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sábado, 27 de agosto de 2011

Confesiones

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por Enrique Medina




En el estante hay dos cubiertas de viejos longplay luciendo espléndidas fotos de Janis Joplin y Barbra Streisand. De su pecho, la propietaria del negocio agarra un mechón de pelos, lo huele y lo vuelca sobre la espalda, sin saber que ese acto estremece al empleado que enfunda la ropa limpia. La admiración a las cantantes por parte de esta mujer que lucha contra la computadora no es por supuestas desviaciones singulares sino porque también fue cantante y quiso brillar como ellas, pero a pesar del esfuerzo profesional mucho no se pudo alcanzar, apenas si hasta ahí y gracias. Por lo que, en el jardín de la angustia, hubo necesidad de bifurcar senderos y se llegó a lo que se llegó, sin llantos. Y aquí está, manejando una lavandería con la misma honorabilidad con la que Don Rodari vendía mayonesa y chorizo colorado en su fiambrería de barrio. El apego a dichas mujeres alcanzó desproporciones que la llevaron a imitar maquillajes, redondos y enormes anteojos tornasolados, desprolijidad en el pelo largo y polleras coloridas hasta el suelo, todo ello produciendo una imagen que nadie dudaba volaría muy alto. Pero no fue así. Hoy, algo amenguada, su estampa aún mantiene atractivo y no es raro que algún cliente le piropee las canas que ella se enorgullece en no ocultar, o esas manos perfectas con las que supo ganar dinero haciendo publicidad para cremas en cine y televisión. Entre tanto, en este día inobjetable, la mujer se mece en otro andarivel metafísico: está escribiendo sus memorias. Piensa y repiensa lo que escribe porque tiene un hijo, y no sabe hasta qué punto el muchacho se distanciará o espantará de sus confesiones, que es como desea titular el libro. El, que al estar por recibirse de abogado bien se puede inferir que tonto no es, y que por supuesto sabe cosas por la misma madre, otras por chismes y otras que simplemente van descubriéndose, siempre ha mostrado un respeto y un cariño que no por lógicos ella ha dejado de valorar. Pero otra cosa es otra cosa, calcula y especula. Y como hay mucho para remover, para arriba y para abajo y todos los costados, no es cuestión de ser irresponsable, por lo tanto está en un brete: o escribe el libro para ella, o escribe el libro para los demás.

Escribir para ella es volver a meterse hasta el fondo del berenjenal, disfrutar mucho, amargarse algo, avergonzarse de lo que corresponda y sufrir la melancolía de este cigarrillo que acaba de inutilizar en el cenicero. Escribir para los demás, medita y repiensa, es escribir al pedo. Y ella quiere escribir para saber quién fue, si fue una alimaña o una flor o un yogur descremado. Y claro, piensa la mujer mientras le sonríe a la señora y le cobra por las sábanas y el acolchado, no es nada malo ni punible escribir bonito y para Doña Rosa, lo que ocurre es que mi intención es otra, así que, adorado y querido hijito, es bueno que sepas que tu adorada y querida madre fue una mujer con sexo y privadísima historia, qué embromar. Se huele el pelo, lo echa hacia atrás sin preocuparse de los efectos, y escribe: “En realidad nosotros nunca estuvimos enamorados, nos unía el secreto de conocer al asesino de Flora. Para la policía había sido un accidente fatal. Fue en ese tiempo que la movida empezó a saltar andariveles y el ambiente se puso inaguantable y pesadísimo...”.



Diario Página12 4/7/2007.-



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La derrota del círculo

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por Leonardo Moledo




Copérnico fue algo así como un dios que fabrica mundos, pero el mundo que salió de sus manos estaba lleno de parches y arreglos apresurados. Para que las cosas encajaran más o menos, Copérnico (que era médico, además) le dio buenas dosis de medicina tolemaica, le agregó epiciclos, ruedas dentro de ruedas, inventó un “sol medio” que era el centro del sistema en vez del Sol; en fin, hizo lo que pudo, y le salió lo que le salió, lo cual explica (entre otras cosas) que tuviera menos aceptación de la que merecía. Entretanto, la astronomía teórica se estancaba, mientras la observacional daba un salto formidable hacia adelante con la obra de Tycho Brahe, aquel hombre de la nariz de oro (prótesis que reemplazaba a la verdadera, perdida en un duelo) y que armó un corpus de datos de un rigor nunca conocido hasta entonces. Lo que pasaba es que en el sistema de Copérnico persistía un virus que venía de lejos y que impedía que el cuerpo funcionara armoniosamente.

Pero el virus tenía los días (o mejor dicho los años) contados. Porque hete aquí que en 1601, al morir (aparentemente tras los excesos de una escabrosa comilona), Tycho Brahe entrega a su ayudante el enorme volumen de sus observaciones de precisión, con el compromiso de que las utilizara para fundamentar su sistema cosmológico (el de Tycho, en el que la Tierra estaba inmóvil en el centro, pero los planetas giraban en torno del sol, que a su vez giraba alrededor de la Tierra) y el de calcular con precisión las órbitas de los planetas, en especial la de Marte, que se le habían escapado.

Y resultó que el discípulo de Tycho se llamaba Johannes Kepler (1571–1630). Tipo raro este Kepler: un místico, profundamente imbuido de neoplatonismo tardío y pitagorismo après la lettre, que consideraba al mundo como producto de un dios geómetra que había construido el universo con los Elementos de Euclides en la mano. Había publicado un tratado bastante oscuro (y bastante disparatado para nuestros ojos modernos): Mysterium Cosmographicum, en el que introducía entre las órbitas de los cinco planetas conocidos los sólidos platónicos, en un lenguaje hermético, con consideraciones dudosas y forzando las cosas para que las cosas “le dieran”. Sin embargo, fue ese tratado el que atrajo la atención de Tycho, a raíz de lo cual lo llamó a Praga (Galileo, a quien también se lo envió, lo ignoró olímpicamente).

Kepler no se ocupó mucho del sistema de Tycho; le resultaba ambiguo, dudoso, intermedio, en un mundo donde las cosas debían ser geométricamente claras de entrada: desde muy temprano había optado por el sistema copernicano; según su platonismo y pitagorismo a ultranza era evidente que el Sol, astro entre los astros, tenía que ocupar el centro del sistema y le parecía más elegante y simétrico. En realidad, el sistema de Tycho no había tenido demasiada suerte en general, salvo para aquellos que no querían optar por ninguno de los dos grandes sistemas en pugna (el tolemaico y el copernicano) y lo enseñaban como un compromiso tranquilizador.

Así, pues, Kepler ignoró el primer mandato de su maestro, pero sí arremetió con las órbitas de los planetas, empezando por Marte, a la que atacó desde un punto de vista copernicano y se encontró con que los datos de Marte moviéndose alrededor del sol (o mejor dicho, del “sol medio”, un invento de Copérnico para ver si arreglaba el sistema) no encajaban; Kepler corre el centro de la órbita y lo ubica a medio camino entre el Sol y el “sol medio” y aun así obtiene una discrepancia de ocho minutos de arco. Era una discrepancia tolerable en los tiempos de Copérnico, pero inaceptable después de la astronomía de precisión de Tycho Brahe; “es imposible, escribe, que Tycho cometiera un error de observación de 8’; debemos agradecer a Dios que nos diera en Tycho a un observador tan excelente y buscar el origen de nuestras discrepancias en las hipótesis iniciales...”. Kepler encuentra acá la piedra angular de la ciencia moderna: rechazar las hipótesis si éstas no coinciden con los resultados empíricos, con una audacia increíble rechaza el dogma milenario que exigía circularidad (“las órbitas de los planetas no son círculos”) y se enfrasca en engorrosos cálculos en busca de la curva que dé cuenta de la órbita de Marte; “una curva simétrica, probablemente un óvalo”, rechazando una doctrina que se remontaba a Platón y su mandato: explicar los movimientos utilizando exclusivamente líneas y círculos.

Una vez roto el hechizo del círculo, Kepler empieza a ensayar diferentes formas de óvalos, hasta que advierte un error de cálculo y al corregirlo descubre que el óvalo más simple de todos, la elipse, satisface las posiciones de Tycho, siempre y cuando el Sol ocupe uno de los focos: había descubierto finalmente la verdadera forma de las órbitas, destruyendo dos mil años de neurosis circular, y formula su primera ley: los planetas describen elipses y el Sol ocupa uno de los focos, y resume sus investigaciones de todos esos años en su libro Astronomia Nova.

Que lo es: al liberarse de los círculos (que era el virus que enfermaba el sistema copernicano), Kepler libera a la vez a la astronomía de porquerías tolemaicas: epiciclos, excéntricas, ecuantes soles medios que se habían usado para forzar al mundo en un molde circular. Las elipses keplerianas dejan un sistema solar vacío de escombros y un misterio a resolver: ¿qué es lo que mueve a los planetas? Kepler especuló con una especie de fuerza magnética que emanaba del sol y los barría a lo largo de sus órbitas. Pero no, no era eso. Para solucionar el problema, tenía que entrar en funciones la tercera generación de la revolución científica. Pero lo cierto es que Kepler destrozó de tal manera el círculo que ya no le quedaron fuerzas para levantarse y seguir molestando a la astronomía.



