por Enrique Pinti
No debe de haber peor soledad que la de quedarse sin referentes. Es entonces, en ese terrible momento de nuestra vida, cuando probamos en carne propia que nuestra época terminó, que nuestras costumbres son obsoletas y que no podemos comentarlo con casi nadie porque casi nadie sabe de qué se trata nuestra conversación. Es un juego de compensaciones muy terrible: Dios, el destino, la vida, nos da la posibilidad de vivir mucho más que la gente de nuestra generación pero a cambio de esa gran ventaja nos hace pagar el precio de la soledad. Hay un antídoto, una manera de pasar mucho mejor esas transformaciones: la actualización, el contacto fluido y permanente con los jóvenes, ya sean nuestros hijos, sobrinos o nietos, propios o de nuestros conocidos, y ¿por qué no? con nuevos amigos veinte años más jóvenes. Claro, eso no significa negar la propia edad. Es más, muchas veces los jóvenes agradecen alguna idea dinosáurica sobre problemas que ellos creen nuevos y en verdad no lo son.
Este vejete que escribe sabe que, si Dios le da vida, quizás en veinte años nadie irá al cine y los home theatres serán los refugios domésticos donde la gente mirará Harry Potter como un clásico del pasado, parando la proyección cada vez que las urgencias fisiológicas o la llegada del delivery lo requieran. Esto no es una visión futurista, sino algo muy común. Sin embargo, todavía es una costumbre relativamente nueva, que no ha llegado a reemplazar por completo la magia de la sala de cine: la ceremonia de llegar, sacar la entrada, encontrarse con amigos y discutir en el café en el restaurante los valores del film. Cada generación pasa la posta a la que sigue. Yo recuerdo los relatos de mis abuelos, cuyos abuelos les hablaban de la época de Rosas; recuerdo a mis padres relatando sus viajes en tranvía a caballo, su visión del golpe de Estado de 1930, su antipatía por los aviones y su desconfianza hacia la televisión y las series norteamericanas dobladas en ese lenguaje de balaceras, carros, aparcamientos y crayolas que, según ellos, iba a deformar el hablar de los jóvenes (¡mi Dios, si vivieran!). De esos relatos de vida partieron los cambios que mi generación y yo creímos que debíamos hacer. El colectivo y el tranvía convivieron hasta que uno dijo ¡chau!, el cine sonoro mató al mudo pero no a maestros como Chaplin y Buster Keaton, el avión superó al barco pero, a su vez, la comodidad de la aviación comercial de la década del sesenta quedó relegada por el abigarrado mundo de demoras, alarmas, sobrecirculación, amenazas terroristas y abusos de los aeropuertos de hoy.
Cada época tiene lo suyo, bueno y malo. Nadie engaña a la naturaleza, adoptar costumbres que no entendemos es un esnobismo torpe, pero encerrarse en la torre de marfil de "mi época" sólo conduce a la depresión. Y eso no debe suceder: todos estamos por algo y para algo. Sólo se siente inútil el que puso candado y tranca al cambio, a la evolución, a la alternativa. Es mejor apoyarse en los jóvenes que en un pasado irrepetible y ¿quién te dice? desde el presente, contando nuestra historia a los que nos siguen, ellos se darán cuenta de que todo cambia y todo sigue, y que se llora y se ríe por las mismas cosas desde hace siglos y siglos. Es que las pasiones humanas son más viejas que la injusticia y que la humedad.
Revista LaNación 31/8/2007
.
0 comentarios:
Publicar un comentario