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lunes, 25 de marzo de 2013

Señoras

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por Angélica Gorodischer



Oigo una y otra vez voces de censura contra los talleres literarios y contra los círculos de señoras que escriben. De los talleres podemos hablar en cualquier otro momento: lo que quiero hoy es ocuparme de lo otro, de las señoras que escriben. Dije señoras, no dije escritoras. Veamos.

Dale Spender se preguntó una vez en dónde estaban y quiénes eran las madres de la novela. Porque hablan eruditos señores, agudos ensayistas, sesudos historiadores, sólo de los padres de la novela. Entonces, ¿no tuvo madres la novela? ¿Nació como Atenea de la cabeza de Zeus, armada y a los gritos? ¿O Metis en este caso sobrevivió? Y si lo hizo, ¿en dónde están esas madres de la novela? La respuesta a esas preguntas fue un libro titulado Mothers of the Novel que publicó Routledge & Kegan Paul (Pandora Press) en Londres en 1986, y que tendríamos que leer todas muy atentamente para no equivocarnos o errar lo menos posible cuando hablamos del tema mujer y literatura.

En ese libro no sólo se estudia a cada una de las madres de la novela (novela en lengua inglesa, claro está, pero podría la señora Spender estar hablando de la novelística en cualquier otra lengua), sino que se muestra la manera sutil a veces, grosera otras veces, en la que una sociedad patriarcal, una universidad patriarcal, editoriales patriarcales han conseguido hacer olvidar a una multitud de mujeres. No a una mujer. No a dos o a tres. No a una docena. A una enorme cantidad de mujeres que escribieron, que publicaron entre tres y veintisiete novelas, que ¡horror! se ganaron la vida escribiendo, que merecieron excelentes críticas de su contemporáneos, honores y el reconocimiento explícito de sus colegas masculinos, desde el siglo XVII hasta el XIX.

Mucho más modestamente y buscando datos para una amiga que en Suiza hacía su tesis de doctorado, me tomé el trabajo de contar a las escritoras que figuran en el Diccionario biográfico de mujeres argentinas (Plus Ultra, 1986, 38 edición) de Lily Sosa de Newton y encontré doscientas cincuenta y una, sin contar a las ya conocidas. Quizá la obra de muchas de ellas fue intranscendente, quizá no valía la pena que figuraran en una historia de la literatura argentina, en una antología, en los libros de lectura, pero confesemos: ¿cuántos señores intrascendentes, plomizos, regulares o francamente malos figuran en historias, antologías, libros de lectura? ¿Cuántos? Doscientas cincuenta y una escritoras argentinas de las que nada se sabe y de las que, como en el caso de las de lengua inglesa, es inútil tratar de encontrar un solo libro y eso que libros publicaron, y muchos algunas de ellas.

Si doscientas cincuenta y una mujeres escribieron, publicaron y se hicieron conocer como escritoras, debe haber habido muchas más dedicadas a escribir, de las que no sabemos nada, pero nada de nada porque nunca publicaron, porque destruyeron lo que habían escrito (sensatamente en algunos casos; en otros no), porque no se les permitió creer en lo que estaban haciendo. En otras palabras, quisimos y pudimos. Todo un sistema de silenciamiento de la mitad del mundo hizo lo otro. Resultado: para la sociedad patriarcal queda demostrado que las mujeres que escriben/escribieron pasablemente bien, bien, muy bien, son una excepción, una anormalidad; en fin, casi no son mujeres.

Y entonces hablemos de literatura femenina porque que la hay, la hay. Pero hagamos antes las distinciones necesarias.

Hay una literatura escrita por mujeres: teatro, poesía narrativa y lo que venga. Esa literatura puede o no ser literatura femenina. Dicho de otro modo: no todas las mujeres escriben literatura femenina. De otro modo aun: no siempre son lo mismo los textos escritos por mujeres que los textos femeninos. Todo depende, no del sexo, no del género, sino de la mirada de quien escribe.

Hay una literatura femenina, escrita por mujeres o por varones.