Diario Página12 6/7/2007.-




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jueves, 25 de agosto de 2011

La voluntad de no creer

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por Manuel Hernández Iglesias
Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid
Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid



La fe salva, luego es falsa.
Nietzsche, El Anticristo

1. Creencias y deseos

El punto de partida de este trabajo es la cuestión de si un sujeto puede creer algo voluntariamente. Esta pregunta es sin embargo ambigua, y dependiendo de cómo se entienda, la respuesta será muy diferente. Si el "puede" se interpreta en sentido normativo, es decir, como la pregunta de si es epistemológicamente legítimo creer algo voluntariamente o si puede estar justificado creer algo voluntariamente, la respuesta parece claramente negativa. Las propias expresiones de la psicología popular que describen estos fenómenos de implicación de la voluntad de creer en las creencias mismas tienen una carga valorativa negativa: "confundir los deseos con la realidad", "engañarse a uno mismo", etc. Tanto la psicología popular como la lógica informal o la teoría de la argumentación consideran las intervenciones de la voluntad de creer en la adopción de las creencias como interferencias que dificultan el buen juicio.
La manifestación más clara de que la voluntad de creer algo no puede ser una buena razón para creerlo es el hecho de que la afirmación de que uno mismo cree algo porque quiere creerlo es paradójica. Por ejemplo,

(1) Yo creo que p porque quiero creerlo (o: p, porque quiero creerlo)

es una contradicción pragmática del mismo tipo que la paradoja de Moore ("p, pero no creo que p"). En ambos casos, la paradoja deriva de suponer que el hablante está respetando las máximas conversacionales, concretamente las máximas de calidad. En el caso de la paradoja de Moore, si suponemos que el hablante respeta el Principio Cooperativo y, por consiguiente, la primera máxima de calidad, hemos de suponer que no afirma aquello que considera falso. De ahí la contradicción pragmática entre afirmar en un mismo enunciado que p y que uno no cree que p.
¿Por qué (1) nos parece una contradicción pragmática? Por la misma razón que la paradoja de Moore, sólo que en este caso está implicada la segunda máxima de calidad, no la primera. Dicha máxima establece que no debe afirmarse aquello de lo que se carezca de pruebas adecuadas. Por ello, afirmar que se cree que p al tiempo que se niega que dicha creencia se base en prueba alguna resulta pragmáticamente contradictorio. Salvo, claro está, que se considere que la voluntad de creer una proposición puede contar como prueba de ésta. Es decir, salvo que se niegue que las cosas son como son, y no necesariamente como uno quisiera que fueran.1
Si, por el contrario, entendemos el "puede" de la pregunta en un sentido descriptivo, la respuesta es que, obviamente, sí. Los sujetos no sólo pueden, sino con frecuencia creen cosas al menos en parte debido a su deseo de creerlas, o dejan de creer cosas por su deseo de no creerlas. Fenómenos como el pensamiento desiderativo o el autoengaño pueden ser difíciles de definir y analizar, pero es un hecho que todos apelamos a ellos a menudo para explicar por qué alguien tiene tal creencia o tal conjunto de creencias. Es más, en muchas ocasiones, la atribución de confusión entre deseos y realidad o de autoengaño son las únicas explicaciones que nos permiten dar sentido a algunos comportamientos. Forma parte esencial de nuestra comprensión del otro la apelación a estos mecanismos, puesto que, en muchos casos, prescindir de ellos haría que muchas creencias o conductas parecieran irracionales en el sentido radical de resultar incomprensibles.
El pensamiento desiderativo o el autoengaño no los atribuimos sólo a los demás, sino también a nuestro propio comportamiento pasado. Y no sólo pasado, porque la posibilidad de que las propias creencias estén al menos parcialmente motivadas por alguna forma de autoengaño o pensamiento desiderativo es una hipótesis que una persona mínimamente juiciosa no puede dejar de tener en cuenta. Obviamente, nadie es más proclive a caer en formas desiderativas de pensamiento que quien se considera inmune a ellas, como sucede con cualquier otra posible perversión del razonamiento.
Por tanto, interpretada descriptivamente, la pregunta inicial parece tener una clara respuesta: es un hecho psicológico (tanto de la psicología científica como de la popular) que, frecuentemente, la voluntad del sujeto de creer algo es parte esencial de la explicación del hecho de que efectivamente lo crea, ya sea directamente (caso del pensamiento desiderativo), ya sea indirectamente por medio de alguna forma de autoengaño. De ahí que, a diferencia de (1), las oraciones siguientes no sean pragmáticamente paradójicas:

(2) X cree que p porque quiere creerlo.
(3) Yo creía que p porque quería creerlo.

En conclusión, la voluntad de creer (o no creer) que p, sea lo que sea, no puede ser una justificación de p, no puede formar parte de las razones. Sí puede ser parte de la explicación de por qué un sujeto cree que p, pero no de las razones a favor de p. No es que sea una mala razón, es que no es una razón en absoluto, porque presentarla, en primera persona del presente del indicativo, como una razón de la propia creencia es pragmáticamente paradójico. No es sin embargo paradójico en segunda o tercera personas, ni en otros tiempos verbales, porque sí es un hecho que el deseo de creer algo puede dar y a menudo da lugar a que alguien crea ese algo. En conclusión, la voluntad de creer (o no creer) que p, sea lo que sea, no puede ser una justificación de p, no puede formar parte de las razones. Sí puede ser parte de la explicación de por qué un sujeto cree que p, pero no de las razones a favor de p. No es que sea una mala razón, es que no es una razón en absoluto, porque presentarla, en primera persona del presente del indicativo, como una razón de la propia creencia es pragmáticamente paradójico. No es sin embargo paradójico en segunda o tercera personas, ni en otros tiempos verbales, porque sí es un hecho que el deseo de creer algo puede dar y a menudo da lugar a que alguien crea ese algo.

2. Las paradojas de la irracionalidad

Como se ha dicho más arriba, los enunciados (2) y (3), a diferencia de (1), no son paradojas pragmáticas en el sentido ejemplificado por la paradoja de Moore. La razón es que lo que resulta inmediatamente paradójico es sólo el autoengaño o pensamiento desiderativo conscientes. Mientras el sujeto ignore que su deseo de creer que p es una de las razones esenciales por las que cree que p, el sujeto no se contradice (o al menos no de manera flagrante).
No obstante, las afirmaciones de que un sujeto cree algo porque desea creerlo, aun formuladas en tercera persona o en un tiempo verbal distinto del presente del indicativo, aunque no inmediatamente paradójicas, sí plantean lo que Davidson ha denominado paradojas de la irracionalidad.2
Explicado brevemente, lo paradójico de enunciados como (2) y (3) es que afirman algo al tiempo que implican lo contrario. Concretamente, afirman explícitamente que alguien cree que p, al tiempo que implican que no cree que p de la manera siguiente: si el deseo de S de creer que p es parte esencial de la explicación de la creencia, entonces el resto de las creencias de S son insuficientes para justificar la creencia de que p. Pero, puesto que el deseo de creer que p no es una razón para creer que p, hay que admitir también que, en cierto sentido, S no cree propiamente que p. No al menos si, con Davidson, admitimos el holismo y la necesaria atribución a los sujetos de pautas racionales de razonamiento como condición de posibilidad de la interpretación. Si la atribución de estados intencionales está, como Davidson insiste, sometida a normas de racionalidad, parece que es incompatible atribuir a un sujeto estados a la vez irracionales e intencionales.
Davidson resuelve esta paradoja distinguiendo, en los estados psicológicos que son causas de otros, entre aquellos que además de causas son razones y aquellos que sólo son causas.3 En nuestro caso, el estado psicológico consistente en desear creer que p actúa como causa (o parte esencial de la causa, o una de las causas) de la creencia de que p, aunque no es una razón para creer que p. Como Davidson señala, la naturaleza holista del pensamiento implica que, cuando un estado psicológico actúa como causa de otro estado psicológico para el cual no constituye una razón, ha de tener lugar una cierta escisión del sujeto, lo que él llama una mente dividida. Sólo en una mente dividida puede suceder que un estado psicológico cause otro para el que no es ni puede ser una razón.4
Esto explica por qué (1) es una contradicción pragmática: el sujeto no puede conscientemente creer que p al menos en parte por su deseo de creerlo porque, si es consciente de ello, su mente, en lo que a la creencia de que p se refiere, no está dividida. Para que el sujeto pueda creer que p por su deseo de creerlo, es necesario que haya una separación entre la parte de su mente que cree que p y la parte de su mente que desea creer que p. Algo que claramente no se da en el sujeto que emite (1). Y también explica por qué (2) y (3), a diferencia de (1), no nos parecen paradójicas, pues el "porque" que en ellas aparece es claramente causal, no racional.
Esta idea de la división de la mente permite a Davidson atribuir a los estados psicológicos de un mismo individuo el tipo de relaciones causales no racionalizadoras que se dan entre estados psicológicos de dos individuos distintos, sólo que, en este caso, en lugar de mentes distintas, lo que tendríamos serían distintos compartimentos de una misma mente.5 Este planteamiento armoniza muy bien con el lenguaje de la psicología popular, haciendo inteligibles expresiones como la de "engañarse a uno mismo", que usamos y comprendemos sin dificultad, pero cuyo sentido parece imposible de explicar (si uno miente, uno sabe que miente, y por lo tanto, no puede uno engañarse). La hipótesis de una mente dividida ofrece al menos un esquema de explicación de este aparentemente paradójico fenómeno: es un compartimento de la mente el que causa la creencia en otro compartimento, y la compartimentación hace que esta relación causal permanezca invisible para el segundo de ellos.
Por supuesto, la noción de un yo dividido requiere más elaboración, algo que ni me propongo ni me considero capacitado para hacer. Así que, en adelante, voy simplemente a presuponer que la noción está suficientemente clara para mis propósitos o que, al menos, puede clarificarse suficientemente. La única precisión que deseo hacer es que la división de la mente exigida por el análisis de Davidson de la irracionalidad es una división más fuerte que la mera no omnisciencia lógica.

