esta problemática
Los trabajos sobre la argumentación desarrollados desde la mitad del siglo XX son de una riqueza fascinante. Reflejan ciertamente las preocupaciones de la época. La obra de Chaïm Perelman está marcada por la preocupación de la racionalidad del discurso socio-político desde los años 19506, mientras que las de Jean-Blaise Grize7 y Ducrot son totalmente ajenas a esa problemática. Tienen lugar en el ambiente lingüístico-estructuralista de los años 1970 y de la psicología cognitiva de Jean Piaget, en lo que concierne a Grize.
Las teorías críticas a partir de la obra de Charles Hamblin (1970)8 están en el origen de aportes vigorosos a la pragmadialéctica9 y la lógica informal10, por entonces nacientes.
Personalmente, siempre me ha asombrado el aire de familia que caracteriza esos enfoques, y en el fondo siempre he querido trabajar si no sobre una unificación de las teorías al menos sobre una articulación de esas propuestas.
No se trata de meter todo en una, las diferencias se mantienen profundas, pero si se pueden distinguir cuestiones en disputa (por ejemplo, sobre las cuestiones tradicionales de la prueba, de la persuasión, el rol de las emociones o la responsabilidad de la instancia crítica) es precisamente porque es posible establecer un estado del arte.
De todo esto se deduce que, desde que yo comencé a trabajar al principio dentro del marco de la teoría de Ducrot, fascinado por la riqueza del Tratado de la argumentación (Perelman), estaba fuera de duda para mí que hacía falta alguna tomar esta problemática desde el lado de la educación. Pero antes de la experiencia en Bruselas, no concebía la extraordinaria riqueza de datos que me habrían de ser revelados gracias a los trabajos y los problemas de los estudiantes, a lo largo de esos cinco años.
Sobre los objetivos
En Bruselas nosotros partimos de constatar el fracaso de un programa, que pretendía mejorar las prácticas lingüísticas a partir de una enseñanza del "buen uso" y que consistía en rehacer otra vez los ejercicios que los estudiantes no llegaban a resolver. Es como si, frente a alguien que no habla español, usted esperara hacerle comprender repitiéndole la misma frase cada vez en volumen más alto. Mi objetivo era simple: se trataba de ayudar a los estudiantes de letras y ciencias humanas a dominar los lenguajes universitarios, los que se supone, y con buen criterio, son fundamentalmente argumentativos. El trabajo sobre la argumentación tiene algo de particular y es que requiere que se reflexione sobre lo que se está haciendo mientras se lo está haciendo; la buena práctica de la argumentación supone una suerte de metalenguaje de la argumentación. En la práctica, esto significa que para refutar a alguien o para alinearse con su posición, es necesario ser capaz de analizar correctamente lo que él dice.
Es por esta razón que nosotros nos proponemos esta obra como una obra transversal: aquí se encuentran pequeños ejercicios extremadamente simples, accesibles y, esperamos, agradables a cualquier persona capaz de hablar su propia lengua (Tus padres te dicen: "¡No saldrás esta noche! ¡Tu hermana esperó a tener 16 años para hacerlo!" ¿Qué respondés?), como así también orientaciones hacia contenidos teóricos sustanciales (por ejemplo sobre la cuestión de los estructuradores de los discursos argumentados), en la medida en que tengan consecuencias prácticas. Hay otros estructuradores del discurso argumentativo además de las "pequeñas palabras" conectoras.
Sobre las reformas y las innovaciones en la enseñanza de la lengua
Dentro de este marco local, no se trataba de ayudar a la reforma sino de impulsarla de la A a la Z.
No se trataba de la enseñanza de la lengua en el sentido del conocimiento de los mecanismos y la terminología y las teorías lingüísticas. Se trataba de mejorar las competencias de producción oral y escrita, dentro de un marco preciso, las competencias en los géneros universitarios.
En consecuencia, mis problemas cotidianos estaban orientados a encontrar un medio de resolver lo siguiente:
Nos encontramos con "dicen la misma cosa", a propósito de textos que, ciertamente, todos hablaban de la corrida de toros, pero unos para prohibirla y los otros para refutar a los primeros. Estamos acá exactamente en el caso del apólogo chino.
Un porcentaje importante de estudiantes (¿un cuarto?) distingue mal, en un texto, lo que es la conclusión, la tesis defendida, la posición del locutor, y, por otra parte, los argumentos, las buenas razones que presenta a favor de esa tesis. Hablo de textos argumentativos claros, no de textos vagamente argumentativos donde cada uno puede leer los implícitos que le vengan bien.
Masivamente, los estudiantes no comprenden los fenómenos de polifonía, y el estilo indirecto libre, ni por lo tanto la ironía de los textos —ni tampoco, por lo demás, la ironía de sus profesores—.
Existen grandes estructuras argumentativas, de apariencia evidente (como "Yo hago esto. Algunos dicen que es absurdo. Para ello, dan este y este otro argumento. Rechazo el primero por tal razón y el segundo por tal otra. Y continúo con mi trabajo") que son comprendidos de inmediato sólo por un número pequeño de estudiantes.
Estos errores gravísimos son lamentablemente previsibles, a pesar de que cada uno de sus puntos ha sido objeto de una enseñanza sistemática en su formación anterior. El hecho de que estos problemas no sean resueltos, ni siquiera a veces sospechados, debería, como se dice en lenguaje administrativo en francés, "interpelar fuertemente a los responsables".
Notas
1 Plantin, Christian y Muñoz, Nora Isabel (2011). El hacer argumentativo. Buenos Aires: Biblos, "Ciencias del lenguaje".
2 El contacto con Plantin se debió a la necesidad de información para el comentario periodístico de El hacer argumentativo que se realizó en el programa radiofónico "Desde el aula" el lunes 20 de junio de 2011 (FM La Tribu 88.7, Ciudad Autónoma de Buenos Aires). En dicha emisión, quien firma este artículo sólo reprodujo las respuestas de Plantin de manera fragmentaria y parcial, en relación con el formato y los tiempos propios del medio. Aquí se transcriben de manera completa, tal cual Plantin las envió originalmente, con la organización y los subtítulos por él propuestos, y con el simple agregado de unas pocas notas aclaratorias al pie para que el lector pueda tomar mínima nota de las obras y los autores con los cuales Plantin dialoga.
3 La referencia es el volumen ya clásico L'Argumentation dans la langue (Bruxelles; Liège: P. Mardaga, 1983) cuya autoría comparten los dos autores que Plantin menciona.
4 Mathematical Structures of Language (New York, Interscience Publishers, 1968).
5 Entre sus obras más destacadas vale mencionar los tres volúmenes de la Grammaire Transformationelle du Français, publicados entre 1968 y 1986 en París por la editorial Larousse.
6 La referencia es el Traité de l'Argumentation. La Nouvelle Rhétorique, publicado en 1958, que Perelman redactó en colaboración con Lucie Olbrechts-Tyteca (Paris, Presses Universitaires de France, 1988).
7 Refiere principalmente a De la Logique à l'Argumentation (Genève; Paris: Droz, 1982).
8 Refiere a las obras "The Effect of When It's Said" (Theoria 36: 249-264) y Fallacies (London: Methuen), ambas de 1970.
9 Se reconoce en esta corriente a un grupo de académicos de la Universidad de Ámsterdam, junto con algunos investigadores de otras universidades, que se han dedicado al desarrollo del método así llamado pragmadialéctico para el análisis del discurso argumentativo. Frans H. van Eemeren, Rob Grootendorst, Sally Jackson y Scott Jacobs son los más destacados representantes de esta corriente, y Reconstructing Argumentative Discourse, de 1992, uno de los volúmenes que incluye a los cuatro mencionados y mejor los representa.
10 Como opuesta a la lógica formal, disciplina que desde la Antigüedad clásica se detiene en el estudio de los argumentos en su forma técnica o artificial, la lógica informal -o no formal—, se propone el análisis de los argumentos tal como se presentan en la vida diaria y se desenvuelven en torno a una "racionalidad práctica".
WARLEY, Jorge. El hacer argumentativo: Pedagogía y teoría de la argumentación. Entrevista a Christian Plantin. Anclajes, Santa Rosa, v. 15, n. 2, nov. 2011 . Disponible en . accedido en 23 dic. 2012
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sábado, 22 de diciembre de 2012
Soler, el defectivo
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por Juan Sasturain
Diario Página12 3/12/2012.-
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por Juan Sasturain
Soler solía viajar regularmente al interior de la provincia. Solía ir solo y sólo por unas horas. Iba de día y regresaba en algún ómnibus nocturno. Esa vez subió al ómnibus en Tres Arroyos, a medianoche. Lo esperaban alrededor de siete horas de Ruta 3, hasta Retiro. Solía hacer ese trayecto varias veces al año desde hacía bastante tiempo y lo disfrutaba más de lo que solía admitirlo. Pequeños detalles: viajar arriba y adelante, como los chicos, o que el chofer lo reconociera o fingiera hacerlo. Pero esta vez, no. Nada sería como solía para Soler.
Recogió la escueta bandeja de envasados incomibles, trepó la escalerita y encontró su asiento ocupado. Un muchacho de gorra de visera y zapatillas con los cordones desatados dormía desparramado en la envidiable butaca quince y alrededores, la boca abierta, el mp3 velador de sus leves ronquidos. Había un vasito semilleno abandonado en su soporte, un paquete de galletitas aplastado, papeles. La gente venía viajando hacía muchas horas, desde el Valle o incluso desde Bariloche, la mayoría dormía, y el micro tenía ese desagradable olor a habitación cerrada, a caldo de aire compartido por demasiados pulmones. Quedaban, sin embargo, algunos asientos vacíos en el fondo y Soler optó –con cierto fastidio– por no interrumpir al sueño del usurpador.
En realidad, lo que solía fastidiarlo no era la impunidad ajena sino su propia incapacidad de reclamo, la dificultad para afrontar el mínimo nivel de confrontación. Así, atravesó todo el micro como quien recorre el pasillo estrecho de una feria americana saturada de ropas y objetos demasiado usados y se instaló en el asiento doble de la última fila, junto a la máquina expendedora de bebidas. Un lugar espantoso pero que al menos –como solía pensar Soler– lo ubicaba en el borde, en el extremo, casi afuera de esa incómoda totalidad superpoblada. Solía obrar, elegir así.
Cuando el micro arrancó y enseguida apagaron las luces generales, Soler reclinó la butaca, se sacó los zapatos, se desabrochó el cinturón, estiró al máximo las piernas y cerró los ojos. Enseguida notó que, con el olor del café requemado y del jugo sospechable, más allá de su voluntarismo, le costaría relajarse. El asiento doble delante del suyo estaba vacío, así que intentó levantar los pies para apoyarlos en el respaldo, pero el ángulo era apenas superior a los noventa grados –incluso en diagonal– y la posición le resultaba más incómoda que placentera. Estaba cansado pero no tenía sueño. O acaso era al revés: no solía saber precisarlo. Debían darse las dos cosas, suponía Soler, para entregarse a la desatención, apagar todos los sistemas de alarma y dormir bien.
Así que optó –como solía– por intentar leer para no desvelarse. O desvelarse leyendo, si el libro lo capturaba. Encendió su chorrito de luz individual, una especie de regadera de pálida claridad amarillenta, y se metió, no sin cierto morboso escepticismo, en la nueva edición de El traductor, la interminable novela que Salvador Benesdra había dejado detrás de sí, luego de suicidarse a mediados de los noventa, para desasosiego del resto. Soler no solía leer libros nacidos o inducidos alevosamente por la crítica para ser lecturas de culto –expresión que detestaba– pero en este caso tenía cierto interés personal agregado: había conocido un poco al autor y personaje, y sentía que tenía ganas de que esta vez le gustara la historia que en la primera y lejana ocasión –acaso por pereza– lo había expulsado con poderosa fuerza centrípeta. Esta vez, se puso y pudo: siguió la historia con esfuerzo de vista e interés de espíritu durante una hora larga de secreta tensión sexual. El ruido que hizo el pesado volumen abierto en la página ochenta y uno al caer de su mano no lo despertó.
Y lo despabiló el rumor de voces y el encendido de las luces generales. Ya estaban en Azul, eran las tres de la mañana y la gente se movía dentro y fuera del micro detenido ante el insomne parador. Soler bajó, tomó un café en el mostrador y salió a estirar las piernas y fumar como solía, al frío y a cielo abierto. Incluso se dio el gusto de perderse en la oscuridad cercana y mear contra un árbol mientras oía a sus espaldas el paso de los camiones por la ruta. La satisfacción primaria no le impedía, sin embargo, darse cuenta de cuánto de literatura había en el gesto de pretendida comunión con el Sur o lo que fuera. Ya había leído eso.