Es literatura femenina (sin que esto signifique estereotipos ni afirmaciones inamovibles) todo aquel texto que se niega explícita o implícitamente a dejar pasar el discurso social que dictamina QUÉ es una mujer (todas las mujeres), QUIÉN es una mujer (todas las mujeres), CÓMO es una mujer (todas las mujeres); que no sólo se niega a dejarlo pasar sino que lo rechaza; que no sólo lo rechaza sino que busca, en donde puede y como puede, otro discurso no para reemplazarlo sin más y definitivamente, sino para probarlo a ver qué pasa. Es literatura femenina toda aquella que para escribirse necesitó un paso hacia el continente negro (o mejor, hacia la playa blanca según Christiane Olivier) para averiguar cómo se ve el mundo desde allá y no desde acá, siendo el desde allá, entendámonos, la mudez histórica, el miedo a lo velado, la soledad sin nombre, el oficio de Ariadna. el síndrome del segundo incompleto. Es literatura femenina toda aquella que niega, rechaza y abomina del culto del héroe, o del antihéroe.

Para decirlo suavemente, no es fácil. Pero tampoco es imposible. Ni somos las únicas privilegiadas: un varón también puede hacerlo; un varón que quiera y que se anime, que es todavía menos fácil. De hecho, algunos lo hicieron. El ejemplo clásico es Flaubert aunque a mí Madame Bovarvy me parezca un libro execrable. Y un ejemplo menos clásico y más digno de amor es Gunther Grass en El Rodaballo.

Lo que sí es fácil es aceptar, obedecer, decir sí papá y escribir como se nos enseñó que escriben las chicas buenas y los chicos a buenos. Así es como un montonazo de escritoras (cada vez menos) sigue escribiendo del lado de acá, en algunos casos muy bien pero sin aportar nada a la más fascinante labor de reelaboración, reestructuración, descubrimiento, invención y enriquecimiento que se va haciendo poco a poco en todas partes.

No, por supuesto que no, en cierto sentido la literatura no tiene sexo, claro que no. No hacen falta los acertijos para saberlo. A ver quién adivina, ¿a esta página la escribió una mujer o un varón? ¿Y a mí qué me importa? ¿A quién le importa? No es por ese camino por el que vamos a llegar, si es que alguna vez llegamos, a un terreno y a un tiempo en el que no tengamos que defender palabra sobre palabra lo que escribe la mitad del mundo. Pero en cierto otro sentido sí, la literatura tiene sexo. Yo diría que lo que tiene es género. Tratar de negar el género de un texto, tratar de despojarlo de su género, es como tratar de despojarlo de su ideología. No se entra a la literatura por la puerta del género ni por la puerta de la ideología, tan cercanas una de la otra: se entra a la literatura por la puerta de la literatura, porque de otro modo lo que sale es un panfleto y no un poema, un drama, un cuento o una novela. Pero es que hay una inscripción, un sello, un tejido conjuntivo, un andamiaje que sostiene todo escrito, una ideología subyacente, un género ubicuo. La mirada de un varón dueño del mundo, aun el más miserable y el más oprimido, dueño del mundo, es muy distinta, es otra, es opuesta, a la mirada de una mujer, sujeta, sueño, sombra por reina que sea. La ideología y el autor/la autora casi siempre coinciden (a veces no: Balzac); el género y la autora/el autor pueden no coincidir, por aquello que se decía antes, eso de que una mujer puede no cuestionar, obedecer, portarse bien, no moverse del lugar asignado (por otras personas) cuando escribe, y un varón en una de ésas lo hace.

De la mudez tradicional, de la mirada furtiva, del silencio histórico se sale como se puede, cuando hay fervor por salir. En ocasiones no se puede, pero se hace el intento, ¿quién no lo ha hecho? Las heroínas de los cuentos infantiles y pará de contar. Hay mujeres que han soltado la mordaza vía la locura, la religión, el arte, la santidad, la enfermedad, la caridad, la rendición e incluso la muerte. ¿Por qué no habrían de salir algunas del silencio por la vía más directo, la de la palabra?