3. La autotrascendencia

Podemos resumir lo dicho hasta ahora del modo siguiente. Se ha argumentado, en la primera sección, que el deseo de creer que p no puede ser una razón para creer que p, por lo que un sujeto no puede creer algo porque desea creerlo y ser consciente de ello. Sí puede, como se ha expuesto en la segunda sección, creer que p porque desea creer que p, pero sólo en el caso de una mente dividida en la que el deseo actúa como causa y no como razón de la creencia. De lo anterior, parece seguirse que creer algo, al menos en parte, por el deseo de creerlo, es irracional, puesto que la creencia dependería esencialmente de estados psicológicos que no son razones para la creencia.
De lo anterior, parece seguirse que creer algo, al menos en parte, por el deseo de creerlo, es irracional, puesto que la creencia dependería esencialmente de estados psicológicos que no son razones para la creencia. Sin embargo, esta conclusión puede resultar o no precipitada, dependiendo de lo evidente que se considere que es irracional toda creencia causada por estados psicológicos que no son razones para ella. Esta tesis, la de la irracionalidad de una creencia generada (al menos en parte) por causas que no son razones, es la que discutiré en el resto del artículo.
Si admitiéramos la tesis en cuestión, estaríamos en situación de dar por zanjada la pregunta de si puede, en el sentido normativo de "puede", creerse algo porque se desea creerlo. La respuesta sería claramente negativa, puesto que la relación entre el deseo y la creencia es puramente causal, no racional. Lo cual confirmaría nuestra intuición inicial.
Pero, ¿es esto así?, ¿es necesariamente irracional provocarse a uno mismo creencias causalmente, en lugar de fundamentarlas en razones? Prima facie parece claro que sí. Si una creencia racional es una creencia basada en razones (¿y qué otra cosa podría ser?), sólo podemos reconocer como racional una creencia causada por estados psicológicos que actúen como razones para la creencia, aunque sean malas razones (la racionalidad no implica la omnisciencia ni material ni lógica).6 Pero no podemos reconocer como racional la adopción de una creencia como resultado de algo que no es una razón en absoluto, ni buena ni mala. Esto se manifiesta en que, por ejemplo,

(4) Creo que p porque C, pero C no es una razón para p

es una contradicción pragmática por las mismas razones que (1).
No obstante, hay un sugerente párrafo de Davidson que apunta en el sentido opuesto al razonamiento anterior. En él, Davidson defiende la racionalidad de modificar los propios estados psicológicos, no por medio de razones, sino actuando causalmente sobre ellos. Y no sólo eso, sino que considera tal tipo de modificación, no sólo racional, sino particularmente valioso. El párrafo, que cito in extenso, es el siguiente:

¿Pero proporciona el esquema [de explicación de la irracionalidad] una condición suficiente de la irracionalidad? Parecería que no. Pues los casos sencillos de asociación no cuentan como irracionales. Si consigo recordar un nombre tarareando cierta melodía, hay una causa mental de algo para lo cual no es una razón; y lo mismo para multitud de otros casos. Pero mucho más interesante, y más importante, es un tipo de autocrítica y perfeccionamiento que tendemos a tener en alta estima, y que incluso ha sido considerado la esencia misma de la racionalidad y la fuente de la libertad. No obstante, es un caso claro de causalidad mental que trasciende la razón (en el sentido de alguna manera técnico en que he venido usando el concepto).
Lo que tengo en mente son un tipo especial de deseo o valor de segundo orden y las acciones que éste puede provocar. Esto sucede cuando una persona se forma un juicio positivo o negativo sobre algunos de sus propios deseos, y actúa para cambiar dichos deseos. Desde el punto de vista del deseo cambiado, no hay razón para el cambio (la razón viene de una fuente independiente y se basa en consideraciones adicionales y en parte contrarias). El agente tiene razones para cambiar sus propios hábitos y carácter, pero estas razones vienen de un dominio de valores necesariamente extrínseco a los contenidos de las opiniones o valores que sufren el cambio. La causa del cambio, si se produce, puede por lo tanto no ser una razón para lo que causa. Una teoría que no pudiera explicar la irracionalidad sería tal que tampoco podría explicar nuestros saludables esfuerzos, y ocasionales éxitos, de autocrítica y autosuperación. (Davidson, 1982, pp. 186-7)

Aplicadas al ámbito de las creencias, no al de los deseos, estas consideraciones sugieren la distinción entre dos tipos de racionalidad epistémica. Una sería la racionalidad de primer orden, que consiste en adoptar creencias cuyas causas sean todas ellas razones, evitando la intervención exclusivamente causal de deseos o intereses en la adopción de la creencia. La otra sería la racionalidad de segundo orden, que consiste en la autoinducción de creencias por medio de la provocación deliberada de situaciones susceptibles de actuar como causas, aunque no como razones, de dichas creencias. Llamaremos a la racionalidad de primer orden objetividad y a la de segundo orden, siguiendo a Marcia Cavell (Cavell, 1999, p. 408), autotrascendencia. La diferencia entre una y otra es que la autotrascendencia, a diferencia de la objetividad, implica la autopercepción del sujeto como una mente dividida.
El problema es encontrar una caracterización adecuada del papel de la voluntad en la autotrascendencia epistémica. Dicha caracterización deberá cumplir el requisito de no ser reductible al mero esfuerzo por eliminar la influencia de deseos o intereses en la formación de las creencias. En consecuencia, debe involucrar realmente el intento de provocar la adopción de estados psicológicos que, no siendo razones para la creencia que se desea tener, sí tiendan a causarla. Ello implica que el sujeto debe asumir una cierta escisión de su propia mente y, en cierto sentido, explotarla, sacarle partido.
De nuevo, siguiendo a Davidson, podemos recurrir a la analogía entre las relaciones causales entre compartimentos de una misma mente y las relaciones causales entre estados psicológicos de mentes distintas. El caso de la autotrascendencia tendría una similitud con el caso de una persona racional que quisiera inducir una creencia en otra de cuya racionalidad tiene una opinión muy pobre. Consciente de la escasa disposición de su interlocutor para atender a las razones que justifican la creencia, la primera procuraría provocar en la segunda los estados psicológicos que tiendan a causar la creencia que él desea que adopte, aunque dichos estados no sean razones para ella.
En el caso de la autotrascendencia sería uno de los compartimentos de la mente el que trataría a otro de ellos como una especie de menor de edad racional. La autotrascendencia, así entendida, implicaría:

1. La autopercepción del sujeto como una mente dividida en la que ciertos estados psicológicos tienden a causar creencias para las que no son razones.
2. La voluntad de autoprovocarse estados psicológicos que tienden a causar creencias deseadas para las que no son razones (o la voluntad de eliminar los estados psicológicos que tienden a causar creencias no deseadas para las que no son razones).

La condición de que los estados psicológicos que el sujeto desea provocarse a sí mismo no sean razones para las creencias es necesaria para que la caracterización de la autotrascendencia satisfaga el requisito establecido más arriba de no reductibilidad a la mera voluntad de objetividad (entendida como la mera eliminación de causas que no sean razones).
En el párrafo de Davidson citado más arriba, el proceso parte de una situación en la que el sujeto se forma una opinión negativa de alguno de sus deseos. En el caso epistémico, que es el que nos ocupa, la situación equivalente sería la de un sujeto que se forma una opinión negativa con respecto a alguna de sus creencias. La cuestión es, ¿qué tipo de consideraciones justifican que uno se forme una opinión negativa de una de sus creencias? La candidata más obvia para justificar la opinión negativa acerca de una creencia p es, por supuesto, la creencia de que p es falsa, pero en este caso lo que sucede es que el sujeto no tiene la creencia de que p, por lo que no necesitaría extirpársela. Otras candidatas obvias son otras creencias que sean buenas razones en contra de p, pero en este caso no habría autotrascendencia, puesto que las creencias actuarían como razones de la creencia de que no p, no como meras causas de ella. Así que lo que buscamos son consideraciones que, no siendo razones en contra de la creencia, justifiquen no obstante una opinión negativa sobre ella y proporcionen un motivo racional para desear abandonarla.