Al regresar al fondo del micro, descubrió que ya no estaba solo. Incluso antes de detectar su renovado fastidio, Soler –que solía ser ecuánime– alcanzó a pensar que, para los dos nuevos pasajeros que acababan de subir y se acomodaban sin dejar de conversar, con intercaladas risotadas, en el asiento anterior al suyo, él también era una parte más o apenas un integrante cercano del pasaje somnoliento que heredaban, como Soler en su momento, con seguro desagrado.
Sin embargo, no parecían demasiado atentos ni cuidadosos de lo que los rodeaba. Eran dos hombres de mediana edad, amigos o compañeros de trabajo o profesión, entregados a un diálogo que Soler no tardó en calificar tácitamente como socrático o –acaso con mayor propiedad– digno de un relato de Fontanarrosa. El del pasillo, el pelado de traje y portafolios apoyado en las rodillas, explicaba, y el otro –rulos, campera, la espalda contra la ventanilla– asentía sonriente, acotaba, intercalaba asombro y curiosidad.
Soler no solía soportar a la gente que habla fuerte en lugares públicos y obliga al resto a enterarse, a participar de sus opiniones, asuntos e intereses. Sin embargo, esta vez, sobre todo cuando se apagaron las luces y sus vecinos de adelante siguieron conversando en la oscuridad en voz baja pero audible sólo para él, tercero incluido, quedó pegado a su propia curiosidad.
–Calculale quince –decía el pelado–. Fijate en Internet. Están los datos, en Google. Los ponjas y los coreanos la tienen más chica, pero entre nosotros, entre trece y quince es lo normal: activada, claro.
–¿Pero cómo llegás a esa cifra, el kilómetro y medio, la total?
–Ponele una mina muy liberada, muy activa, que se dedique, no profesionalmente pero que le guste en serio y se dé el gusto, con su pareja o por afuera si querés, una vez por día. Quince por siete te da algo más de un metro. Digamos, recibe un metro por semana.
–Es mucho... Sacale los días con el asunto, la enfermedad, los embarazos.
–Está bien. Pero a veces puede hacer doblete, triplete. Y se cuenta por unidad.
–Humm. Si pienso en mi mujer, en mi hermana...
–No, no pienses en eso, no vale. Pero quién no ha pensado alguna vez en una de esas minas famosas, esas yeguas, cuántos metros se habrán. Es una cifra aspiracional, entendés.
–No.
–Quiero decir: sé que parece mucho, pero se han hecho pruebas, en universidades de Estados Unidos, en condiciones experimentales, encuestas privadas y estadísticas secretas. Son increíbles las cifras... Si hubiera un Guinness...
El otro lo interrumpió con un ataque de risa:
–Debe haber, seguro que algún hijo de puta....
–Debería haber. Es lo que te digo: ponemos un sitio en Internet y planteamos la cuestión, el desafío...
–A ver, cómo llegaste al número ideal, aspiracional.
–Es fácil. A un metro por semana, son cuatro metros al mes; por doce, te da cincuenta metros al año, más o menos.
–Por diez años...
–Qué por diez: por treinta, por lo bajo.
–Nooo.
–Pensá en Africa: de los quince a los cuarenta y cinco. Y si me degenero con las minitas pongámosle dieciocho, veinte, pero te estoy regalando todo que viene después, en el semirretiro del asunto, que es una fiesta.
–Entonces...
–A cincuenta metros por año, durante treinta años: mil quinientos.
–Kilómetro y medio.
–Eso. Es un número, ¿no? Como para ponerlo de consigna, de parámetro de salud o algo así en esas revistas para minas liberadas, esos programas de tele que les enseñan de todo. Tener sexo, como dicen ahora, todos los días es saludable, ¿no?
–¿Te imaginás las encuestas?: es más interesante que contar por unidades, por encamadas. ¿Cuántos metros sumaste este mes? ¡Hay que subir ese promedio para llegar a los cincuenta a fin de año!
Las risas subieron y hubo algún chistido.
Soler no fue de los que chistaron pero tosió un poco, algo que solía hacer en circunstancias así. Los tipos se callaron. Soler se levantó y recorrió todo el pasillo sin darse vuelta. Se metió en el baño, aunque descubrió enseguida que no tenía ganas. Bajó la mirada, y de una ojeada se la midió. No lo convenció. Pensó que alguna vez debería verificar el tamaño, pero supo que no lo haría. Soler solía confundir sus íntimas declaraciones de propósitos, incluso sus ideas más generales, con la realización genuina. Volvió a su asiento. Los vecinos dormían o al menos no conversaban más.
Se apoyó en la ventanilla y al rato se durmió. Cuando se despertó sintió que había soñado algo, pero que no sabía qué, y que estaba levemente excitado. El micro doblaba en la curva de Monte, la de la Lonera, y había un cartel verde y una cifra en kilómetros con referencia a lo que faltaba para Cañuelas.
Soler miró por la ventanilla durante un ratito y no se dio cuenta de que calculaba. También eso le solía pasar.
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por Adrián Paenza
por Adrián Paenza
Tengo un desafío para hacerle. Verá que es entretenido y atenta un poco contra la intuición. En definitiva, es una suerte de juego, pero si es así, juguémoslo con seriedad, como si fuéramos profesionales de esto. Acá va. Usted tiene que elegir cien números cualesquiera. La única condición es que sean todos distintos, cien números diferentes. No importa cuáles, pueden ser grandes, chicos, positivos, negativos, cero, los que usted quiera. Una vez que los eligió, escriba cada uno en una hoja de papel distinta, un número por hoja. Mézclelos y póngalos boca abajo. Obviamente, entre los números que usted eligió tiene que haber uno que sea el más grande de todos, el mayor de todos. Como yo no vi los números que usted eligió, es obvio que yo no tengo idea de cuál es el tal número.
Justamente el desafío consiste en lo siguiente: yo voy descubrir cuál es el mayor sin tener que darlos vuelta todos. Y le hago una apuesta (virtual, por supuesto): si yo gano, usted me tiene que dar diez pesos. Si yo no acierto, yo le tengo que pagar un peso. Claro, hay una diferencia grande en lo que gana cada uno, pero es lo mínimo que puedo pedir, teniendo en cuenta la dificultad de la tarea, ¿no le parece?
Acá va el camino que vamos a seguir: yo voy a empezar dando vuelta uno de los papeles. Si yo creo que el número que allí figura es el más grande, paro allí y le digo que me quedo con ese número. Si gano, usted me tiene que dar diez pesos. Si pierdo, usted me tiene que mostrar un número mayor entre los que yo no di vuelta y entonces yo le pago un peso a usted.
Sin embargo, podría pasar que yo dé vuelta el primer número y no me detenga en ése, sino que elija pasar a otro cualquiera que todavía no vi. Paro en el segundo si creo que es el más grande y si no, sigo con otro.
Por supuesto, también podría pasar que, en algún momento, yo me hubiera “pasado” el número más grande, y ya no lo pueda encontrar. En ese caso, ya no puedo volver atrás. Cada vez que doy vuelta una hoja, pierdo la posibilidad de elegir cualquiera de los que ya vi. Esos quedan fuera de competencia.
Obviamente, si se me permitiera volver para atrás, podría darlos vuelta a todos y luego elegir cuál es el mayor. No. Cada número que yo veo, tengo que decidir en ese momento si es el más grande o si quiero seguir “mirando”. Podríamos ponerlo en otros términos: se trata de que yo decida cuándo tengo que “detenerme”, cuándo tengo que “parar” de mirar.
¿Qué le parece? ¿Tiene ganas de aceptar? ¿Habrá alguna manera que permita tener alguna probabilidad razonable de poder ganar?
Algo para pensar: si yo diera vuelta una hoja cualquiera, la probabilidad de acertar es 1/100 (un centésimo). ¿Por qué? Es que como hay cien hojas y yo no tengo ni idea de qué número hay en cada una, la probabilidad de acertar es uno en cien. ¿Habrá alguna manera de mejorar esa probabilidad? Por supuesto, la única manera posible de tener un ciento por ciento de garantías de encontrar el número más grande es dando vuelta todos, pero el desafío que le propongo intenta mejorar ese uno por ciento de posibilidades que tengo si doy vuelta una hoja cualquiera al azar. ¿Se podrá?
Ahora le toca a usted. Yo sigo más abajo.
Obviamente, no sé qué ideas fue discutiendo usted con usted mismo, pero le voy a contar mi estrategia, la que voy a utilizar acá. Empiezo a dar vuelta las hojas y miro los números que van saliendo. Cuando llegué a dar vuelta 50 hojas, me detengo un momento y anoto el número mayor de todos los que di vuelta. Lo voy a llamar S.
Claramente, S no tiene por qué ser el número mayor de los que usted eligió, pero es el mayor de todos los que yo vi hasta allí. Igualmente, no lo podría elegir, porque yo ya pasé por ese número y no me detuve, o sea, que si ese número resulta ser también el mayor entre los cien, ya perdí.
Pero supongamos que no. Como decía más arriba, me quedo con ese número S que es el mayor entre los 50 que vi. Ahora sigo dando vuelta números del grupo de 50 hojas restantes.
Si en algún momento encuentro un número mayor que S, me paro y elijo ese número como mi candidato. Lo voy a llamar M. A partir de aquí, ya no sigo más. Este número M será el que yo le presente como mi ganador.
Pero, como usted está pensando, bien podría suceder que no encontrara ningún número mayor que S en el segundo grupo. ¿Qué pasa entonces? Bueno, entonces perdí. Sin embargo, si el número S fuera el segundo número más grande de los que usted eligió y el mayor de todos quedó en el segundo grupo de 50, entonces sí, yo lo voy a encontrar y voy a ganar la apuesta. ¿Qué le parece mi idea?
Por ejemplo. Supongamos que el número mayor que usted eligió es 147, y el que le sigue es 123. Supongamos además que el número 123 quedó en el primer grupo de 50 hojas que yo voy a dar vuelta, y el 147 queda en el segundo. En este caso, yo voy a ganar seguro, porque al dar vuelta las primeras cincuenta hojas, el número 123 quedará como el más grande de esos números. El número S sería igual a 123. Pero, por otro lado, como entre las restantes 50 hay solamente una que es mayor que 123, cuando la encuentre, ése tendrá que ser el número mayor de todos: el número M será igual a 147. Por supuesto, éstas son condiciones ideales para que funcione mi estrategia. Yo necesito que el segundo mayor (S) quede entre las primeras cincuenta, y el mayor de todos (que llamo M) quede entre las segundas cincuenta hojas. En ese caso, yo gano.
Ahora bien: ¿cuál es la probabilidad de que estos dos sucesos ocurran simultáneamente? Acompáñeme con esta idea. ¿Cuántas posibilidades hay para S y para M?
Podrían suceder estos cuatro casos:
a) M y S están en el primer grupo de 50.
b) M está en el primer grupo y S está en el segundo.
c) S está en el primer grupo y M está en el segundo.
d) M y S están los dos en el segundo grupo de 50.
Para que yo gane, tiene que ocurrir el caso (c). O sea, de los cuatro casos posibles, solamente uno me es favorable. En ese caso, la probabilidad es 1/4, o lo que es lo mismo, un 25 por ciento de posibilidades. Una observación más: ¿es razonable que si yo gano usted me pague $10 mientras que si pierdo yo, le pague un peso a usted? ¿Qué le parece? En un mundo ideal, de cada cuatro veces que juguemos, yo ganaría una sola y usted las otras tres. Por lo tanto, yo tendría que haberle pagado 3 pesos y usted me tendría que haber dado 10. Conclusión: ¡a mí me conviene seguro! A usted, no creo.
Por último, con esta estrategia, espero haberla/haberlo convencido de que la probabilidad de que yo gane es una de cada cuatro veces. Pero hay más: la estrategia se puede mejorar más aún. Dos matemáticos de la universidad de Harvard, John Gilbert y Frederick Mosteller, probaron que no hace falta mirar las primeras 50 hojas y quedarse con el mayor entre ellas, sino que es suficiente mirar 37. Sí, treinta y siete. Habría bastado, entonces, elegir el mayor de los números entre los primeros 37 y luego, empezar a revisar uno por uno los que siguen hasta encontrar el primer número que supere al que elegimos entre los primeros 37.
Moraleja: al principio parecía que no había manera de mejorar las chances de tener más que un uno por ciento de posibilidades de éxito. Sin embargo, la matemática interviene para aportar nuevas ideas y como tantas otras veces, permite tomar una decisión más educada. No es poco.