Y llegando a aquello de los grupos de señoras: ojalá todas las mujeres escribiéramos. Las que están tocadas por la chispa del genio, las mediocres, las talentosas, las estúpidas, las que nunca jamás van a escribir algo bueno, las regularonas, las que escriben cada vez mejor, las romanticonas, las superficiales, las buenas tipas, las malas tipas, mis tías, la señora de la esquina, las enfermeras, las señoronas paquetas, las gordas, las flacas, las petisas, las altas, las maestras, las vendedoras de tienda, las villeras, las monjas, las prostitutas, las modelos, las físicas atómicas, las políticas, las mendigas, las deportistas, las tacheras, las princesas, las cajeras de supermercado, todas. Sería una buena forma de llegar a compartir el poder.

Porque las mujeres, que no somos una clase ni una raza, las mujeres que somos todas hermanas y no lo sabemos muy bien todavía, tenemos en común:

que somos marginales pero unas marginales de un tipo muy especial puesto que los marginales tienden a dejar de serlo y nosotras lo hemos sido siempre, nacemos siéndolo, lo somos, y quizá nos muramos siéndolo;

que somos mayoría en el mundo y se nos trata, vivimos y actuamos como una minoría;

que somos seres para otros seres, seamos reinas o vagabundas, vírgenes o rameras;

que somos habladas desde los otros seres; y

que carecemos de poder.

Que un grupo de esos seres marginales, mujeres desconocidas para sí mismas, abnegadas y falsamente minoritarias, se reúna para leerse malos poemas sentimentaloides, felicitarse y seguir escribiendo pavadas, no es un peligro para nadie ni mucho menos. Las personas que no tienen poder no son peligrosos (a menos que se unan y lo adquieran por los medios que sea, cosa que las mujeres estamos lejos de proponernos hacer) porque los que sí tienen poder las destruyen por todos o algunos de los medios a su alcance. Esos grupos no significan nada, no cambian nada, no degeneran nada, no confunden nada. Son nada más que eso: mujeres que están solas aunque tengan miles de amigos y grandes familias; mujeres; desocupadas porque fueron educadas para serlo y no supieron, no pudieron, no se animaron a mandar todo al diablo para construirse otra vida.

Lo que escriben, no lo sé pero es previsible, no vale nada. Y qué. Siempre ha habido una alta dosis de mediocridad en todo lo que la humanidad hace en este mundo. O como dijo el señor Ballard que no es uno de los amores de mi vida pero que tiene sus chispazos, cuando le reprocharon que el 90% de la ciencia-ficción fuera una basura: "El 90% de TODO es una basura".

No son esos grupos los que hicieron que el mundo dictaminara (si es que lo ha hecho) que la poesía es cosa de mujeres. Es, de nuevo, el discurso social. Todo aquello que pasa a ocupar un lugar secundario o desprestigiado es automáticamente cosa de mujeres. La religión, la docencia, la poesía fueron centrales en su momento: los señores se movían como dueños en esos círculos y se quemaba en la hoguera a la mujer que pretendiera un lugar en esas actividades. En cuanto el centro se desplaza hacia otro tipo de disciplina, el lugar queda vacante para ser ocupado por las mujeres que ya se sabe somos tontas, superficiales, intuitivas, lloronas, que no tenemos nada que hacer. que nos dedicamos a la beneficencia, a los tés canasta, a pedir plata a nuestros maridos, a mirar teleteatros y a los desfiles de modelos (vayamos a preguntar a las mujeres de las villas). Se dictamina, allá, lejos de nosotras, que son esas actividades las que nos "corresponden", para después reprochárnoslas como si fueran delitos o faltas con las que nacemos. Son cosas que van cambiando, claro que sí, era peor en tiempos de mi mamá y no digo nada en los de mis abuelas, pero que siguen vigentes en ciertas clases y "en el interior", en donde son más rígidas las delimitaciones entre lo que las mujeres debemos y no debemos hacer.