4. Autotrascendencia y autocorrupción

El mejor modo de hacer visible esta dificultad es comparando la autotrascendencia con su contrapartida negativa. En un texto posterior, Davidson se refiere al fenómeno que hemos denominado autotrascendencia con una mayor desconfianza:

Hacer o pensar cosas con el objetivo consciente o inconsciente de cambiar nuestras propias creencias o actitudes proposicionales no es necesariamente malo, ni siquiera lo que normalmente llamaríamos irracional. John Dewey, que, en la línea de Aristóteles, era pesimista acerca de la posibilidad de hacer gran cosa para cambiar los propios valores, habló hace muchos años sobre cómo, con suerte y esfuerzo, puede hacerse (Human Nature and Conduct). Su propuesta tenía dos partes: la primera era que si quieres tener un valor o una creencia que no tienes, deberías actuar como si ya los tuvieras. La segunda parte era evitar concentrarse en el fin deseado y concentrarse en los medios. No sigas repitiéndote "No fumaré", sino prepara una excursión interesante hacia donde no se pueden encontrar cigarrillos. Dewey no advirtió que su consejo funciona mejor al servicio de la autocorrupción. Si tu deseo secreto es cometer adulterio, no te digas "Me dejaré seducir"; simplemente déjale tocarte la mano. (Davidson, 1999, p. 229)

El caso de la autocorrupción epistémica es paralelo al de la autotrascendencia. En ambos, el sujeto es consciente de tener una mente dividida en la que ciertos estados psicológicos causan creencias para las que no son razones. Y, en consecuencia, adopta un comportamiento orientado a provocar en él el tipo de estados psicológicos que tienden a causar la creencia deseada y evitar los que tienden a causar la creencia no deseada. Es decir, en el caso de la autocorrupción epistémica, se cumplen las dos condiciones con las que caracterizamos su variante positiva, la autotrascendencia.
En los dos casos, el sujeto parte del deseo de adoptar una creencia para la que no encuentra razones. Esta impotencia le lleva a adoptar hacia sí mismo la perspectiva de una tercera persona que intenta inducirle causalmente las creencias deseadas. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? Si, como hemos visto, el proceso es formalmente idéntico, la diferencia radicará en el tipo de motivación por la que un sujeto desea tener una creencia o dejar de tenerla; en el origen de su incomodidad ante una creencia que tiene y no quiere tener o ante la ausencia de una creencia que desearía tener.
Son muchos los motivos por los que uno puede desear tener o dejar de tener una creencia, y no me propongo hacer un inventario. Pero, siguiendo a Bernard Williams (Williams, 1970, p. 149 y ss.), es importante dividir estos motivos en dos categorías: los centrados en la verdad y los no centrados en la verdad. Un motivo centrado en la verdad para desear creer que p es aquél que sólo encuentra satisfacción si la creencia de que p es una creencia verdadera. Es decir, si el deseo de creer que p está vinculado al deseo de que p. Un motivo no centrado en la verdad para desear creer que p sería un deseo desvinculado del deseo de que p. Es decir, sería el deseo de creer que p, con independencia de si p o no p.
Williams propone el ejemplo de un padre que desea creer que su hijo, que ha desaparecido en el mar tras un accidente, está vivo. Este deseo está centrado en la verdad porque no se vería satisfecho si la creencia se produjera por un procedimiento absolutamente desligado de su verdad; por ejemplo, el de acudir a un hipnotizador que le causara la creencia. El padre, a pesar de su deseo de creer, no acudiría al hipnotizador porque eso no daría satisfacción a su deseo de creer que el hijo está vivo. Y eso es así porque quiere creer que su hijo está vivo y que la causa de esa creencia sea que su hijo, en efecto, esté vivo. El caso del deseo no centrado en la verdad sería el del padre que, en esta situación, sí optara por acudir al hipnotizador. En este segundo supuesto, el deseo de creer que el hijo está vivo es un deseo independiente del valor de verdad de la creencia (éste sería el caso si, por ejemplo, lo que deseara el padre es sólo liberarse de la angustia que le produce la incertidumbre sobre la vida de su hijo o la creencia de que su hijo está muerto).
Williams considera que la autoinducción de la creencia en el segundo supuesto es profundamente irracional. Pero, aunque irracional, es coherente con el deseo. Y, si esto es así, entonces es que el propio deseo es irracional. El deseo de creer algo sería racional sólo en el supuesto de que el procedimiento por el que se desea alcanzar la creencia fuera un procedimiento que garantizara la verdad de ésta. En apoyo de esta tesis, Williams apela, en primer lugar, a nuestro rechazo intuitivo al procedimiento de inducción de la creencia del segundo ejemplo. Y, en segundo lugar, y como explicación de este rechazo, apela al carácter holista de nuestra mente. Este carácter holista hace que uno no pueda desprenderse de una creencia sin modificar muchas otras, que a su vez obligarían a modificar otras muchas, con lo que "pudiera ser que un proyecto de este tipo tendiera finalmente a implicar la destrucción total del mundo real, a llevar a la paranoia" (Ibíd., p. 151).
De lo anterior, se sigue que lo que hemos llamado autocorrupción epistémica es irracional, puesto que en ella el deseo de inducirse una creencia es autónomo con respecto al deseo de que la creencia sea verdadera. La voluntad actúa en el sentido de eliminar deliberadamente la objetividad. El sujeto decide, por así decirlo, nublar sus propios juicios. En la autocorrupción, el sujeto se autoaplica una especie de ingeniería epistémica en la que abdica de la propia racionalidad al sabotear deliberadamente la objetividad. Con ello, el sujeto, consciente de la división de su mente, abusa de ella y la explota para afianzarse en creencias que sabe que no tiene buenas razones para sostener.
El problema aquí es que, en el caso de la autotrascendencia epistémica, la situación no es muy diferente. Recordemos que tanto la autotrascendencia como la autocorrupción epistémicas partían del deseo de adoptar o rechazar creencias. En ambos supuestos, el sujeto se autoexponía voluntariamente a ciertas situaciones con la intención de que éstas dieran lugar a estados psicológicos que a su vez causaran la adopción o el abandono de ciertas creencias. Y, en ambos casos, los estados psicológicos que se espera causen las creencias no son razones para ellas. La autotrascendencia, tal y como la hemos caracterizado, no es un deseo de creer centrado en la verdad como el primero de los de Williams. En éste, el deseo del padre del náufrago de creer que su hijo está vivo sólo puede hallar satisfacción si las causas que producen tal creencia son también razones para ella.
Pero, por definición, en la autotrascendencia el sujeto se autoinduce la creencia a través de causas que no son razones. El caso del padre del náufrago no es pues un ejemplo de autotrascendencia. ¿Hemos de concluir que, en el caso de la autotrascendencia, el deseo de modificar las propias creencias es un deseo no centrado en la verdad? Si así fuera, no parece que podamos atribuirle una racionalidad mayor que al padre que acude al hipnotizador para que le provoque artificialmente la creencia de que su hijo está vivo. Mucho menos que pueda ser elevado por nadie a la categoría, nada menos, de "esencia misma de la racionalidad" y "fuente de la libertad".
Lo que hemos llamado autotrascendencia, como algo no sólo distinto, sino opuesto epistémica y éticamente a la autocorrupción, tiene que involucrar de algún modo, la verdad de la creencia deseada. En caso contrario, es decir, si la verdad de la creencia no está implicada de alguna manera en la motivación del deseo de creerla, no puede establecerse la diferencia entre autotrascendencia y autocorrupción. A lo sumo, la autotrascendencia sería un término pomposo para formas benignas de autoengaño. Sería, en el mejor de los casos, merecedora de cierta comprensión condescendiente, pero en modo alguno se trataría de una racionalidad de segundo grado merecedora de especial estima. La voluntad de creer de la autotrascendencia tiene que estar acompañada de una voluntad de racionalidad, es decir, del deseo de tener sólo creencias para las que haya buenas razones.

5. La paradoja de la autotrascendencia

Llegamos aquí a la principal dificultad que plantea la autotrascendencia: que en ella se reproduce, a otro nivel, la paradoja de la irracionalidad. La autotrascencencia implica que hay una creencia que el sujeto desea tener, y este deseo tiene que estar de alguna manera centrado en la verdad. Esto plantea la pregunta de qué razones puede tener el sujeto para desear tener la creencia.7 Si el sujeto carece de razones que justifiquen la creencia, su comportamiento sería, no un ejercicio de metarracionalidad, sino de metairracionalidad: se trataría del intento de autoinducirse causalmente, y no por razones, una creencia para la que no se tienen razones (sería un caso de autocorrupción). Pero si el sujeto sí tiene razones que justifican la creencia, entonces ya tiene la creencia y no necesita inducírsela. Es decir, si el sujeto no cree racionalmente que p pero se autoinduce no racionalmente la creencia de que p, estaríamos ante un autoengaño planificado; si el sujeto tiene razones para creer que p, no necesita autoinducirse la creencia de que p de un modo puramente causal, no necesita autotrascenderse.