Justamente el desafío consiste en lo siguiente: yo voy descubrir cuál es el mayor sin tener que darlos vuelta todos. Y le hago una apuesta (virtual, por supuesto): si yo gano, usted me tiene que dar diez pesos. Si yo no acierto, yo le tengo que pagar un peso. Claro, hay una diferencia grande en lo que gana cada uno, pero es lo mínimo que puedo pedir, teniendo en cuenta la dificultad de la tarea, ¿no le parece?
Acá va el camino que vamos a seguir: yo voy a empezar dando vuelta uno de los papeles. Si yo creo que el número que allí figura es el más grande, paro allí y le digo que me quedo con ese número. Si gano, usted me tiene que dar diez pesos. Si pierdo, usted me tiene que mostrar un número mayor entre los que yo no di vuelta y entonces yo le pago un peso a usted.
Sin embargo, podría pasar que yo dé vuelta el primer número y no me detenga en ése, sino que elija pasar a otro cualquiera que todavía no vi. Paro en el segundo si creo que es el más grande y si no, sigo con otro.
Por supuesto, también podría pasar que, en algún momento, yo me hubiera “pasado” el número más grande, y ya no lo pueda encontrar. En ese caso, ya no puedo volver atrás. Cada vez que doy vuelta una hoja, pierdo la posibilidad de elegir cualquiera de los que ya vi. Esos quedan fuera de competencia.
Obviamente, si se me permitiera volver para atrás, podría darlos vuelta a todos y luego elegir cuál es el mayor. No. Cada número que yo veo, tengo que decidir en ese momento si es el más grande o si quiero seguir “mirando”. Podríamos ponerlo en otros términos: se trata de que yo decida cuándo tengo que “detenerme”, cuándo tengo que “parar” de mirar.
¿Qué le parece? ¿Tiene ganas de aceptar? ¿Habrá alguna manera que permita tener alguna probabilidad razonable de poder ganar?
Algo para pensar: si yo diera vuelta una hoja cualquiera, la probabilidad de acertar es 1/100 (un centésimo). ¿Por qué? Es que como hay cien hojas y yo no tengo ni idea de qué número hay en cada una, la probabilidad de acertar es uno en cien. ¿Habrá alguna manera de mejorar esa probabilidad? Por supuesto, la única manera posible de tener un ciento por ciento de garantías de encontrar el número más grande es dando vuelta todos, pero el desafío que le propongo intenta mejorar ese uno por ciento de posibilidades que tengo si doy vuelta una hoja cualquiera al azar. ¿Se podrá?
Ahora le toca a usted. Yo sigo más abajo.
Obviamente, no sé qué ideas fue discutiendo usted con usted mismo, pero le voy a contar mi estrategia, la que voy a utilizar acá. Empiezo a dar vuelta las hojas y miro los números que van saliendo. Cuando llegué a dar vuelta 50 hojas, me detengo un momento y anoto el número mayor de todos los que di vuelta. Lo voy a llamar S.
Claramente, S no tiene por qué ser el número mayor de los que usted eligió, pero es el mayor de todos los que yo vi hasta allí. Igualmente, no lo podría elegir, porque yo ya pasé por ese número y no me detuve, o sea, que si ese número resulta ser también el mayor entre los cien, ya perdí.
Pero supongamos que no. Como decía más arriba, me quedo con ese número S que es el mayor entre los 50 que vi. Ahora sigo dando vuelta números del grupo de 50 hojas restantes.
Si en algún momento encuentro un número mayor que S, me paro y elijo ese número como mi candidato. Lo voy a llamar M. A partir de aquí, ya no sigo más. Este número M será el que yo le presente como mi ganador.
Pero, como usted está pensando, bien podría suceder que no encontrara ningún número mayor que S en el segundo grupo. ¿Qué pasa entonces? Bueno, entonces perdí. Sin embargo, si el número S fuera el segundo número más grande de los que usted eligió y el mayor de todos quedó en el segundo grupo de 50, entonces sí, yo lo voy a encontrar y voy a ganar la apuesta. ¿Qué le parece mi idea?
Por ejemplo. Supongamos que el número mayor que usted eligió es 147, y el que le sigue es 123. Supongamos además que el número 123 quedó en el primer grupo de 50 hojas que yo voy a dar vuelta, y el 147 queda en el segundo. En este caso, yo voy a ganar seguro, porque al dar vuelta las primeras cincuenta hojas, el número 123 quedará como el más grande de esos números. El número S sería igual a 123. Pero, por otro lado, como entre las restantes 50 hay solamente una que es mayor que 123, cuando la encuentre, ése tendrá que ser el número mayor de todos: el número M será igual a 147. Por supuesto, éstas son condiciones ideales para que funcione mi estrategia. Yo necesito que el segundo mayor (S) quede entre las primeras cincuenta, y el mayor de todos (que llamo M) quede entre las segundas cincuenta hojas. En ese caso, yo gano.
Ahora bien: ¿cuál es la probabilidad de que estos dos sucesos ocurran simultáneamente? Acompáñeme con esta idea. ¿Cuántas posibilidades hay para S y para M?
Podrían suceder estos cuatro casos:
a) M y S están en el primer grupo de 50.
b) M está en el primer grupo y S está en el segundo.
c) S está en el primer grupo y M está en el segundo.
d) M y S están los dos en el segundo grupo de 50.
Para que yo gane, tiene que ocurrir el caso (c). O sea, de los cuatro casos posibles, solamente uno me es favorable. En ese caso, la probabilidad es 1/4, o lo que es lo mismo, un 25 por ciento de posibilidades. Una observación más: ¿es razonable que si yo gano usted me pague $10 mientras que si pierdo yo, le pague un peso a usted? ¿Qué le parece? En un mundo ideal, de cada cuatro veces que juguemos, yo ganaría una sola y usted las otras tres. Por lo tanto, yo tendría que haberle pagado 3 pesos y usted me tendría que haber dado 10. Conclusión: ¡a mí me conviene seguro! A usted, no creo.
Por último, con esta estrategia, espero haberla/haberlo convencido de que la probabilidad de que yo gane es una de cada cuatro veces. Pero hay más: la estrategia se puede mejorar más aún. Dos matemáticos de la universidad de Harvard, John Gilbert y Frederick Mosteller, probaron que no hace falta mirar las primeras 50 hojas y quedarse con el mayor entre ellas, sino que es suficiente mirar 37. Sí, treinta y siete. Habría bastado, entonces, elegir el mayor de los números entre los primeros 37 y luego, empezar a revisar uno por uno los que siguen hasta encontrar el primer número que supere al que elegimos entre los primeros 37.
Moraleja: al principio parecía que no había manera de mejorar las chances de tener más que un uno por ciento de posibilidades de éxito. Sin embargo, la matemática interviene para aportar nuevas ideas y como tantas otras veces, permite tomar una decisión más educada. No es poco.
Diario Página12 2/12/2012.-
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viernes, 7 de diciembre de 2012
Una lengua nacional aluvial para la Argentina: Jorge Luis Borges, Américo Castro y Amado Alonso en torno al idioma de los argentinos
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por Miranda Lida
Universidad Torcuato Di Tella / Universidad Católica Argentina / CONICET
1 Eric Hobsbawm, La era del imperio (1875-1914), Barcelona, Crítica, 1998.
7 Américo Castro, La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, Buenos Aires, Losada, 1941. Un comentario en "Las alarmas del doctor Américo Castro", en Jorge Luis Borges y José Clemente, El lenguaje de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé, 1998.
8 Alejandro Cattaruzza, "Descifrando pasados: debates y representaciones de la historia nacional", en A. Cattaruzza (dir.), Nueva historia argentina. Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre política, 1930-1943, Buenos Aires, Sudamericana, vol. 7, 2001, pp. 429-476; Lila Caimari, "Sobre el criollismo católico. Notas para leer a Leonardo Castellani", Prismas, Nº 9, 2005, pp. 165-185; Prieto, El discurso criollista.
por Miranda Lida
Universidad Torcuato Di Tella / Universidad Católica Argentina / CONICET
I. Definición del problema.
A fines del siglo xix, se volvió un lugar común en buena parte de los países occidentales que se comenzara a definir la nación a partir del criterio de la lengua, un rasgo homogeneizador que cobraba extraordinaria fuerza en poblaciones cada vez más alfabetizadas e integradas a la modernidad. Así, las naciones modernas, en su preferencia por un determinado idioma nacional, terminarán por someter a centenares de otras lenguas que no llegaron a alcanzar aquel mismo rango al casi indigno puesto de dialecto. Aquel que no hablara la lengua nacional quedaría rebajado al estatus de ciudadano de segunda; en cambio, aquel que realizara su aprendizaje, podría ver alcanzada con más facilidad cualquier expectativa de ascenso social. Una lengua nacional tiene prestigio por el solo hecho de serlo: está en los libros de texto que se enseñan en la escuela. Mientras tanto, las demás quedan relegadas, por más que sean habladas por poblaciones numéricamente significativas. Tan sólo les quedó la alternativa de convertirse en objeto de una enconada resistencia cultural o lingüística. En este contexto, los combates por la lengua y la cultura bien pudieron politizarse.1 Folkloristas, hombres de letras y filólogos fueron partícipes de estas lides; el auge que encontró la filología a fines del siglo xix no es casual. Hay incontables ejemplos de estas luchas entre los nacionalismos culturales emergentes de Europa central a finales del siglo xix, cuando tanto el Imperio Ruso como el Austrohúngaro mantuvieron sometidas lenguas y culturas que anhelaban convertirse en verdaderas naciones. En la Argentina, y a pesar de la inmigración de masas que arribó a fines del siglo xix, estas batallas no alcanzaron la misma virulencia que en otras latitudes. La inmigración convirtió a la Argentina en una verdadera Babel, donde se hablaban miles de lenguas diferentes, y más todavía resaltaba este rasgo en las ciudades del litoral. La lengua nacional encontró dificultades para imponerse, y más en un país donde había abundante prensa escrita que circulaba en variados idiomas. Contra ello, precisamente, las presiones nacionalistas que se hicieron oír hacia el Centenario reclamarían la preeminencia de la lengua del país por sobre las demás. Nacionalizar a través de la escuela y del servicio militar obligatorio significaba, entre otras cosas, la posibilidad de crear y difundir rituales patrióticos que alentaran la difusión de los valores nacionales; por añadidura, así también podría lograrse que todo el mundo hablara la lengua nacional.2 No se trataba meramente de definir la identidad nacional a través de la identificación de los rasgos de la cultura o la literatura propias, gesto común ya presente entre escritores e intelectuales decimonónicos de inspiración romántica.3 Si la lengua era un elemento clave, debía ocupar su puesto entre los rasgos que dan cuenta de la identidad nacional. Sin embargo, la lengua nacional "argentina" estaba lejos de ser autóctona; como tantas otras cosas, había sido traída desde España, desde Europa. Por más que el fervor de los criollistas haya pretendido la ilusión de identificar una lengua argentina, distinta con respecto a otras variantes idiomáticas de la lengua española, estos esfuerzos no pudieron ocultar que en realidad la lengua argentina, como tal, no existía. No obstante, se tratara o no de una quimera, aquella ilusión despertó esperanzas entre filólogos y lingüistas. Y no tardaría en suscitar polémicas. Cuando, en la década de 1920, la filología en tanto disciplina arribó a la Argentina -el instituto homónimo de la Universidad de Buenos Aires fue fundado en 1923-, se vio envuelta en un debate sobre la nación y su idioma que desbordó el marco de los especialistas que se dedicaban a tan erudita disciplina. Ya en los albores del siglo, el filólogo francés Lucien Abeille, en su libro Idioma nacional de los argentinos, había formulado la hipótesis de que la Argentina tenía un idioma nacional propio, diferente del español peninsular. No se trataba de un dialecto o de una de serie de regionalismos que distinguían al español hablado por los argentinos (el "argentino"), de cualquier otra variante regional; sino del hecho de que la Argentina no podría ser considerada una nación, y ocupar su lugar en el concierto internacional, si carecía de un idioma que fuera plenamente de su propiedad: "Si la lengua es uno de los principales elementos constitutivos de la nación, cuando se afirma que en la República Argentina se debe hablar el idioma español, se emiten teorías contrarias al derecho inherente a un pueblo de hablar un idioma especial".4 Esta idea de la reafirmación de la Argentina a través de su propia lengua, que habrá de ser el argentino -diferente del español-, no encontró eco, sin embargo, entre los principales voceros del nacionalismo de los tiempos del Centenario. Ni Leopoldo Lugones, ni Ricardo Rojas ni Manuel Gálvez proclamaron un nacionalismo lingüístico tan radical; en un país donde a diario se oían los más variados cocoliches y dialectos, los nacionalistas se limitaron a reclamar que el español cobrara preeminencia sobre los demás idiomas a través de la escuela pública, el servicio militar y los rituales patrióticos. No había necesidad de argentinizar la lengua; la Argentina podría ser considerada plenamente una nación aunque no tuviera una lengua nacional exclusiva que la identificara. Tanto es así que en la década de 1920, cuando Ricardo Rojas, autor de La restauración nacionalista, impulsó la fundación del Instituto de Filología en la Universidad de Buenos Aires, de la cual era rector, estuvo lejos de imprimirle al nuevo instituto un perfil nacionalista; no, al menos, desde el punto de vista lingüístico. Rojas creía más en la existencia de una literatura por definición argentina que en la de su lengua, tal como demuestra en su Historia de la literatura argentina. No se trataba de promover la creación de un instituto que estudiara y sistematizara la auténtica lengua argentina, sino de crear un centro de estudios que sirviera para promover el buen uso del idioma español en la Argentina. Tanto es así que Rojas trajo de España al fundador del nuevo instituto, don Américo Castro, formado en el prestigioso Centro de Estudios Históricos de Madrid, dirigido por Ramón Menéndez Pidal. Apenas asumió su cargo, el flamante director hizo referencia al "felizmente