Es necesario entonces adquirir una conciencia crítica, es necesario saber dudar, cuestionar, decir que no. Es necesario aprender que siempre se puede ir un paso más allá, averiguar lo que hay debajo o a un costado o atrás. Las buenas mujeres que se reúnen a tomar té y a leer poemas que hablan de la soledad de sus almas atribuladas, no son nuestras enemigas, no son tan distintas de nosotras: son aquéllas de nuestras hermanas que se quedaron en la mitad del camino. Quisieron, efectivamente; y no pudieron, desdichadamente. Las venció una sociedad que les marcó límites y conductas y ellas no supieron desobedecer, dudar, decir que no: se la creyeron y arremetieron a ciegas y hoy no les queda nada. Quizá en su casa son unas arpías, quizá atormentan al marido, tiranizan a los hijos, odian a las nueras, maltratan a la muchacha por horas, hablan pestes de las amigas con otras amigas. ¿Qué las tortura? ¿Qué quisieron ser? ¿Empresarias, abogadas, bataclanas, paracaidistas, corredoras de fórmula uno, diputadas, guías de turismo, escenógrafas? ¿Llegaron siquiera a sospechar que querían ser otra cosa y no ésa que les dijeron que debían ser? Si hubieran podido intentar algo distinto, algunas hubieran fracasado, ¿qué duda cabe?; algunas hubieran tenido éxito a medias, alguna hubiera llegado a ser la primera en lo suyo. Hoy van una vez por semana a tomar el té y a leer tonterías. No, no les interesa la literatura, el rigor, el trabajo duro, la búsqueda, ¿por qué habría de interesarles? Les interesa saber que hay otras a las que les pasó lo mismo que a ellas: se reúnen a leer versos que es una manera de llorarse la vida.

Ni ellas ni la poesía de circunstancias ni el verso sentimentaloide tienen poder para cambiar nada, para imponer nada, ni para hacerle creer a nadie que lo que hacen es literatura de la buena, ni para ocupar el espacio que le corresponde a un texto con estatura estética. Si en alguna oportunidad un funcionario chiquito así le hizo un lugarcito chiquito así a una de esas poesías, eso tampoco cambia nada; si en otra oportunidad un jurado compuesto por amigos premió algún engendro lleno de efusiones sentimentales o patrióticas, tampoco sucede nada importante. Quedémonos tranquilas.

O mejor no, no nos quedemos tranquilas. Sigamos escribiendo, pero sobre todo sigamos haciendo los esfuerzos necesarios para no equivocarnos, para tratar de ver qué es lo que hay en verdad detrás de lo que nos parece cursi o estúpido, para dar un paso más allá, para echar sobre el mundo esa mirada distinta que nos encamina hacia lo que somos y no hacia lo que nos han dicho que somos.


de Escritoras y escritura
1992 Feminaria Editora


             

domingo, 10 de marzo de 2013

No sé

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por Adrián Paenza



Es curiosa la dificultad que tenemos los humanos de decir: “no sé, no entiendo”.

Y es curioso también cómo se va modificando a lo largo de los años, porque los niños no tienen dificultades en preguntar: “¿por qué el cielo es azul?” o “¿por qué mi hermanito tiene pitito y yo no?” o “¿por qué gritaban ustedes dos ayer por la noche?” o “¿por qué el agua moja y el fuego quema y la electricidad da patadas?” Y siguen los “porqué”.

En todo caso, a lo que aspiro es a que concuerde conmigo en que los niños no tienen dificultades ni pruritos en cuestionar todo. Y cuando digo “todo”, quiero decir “¡todo!”.

Pero a medida que el tiempo pasa, empiezan los rubores, los temores y uno ya no se siente tan cómodo cuando se exhibe “falible” o “ignorante”. La cultura se va filtrando por todas partes y las reglas empiezan a “encorsetar”.

Uno se empieza a sentir incómodo cuando no entiende algo... y la sociedad se ocupa de remarcarlo todo el tiempo.

“¿Cómo no entendés?”

“¿No sabías que era así?”

“¿Dónde estabas metido..., en una burbuja?”

“¡Es medio tonto..., no entiende nada!”