6. Ideas y creencias

Esto sugiere que, para que tenga sentido hablar de autotrascendencia, en lugar de, o bien autoengaño planificado (en el mejor de los casos, benigno) o bien, simplemente, objetividad, tiene que haber un sentido en el que el sujeto crea lo que desea creer y un sentido en el que no lo crea. Para expresar esta diferencia entre estos dos sentidos, o dos formas de creencia, recurriré a la distinción orteguiana entre ideas y creencias.
José Ortega y Gasset contraponía lo que él llamaba creencias a lo que él llamaba ideas (o ideas-ocurrencias). Las ideas son las opiniones que tenemos o que nos formamos, el conjunto de opiniones y normas de conducta que sostenemos o defendemos. Las creencias son aquello con lo que contamos, el trasfondo de supuestos no formulados que, más que justificar, dan sentido a nuestras ideas. En palabras de Ortega, "en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero es la creencia quien nos tiene y sostiene a nosotros" (Ortega, 1940, p. 384).8
La visión de la autotrascendencia que propongo, basada en estas nociones, es la siguiente. Un sujeto, y especialmente un sujeto racional y crítico, puede experimentar un conflicto entre sus ideas y sus creencias. Puede tener pautas de comportamiento, formular espontáneamente juicios o realizar inferencias que sólo tienen sentido si se le atribuye una determinada creencia de trasfondo. Al mismo tiempo, puede estar sinceramente convencido de que esa creencia es falsa, y tener para ello razones que considera buenas. En el lenguaje orteguiano, esta persona viviría en una creencia que no sostiene.
Imaginemos, por ejemplo, que un sujeto tiende a adoptar una actitud de desconfianza ante los miembros de un determinado grupo social y que esa actitud sólo se explica si se le atribuye la creencia de que los miembros de ese grupo son personas en general deshonestas. No obstante, este mismo sujeto puede tener la opinión de que las personas de ese grupo no son más deshonestas que el resto. Por ejemplo, si se le preguntara si opina que las personas de ese grupo son más deshonestas que la media, contestaría sinceramente que no, y además estaría en condiciones de producir buenos argumentos en defensa de su respuesta, de dar razones a la vez buenas y sinceras que la justifican.
Esta posible situación, que es cualquier cosa menos rara, no es un caso de hipocresía (suponemos que el sujeto es sincero cuando afirma que no opina que los miembros de ese grupo son deshonestos). Pero tampoco es sin más una contradicción entre dos ideas, puesto que es demasiado flagrante para ser sostenida por un sujeto mínimamente racional (y suponemos que el sujeto en cuestión lo es). La manera de hacer inteligible esta situación tan familiar es, a la manera davidsoniana, atribuir al sujeto una mente dividida. Pero esta división no se produce entre, por así decirlo, dos compartimentos de sus ideas, sino entre una parte de sus creencias y algunas de sus ideas.
En este punto, hay dos situaciones posibles. La primera es que el sujeto permanezca inconsciente de la contradicción entre sus ideas y sus creencias. La segunda, que es la que nos interesa, es que el sujeto perciba esta contradicción. En este segundo caso, salvo que se trate de un cínico (y supondremos también que no lo es), el sujeto se formará una mala opinión sobre su creencia, que percibirá como un prejuicio que no desea tener y que además da lugar a comportamientos suyos con los que no se siente moralmente reconciliado. El problema es que al sujeto no le basta con autoconvencerse de que los miembros de ese grupo social no son particularmente deshonestos. Si eso bastara, el problema no se daría, porque en realidad ya está convencido de ello. No se trata pues de elaborar un buen razonamiento que refute su prejuicio, porque, para el sujeto, el prejuicio está ya refutado.
Tenemos, por lo tanto, una creencia activa, que influye en los juicios, razonamientos y comportamientos del sujeto, pero que es contradictoria con ideas suyas basadas en buenas razones. La salida de esta situación, en consecuencia, exige el tipo de reacción que hemos denominado autotrascendencia. Es decir, no el autoconvencimiento de la falsedad de la creencia por medio de razones (el sujeto ya está convencido de ello), sino la modificación de sus creencias tratando de provocar estados psicológicos que tiendan a causar la creencia contraria. O, más exactamente, que tiendan a convertir en creencia lo que para él es sólo una idea inerte. En el caso que nos ocupa, son muchas las maneras en que el sujeto puede hacer esto. Puede, por ejemplo, frecuentar más a miembros de ese grupo social o intimar más con los que ya frecuenta; evitar la compañía de personas hostiles a ese grupo; implicarse en organizaciones dedicadas a combatir ese tipo de discriminación y escuchar el testimonio de sus víctimas; leer literatura o escuchar música de autores de ese grupo social, etc. Nada de ello, repito, le va a convencer de nada de lo que no esté convencido, pero sí hará que ese convencimiento deje de ser una opinión verdadera y racional pero inerte y pase a ser una creencia arraigada y activa, en lenguaje orteguiano, una creencia en la que vive y no sólo una idea que sostiene.
Imaginemos ahora otro caso. Supongamos que una persona está absolutamente convencida, y por razones que le parecen buenas, de que está en la obligación moral de contribuir al exterminio de un grupo social. Por otro lado, siente una repugnancia instintiva ante semejante acción, a la que no puede evitar ver como una salvajada. Ante este dilema, opta por dejarse llevar por su rechazo a matar a esas personas y se abstiene de colaborar en el exterminio. Con ello, contradice unas ideas según las cuales el exterminio es una obligación moral, a pesar de que esas ideas son las suyas. El candidato a genocida no ha refutado con razones de ninguna clase la opinión de que su deber es colaborar en el exterminio. Sí ha decidido dejarla en suspenso, convertirla en una idea inerte. Para superar esta escisión entre sus creencias y sus ideas, el sujeto puede intentar provocar estados psicológicos que tiendan a causar el distanciamiento, la duda, el escepticismo o el rechazo a esas ideas. Por ejemplo, frecuenta personas con ideas opuestas a las suyas, lee libros y periódicos contrarios a ellas, ve películas inspiradas en ideas contrarias, fija su atención en rasgos negativos de la gente que defiende sus ideas, etc. Es decir, se somete a sí mismo a una especie de lavado de cerebro. La conciliación entre ideas y creencias, si finalmente se produce, será el resultado de la adopción de ideas diferentes basadas en razones. Pero la decisión de considerar las propias ideas "refutadas" por intuiciones no teóricas ni razonadas es anterior y, habitualmente, condición de posibilidad de la búsqueda de razones contra ellas.
En las dos situaciones descritas, el sujeto se autotrasciende, es decir, emprende el tipo de autocrítica y autosuperación que Davidson considera "la esencia misma de la racionalidad y la fuente de la libertad". Pero lo hace en direcciones opuestas. El primero se esfuerza por provocar causalmente estados psicológicos que debiliten unas creencias que le resultan indeseables y le induzcan otras creencias que se adecuen a sus ideas. En el segundo caso, el sujeto se siente incómodo con sus ideas, precisamente porque contradicen sus creencias. En este caso, la percepción del conflicto adopta la forma de la desconfianza o incluso temor hacia algunas de las ideas y los argumentos en los que éstas se basan, a pesar de que se piense que las opiniones son verdaderas y las razones que la apoyan son buenas. La autotrascendencia aquí consistiría en un "instalarse" voluntariamente en las propias creencias, es decir, en evitar alterar el tipo de juicios, razonamientos y comportamientos que el sujeto tiende a realizar espontánea e irreflexivamente, al tiempo que se decide "poner entre paréntesis" las ideas que las contradicen.

7. Conclusión

La visión de la autotrascendencia que he esbozado se basa, por un lado, en la idea davidsoniana de la división de la mente y, por otro, en la dimensión experiencial de las creencias que he tratado de ilustrar apoyándome en la distinción orteguiana entre ideas y creencias. Esta visión nos permite dar un sentido coherente a la idea de una intervención de la voluntad en la formación de las creencias (en el sentido amplio, no en el orteguiano) que no se reduzca a la búsqueda de la objetividad y que pueda ser reivindicada como racional, e incluso como particularmente valiosa.
El tipo de intervención de la voluntad que hemos venido llamando autotrascendencia es lo que nos permite evitar instalarnos en creencias arraigadas no basadas en razones. Es decir, se trata de la decisión de no adoptar como razones lo que no son sino excusas (el "me educaron así", "tuve tales experiencias que me marcaron", "soy así"). En sentido opuesto, es lo que nos permite evitar que nuestra humanidad sea secuestrada por doctrinas dogmáticas. En última instancia, lo que subyace a la autotrascendencia es la autopercepción como un sujeto dividido y el intento, necesariamente incompleto, de ser un sujeto único. Lo que implica que, en nuestro conocimiento del mundo, el autoconocimiento desempeña un papel esencial.
No obstante, la autotrascendencia tiene un "lado oscuro": lo que, con Davidson, hemos llamado autocorrupción. Cada conflicto entre ideas y creencias puede intentar resolverse de dos maneras: tratando de adecuar las ideas a las creencias o, al contrario, tratando de adecuar las creencias a las ideas. Los dos ejemplos que he puesto son susceptibles de la "solución" opuesta. El genocida potencial puede tratar de superar sus escrúpulos espontáneos a base de imbuirse más de las ideas que le llevan a cometer el crimen y tratar de insensibilizarse ante el sufrimiento de sus víctimas, de verlas como seres infrahumanos, como culpables que reciben un castigo proporcionado o como responsables de su propia situación. La persona prejuiciosa puede optar por instalarse en sus creencias prejuiciosas y tratar de desprenderse de sus ideas igualitarias.
En consecuencia, la capacidad de tener deseos de segundo orden sobre nuestros deseos, gustos, hábitos o creencias es lo que hace posibles tanto la autocrítica y la autosuperación como el dogmatismo y la autodegradación. Lo que nos lleva a la inquietante conclusión de que la condición de posibilidad de la racionalidad y la libertad es la misma que la de la irracionalidad y la alienación, como también lo son los mecanismos de unas y otras.
El único indicio fiable que se me ocurre para distinguir la autotrascendencia frente a la autocorrupción es fenomenológico: la autotrascendencia, al contrario que la autocorrupción, sencillamente, no resulta agradable, no genera, de manera inmediata, ni bienestar ni buena conciencia. Como dice Nietzsche:

¿Es que la salvación, la bienaventuranza, o, por decirlo con una palabra más técnica, el placer constituye una prueba de la verdad? Casi se podría decir que lo que prueba es lo contrario, pues cuando nos preguntamos "¿qué es la verdad?", interviniendo en nuestro interrogante sentimientos de placer, nos sentimos inducidos a sospechar grandemente respecto a la "verdad". La prueba del "placer" es una prueba de placer, una prueba agradable, y nada más. ¿En base a qué cabe establecer que los juicios verdaderos, por el hecho de serlo, producen más placer que los falsos y que, en virtud de una armonía preestablecida, reportan necesariamente sentimientos agradables?
La experiencia de todos los espíritus profundamente serios enseña lo contrario. Cualquier avance en el camino de la verdad se ha tenido que llevar a cabo mediante una lucha, en la que ha habido que entregar casi todo aquello a lo que se adhiere nuestra vida. Para ello, se necesita una grandeza de alma, ya que servir a la verdad constituye el más duro de los servicios. Porque ¿qué significa ser honrado en las cosas del espíritu? Significa ser inflexible con nuestro propio corazón, desdeñar los "bellos sentimientos", convertir en un caso de conciencia toda afirmación y toda negación. La fe salva, luego es falsa. (Nietzsche, El Anticristo, § 50)9



Notas

1 De lo anterior no se sigue ni mucho menos que todo tipo de intervención de la voluntad en la formación de las creencias sea una patología epistémica. Es obvio que los deseos e intereses intervienen necesaria y legítimamente en la adquisición de conocimiento. Y no sólo determinando el objeto del estudio, la reflexión o la investigación. También determinando las tesis que se va a intentar argumentar o probar. Lo único que se excluye por incompatible con su propia percepción es la intervención de la voluntad, los deseos o los intereses como parte de la justificación de las creencias. Una posible objeción a lo anterior es que, puesto que (1) es una contradicción pragmática, lo que sucedería no es que el sujeto cree que p por motivos irracionales, sino que en realidad no cree que p. Esto es cierto, pero no demuestra que el sujeto no pueda tener una creencia porque desea creerla, sino que es imposible que tenga una creencia porque desea tenerla y ser consciente de ello. Puede considerarse que el tener razones adecuadas para creer que p es un requisito para creer que p y que, por lo tanto, lo que sucede es que el sujeto cree tener una creencia que no tiene. Posiblemente hay situaciones cuya descripción más adecuada sea ésa, pero generalizarlo a todos los casos llevaría a la conclusión de que las creencias no basadas en razones legítimas no son creencias que uno tiene, sino, a lo sumo, creencias que uno cree tener. Y esto me parece una restricción demasiado arbitraria del uso del término "creencia".

2 Los textos de Davidson sobre la irracionalidad son Davidson, 1982, 1985, 1986 y 1997.

3 Habría que añadir los que, siendo razones, no actúan como causas.

4 O que un estado psicológico del sujeto que es una razón no actúe como causa.

5 Véase el ejemplo de Davidson del jardinero (Davidson, 1982, p. 181).

6 Distinto es el caso de la apelación a razones que parecen malas al propio sujeto. En este supuesto, diríamos que el sujeto no actúa realmente por dichas razones. Alo sumo, afirma actuar por ellas, en cuyo caso la justificación de su acción puede calificarse de hipócrita (si lo que hace es lo que en inglés se denomina "to give the right reason"). Pero la hipocresía de su justificación (de las razones que ofrece para su acción) no convierte per se la acción misma en irracional. Es más, del mismo modo que, como afirmaba Voltaire, la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, la argumentación hipócrita es un homenaje que la irracionalidad rinde a la razón, en el sentido de que el que argumenta hipócritamente al menos reconoce el espacio de las razones como el legítimo para la toma de decisiones.

7 Dos respuestas típicas a esta pregunta son las de que la creencia en cuestión te hace más feliz, o te incita a llevar una vida más decente. Pienso que estos planteamien tos, o bien son imposibles por pragmáticamente paradójicos, o bien, si lo fueran, conducirían a la desintegración del mundo real y la paranoia de que habla Williams. Pero, aunque, en aras del argumento, aceptáramos su posibilidad, estos planteamientos no darían cuenta de la autotrascendencia, sino que la reducirían al autoengaño.

8 Una noción equivalente en lo fundamental al concepto orteguiano de creencia es, en la tradición analítica, la tesis del trasfondo de John Searle (cf. p.e. el capítulo 5 de Searle, 1983). Obsérvese que el término "creencia" en Ortega es menos amplio que en Davidson; éste último comprendería tanto las creencias como las ideas en sentido orteguiano.

9 Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación "El papel de la voluntad en las creencias y juicios de gusto", financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia de España (BFF2003-08335-C03-02). Versiones previas fueron leídas, en noviembre de 2005, en el Coloquio en homenaje a Donald Davidson celebrado en Montevideo (organizado por Carlos Caorsi) y en la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico (Buenos Aires) y, en enero de 2006, en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). El texto final debe mucho a las observaciones de los participantes en estos tres actos.

Bibliografía

1. Cavell, M., 1999: "Reason and the Gardener", en Hahn, L.E. (ed.), The Philosophy of Donald Davidson, Open Court, Chicago y La Salle.
2. Davidson, D., 1982: "Paradoxes of Irrationalty", en Wollheim y Hopkins (eds.), Philosophical Essays on Freud, Cambridge U.P.; reimp. en Davidson, 2004.
3. Davidson, D., 1985: "Incoherence and Irrationality", Dialectica, 39; reimp. en Davidson, 2004.
4. Davidson, D., 1986: "Deception and Division", en Elster (ed.), The Multiple Self, Cambridge U.P.; reimp. en Davidson, 2004.
5. Davidson, D., 1997: "Who is Fooled?", en Dupuy (ed.), Self-Deception and Paradoxes of Irrationality, CSLI, Stanford; reimp. en Davidson, 2004.
6. Davidson, D., 2004: Problems of Rationality, Clarendon Press, Oxford.
7. Nietzsche, F., El Anticristo (Maldición sobre el cristianismo), Alianza, Madrid, 2001.
8. Ortega y Gasset, J., 1940: "Ideas y creencias", en Obras Completas V, Revista de Occidente, Madrid, 1947.
9. Searle, J., 1983: Intentionality. An Essay in the Philosophy of Mind, Cambridge, Cambridge University Press.
10. Williams, B., 1970: "Deciding to Believe", en Kiefer y Munitz (eds.), Language, Beliefs and Metaphysics, State of New York Press, Albany; reimp. en Williams, B., Problems of the Self, Philosophical Papers 1956-1972, Cambridge U.P., 1973.




HERNANDEZ IGLESIAS, Manuel. La voluntad de no creer. Anal. filos. [online]. 2007, vol.27, n.1 [cited 2011-08-26], pp. 5-22 . Available from: . ISSN 1851-9636


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sábado, 13 de agosto de 2011

Verdad, belleza e inspiración: tres notas para una filosofía poética en Adán Buenosayres

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por Elena Calderón de Cuervo
Universidad Nacional de Cuyo