anulado" trabajo de Abeille, que se hallaría en las antípodas de sus concepciones lingüísticas.5 Mientras que Abeille reivindicaba el voseo -el uso del vos en lugar del tú en la lengua coloquial- como un rasgo típico del idioma argentino, Castro daba por descontado que ese idioma no podía ser otro que el español que se hablaba en España; así, pues, el voseo sólo podía ser considerado una desviación del "auténtico" español. Castro -de carácter "arbitrario y tronante", según un colega-6 concebía su misión en la Argentina como una obra de purificación que debía ser llevada a cabo en un país en el que su lengua había llegado a degenerar, por haber sido un área marginal del antiguo imperio español.7 No es pues un dato menor que la filología arribara de la mano de los españoles. Castro seguía los pasos de José Ortega y Gasset, Adolfo Posada y Rafael Altamira, que habían visitado la Argentina hacia el Centenario. Pero la cuestión del idioma de los argentinos no quedaría ahí clausurada. En 1926 se publicó el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y el criollismo comenzó a despertar vivo interés en la cultura argentina, hasta alcanzar su clímax hacia los años treinta.8 A reconstruir los debates en torno al idioma de los argentinos en la primera mitad del siglo xx hasta la irrupción del peronismo, y los contextos en los que estos debates se desarrollaron, se dedica este ensayo. Nos centraremos en sus figuras más relevantes y en los contextos en los que actuaron: Américo Castro, Amado Alonso -su sucesor poco después en el Instituto de Filología- y Jorge Luis Borges. Tendremos también en cuenta al uruguayo Vicente Rossi, agudo polemista que, radicado en Córdoba, encontraría eco en Borges. Mientras Castro se resistía a admitir cualquier dejo de criollismo, Amado Alonso se interesó como ningún otro filólogo español por la cuestión. En medio de una rica discusión con Borges y Rossi, Alonso admitió algún tipo de singularidad en la lengua rioplatense. Pero no la definió por sus rasgos autóctonos, sino más bien por su carácter aluvial. No se trataba de medir la pureza de la lengua rioplatense con la vara del casticismo, o en función de algún otro purismo, como pretendían los nacionalistas lingüísticos; de lo que se trataba era de reconocer toda su riqueza y variedad. Sobre esta base postuló que la lengua en la Argentina era aluvial, tan aluvial como su sociedad. Ello le valió a Alonso un amplio reconocimiento en la cultura y la sociedad de entreguerras. No obstante, como veremos, al cabo de unos pocos años la irrupción del peronismo dio por tierra con el cosmopolitismo de Amado Alonso; en la década de 1940 estaban cobrando fuerza nuevas concepciones sobre la lengua y la identidad argentinas, imbuidas de valores criollistas y católicos. En este clima, Alonso se vio obligado a abandonar la Argentina, un país que había llegado a hacer suyo.
II. De Américo Castro a Amado Alonso
En 1923, Castro fue recibido con pompa y circunstancias, tal como entonces se les solía dar la bienvenida a los extranjeros: fue uno de los tantos huéspedes que en los años veinte tuvo la ciudad.9 Fue objeto de diversos homenajes, mientras su discurso inaugural era difundido en la prensa y en un libro conmemorativo. Así comenzó a hablarse de la filología, algo hasta entonces poco conocido; gracias a la visita del español llegaría hasta los grandes matutinos. La Prensadisparó la primera piedra en las polémicas filológicas de los años veinte. Publicó una serie de artículos de Arturo Costa Álvarez, profesor de la Universidad de La Plata y colaborador del semanario El Hogar, donde se acusaba a Castro de desconocer la lengua "argentina" y de pretender implantar una disciplina de carácter puramente español, poco apropiada para el ambiente local. El autor profetizaba que Américo Castro fracasaría. Así se comenzó a hablar de la filología, una materia que, de otro modo, habría permanecido en manos de los especialistas, sin llegar al público. Y al poco tiempo, al español lo encontraremos como colaborador en La Nación. La visibilidad social que adquirió Castro tornó aun más violentas las diatribas de Costa Álvarez. Mientras, la polémica llegaría, también, hasta la revista vanguardista Martín Fierro, que intervino a favor de Castro.10 Se debatía la pertinencia de importar de España una disciplina que implicaba toda una manera de pensar la lengua y la literatura. Se acusó a la filología académica de ser una disciplina sólo "para españoles", que relegaba a un segundo plano la literatura y el "idioma" autóctonos. Se volvía así a la discusión que había planteado Abeille de si era pertinente hablar de una lengua "argentina". Y si lo era, ¿por qué "importar" a los especialistas? La batalla lingüística no era una simple polémica entre eruditos. Sacaba a la luz todas las transformaciones que se estaban produciendo en la sociedad y en la cultura de entreguerras. Por un lado, Buenos Aires podía darse el lujo, a través de La Nación, de contar con las más importantes plumas del mundo hispanoamericano como colaboradores, entre los que se destacaría Ortega y Gasset. Por otro lado, la ciudad era también el escenario en el cual creció un diario como Crítica, que vivía un éxito editorial tras otro, imponiendo un estilo propio.11 Y no sólo en lo periodístico sino además, en un uso del lenguaje que rompía con los cánones. No obstante ello el diario se vendía en grandísimas tiradas: si La Nación era el diario más prestigioso, aunque de "extrema derecha", según lo caricaturizara la revista Martín Fierro,12 Crítica no dejaba de ser el más leído. En el marco de una cultura de masas en expansión, se tornaba urgente la reflexión en torno al uso que se hacía del idioma. De hecho, fue el propio diario Crítica el que en la década de 1920 relanzó la discusión sobre el idioma de los argentinos; lanzó una encuesta entre escritores, filólogos y periodistas que, no obstante, no dio el resultado deseado: el lunfardo no fue admitido como expresión legítima de la lengua "argentina", puesto que solía ser asimilado al submundo del crimen.13 Pero ¿cabía esperar de los académicos españoles que se acostumbraran a la informalidad de la lengua coloquial que se hablaba e incluso se escribía en los diarios más populares de Buenos Aires? El nombre de España todavía rezumaba tradición y casticismo. Al fin y al cabo, la lengua propia de la alta cultura en la sociedad porteña de comienzos del siglo xx seguía siendo el francés. Apenas se tenía en cuenta al español como lengua culta, refinada, elegante. Para convertir al Instituto de Filología en un polo atractivo, era necesario conferirle una orientación que lo apartara del casticismo, con vocación por abordar los más amplios problemas literarios y lingüísticos. Éste era el desafío que implicaba la instalación de un Instituto de Filología en Buenos Aires. Quizás por eso, cuando Américo Castro abandonó esta ciudad a comienzos de 1924, tras apenas un año de gestión, se habló de su "fracaso" -la palabra pertenece al propio Costa Álvarez-. Fueron nombrados sucesivamente otros directores, que no lograron perdurar más de una temporada. Si el Instituto no lograba encontrar eco en la sociedad, atraer a los jóvenes y entrar en diálogo con los círculos literarios más prestigiosos, llevaría una existencia errática. Mientras tanto, en la literatura argentina se reavivaba el interés por el criollismo y la gauchesca, cuyo más neto exponente fue el Don Segundo Sombra. En este contexto, el academicismo de los filólogos españoles continuaría despertando críticas. Distintas voces insistieron en que el Instituto debía captar el pulso de la sociedad local y conocerla a fondo, incluso su literatura criolla. La más importante de estas voces fue la de Borges, en su obra El idioma de los argentinos, que obtuvo en 1927 el Segundo Premio Municipal. Allí se discuten dos lecturas acerca del idioma del Río de la Plata, que Borges dará en rechazar:
Una es la de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción. [...] El que no se aguaranga para escribir y se hace el peón de estancia o el matrero o el valentón, trata de españolarse o asume un español gaseoso, abstraído, internacional, sin posibilidad de patria ninguna. Las singulares excepciones que restan [...] son de las que nos honran.14
Las dos lecturas eran igual de puristas, aunque en direcciones divergentes. Nos concentraremos en la segunda, que refiere al academicismo de los españoles más casticistas y, en última instancia, al propio Instituto de Filología fundado por Américo Castro, a quien Borges criticó en varias oportunidades, por su incapacidad de adaptarse al auditorio porteño. En las conferencias que dictó en Buenos Aires, Castro utilizaba la palabra "egregio", un término en desuso, advertía Borges. Y concluía rotundamente: "no sabe impresionarnos".15 El lingüista debe ser flexible en el uso de la lengua, conocer los usos locales y adaptarse a su auditorio. Éste es el error que Borges advierte en Castro y en buena parte de los lingüistas españoles del Instituto de Filología: no saben acercarse al habla del hombre corriente. No se trata de escribir ensayos sobre la literatura gauchesca o los sainetes, puesto que no sería más que un análisis libresco. El habla popular sólo se encuentra en la calle. O en la "contra-filología" que, de la mano de Vicente Rossi, surgió en la Argentina de los años veinte, apuntando sus dardos contra el Instituto de Filología. Si bien a Rossi hoy tan sólo se lo recuerda por su libro Cosas de negros, de 1926, fue además el responsable de la publicación de una larga serie de opúsculos, los Folletos lenguaraces, de aparición irregular, en los que trataba con la mayor irreverencia cuestiones filológicas e idiomáticas, en tono de burla contra el Instituto de Filología porteño y cualquier otra institución que intentara domeñar la lengua, en especial la popular. Luego de 1931, Rossi arremetió contra la Academia Argentina de Letras, que acababa de ser fundada. No admitía ninguna autoridad en materia lingüística. La descarnada crítica contra el academicismo de los lingüistas instalados en Buenos Aires fue moneda corriente en estos folletos que, en Córdoba primero, y luego en Buenos Aires, editara Rossi desde mediados de la década de 1920 hasta principios de los años cuarenta. Estos folletos ofrecían un nutrido glosario de la lengua popular, donde se ponía en evidencia la poca capacidad que los filólogos más prestigiosos tendrían para interpretar el lenguaje "argentino".16 Contra todo casticismo, Rossi mostraba las vinculaciones que la lengua rioplatense conservaba con tradiciones culturales no españolas: desde la cultura afroargentina hasta los cocoliches de los inmigrantes, o el lenguaje del criollo, del indio o del gaucho. En los términos de Borges, que lo leía con voracidad, Rossi era un verdadero "montonero", rebelde a la autoridad española en materia lingüística, y un completo díscolo con respecto al Instituto de Filología. Por curiosidad lingüística le atrae Rossi: sus glosarios de la lengua rioplatense eran ricos en matices muy vívidos. Pero la batalla -Borges lo sabe- es desigual: "se trata de un vistoso duelo (que es a muerte) entre un matrero criollo-genovés de vocación charrúa y la lenta partida de policianos, adscriptos esta vez a un Instituto de Filología que despacha glosarios y conferencias en la calle Viamonte".17 El mérito de Rossi según Borges reside en haber captado el habla popular en su naturalidad, más allá del artificio que la literatura, tanto gauchesca como arrabalera, construyó a los fines literarios. Borges cree que Rossi tiene razón cuando sugiere que "los filólogos españoles o hispanizantes tienen que justificar su empleo oficial: han inventado de muy mala gana un idioma gauchesco que luego retraducen con apuro al español antiguo, y han decretado que su monumento es el Martín Fierro".18 Su irreverencia contra el academicismo es desmesurada, Borges lo sabe. De allí que lo defina como un "montonero" que se levanta contra la autoridad enquistada de los filólogos, meros inquisidores del buen decir. Es legítimo el gesto de rebelión, cree Borges, pero de lo que se trata es de promover una nueva orientación en la filología, con la expectativa de que entre en contacto con la sociedad y la cultura de su tiempo. Si la iconoclasia de Rossi pudiera servir de algo, será para alentar la formación de una nueva generación de filólogos menos librescos y más en contacto con la sociedad. El Instituto de Filología no podía evitar darse por aludido. En este marco, hizo su arribo a la Argentina Amado Alonso, el nuevo director del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, designado en 1927 desde Madrid por Ramón Menéndez Pidal. Fue el único que estuvo más de un año académico en la ciudad: de hecho, permaneció casi dos decenios. No es casual. Alonso había nacido en 1896, de tal modo que tenía poco más de 30 años. Aún no había obtenido su doctorado. Otros viajeros ilustres de los años veinte fueron Albert Einstein, Ernest Ansermet, Le Corbusier, el conde Keyserling, Waldo Frank, Filippo Marinetti, María de Maeztu, Manuel García Morente y Lucien Levy-Bruhl. También se encontraba en Buenos Aires Pedro Henríquez Ureña, que llegó en 1924 y terminó quedándose por más de dos décadas. Los viajeros se sintieron halagados por el público porteño: un gran número de gente acudía a verlos cada vez que daban una conferencia o participaban en algún evento público. En esos años era frecuente -como diría María Rosa Oliver- "ir conociendo a diario personas distintas".19 E interesantes, cabe agregar. Claro que Alonso era uno de los más jóvenes y quizás el menos célebre de los visitantes. No había llegado con un contrato para dar conferencias por una temporada, sino para hacerse cargo de la dirección de un instituto que había sido bastardeado por la opinión, y en el que hasta ahora ninguno de sus predecesores había logrado sobrevivir más de un año. Sería necesario remar contra la corriente. Además, la Universidad de Buenos Aires contaba con menos recursos de los que tenían muchas otras iniciativas culturales que se estaban desarrollando en la ciudad, gracias al generoso subsidio