O los más agraviantes aún:

“El ascensor no le llega hasta el último piso”.

“No es el cuchillo más afilado del cajón”.

“Le faltan algunos jugadores”.

Los ejemplos abundan. En el colegio, uno solamente hace las preguntas que se supone que puede hacer. Pero si uno tiene preguntas que no se corresponden ni con el tema, ni con la hora, ni con la materia, ni son las esperables por el docente, entonces son derivadas o pospuestas para otros momentos.

Es decir, ir a la escuela es obviamente imprescindible pero, por lejos, la escuela dejó de ser la única fuente de información (y la más consistente) como fue en el pasado no muy lejano. Y por eso creo que en algún momento habrá que repensarla. No dudo del valor inmenso que tiene, pero requiere de adaptaciones rápidas a las nuevas realidades. Y no me refiero solamente a modificar los programas, sino a revisar las técnicas de educación que seguimos usando.

Durante muchos años, salvo a través de los padres, no había otra referencia más importante y fuente de conocimiento que “ir al colegio”. Sin embargo, las condiciones han cambiado fuertemente. Ahora, los medios electrónicos no están reducidos a la radio y la televisión. Y no es que sean prescindibles –todavía–, pero me refiero a la unicidad y posición de privilegio que tuvieron durante más de medio siglo.

Hoy ya no. Internet, correos electrónicos, mensajes de texto, skype, twitter, facebook, teléfonos inteligentes, blackberries, iphones, ipods, ipads, etc... han reemplazado y ocupado esos lugares de preponderancia o, por lo menos, están en franca competencia.

Perdón la digresión, pero no pude evitarla. Sigo: todavía la sociedad, en forma implícita o explícita, condena el decir “no sé”. Siempre sostuve que la “matemática que se enseña infunde miedo entre los jóvenes”, especialmente en los colegios, aunque también sucede en las casas de esos mismos jóvenes por el problema que tuvieron/tienen los propios padres de esos chicos.

Pero el otro día, en una nota, me propusieron que pensara si lo mismo no pasa con “lengua” o “historia”. Y creo que no, que no es lo mismo. Me explico: ningún niño siente que es “inferior” si no entiende algo de historia o de lengua. Lo siente, sí, cuando se trata de matemática. Allí no hay alternativa. Si uno entiende, es un “bocho” y tiene patente de “inteligente”, “nerd” o algo equivalente. Es más: a ese niño le están permitidas ciertas licencias que los otros no tienen. Y eso porque le va bien en matemática. Son pocos... digo, son pocos los niños a los cuales “les va bien”, con todo lo que eso conlleva como carga por parte de los adultos.

“Le va bien.” ¿Suena raro, no? ¿Qué querrá decir que “le va bien”? Ese niño, quizá, puede preguntar. Nadie lo va a considerar mal si cuestiona lo que pasa alrededor, porque “le va bien en matemática”. No es lo mismo que le vaya bien en lengua o en historia o en geografía. Eso no, porque eso “se aprende”, “se estudia”, es cuestión de dedicarle tiempo. Con la matemática parece que eso no pasa. Es decir, la percepción generalizada que la sociedad tiene (al menos de acuerdo con mi experiencia) es que hay gente dotada y otra que no. Los dotados no necesitan mucho esfuerzo: entienden y listo. Y los otros, la gran mayoría, no importa cuánto tiempo le dediquen o cuánto esfuerzo estén dispuestos a ofrecer, no hay caso. Algo así como “lo que natura non da, Salamanca non presta”, con todo lo brutal que esta frase implica.

Aquí, un breve paréntesis. El arte presenta también otro ángulo interesante. Si un niño tiene algunas condiciones que lo destacan en la pintura o en la música, por poner algunos ejemplos, entonces sí..., ese niño está bien. Se lo acepta como “raro” o “rara” y puede hacer preguntas. Pero la media, no. No está bien visto.

¿Por qué? ¿Por qué se supone que uno no puede preguntar? ¿Por qué se supone que uno tiene que entender aunque uno no entienda? ¿Por qué está mal volver a preguntar algo que se supone que uno sabía pero se olvidó? ¿Por qué no valorar la duda como motor del aprendizaje, del conocimiento?