Deslindes preliminares


En rigor, una teoría de la poesía debiera comenzar por un examen prolijo del acto concreto mediante el cual el hombre crea, a partir del universo del que es parte, una imagen “poética”, es decir, que supere el ámbito de lo meramente aparente. Esta exigencia parece acentuarse toda vez que por crear entendemos aquí el acto de recuperar una armonía ideal preexistente hasta en los más aparentemente insignificantes detalles de la naturaleza creada. Si esto es así, la poesía estaría estrechamente ligada a la causa misma de la Creación, en cuyo seno más recóndito hallamos la participación, la íntima necesidad del diálogo. Bajo estas coordenadas, una teoría de la poesía reclamaría, entonces, una estética del poeta y de la recepción. Pues la intensidad del circuito poético corresponde, en el primero, a una disposición espiritual capaz de un esfuerzo tan sutil como intenso: la poesía requiere una reducción del campo real análoga al estrechamiento de conciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto modo, el poeta procede como un obseso. Por algo, la imagen y su recurrencia -literariamente, su debida recurrencia- pertenecen al alma de la poesía. Desde el punto de vista de la recepción, la poesía es un acto riguroso de contemplación: acción artística por excelencia un poema es, desde esta perspectiva, operación estricta del alma, atención, si se quiere, al “estado puro”. La menor desviación pone en peligro la imagen, que es, a su vez, el sentido y el efecto del poema. Más que a asombrarnos, un poema tiende a conmovernos y, estilísticamente, el poeta es un virtuoso: su tour de force consiste en convertir lo “invisible” en un lenguaje.
De acuerdo con esto preliminares, nuestro trabajo significa una referencia precisa al Capítulo I del Libro Cuarto del Adán Buenosayres, conocido como el episodio de “La glorieta de Ciro”1.
Fuertemente abroquelado en un pensamiento que reúne, sin mayores conflictos, una concepción de la belleza de matriz platónica con la filosofía poética de Aristóteles, Marechal desarrolla allí tres conceptos correlativos para una teoría del arte: la primer correlación une la verdad con la belleza: siempre que hay belleza hay verdad y razón, es decir, orden en este sentido; la segunda correlación establece las pautas de la analogía poética, esencialmente metafórica pero que supera el sentido aparente de las cosas, y la tercer correlación intenta una descripción de la inspiración como un descenso basado en cierta posibilidad del arte de bucear la esencialidad de las realidades creadas.
No es fácil entrar en el examen separado de cada uno de estos conceptos, pues lo cierto es que unos y otros se hallan recíprocamente implicados. Así, las relaciones entre verdad y realidad, como entre forma o idea e inspiración, constituyen los vínculos graduales del sentido que apuntan a captar la belleza, en tanto que causa final de la poesía y esplendor de su forma. Por lo demás, la tesis de Marechal del “ascenso” -ya expuesta en su Descenso y ascenso del alma por la Belleza, la única puntualmente discutible desde una perspectiva rigurosamente aristotélica- se encuentra ligada a un concepto netamente platónico de la “Idea” y desborda el sentido de la contemplación al plano de una especie de anagogía estética.
La sintética exposición de estos principios será la ocasión para proponer una lectura posible de la novela, que en función de esta concepción marechaliana del arte, justifique tanto la estructura narrativa de la obra como la significación más profunda de su personaje central.

Verdad y Belleza

La reunión en la Glorieta de Ciro Rossini, en la que doce comensales en avanzado estado de ebriedad se ponen a hablar de arte y belleza, se ubica en el centro estructural de la novela, cuando Adán ha alcanzado el punto límite de su dispersión en esa “noche absurda” de su alma. Este episodio se produce luego que Solveig, la terrestre, ha rechazado leer el “Cuaderno de tapas azules” y Adán, en un profundo estado de abatimiento, junto con Tesler y otros amigos (entre ellos están Schultze, Luis Pereda, Franky Amundsen y el petizo Bernini) peregrina por los arrabales de la ciudad sin más destino aparente que la búsqueda de sí mismo. En lo de Ciro se encuentran con una serie de personajes: el Payador Tissone, exponente de la tradición folclórica nacional; el trío Los Bohemios, representantes de la creación vanguardista del arrabal y el anarquista Príncipe Azul con su indeclinable opción por “las masas proletarias”. Por medio de una serie de isotopías que prefiguran un banquete platónico “a la argentina”, sin omitir la discusión cabalística sobre el número de comensales y la enumeración caótica de las diversas especies que componen una “gigantesca parrillada mixta”, Adán lanza la primera proposición:

-¡Bravo!- exclamó Adán- ¡Muy verdadero, Príncipe, muy exacto! Pero vea: el arte no se propone lo verdadero, en tanto que verdadero, sino en tanto que hermoso! (p. 298).

Con esta frase, Marechal deja asociados de manera indeclinable tres conceptos esenciales en su filosofía poética: la Verdad en cuanto Realidad y la Belleza.
No vamos a entrar en análisis de las fuentes puntuales del concepto de Verdad y Belleza en Marechal lo que implicaría salir del marco escueto de este ensayo. Por otra parte la crítica ha sido abundante y suficientemente clara en este sentido2. Pero conviene señalar que nos hemos restringido a establecer una serie de conclusiones que tienen como textos de referencia tanto el Descenso y ascenso... como el “Cuaderno de tapas azules”.
Es evidente que la sentencia de Adán parte de la afirmación de Platón, quien en El Banquete, La República, el Fedón y el Teeteo sostiene que la primera de todas las ideas es la de Belleza y la de Bien3, y es tan constante la ambivalencia que se establece entre ambos conceptos que podría afirmarse que lo bueno es, en cuanto conveniente, apetecible por ser bello, a la vez que la belleza es apetecible por conveniente. La belleza, de este modo, es aquello por lo cual se despierta el amor, como consta en el Fedro, siendo el amor el motor de cuanto existe y actúa. Un amor desinteresado y absoluto que sólo pretende la belleza en cuanto tal y su fruición absoluta y que, en consecuencia, es, a la vez, bueno y conveniente para nosotros, porque nos convierte en éticamente bellos de forma terminal y conclusa. Por lo demás, si el hombre tiende a la Verdad, a la Justicia, a la Sabiduría, es precisamente porque todas ellas son radicalmente bellas y, en consecuencia, despiertan el amor. No otra cosa es la filosofía, sino un amor a la verdad bella: “Pues es la sabiduría una de las cosas más bellas y el amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el amor sea filosófico”4.
Más aún, en el Fedro, Platón concluye que la filosofía es la consecuencia inmediata del enamoramiento por la belleza, de modo que el hombre, con ella, con la belleza y su amor, oriente simplemente su vida “hacia el amor y los discursos filosóficos”5. Así, la belleza ha sobrepasado el horizonte estético de las cosas bellas, para instalarse en el centro mismo de la ocupación y preocupación del hombre: la belleza es la máxima aspiración del mundo y del hombre en todos sus actos, a la cual es arrastrado por la fuerza del amor, el efecto inmediato de la belleza. El arte, entonces, como la filosofía, aparecen no como procesos racionales y dialécticos, sino movidos por una auténtica pasión radical, enamoramiento y seducción, provocados por la belleza y el amor que ésta desencadena, que apunta, al final, a la unión del pensamiento con la Idea, a la cual Belleza y Amor están unidos indefectiblemente.
Ahora bien, esta belleza en sí, absoluta y terminal, presenta en Platón como en Marechal una serie de características que son imprescindibles para entender en adelante su concepción del arte a la vez que ciertas aporías que nos conducirán, finalmente, a una relectura de la novela. Porque esta belleza absoluta no es nada que se refiera al espacio y al tiempo, carece de figura y de color, de sonido, de palabras, en fin, de materialidad: es la belleza sin más: simple, eterna, terminal. Según esto, la belleza en sí escapa al orden sensible, más aún, constituye la última referencialidad cerrada en sí misma, puesto que es en autón. Dice, en suma Platón en el Fedro entablando la relación de Belleza con la Verdad “es la realidad que verdaderamente es, sin color, sin forma, impalpable, que sólo puede ser contemplada por la inteligencia, piloto del alma”6.

La analogía metafórica

Marechal distingue lo que es la experiencia de la belleza en sí de lo que es la experiencia artística: y si la experiencia de lo bello es el resultado del acto sublime de la contemplación, a la labor fatigosa de unir el sentido disperso de las realidades sensibles corresponde el sudor del artista:

Nómbreme, por ejemplo, dos cosas que nada tengan que ver entre sí, y asócielas mediante un vínculo que sabemos imposible en la realidad. De primera intención, en esos dos nombres la inteligencia ve dos formas reales, bien conocidas por ella. Luego viene su asombro al verlas asociadas por un vínculo que no tienen en el mundo real. Pero la inteligencia no es un mero cambalache de formas aprehendidas, sino un laboratorio que las trabaja, las relaciona entre sí, las libra en cierto modo de la limitación en que viven y les restituye una sombra, siquiera, de la unidad que tienen en el Intelecto Divino. Por eso la inteligencia, después de admitir que la relación establecida entre las dos cosas es absurda en el sentido literal, no tarda en hallarle alguna razón o correspondencia en el sentido alegórico, simbólico, moral, anagógico (p. 301).

Con esta afirmación deja fundadas dos principios básicos: el primero es que la inteligencia con que el poeta penetra las cosas no es la misma que la del científico; el segundo es que los lazos de unión entre las cosas, a pesar de que no surgen de la imaginación del poeta sino que están implícitos en la misma naturaleza creada, pertenecen a un orden supranatural: ya sea alegórico, simbólico, moral, anagógico...

¿No puedo acaso, por metáfora, darle forma de chaleco a la melancolía, ya que tantos otros le han atribuido la forma de un velo, o de un tul o de un manto cualquiera? Y, ejerciendo en el alma cierta función purgativa, ¿qué tiene de raro si yo le doy a la melancolía el calificativo de laxante? Además, y haciendo uso de la prosopopeya, bien puedo asignarle un gesto humano, como la carcajada, entendiendo que la hilaridad de la melancolía no es otra cosa que su muerte, o su canto del cisne. Y en lo que se refiere a los ombligos lujosamente decorados, cabe una interpretación literal bastante realista (p. 300).