aportado por un puñado de personalidades que alentaron las artes, las letras y la cultura en los años veinte.20 En especial, se destaca la gestión llevada adelante por grandes apellidos porteños que, a modo de mecenas, financiaron las visitas de artistas, escritores e intelectuales del extranjero. En esos años, la fortuna privada se dedicó a alentar el fomento cultural en las artes, a través de la Sociedad de Amigos del Arte o la Asociación del Profesorado Orquestal, que se dedicaban a promover a artistas plásticos, músicos y directores de orquesta. En este mismo sentido se cuenta la Sociedad de Conferencias, fundada en 1925 y patrocinada por Elena Sansisena de Elizalde y Victoria Ocampo, dedicadas a promover las visitas de conferencistas extranjeros. Se desató una verdadera fiebre por las conferencias y las exhibiciones artísticas; la asistencia podía ser tan masiva que se volvía asfixiante. Incluso las artes plásticas alcanzaron una popularidad inusitada. (El caso más sonado tuvo lugar cuando el pintor cubista Emilio Pettoruti expuso sus obras en la galería Witcomb. La sala se vio desbordada, debido a los apretujamientos de la gente que se agolpaba en el estrecho local. El pintor debió cubrir sus cuadros con vidrios: "los escupían, los laceraban o escribían insultos".)21 No había, sin embargo, quien estuviera dispuesto a patrocinar a un académico que venía a dirigir un instituto que hasta ahora no había sabido ganarse el visto bueno de la opinión. Una cosa era invitar a un extranjero a dar un ciclo de conferencias, que duraría unas semanas, y otra distinta era instalarse en el país, para lo cual era necesario un puesto estable. Los puestos universitarios no eran de lo más rentables en esa época. Por ejemplo, el dominicano Henríquez Ureña -con el que la Argentina no fue, según Borges, todo lo generosa que merecía, en buena medida porque era dominicano-,22 vivía austeramente de sus cátedras de la Universidad Nacional de La Plata, el Colegio Nacional de La Plata y el Instituto Nacional del Profesorado Secundario. Y si el mexicano Alfonso Reyes, arribado en 1927, meses antes que Alonso, podía hacerlo de manera más holgada, era porque poseía un cargo diplomático en la embajada de su país, que acababa de ser inaugurada en la Argentina. Alonso se vinculó rápidamente con ellos,23 en especial con Reyes, quien jugaría un papel clave en su inserción en la sociedad local. Reyes celebraba tertulias en la sede de la embajada -en una ubicación privilegiada a pocos pasos de Plaza San Martín-, que le sirvieron a Alonso como aprendizaje para iniciar su tránsito a lo largo de los múltiples espacios de la sociabilidad porteña. Muchos de los asistentes a las tertulias de Reyes terminarían confluyendo en la revista Sur de Victoria Ocampo, fundada en 1931. Alonso se integró pronto a este círculo; su relación con Reyes databa de antes de su arribo a Buenos Aires y una vez aquí, desde luego, se afianzó.24 Acerca de esas tertulias, María Rosa Oliver escribió:
La Embajada de México [...] pronto se convirtió en el lugar donde se reunían escritores y artistas de todo el país, hasta entonces desvinculados entre sí o que mutuamente se ignoraban, y allí los argentinos tenían la oportunidad de cambiar ideas con colegas llegados del resto de América y de Europa en un ambiente distenso y cordial: no por diplomático sino porque su ironía le hacía tomarlos cum grano salis, Alfonso Reyes era llano y natural en su trato con los notables de paso: [...] "Pues me es tan fácil platicar con un profesor de la Sorbona como con un general mexicano".25
Este estilo en el trato social, que le permitía participar de los más variados círculos de sociabilidad, fue el mismo en el que aprendió a desenvolverse Alonso desde sus primeros días en Buenos Aires. En una sociedad donde estaban a la orden del día las tertulias, a veces comandadas por damas, la llaneza en el trato social y la ductilidad para alternar con diferentes interlocutores le permitieron a Alonso ganar amigos en los más variados ámbitos de la sociedad local. Desde sus primeros días en Buenos Aires, se lo encuentra bien vinculado socialmente. Junto con Reyes y Henríquez Ureña, participó en las recepciones que se solían hacer a los visitantes ilustres, muchas de ellas promovidas por revistas culturales como Nosotros o Martín Fierro. Esta última, por ejemplo, había organizado en 1924 los banquetes en honor a Marinetti y a Ansermet. Nosotros, a su vez, atendió la recepción a Reyes cuando llegó al país en agosto de 1927. Se organizó una comisión que debía atender todos los detalles a fin de que el recién llegado se sintiera a gusto en Buenos Aires. A veces, estas comisiones no le daban al invitado ni un segundo de respiro. Este modus operandi, habitual en los años veinte, aparece retratado con ironía en la Historia funambulesca del profesor Landormy, de Arturo Cancela. Impresionado por la acogida que recibió, Reyes declaró en su discurso de bienvenida: "no he tenido tiempo de estar triste puesto que me lleváis como arrebatado de unos brazos a otros".26 A su vez, Reyes se encargaría de prepararle la cena de bienvenida a Alonso, a la que asistieron María Rosa Oliver y Victoria Ocampo. A diferencia de Castro, Alonso llegó a Buenos Aires con el pie derecho. Gracias a este círculo de relaciones construido en torno a las tres figuras hispanoamericanas de Reyes, Henríquez Ureña y Alonso, el idioma español comenzó a ganar prestigio literario e intelectual en los sectores cultos de la sociabilidad porteña. Ya sea a través de la música de Manuel de Falla -como le ocurrió a Victoria Ocampo-, o a través del propio trato social con estas reputadas figuras, la lengua española y todo lo que ella traía consigo -la historia, la literatura, la cultura- ganaron prestigio en unas elites tradicionalmente muy francófilas. María Rosa Oliver señala que, gracias al trato con ellos, "inicié un mimetismo que después me resultó muy útil: el de suprimir el voseo al hablar con otros latinoamericanos".27 La cultura hispanoamericana atraía cada vez más. Ya desde su llegada a la Argentina, Henríquez Ureña había pregonado la reivindicación del americanismo en lengua española en cuanta conferencia tuvo ocasión de dar, desde la Sociedad Amigos del Arte, hasta la Universidad de La Plata.28 En este marco, la filología en lengua española ya no será vista como cosa tan extraña y ajena, como le había ocurrido en 1923 y 1924 a Américo Castro. Consciente de las polémicas habidas en los años precedentes, Alonso hizo un enorme esfuerzo por diferenciarse de Castro, a quien más tarde describiría como un hombre que se caracterizaba por "su fuerte personalidad, su fe en España, su visión de los problemas, su afán de influir en el espíritu ajeno".29 Para evitar recibir las mismas críticas, se mostró portador de una filología que se hacía eco de las inquietudes de la sociedad argentina; no quería que se repitiera la acusación de que la suya era una "filología para españoles". Desde el momento de su llegada a Buenos Aires, sostuvo la idea de una filología fuertemente enraizada en la Argentina. En las declaraciones que realizó a su llegada, rodeado por un corro de profesores y estudiantes de la Universidad, junto con alguna que otra persona más que se acercó a curiosear, declaró:
Que se propone en primer término conseguir que se establezca un laboratorio elemental de fonética y luego tratar de levantar un mapa lingüístico del país, a cuyo efecto considera urgente recoger los residuos de las lenguas aborígenes, hoy dispersos, así como las voces e inflexiones propias del habla corriente de los campos y el interior de la República. Otro que tiene en vista cumplir es la fundación de una "Revista de Dialectología Hispanoamericana" pues cree que Buenos Aires es el lugar más indicado para centralizar esa labor en la América española.30
Pero a pesar de sus esfuerzos por adaptarse al público local, Vicente Rossi no dejaría de atacarlo en sus Folletos lenguaraces: "un extranjero que por primera vez viene al Plata (será el tercer Adelantado que recibimos) trae ya la misión de hacernos nada menos que un léxico criollo-paisano (gauchesco, le dirán nuestros filólogos)".31 Alonso no pudo permanecer indiferente ante la discusión en torno al "idioma de los argentinos". Pero se enfrentó al problema con sus propias armas -distintas a las de Castro-. Se propuso escuchar atentamente a los argentinos hablar; no había más que prestar atención al habla de la gente común para detectar los matices de su pronunciación. Alonso no quería mostrarse como un español pedante que venía a denunciar la falta de purismo o corrección en la lengua hablada por el común de los argentinos. Traía de España un oído entrenado: tenía preparación en fonética, campo en el cual se había formado con el lingüista Tomás Navarro Tomás. La fonética fue de gran ayuda para tratar de enraizar la filología en la Argentina. Y continuará alentando este tipo de estudios en los años sucesivos. En esta línea trabajaría, durante años, su discípula Berta Elena Vidal de Battini, que recorrió todo el país a fin de recabar información fonética regional. Como ejemplo de la capacidad de Alonso de prestar atención a la palabra hablada por la gente común, sin burlarse de ella, basten las siguientes líneas: "He estado atento muchas horas a las conversaciones de peones y reseros en estancias del Azul y tenía que afinar bien el oído para percibir un conato de rehilamiento en las ll, y de aquellos argentinos".32 Asimismo, se interesó por el gaucho y su modo de usar el idioma. Advirtió que su lenguaje era pobre cuando se refería a la vegetación de la pampa, pero resultaba mucho más rico, naturalmente, cuando describía el pelaje de los caballos.33 El lingüista, pues, se adaptaba a lo criollo y demostraba su interés por el lenguaje de Don Segundo Sombra. Alonso no era el típico académico español que se limitaba a invocar la autoridad lingüística de la rancia tradición castellana. Al fin y al cabo, era de origen navarro -nació en el pueblo de Lerín-. Por sus orígenes vascos y sus conocimientos de euskera, no admitía una visión rígida y homogeneizadora de la lengua española. Estaba preparado más que ningún otro lingüista español para aceptar los particularismos y la diversidad de hablas dialectales. Por su capacidad de acercarse al habla de la gente común, será difícil ver en él a un filólogo libresco, con una actitud academicista y sin mayor contacto con la sociedad. Alonso no ignoraría las demandas de la sociedad argentina. Ello se reflejó en la respuesta en torno a la polémica cuestión acerca del "idioma de los argentinos". Sabía que era un tema sensible. "Que nadie me suponga gratuitamente la intención de zaherir al medio intelectual del que formo parte", advirtió, cuando se pronunció en 1932. En lugar de mostrarse como un lingüista casticista, se puso al nivel del público porteño para el que escribía. Lejos de afirmar que el idioma español -el auténtico, el único posible- era el que se hablaba en España, y que todas sus demás variantes no serían más que desviaciones impuras, Alonso sostuvo que aquel español prístino no existía siquiera en su país de origen, puesto que era tan grande la diversidad de matices provenientes de cada región, que sería impropio hablar de algún tipo de pureza en la lengua española peninsular. Pero no aceptó que existiera un auténtico "idioma nacional de los argentinos". Postular su existencia, advirtió, era pecar de excesivo porteñismo, puesto que implicaría desconocer la infinidad de variantes lingüísticas regionales que existen en la Argentina, tan diversas -casi- como las que se presentan en las distintas regiones españolas. Esto no quita reconocer, de todas maneras, el enorme peso específico que en cuestiones lingüísticas -como en tantas otras- tenía Buenos Aires, por su fuerza expansiva, en todo el espacio rioplatense.34 Ante tan cuidadosa argumentación de Alonso, Borges -siempre punzante- no osó descalificarlo. Alonso demostró, pues, que sabía cómo hablarle a la sociedad argentina, al menos la más culta, y estaba dispuesto a continuar haciéndolo. Amado Alonso supo adaptarse a la sociedad porteña y a sus círculos de sociabilidad. De personalidad expansiva, con un don de gentes que le permitirá integrarse fácilmente a los más variados círculos, con una facilidad de palabra que incluso le abrirá el paso hasta alcanzar en reiteradas ocasiones el micrófono de un estudio de radio, puede decirse que, en efecto, Alonso terminará por integrarse plenamente a la sociedad porteña de entreguerras. Tenía una personalidad magnética -"hay que ser un poco actor para ser buen profesor", solía decir-, poco frecuente en un académico de aquellos años, de gran atracción sobre los estudiantes. Le gustaba el fútbol y hablaba de ello con sus alumnos; era simpatizante de River Plate en los tempranos años cuarenta, cuando el equipo -la "Máquina"- conquistó importantes premios y laureles. Jugaba también al ajedrez. Su carácter llano y sociable lo ayudó así a revertir la imagen que en la Argentina había tenido la filología española desde los tiempos de Castro. Sin embargo, no fue fácil acallar al siempre punzante Vicente Rossi que, en sus Folletos lenguaraces, continuó apuntando sus dardos contra el Instituto de Filología, incluso en la época en que ya lo dirigía Alonso. Rossi no advertía ninguna diferencia entre la época de Alonso y las anteriores, y continuará escribiendo en su contra, en la jerga que le era habitual ya bien avanzada la década de 1930:
En el programa de la antiargentinidá idiomática, es un número interesante el Instituto de Filolojía de la universidá de Buenos Aires, fundado por el "ilustre restaurador... nacionalista" Don Ricardo Rojas, cuyo altar ha terminado con un retablo churrigueresco patinado de mugre ancestral, i en cuya ara el clérigo "de misa y olla" Don Amado Alonso mantiene el fuego sagrado de la castellanidá [...] La publicidad "seria" porteña vio en Don Amado la vuelta del "estandarte real" y lo pasea por "la fiel i leal villa de los Buenos Aires" cada vez que Don Amado trascendenta, haciéndonos oír la castisa "voz del Sinaí" desde el alminar del Instituto.35 [sic.]