En todo caso, pareciera que sólo aquellos que tienen la seguridad de que nada les va a pasar son los que pueden cuestionar sin sentirse minimizados o disminuidos ante los ojos del interlocutor.

Y aquí es donde conviene detenerse. Si se trata de conseguir seguridad, uno podría decir: “¿seguridad de qué?” Seguridad de que nadie lo va a considerar a uno un “idiota”. Están también aquellos a quienes no les importa tanto el “qué dirán”. Pero son los menos.

La sociedad parece sólo valorar “el gran conocimiento”, la cultura enciclopedista. Algo así como la cultura de ser un “gran diccionario” o una “enciclopedia que camina”. Una sociedad que discute la “creatividad”, a aquel que se sale del molde, aquel que pregunta todo el tiempo, aquel que dice “no sé”, “no entiendo”.

Yo creo que uno debería tratar de estimular la prueba y el error o, mejor dicho, estimular que el joven pruebe y pruebe, que pregunte y pregunte y que busque él/ella la vuelta para ver si le sale o si entiende lo que en apariencia le resulta inaccesible. Y, sobre todo, invito a los adultos a que nos asociemos a la búsqueda con ellos, a mostrarnos tan falibles como ellos, sobre todo porque somos tan falibles como ellos, y no estaría mal mostrarnos tan apasionados por entender como ellos, tan curiosos como ellos.

En definitiva, el “saber” es algo inasible, difícil de definir. Y perecedero, salvo que uno lo riegue todos los días. ¿Qué quiere decir saber algo? Una persona puede saber cuáles son todos los pasos para conducir un auto, pero eso no significa que sepa manejar. Un cirujano, no bien egresa de la Facultad de Medicina, puede creer que sabe lo que tiene que hacer. De allí, a poder operar, hay un gran trecho.

Por eso, el único camino es la pregunta, la duda y el reconocimiento constante del “no sé, no sé cómo se hace. No entiendo. Explicámelo de nuevo”.

Eso es lo que creo que nos falta como sociedad: seguir como cuando éramos niños, sin pruritos ni pudores. Era el momento en el que “no saber” era visto como una virtud, aceptado por los adultos por la ingenuidad que contenía y porque la película estaba virgen y estaba todo por entender.

Quizás uno llegue a la conclusión de que en esencia “conoce poco” y de muy poquitas cosas, pero la maravilla de la vida pasa por el desafío de descubrir. Y de poder decir: “no sé, no entiendo”.

    Diario Página12 15/09/2010.-     .

Carlos Eduardo Gallegos en nuestro rincón poético

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Vos me preguntas...



Me preguntás

qué es la poesía…
y yo
me encojo de hombros
vacilo
y me viene a la memoria una escena
que vi cuando niño.
En ella:
un águila perseguía a un conejo
a campo traviesa
en vuelo rasante
sus alas desplegadas como un ala
delta.
El conejo era ya la comida del águila
había perdido su pelaje
corría sólo con su piel
y sus huesos.

El tiempo era el águila
su figura
su sombra.

Pero el conejo
logro llegar
hasta un arbusto
tupido
espinos
-solo-
en mitad de esa muerte
y allí
comenzó a girar
una y mil veces
-en círculo-
cada vez más cercano al arbusto
cada vez más rápido.
El águila hizo
dos
o tres intentos
Inútiles
por atraparlo
luego
desistió.
Abrió enormes sus alas
y levantó vuelo
serena
majestuosa.
El conejo
siguió corriendo
-girando-
hasta agotar su sangre
hasta que el águila fue
sólo un punto brillante
en el horizonte.

Han pasado los años
y de seguro
ambos estén muertos
-águila y conejo-
pero esta imagen
sigue
dando vueltas por mi cabeza
girando ante mí
en esta habitación
sobre este papel
rayado
en el que escribo
que no sé
que nunca supe
más que esto
a cerca
de la poesía.