Pero su crítica no halló el mismo eco de los años veinte: Alonso ni siquiera se tomaría el trabajo de responderle. No obstante, cuando el propio Borges se alzó contra la Biblioteca de Dialectología que pretendía publicar el Instituto de Filología, Alonso no pudo ya permanecer callado. En 1941, escribió Borges en Sur -nada menos-:
No adolecemos de dialectos, pero sí de institutos dialectológicos. Estas corporaciones viven de reprobar las sucesivas jerigonzas que inventan. Han improvisado el gauchesco, a base de Hernández; el cocoliche, a base de un payaso que trabajó con los Podestá; el vesre, a base de los alumnos de cuarto grado. Poseen fonógrafos: mañana transcribirán la voz de Catita. En esos detritus se apoyan.36
Esta vez, Alonso se ocupó de frenar la estocada de Borges. Su respuesta, minuciosa y contundente, se publicó también en Sur. El Instituto de Filología, replicó, no inventó ninguna jerigonza: ni el gauchesco, ni el cocoliche, ni el vesre. Y no poseía fonógrafos para estudiar al célebre personaje de Niní Marshall. Aclaró además que el Instituto no reprobaba ninguna lengua o manera de hablar de tipo popular; simplemente las estudiaba "por cumplir con nuestra vocación y hacer lo más decentemente posible la tarea que nos toca en la comunidad a que pertenecemos".37 Alonso demostró una vez más su capacidad de defender su terreno. Y la legitimidad, así como la autoridad, del Instituto de Filología ya no fueron cuestionadas. Alonso no pretendía convertirse en ningún inquisidor de la lengua. Lejos de ello, comenzó por reconocer el modo en que las transformaciones sociales que atravesó la Argentina en el período de entreguerras se hacían sentir sobre la lengua, en el marco de una sociedad que él comenzó por entonces a definir como de aluvión. Esta misma idea, pero desde una perspectiva sociohistórica, será utilizada más adelante por José Luis Romero para explicar las transformaciones sociales del período.38 Ya en 1935, Alonso escribía:
El tema del purismo [en la lengua] es aquí de permanente actualidad. Como la lengua de Buenos Aires está empobrecida e insegura, entre otras cosas a causa del monstruoso crecimiento de la ciudad por aluvión, a los preceptores les falta a menudo el punto social de referencia para los casos dudosos. La tradición oral de lengua culta está desmenuzada y casi pulverizada entre los dos millones de porteños nuevos.39
Las rápidas transformaciones sociales amenazaban con subvertir -entre otras cosas- los cánones y las jerarquías del buen decir. El aluvión inmigratorio, junto con la notable expansión de la cultura de masas, tornaban urgente la intervención de los lingüistas. En los años treinta había crecido la preocupación por el modo en que las transformaciones sociales repercutían en el habla de la gente común. Esta inquietud se estaba generalizando, sobre todo, entre los profesores de lengua que alcanzaban algún eco en la opinión. Así, por ejemplo, el caso de José Canta-rell Dart que, a raíz de la publicación de su libro Defendamos nuestro hermoso idioma (1937), habló en Radio Mitre y Radio Mayo sobre los problemas lingüísticos de los porteños.40 La cuestión también encontró eco en la columna editorial de la revista Criterio a cargo de monseñor Gustavo Franceschi -a la sazón, miembro fundador de la Academia Argentina de Letras- y en diversos artículos de Alonso publicados por La Nación, y luego compilados en su libro La Argentina y la nivelación del idioma, de 1943. Pero no se trataba simplemente de convertir al lingüista en un censor de la lengua hablada en los medios de comunicación, sino de poner en diálogo la filología con la sociedad y la cultura argentinas, de tal modo que pudiera alcanzarse una verdadera "nivelación" del idioma. Como veremos enseguida, ésta será la propuesta lingüística de Alonso ante el "monstruoso crecimiento de la ciudad por aluvión".
III. La filología en la Argentina de entreguerras. El idioma aluvial y su necesidad de nivelación
Entre 1927 y 1946, el Instituto de Filología de Buenos Aires atravesó su época de esplendor, bajo la dirección de Alonso. En menos de veinte años, alcanzó una fuerte presencia en la cultura argentina. Ahora bien, si logró convertirse en el más pujante centro de investigación en humanidades que tuvo la Argentina de entreguerras, no fue sólo por la iniciativa de su director. Un papel no menos significativo lo desempeñó la dinámica local en la que el Instituto logró insertarse. Se hizo de un lugar reconocido en la opinión, en la sociedad y en la cultura argentinas; supo captar la atención de un nutrido grupo de discípulos; comenzó a publicar con regularidad sus propias colecciones de libros; se puso en contacto con revistas culturales y con toda la vasta gama de industrias culturales del período de entreguerras. Su director, además, participaba de la rica vida social y cultural que ofrecía la ciudad en esos años. Este fuerte arraigo en el país permitió que el Instituto alcanzara tan alto puesto en la cultura de su tiempo. Su fama llegaría incluso a trascender más allá de las fronteras de la Argentina. El estallido de la Guerra Civil Española en 1936, que trajo consigo el desmantelamiento del prestigioso Centro de Estudios Históricos de Madrid, le permitió consolidarse en el mundo hispanoamericano hasta alcanzar, incluso, el reconocimiento por parte de colegas y universidades de los Estados Unidos, donde muchos de sus miembros se refugiarían una vez llegado Perón al poder. Fue, sin embargo, un instituto netamente porteño. En la década del treinta, en ningún otro lugar tenía más sentido que en Buenos Aires contar con un Instituto de Filología. La ciudad se estaba convirtiendo en el corazón de la industria cultural en lengua española de toda Hispanoamérica. Estaba atravesando profundas transformaciones que le confirieron una dinámica única, y más en una época de notable cerrazón para Europa. Y también para España, después de 1936, sumida en una guerra que, al igual que la Primera Guerra Mundial, fue de carácter total: involucró a la población civil e hizo de cualquier pequeño e indefenso pueblo de España un Guernica en potencia. En este marco, Buenos Aires ocuparía la plaza vacante, convirtiéndose en un centro productor de cultura de nivel internacional. Libros y películas comenzaron a hacerse con calidad de exportación, con vistas a satisfacer un mercado externo que se extendía a toda Hispanoamérica. No fue casualidad: si Buenos Aires alcanzó ese alto puesto, fue porque ya estaba preparándose desde hacía tiempo para forjarse un lugar. Fue en la década del treinta cuando ganó su plena visibilidad internacional. A estos años, no obstante, se los dio en llamar la "Década Infame", una fórmula de uso generalizado que tiñó no sólo buena parte de los libros de historia, sino además el sentido común que suelen tener sobre la historia argentina muchas personas que están lejos de ser especialistas. El año 1930 es el origen de la leyenda negra en la historia argentina del siglo xx, puesto que la década se inició con una ruptura institucional que supuso el ingreso del poder militar en la escena política. El contexto internacional, por su parte, agravaba todavía mucho más el cuadro de situación. La crisis económica de 1929 puso en jaque el ya débil consenso liberal y la llegada de Hitler al poder en 1933 no tardó en amenazar la paz en Europa que, desde los tratados de París de 1919, se había mostrado insegura y tambaleante. En este contexto, la Argentina procuraba no ser arrastrada por el colapso que amenazaba al mundo occidental, un mundo con el que desde hacía décadas se sentía plenamente identificada. Ingresó, pues, en la década así llamada "Infame". Esta imagen es tan poderosa cuanto vulnerable. Poderosa, porque contribuyó a forjar una lectura del pasado que ha tendido a repetirse como un lugar común y, como tal, se dio por sentada muchas veces sin mayor discusión. Vulnerable, porque en cuanto uno comienza a rasgar el velo que la oculta, la década del treinta se revela tanto más compleja y densa de lo que parece a primera vista. Y entonces podrá advertirse que en Buenos Aires los años treinta conservaron pese a todo una pátina dorada que los recubría. En esos años, la sociedad argentina fue testigo de una intensificación de su vida cultural. El crecimiento de la población amplió la masa de consumidores integrados al mercado. El proceso de construcción de la ciudad avanzó hasta cubrir extensiones cada vez más amplias, incluso sus barrios más apartados, ya casi plenamente incorporados al corazón de la urbe. El avance de la obra pública encontró sus íconos más visibles en la construcción del obelisco y la avenida 9 de Julio y en el entubamiento del arroyo Maldonado. La red de transportes se afianzó con la expansión del automotor, mientras la difusión masiva de la radio llegaba a un creciente número de hogares donde también se hacían cada vez más fuertes la prensa popular y el libro barato. Ya con la aparición en escena de las editoriales Tor y Claridad, de Juan Torrendell y Antonio Zamora, fundadas en 1916 y 1922, respectivamente, el libro barato se había vuelto una realidad harto difundida, que no hará sino afianzarse con el correr de los años.41 Y también habrá de volverse cada vez más sofisticada, en especial hacia fines de los años treinta: en los años de la guerra española ingresaron al mercado del libro argentino nuevas y todavía más dinámicas casas editoriales. En este sentido, se destaca la colección Austral de Espasa-Calpe. Ideada en Madrid por el editor Gonzalo Losada, se instaló en Buenos Aires en 1937. El desafío al que se enfrentó esta nueva colección era ligeramente diferente a los de las anteriores: no se trataba sólo de garantizar que el lector tuviera al alcance de su mano libros de bajo costo, sino además de proveer la más alta calidad. Porque, según constataba la revista literaria Nosotros, una de las falencias de los libros baratos de Buenos Aires era su escaso profesionalismo. La colección venía a ofrecer un producto novedoso, a tal punto que cabía compararla con los Penguin Books, la más prestigiosa editora británica de libros de bolsillo:
El problema de la librería argentina consiste en resolver la conciliación del precio módico con la presentación decorosa. Pues si se ha resuelto por algunas editoriales el primer aspecto, inundando el mercado de libros baratísimos, desgraciadamente muchos de estos constituyen verdaderos atentados contra la cultura, como que no es fomentarla editar en mal papel, con tipos sucios y rotos, textos mutilados y llenos de erratas, o traducidos en lengua jenízara. [...] Los primeros volúmenes de la biblioteca que [aparece] bajo el título de colección Austral [...] son una muy segura promesa de que tendremos los mejores libros de nuestra lengua, originales o traducidos, bien presentados, y a un precio conveniente. Esta colección imita en su linda presentación exterior la inglesa de Penguin.42
Y a continuación se sucedieron las diversas colecciones que lanzó la editorial Losada, con el propósito de conciliar la calidad editorial con las tiradas voluminosas y económicas. Fundada en 1937, Losada lanzó una serie de colecciones diferenciadas que el lector podía identificar fácilmente: una colección de literatura contemporánea; otra denominada "Las Cien Obras Maestras de la Literatura y del Pensamiento Universal", dirigida por Henríquez Ureña; otra más que reunía las obras completas de Federico García Lorca, a cargo de Guillermo de Torre, quien también dirigía la serie "La Pajarita de Papel", más sofisticada; las colecciones destinadas a la enseñanza en sus diferentes niveles; la colección "Los Inmortales", donde se publicaban ediciones modernizadas de clásicos castellanos. Losada pudo además incursionar en la publicación de pequeños libros de arte destinados a un público de masas, como el Antonio Berni, de Roger Plá, que incluía ilustraciones (1945). Los libros de arte dejaban de ser un lujo para tan sólo unos pocos. Cada una de las colecciones mencionadas tenía su respectivo director, que se convertía en el garante de un producto que pretendía ser de calidad.43 Amado Alonso también dirigió una de ellas, concebida desde el vamos para un público no especialista:
La Losada va cobrando mucha importancia. Ahora he organizado una colección de tomitos de unas 150 páginas (o poco más) que se titularán "Vida y Obra de...". [...] Son libros destinados a profesores secundarios, alumnos universitarios, periodistas y escritores, etc. [...] Una visión sintética, pues. Al final, un par de páginas con la bibliografía esencial, haciendo en cada título alguna indicación útil (qué va a encontrar en esa obra el lector). Queremos hacer tomitos baratos, para vender muchos, y por eso proponemos a los autores pagarles solamente el 10%. De ofrecer 15% tendríamos que subir el precio unos centavos más, lo cual perjudicaría la venta.44
Entre 1938 y 1939, a Losada la sucedió la fundación de dos nuevas editoriales, Sudamericana y Emecé; la primera a cargo de Antonio López Llausás y la segunda de Bonifacio del Carril. Por su parte, la editorial Sur de Victoria Ocampo ya había empezado a publicar traducciones y ensayos de autores contemporáneos -Virginia Woolf, Aldous Huxley, Jacques Maritain, entre otros-. Y en 1943 Daniel Cosío Villegas, el fundador del Fondo de Cultura Económica de México, visitaba la Argentina por sugerencia de Alfonso Reyes, con vistas a abrir una sucursal en Buenos Aires que no tardaría en establecerse bajo la responsabilidad de Arnaldo Orfila Reynal, especialmente recomendado por "Don Pedro" (Henríquez Ureña). Estas grandes editoriales eran tan sólo la punta del iceberg. Por debajo de ellas existía un sinnúmero de editores de menor calibre. Todos ellos, desde los consagrados hasta los más pequeños, participaron de la primera Feria del Libro a comienzos de 1943, que resultó un éxito, con más de dos millones de asistentes, según se estimó en su momento. En este marco, el Instituto de Filología alcanzaría su madurez: no fue solamente un centro dinámico de investigación, de producción erudita y especializada, sino que -lo más notable- logró construir vínculos con la industria editorial de masas, a la que asesoraba. El libro barato contaría ahora con una producción editorial de primer nivel, con títulos, traducciones y prólogos avalados por uno de los institutos de investigación más reputados de la Universidad de Buenos Aires. Alonso sacaría provecho del crecimiento editorial de Buenos Aires, en especial, en la segunda mitad de la década de 1930. A través de su contacto con las principales casas editoriales, permitió que su Instituto se convirtiera en un semillero de escritores capaces de prologar obras clásicas, realizar traducciones y ediciones críticas de textos literarios, tanto antiguos como modernos, entre otras cosas. Este esfuerzo por llegar tanto a un público erudito como a otro masivo era fruto del tipo de orientación que Amado Alonso le imprimió a su Instituto, y del sesgo específico que le daba a su trabajo en la Argentina. Su presencia mediática, que él no despreciaba por ir destinada al vulgo, sino que veía como una oportunidad para elevar el nivel cultural de las masas, se hacía eco de su interpretación de las transformaciones que había vivido la Argentina de entreguerras. En este contexto, el universo de intervención del lingüista profesional no se circunscribía al claustro universitario, sino que se extendía a la totalidad de la cultura de masas, en su más extensa y cabal expresión. Todas las industrias culturales argentinas, y en especial las de exportación, podían ser objeto de intervención por parte de los lingüistas del Instituto de Filología, entre ellas, la industria editorial y el cine, de crecimiento exponencial a fines de los años treinta. La intervención del lingüista era de primera importancia, puesto que se encargaría de velar por el buen uso del lenguaje en las industrias culturales, y más en las de exportación. Alonso consideraba de vital importancia que las películas y los libros argentinos destinados al mercado hispanoamericano se despojaran de localismos y resultaran fácilmente comprensibles en todo el universo de habla hispana. A fin de que la industria cultural argentina trascendiera las fronteras, se hacía imprescindible neutralizar su lenguaje de localismos, conduciendo de este modo a una "nivelación" en el idioma. De este modo, la ampliación del mercado podría alcanzar con seguridad un vasto público latinoamericano. En 1940, en una serie de artículos publicados en La Nación-y adviértase otra vez la presencia que Alonso tenía en la opinión pública- escribía:
Podemos aceptar como un hecho de nuestra historia inmediatamente venidera que la Argentina va a tener la responsabilidad de llegar con su literatura, y con los libros ajenos escritos para ella, con sus películas y con el lenguaje del aire, a todos los rincones de América y cuando Dios quiera, también a las librerías españolas. Y demostrado queda, me parece, que llegar con los libros propios a todas partes es influir en la lengua culta general.45
Al lingüista le tocaba la responsabilidad de asesorar a las industrias culturales argentinas para su expansión internacional. Las ideas de Alonso acerca del compromiso del lingüista con la sociedad de su tiempo a través de su intervención pública no habrían podido desarrollarse del modo en que lo hicieron sino en esa Buenos Aires tan pujante en lo que a la cultura de masas respecta, gracias al incremento de la producción editorial, del cine y de la radio. La preocupación por la "nivelación" y la unificación en el idioma, necesidad tanto más urgente en tiempos de masificación, fue un producto de la impresionante ampliación del mercado cultural; le ofrecía al lingüista un campo de acción y a la vez una fuente de trabajo, que parecía a primera vista sin límites:
En los libros argentinos ponemos nuestra mayor confianza para cooperar dignamente en la incesante formación de la lengua general. Ellos son nuestro instrumento de mayor alcance, porque se desparraman por toda la América y se desparramarán en su día por España; y ellos son también los mejores medios de influencia [...] Pero, junto a los libros, están ya funcionando otros instrumentos de influencia en la lengua general, cada uno a su manera [...] Si vamos a ellos con libros, revistas y diarios de lenguaje descuidado; si vamos con obras de apresuramiento en las que las imperfecciones de la forma puedan interpretarse como debidas a desmaña o a irresponsable petulancia y no a la impaciente fuerza de la creación literaria, la suspicacia se agravará. Si les ofrecemos en cambio libros de verdadero arte literario, libros de pensamiento maduro, de forma pensada, construcciones de arte tanto en el material idiomático como en el contenido, entonces se ablandará la suspicacia, y se hará mayor y más benéfica la influencia nuestra en la marcha del español general.46
En este marco, el lingüista tenía por delante una tarea tutelar de primera importancia: vigilar que la lengua utilizada en las industrias culturales se presentara "nivelada", es decir, neutralizada, despojada de regionalismos y localismos capaces de entorpecer su comprensión para personas de las más variadas latitudes. Nivelar la lengua es una necesidad que resulta de la internacionalización de la cultura de masas a escala hispánica, producto de la ampliación de los mercados de exportación para los libros y el cine argentino. Este fenómeno, que ya en los años treinta Amado Alonso pudo avistar, tornaba cada vez más inservible una concepción nacionalista de la lengua. En un momento en que la Argentina, según las propias palabras de Alonso, "va a intervenir desde ahora en los destinos generales de la lengua de veinte naciones",47 no tenía ningún sentido atenerse al nacionalismo lingüístico. En un mundo cada vez más interconectado y global, lo nacional quedaba reducido a mero localismo. De ahí -según Alonso- la necesidad de nivelación en la lengua española, neutralizándola, al mismo tiempo que despojándola de regionalismos.
IV. Desenlace
La propuesta de Alonso no alcanzó a cosechar frutos. En 1943, cuando ascendió al poder el gobierno militar, el afán de regeneración moral y política que acompañó a la revolución del 4 de junio se plasmó -entre otras cosas- en la idea de regenerar la lengua popular que se escuchaba a diario en los medios de comunicación. Pero fue la influencia de las tendencias más casticistas entre los hombres de letras la que prevaleció en este contexto de rebrote nacionalista; no así la del cosmopolita, americanista y universalista grupo de lingüistas que giraba en torno al Instituto de Filología, donde descollaban Alonso y Henríquez Ureña. Hacia 1943 comenzaron a prevalecer, en las visiones sobre la lengua y la cultura argentinas, las tendencias católicas y nacionalistas más recalcitrantes, imbuidas de criollismo y tradición. El "mito de la nación católica" estaba por entonces en boga, y desde una concepción esencialista y sin ambages se afirmaba que la nación entera era homogéneamente católica.48 La moral, las costumbres y los estilos de vida debían ser regenerados -se creía- de acuerdo con patrones católicos, integristas y militantes. La lengua no quedaría al margen de esta intervención. Ya desde la década de 1930, monseñor Gustavo Franceschi solía abogar por la corrección lingüística, estrechamente relacionada desde su perspectiva con la corrección moral y las buenas costumbres; asimismo, vinculaba la degradación en el lenguaje con la desviación moral. Basta con advertir cómo se refería al lenguaje del tango, al que consideraba espurio y degradado:
Su letra, mezcolanza repugnante de caló truhanesco, de jerga influenciada por los "argots" extranjeros y de inmundicia. No hay un paisano legítimo, desde los confines de la Pampa hasta las fronteras de Jujuy, que entienda esa manera de expresarse que tanto por su vocabulario como por su sintaxis está en plena contradicción con la verdadera habla criolla.49
En este mismo sentido, en 1931, los religiosos salesianos habían publicado la primera edición del libro de enseñanza de lengua española titulado El habla de mi tierra, escrito por el sacerdote Rodolfo Ragucci, un libro con ilustraciones que a partir de 1943, cuando se implementó la enseñanza religiosa obligatoria, vio multiplicar sus ediciones. Ragucci sostenía que el uso del voseo en el habla popular llevaba implícita la incorrección moral. Contaba además, para fines de los años treinta, con una columna denominada "El buen decir" en El Pueblo, el diario católico de Buenos Aires. En este contexto, se puso en marcha una política educativa y cultural imbuida de valores nacionalistas. La atmósfera se volvió espesa, y se dio marcha atrás con el clima todavía algo más tolerante que se había respirado hasta entonces. De hecho, incluso durante la década de 1930 -la década así llamada "Infame"-, la política educativa no había alcanzado el grado de cerrazón que prevaleció después de 1943. Baste aquí con recordar que el gobierno de Justo había convocado a Alonso y a Henríquez Ureña para la confección de los programas de enseñanza para las escuelas medias. Y convirtió en texto obligatorio la Gramática castellana que ambos autores publicaran por Losada. Justo se había inclinado por los lingüistas universitarios, en una decisión en la que prevaleció el profesionalismo de estos autores antes que la relación amigable que el gobierno construyó con la Iglesia Católica, cada vez más influyente en los tiempos del Congreso Eucarístico Internacional de 1934.50 En este clima, fue en 1946, poco después del triunfo electoral de Juan Domingo Perón, cuando sobrevino la crisis que llevaría al definitivo alejamiento de Amado Alonso de la Argentina. Alonso debió partir porque la Universidad de Buenos Aires, en pleno gobierno de Perón, le impuso condiciones que ya no podía cumplir. Para 1946 había alcanzado gran reconocimiento en los Estados Unidos: era miembro de honor de la Modern Language Association of America; Foreign Honorary Member de la Academy of Arts and Sciences de Boston; miembro de la Philosophical Society of America y doctor honoris causa por la Universidad de Chicago. Además, y al igual que Henríquez Ureña poco tiempo antes, en 1946 Alonso fue invitado por la Universidad de Harvard como profesor visitante. Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, las universidades norteamericanas retomaron su actividad y sus contactos a lo largo del globo. Alonso pensaba realizar un viaje de un semestre a los Estados Unidos, para luego regresar a la Argentina -había adoptado la nacionalidad argentina y estuvo siempre en sus planes regresar, aun bajo el gobierno de Perón-. Pero la licencia temporaria que pidió para ese viaje fue revocada por las autoridades de la Universidad, lo que desencadenó una polvareda que él jamás habría imaginado. En sus anteriores viajes, había obtenido las licencias solicitadas sin mayores trabas. Pero en 1946, con el gobierno peronista, una invitación a Harvard, es decir, una universidad yanqui, no era precisamente algo que pudiera ser bien visto: la licencia le fue denegada, sin más.51 Un Perón que había llegado al gobierno, entre otras cosas, gracias a una campaña de propaganda donde se medía con el embajador norteamericano Spruille Braden, no podía sino traerle problemas al Instituto de Filología, que tan fuertes vínculos había construido con las universidades de los Estados Unidos. El desmantelamiento del Instituto de Filología, y la dispersión de los discípulos que Amado Alonso había formado, no tardarían en llegar. Así, quedó prácticamente condenada al olvido la propuesta de Alonso de la necesidad de una nivelación para el idioma aluvial de los argentinos. Tal propuesta había estado inspirada en valores cosmopolitas y universalistas. De allí que la idea de una lengua y una identidad puramente nacionales terminara disolviéndose en una concepción global de la cultura, hasta tal punto que el nacionalismo parecía quedar reducido -casi- a un provincianismo cada vez más extemporáneo, más aun en un mundo que se volvía día a día más global. Pero en sentido contrario a la propuesta de Alonso, el nacionalismo católico primero, y el peronismo más tarde, reafirmaron la tendencia a la cerrazón en la cultura y la lengua argentinas. El saldo fue una autarquía cada vez mayor, y una reafirmación del nacionalismo que iba a contrapelo del cada vez más globalizado mundo occidental. Si en el siglo xix, como afirmara Hobsbawm, el nacionalismo podía ser reconocido como un auténtico hijo del mundo moderno y de la "doble revolución" -Revolución Industrial y Revolución Francesa- que tanto había contribuido a fundarlo, con el transcurso del tiempo demostró que "tenía una tendencia intrínseca a la secesión",52 en la medida en que se volcaba a reivindicar lenguas regionales y dialectales, por medio de diferentes operaciones de "ingeniería lingüística". Esta tendencia, que amenazaba con desembocar en la exacerbación de los particularismos, conllevaba el riesgo de una agudización de la xenofobia, un mayor aislacionismo y una resistencia al universalismo cosmopolita. Fue precisamente contra este tipo de amenazas que Amado Alonso había postulado la idea de la "nivelación". El peronismo, no obstante, no sólo dio por tierra con una idea semejante, sino además con la propia presencia de Amado Alonso en la Argentina, que tan fructífera había llegado a ser para la sociedad y la cultura porteñas de entreguerras.
Notas
2 Fernando Devoto, Nacionalismo,fascismoytradicionalismoenlaArgentinamoderna.Unahistoria, Buenos Aires, Siglo xxi, 2002; Lilia A. Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001.
3 Juan M. Gutiérrez, Cartasdeunporteño.PolémicaentornoalidiomayalaRealAcademiaEspañola, prólogo de Jorge Myers, Buenos Aires, Taurus, 2003; Adolfo Prieto, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1988; Ángel Rosenblat, "Las generaciones argentinas del siglo xix ante el problema de la lengua", Revista de la Universidad de Buenos Aires, Nº 4, 1960, pp. 539-584; Fernando Alfón, "La Nacióny los combates por la lengua", La Biblioteca, Nº 7, 2008, pp. 402-430.
4 Lucien Abeille, Idiomanacionaldelosargentinos, Buenos Aires, Biblioteca Nacional/Colihue, 2005 [1900].
5 Discursos pronunciados por el Decano don Ricardo Rojas y por el Profesor don Américo Castro en el acto inaugural realizado el día 6 de junio de 1923, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1923.
6 Carlos Blanco Aguinaga, "Don Amado Alonso", PríncipedeViana, Nº 213, 1998, pp. 15-20.7 Américo Castro, La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, Buenos Aires, Losada, 1941. Un comentario en "Las alarmas del doctor Américo Castro", en Jorge Luis Borges y José Clemente, El lenguaje de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé, 1998.
8 Alejandro Cattaruzza, "Descifrando pasados: debates y representaciones de la historia nacional", en A. Cattaruzza (dir.), Nueva historia argentina. Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre política, 1930-1943, Buenos Aires, Sudamericana, vol. 7, 2001, pp. 429-476; Lila Caimari, "Sobre el criollismo católico. Notas para leer a Leonardo Castellani", Prismas, Nº 9, 2005, pp. 165-185; Prieto, El discurso criollista.
9 Francis Korn, Los huéspedes del 20, Buenos Aires, Sudamericana, 1974; Victoria Ocampo, Autobiografía IV. Viraje, Buenos Aires, Sur, 1982.
10 Carlos Grünberg, "Un gramático", MartínFierro, 15 de abril de 1924, pp. 5 y ss.
11 Sylvia Saítta, Regueros de tinta. El diario "Crítica" en la década de 1920, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
12 Roberto Mariani, "Martín Fierro y yo", Martín Fierro, 25 de julio de 1924, p. 2, y "Sorpresas de LaNación", Martín Fierro, 12 de diciembre de 1926, p. 3.
13 Mariano Oliveto, "La cuestión del idioma en los años veinte y el problema del lunfardo: a propósito de una encuesta del diario Crítica", Pilquen (sección Ciencias Sociales), Nº 13, Neuquén, Universidad Nacional del Comahue, 2010, disponible en http://scielo.org.ar.
14 Jorge Luis Borges, El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Peña/Del Giudice, 1952, p. 13.
15 Ibid., p. 29.
16 Replicaban las publicaciones del Instituto de Filología. Así, los Folletos lenguaraces 2 y 3, "Rectificaciones y ampliaciones a unas notas lexicográficas", Río de la Plata, 1927.
17 Jorge Luis Borges, "Desagravio al lenguaje de Martín Fierro", Revista Multicolor de los Sábados (Crítica), 21 de octubre de 1933. Al respecto, véanse Ivonne Bordelois y Ángela di Tullio, "El idioma de los argentinos: cultura y discriminación", Ciberletras. Revista de crítica literaria y de cultura, Nº 6, enero de 2002, disponible en .
18 Borges, "Desagravio".
19 María Rosa Oliver, La vida cotidiana, Buenos Aires, Sudamericana, 1969, p. 251.
20 Pablo Buchbinder, Historia de las universidades argentinas, Buenos Aires, Sudamericana, 2005.
21 Emilio Pettoruti, Un pintor ante el espejo, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1968, p. 202.
22 Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires, 2001, pp. 112-113.
23 Ana María Barrenechea, "Amado Alonso y el Instituto de Filología de la Argentina", Cauce. Revista de filología y su didáctica, Nº 18-19, 1995-1996, pp. 95-106; Juan M. Lecea Yábar, "Amado Alonso en Madrid y Buenos Aires", Cauce, Nº 22-23, 1999-2000, pp. 403-420 y "Amado Alonso (1896-1952)", Cauce, Nº 18-19, 1995-1996, pp. 17-70.
24 Marta Elena Venier (ed.), Crónica parcial. Cartas de Alfonso Reyes y Amado Alonso, México, El Colegio de México, 2008.
25 Oliver, La vida cotidiana, pp. 234-235.
26 Alfonso Reyes, "Saludo a los amigos de Buenos Aires" (banquete de la revista Nosotros, 24 de agosto de 1927), en Obras Completas, vol. 8, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 145.
27 Oliver, La vida cotidiana, p. 236.
28 Pedro Henríquez Ureña, "El descontento y la promesa", conferencia en Amigos del Arte, 1926, en Obras Completas, vol. 6, Santo Domingo, 1976, pp. 11-27.
29 "Carta de Alonso a Reyes", Buenos Aires, enero de 1929, transcripta en Venier (ed.), Crónicaparcial, p. 5.
30 "Se encuentra en Buenos Aires el filólogo español Amado Alonso", LaPrensa, 15 de septiembre de 1927.
31 Vicente Rossi, "Más rectificaciones y ampliaciones a unas notas lexicográficas", Folletos lenguaraces, Nº 3, Río de la Plata, 1927, p. 28.
32 Amado Alonso, "El problema argentino de la lengua", Sur, Nº 6, 1932, p. 164.
33 Amado Alonso, "Preferencias mentales en el habla del gaucho", Cursos y Conferencias, iv, Nº 10, 1935, pp. 1027-1049. Un retrato de Alonso, en Luis E. Soto, "Amado Alonso, hablista, oidor y corregidor", Nosotros, Nº 31, octubre de 1938, pp. 326-335.
34 Elvira de Arnoux y Roberto Bein, "La valoración de Amado Alonso de la variedad lingüística del español", Cauce, Nº 18-19, 1995-1996, pp. 183-194. Amado Alonso, "El problema argentino de la lengua", Cursos y Conferencias, año iv, Nº, 1935, pp. 405-413.
35 Vicente Rossi, "Filolojía y filolorjía. Confabulación antiargentinista", Folletos Lenguaraces, Nº 23, Córdoba, Imprenta Argentina, 1939, pp. 77-78.
36 Jorge Luis Borges, "Las alarmas del doctor Castro", en El lenguaje de Buenos Aires, Buenos Aires, Emecé, 1998 [1941], p. 34.
37 Amado Alonso, "A quienes leyeron a Jorge Luis Borges en Sur Nº 86", Sur, Nº 89, febrero de 1942, pp. 79-81.
38 José Luis Romero, Las ideas políticas en la Argentina, varias ediciones. Sobre su significación, véase Carlos Altamirano, "José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial", Prismas, Nº 5, 2001, pp. 313-327; Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005.
39 Amado Alonso, "El problema argentino de la lengua", en El problema de la lengua en América, Madrid, Espasa-Calpe, 1935, p. 41.
40 El libro lo reseñó Roberto Giusti en Nosotros, Nº 23, febrero de 1938, p. 234.
41 Luis Alberto Romero, "Una empresa cultural: los libros baratos", en L. H. Gutiérrez y L. A. Romero, Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra, Buenos Aires, Sudamericana, 1995, pp. 45-68.
42 "Colección Austral", Nosotros, Nº 20, noviembre de 1937, p. 353.
43 "Una nueva editorial argentina", Nosotros, Nº 29, agosto de 1938, pp. 99 y 100.
44 "Carta de Alonso a Reyes", Buenos Aires, 7 de diciembre de 1939, en Venier (ed.), Crónica parcial, pp. 103-104.
45 Amado Alonso, "Las academias y la unificación del idioma", en La Argentina y la nivelación del idioma, Buenos Aires, Institución Cultural Española, 1943, p. 57.
46 Amado Alonso, "El periodismo, la radio y el cinematógrafo", en ibid., pp. 47-50.
47 Amado Alonso, "La Argentina en la dirección inmediata del idioma", en ibid., p. 19.
48 Loris Zanatta, Del estado liberal a la nación católica, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1996.
49 Gustavo Franceschi, "Patria y tradición", Criterio, 28 de junio de 1934.
50 Amado Alonso, "Para la historia de la enseñanza del idioma en la Argentina", en La Argentinay la nivelación del idioma, Buenos Aires, 1943; Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña, Gramática castellana, Buenos Aires, Losada, múltiples ediciones. Al respecto, véase G. Bombini, "Reforma curricular y polémica: Amado Alonso y los programas de nivel secundario en la Argentina", Cauce, Nº 18-19, 1995-1996, pp. 215-224.
51 Juan María Lecea Yábar, "Amado Alonso en Madrid y Buenos Aires", Cauce, Nº 22-23, 1999-2000, pp. 403-420.
52 Eric Hobsbawm, Laeradelimperio1875-1914, Barcelona, Crítica, 1998, p. 168.
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