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Profesiones

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por Enrique Pinti




Hay profesiones que no admiten ser ejercidas por personas que no tengan la capacitación necesaria y los títulos otorgados sobre la base de conocimientos teóricos y prácticos debidamente cursados con exámenes rigurosos y altas calificaciones puestas por profesionales de alto nivel.

A nadie se le ocurriría que alguien que no sea doctor en medicina pueda ejercer esa profesión, y mucho menos dirigir un hospital, una clínica o (ni hablar) un ministerio de salud. Tampoco sería bien visto que alguien que no se haya recibido de abogado en una facultad de derecho pueda defender o acusar a nadie en ningún tribunal; sería suicida que un puente fuera diseñado por alguien que no sea ingeniero, o que una casa fuera proyectada por un decorador en lugar de un arquitecto.

Hay otras profesiones que, por el contrario, parecen estar abiertas a cualquiera que se le ocurra que las puede ejercer sobre la base del voluntarismo, la ambición personal o las ganas de ser popular a cualquier precio. Así parecería, entonces, que el arte y la política pueden ser abordados sin estudios previos, sin exámenes y sin garantía de excelencia. Nadie duda, y mucho menos niega, el valor de la vocación, la importancia de la intuición y las condiciones naturales, esas que parecen innatas y que asombran a grupos familiares que descubren las precocidades de alguno de sus miembros que demuestran desde muy temprana edad una facilidad para el canto, el baile, el dibujo o la ejecución de algún instrumento musical. No obstante, eso no implica que a esas condiciones no se le agreguen el estudio, el perfeccionamiento y la disciplina necesarios para llegar a los mejores niveles que sea posible alcanzar. Cualquiera que sea la especialidad elegida, el creador artístico, desde la novela más profunda hasta las acrobacias circenses, pasando por las sinfonías, la música popular, el drama, la comedia, la sátira, el musical, la ópera, el ballet y la revista, puede y debe brindar calidad, agregando a sus cualidades innatas un plus de excelencia que lo harán digno del agradecimiento y la valoración de sus pares y del público. Muchos olvidan estos requisitos, basados en el impacto que muchas veces se consigue con el golpe bajo y la mistificación de un mediatismo rimbombante y engañoso. Esos son los que hacen que la profesión parezca fácil de abordar, revistiéndola de frivolidad, mentiras y arribismo oportunista.

La política, arte de gobernar y disciplina a la que debe llegarse con estudio, sabiduría, honestidad, coherencia ideológica e impecable currículo, se ha convertido -no sólo en nuestro país, sino en muchos otros territorios- en un circo de apariencias, favoritismos y corruptos pases de un extremo al otro del espectro ideológico existente. Se llega por el "punterismo", la obsecuencia y los "servicios prestados" en operaciones de dudosa honestidad, y luego se recorre la escala de puestos, asesorías y misiones imposibles hasta llegar a los más altos honores. Por supuesto que no son todos, que hubo, hay y habrá honestos, estudiosos y cultísimos políticos que honren su profesión con una trayectoria impecable. Pero lo que la ciudadanía percibe a través de las graves falencias que aquejan nuestra vida cotidiana es que no estamos en las mejores manos, y es lógico que uno sospeche que no son los más aptos y capacitados los que ocupan los lugares de decisión para intentar solucionar nuestros problemas. Y cuando el río suena, agua trae.

Al ver la danza de nombres, entre los que se incluyen extrapartidarios, extrapolíticos y extraterrestres que parecen provenir de galaxias desconocidas con candidaturas testimoniales, discursos de apoyo desorbitados y de rechazo y crítica apocalíptica según la conveniencia del momento, uno tiene derecho a pensar que la idoneidad y el currículo importan cada vez menos.

No cualquiera puede ser artista, no cualquiera puede ser político, no cualquier político puede ser artista y no cualquier artista puede ser político. Y en tiempos de tempestad con posibilidades de naufragio, es bueno saber que los que tienen que pilotear el barco son marineros y no excéntricos astros del musical, contorsionistas, grandes empresarios o vedettes.


Revista LaNación 24/05/2009.-


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