Cuando la analogía sube al acto mismo de la creación artística, Adán admite que el poeta “no es un creador en sentido absoluto”, ya que está obligado a trabajar con “formas dadas”: “Jugar con las formas, arrancarlas de su límite natural y darles milagrosamente otro destino, eso es la poesía” (p. 302).
“Creación absoluta” es la que se hace de la nada, “Y sólo el Artífice Divino puede crear absolutamente”. Con la intervención de Pereda aparece la noción de imitación de la naturaleza, como definición propia del arte según Aristóteles, a lo que Adán añade que el significado que la palabra “natura” tiene en Aristóteles no es el mismo que tiene para Luis Pereda y “otros naturistas ingenuos”:

Para el viejo Aristóteles, la natura del pájaro no es el pájaro de carne y hueso, como se cree ahora, sino la “esencia” del pájaro, su número creador, la cifra universal, abstracta y sólo inteligible que, actuando sobre la materia, construye un pájaro individual, concreto y sensible (p. 305).

Considera, junto con Aristóteles, que la creación poética tiene un sentido análogo al del acto creador de Dios, pero, en tanto que Dios crea de la nada y en su acto creador va incluida la materia y la forma que constituyen la realidad concreta con toda su fuerza óntica, el hombre, el poeta, parte de las cosas creadas en afán de penetrar con su inteligencia aquella formalidad que da a las cosas su entidad propia: “al imitar el pájaro en su forma, el artista no crea ‘un pájaro’ sino ‘el pájaro’ con un granito de la plenitud maravillosa que tiene el pájaro en la Inteligencia divina” (p. 306). En este sentido concluye Adán que

[...] el título de imitador conviene al poeta, en cuanto al material con que trabaja, es decir, en cuanto a las forma o números ontológicos que no ha inventado él, sino Dios. Pero también le conviene, y con mayor exactitud, en cuanto a su modus operandi y a su gesto creador. Todo artista es un imitador del Verbo Divino que ha creado el universo; y el poeta es el más fiel de sus imitadores, porque, a la manera del Verbo, crea “nombrando” (p. 307).

Ahora bien, el punto más enigmático de esta analogía del acto creador aparece cuando el poeta parte de su propia realidad entitativa como objeto de su penetración intelectiva, es decir, en afán de construir “mi” propia metáfora:

[...] porque si el modo creador del poeta es análogo al modo creador del Verbo, el poeta, estudiándose a sí mismo en el momento de la creación, puede alcanzar la más exacta de las cosmogonías (p. 307).

Y concluye este enigmático pasaje afirmado casi en éxtasis: “¡yo he mirado en el fondo de mí mismo!” (p. 307).

La inspiración

En un momento dado, ya sea porque recibe un soplo divino, ya porque, ante la hermosura creada, siente despertar en sí una entrañable reminiscencia de la hermosura infinita, el poeta se ve asaltado por una ola musical que lo invade todo, hasta la plenitud, a semejanza del aire que llena los pulmones en el movimiento respiratorio (p. 308).
Acá distingue Marechal dos especies dentro de la belleza: la belleza creada, sensible, que no es un valor autónomo ni se agota en el éxtasis de un instante: que es orden, ritmo, proporción, simetría y, en calidad de tal, reflejo de la forma esencial, reflejo de la idea, a pesar de no ser la Idea. Esta belleza desempeña en el alma poética que sabe leer el mensaje de las apariencias, únicamente una labor iniciadora, inspiradora, conduce a la Idea que es la Belleza en sí y condición primera de la belleza sensible, aquella de la que decíamos que no es ni color, ni línea, ni voz, ni sonido, sino desnuda y simple inteligibilidad que se contempla en el silencio. La belleza de la creación atrae, inspira, llena el alma del poeta, pero para penetrar la esencialidad de ese caos de sensaciones y expresar el encantamiento que provoca el poeta sufre dos caídas: la primera es la inmersión en la dispersión de las realidades tangibles: si se va a cantar al pájaro y a la rosa habrá que abandonar la universalidad del asunto para encontrar en las cosas que existen esas relaciones sutiles, caprichosas, contingentes, accidentales que nos hablan de un orden ideal superior. La segunda caída es el recurso a la materia que el poeta debe usar para manifestar ese canto que vibra en su alma, con un valor universal y eterno, pero que necesita encarnarse en sonidos, en palabras, en imágenes. En estas dos caídas Marechal ve una merma del estro poético porque de una manera, aún velada en la novela, nuestro autor supone que la Idea es superior en plenitud a la realidad concreta porque en ella participa la Belleza en sí y que la creación implica, en su ajuste a lo material, una caída, “un descenso que la necesidad creadora impone al artista”.
La misión de la forma y del sonido es la de conducir a lo que no tiene sonido ni forma; pero el movimiento ascendente no pertenece a la apariencia como tal, al poema concluido, sino al impulso íntimo del alma iluminada que contempla. El alma puede detenerse ante la belleza sensible como ante una barrera infranqueable; y puede trascenderla impulsada por una exigencia metafísica: “Quiero significar un descenso que la necesidad creadora impone al artista: un descenso sin el cual no sería él un creador, precisamente, sino un contemplador” (p. 312).
Conclusiones: el homologado
Los siete libros que configuran el Adán Buenosayres se estructuran, tanto a nivel de la materia narrativa, como de los personajes y del imaginario poético, en función de un constante paralelismo de oposiciones conceptuales: así, la novela atiende tanto al recuento prolijo de las peripecias de los personajes individualizados en una realidad concreta, como al salto idealizado de esa realidad, en un juego pendular entre lo concreto y lo abstracto, entre lo particular y lo universal, entre el Uno y la dispersión. A las estaciones del año corresponden estaciones del alma, al viaje de ida en la dispersión del día, el viaje de vuelta en la soledad de la noche; al ascenso y la luz, el descenso y la oscuridad; a lo arcano y sublime, lo inmanente y profano tejido en los diálogos de ese caótico grupo de peregrinos; a una Buenos Aires visible, una Buenos Aires invisible; a una Solveig terrestre, una Solveig celeste7. A esa constante bimembración de campos opuestos, corresponde una estructura narrativa cronológicamente fracturada, suficientemente señalada por la crítica8. Lo que da unidad a la obra es, evidentemente, el personaje de Adán Buensoayres.
Pero ¿qué dimensión concreta adquiere este personaje, en el perfil total de la obra? Se erige como el sujeto poético en la voz de una primera persona agitada por los vaivenes de una espiritualidad obsesiva en los dos últimos libros que se transfieren, al final de la novela, en calidad de testamento; es el personaje evocado de una historia inconclusa narrada por L.M. en sus cinco libros, quien comienza señalando que Adán “está herido de muerte”, y que “su agonía es la hebra sutil que irá hilvanando” el relato. Es, en el “Prólogo indispensable”, el enigmático contenido de un “modesto ataúd”, “cuya levedad” es tanta, que parece ser, “no la vencida carne de un hombre muerto, sino la materia sutil de un poema concluido” (p. 9). Así, en una lectura retrospectiva, Adán va sufriendo en su propia realidad, las transformaciones señaladas en su teoría poética: a la búsqueda de la belleza creada y el despertar del amor en la idealización de Solveig “la celeste” del “Cuaderno de Tapas Azules” sucede el descenso a Cacodelphia que concluye, abruptamente, en su encuentro final con el Cristo de la Mano Rota, rerpresentación de ese “granito de la plenitud maravillosa de la Inteligencia Divina” el cual, junto con “Aquella”, se constituyen en Verdad y Belleza: “obsesiones espirituales” del personaje y el misterioso motor de su marcha. Los cinco libros de L.M. se configuran, así leídos, como una écfrasis en función de la cual su autor, da, del personaje una imagen narrativa en progresiva desintegración, que alcanza su desrealización final y necesaria en la designación de “poema concluido” del “Prólogo indispensable”: el homologado.
Esta noción inconclusa, surge casi al final del banquete con la siguiente pregunta de Adán: “Eso es, la obra de arte. (suspirando aún) ¿Saben ustedes lo que es un ‘homologado’?” (p. 319).
Bernini termina la escena dando gritos e invitando a todos a escuchar el contrapunto entre el payador Tissone y Franky Amundsen y la pregunta queda en el aire, como prometiendo cobrar sentido en una nueva oportunidad. Adán resulta, entonces, el homologado del acto creador: él es, si se quiere, su propio poema.
¿Una novela escrita al revés?9. A nuestro juicio, no. Porque, bien mirado, es a partir del poema terminado que el arte se presenta para su contemplación. Si L.M. es el teknites, el artista creador que ha dispuesto las piezas del poema de manera tal que se revelen por sí solas, Adán es, en tanto que “poema concluido”, la esencialidad pura, la unión definitiva con la verdad, que carece de figura y de color, de sonido, de palabra, de cuerpo: la Idea absolutamente simple, carente de elementos analizables razón por la cual escapa por completo a ser aprehendido por la razón o la ciencia y que solamente es asequible noéticamente, intuitivamente, por aquel que esté en condiciones de realizar el acto supremo de la contemplación, es decir, por quien puede recuperar la significación profunda del poema propuesto y, a punto tal que por ese mismo acto se hace divino, como la Idea misma que contempla, siguiendo a Platón, es también divina ya que está implantada en el pensamiento de Dios. No nos parece descabellado suponer que el puesto de quien contempla, del theatés, capaz de reunir en un sólo acto las piezas inconexas de ese poema, no es otro que el mismo Leopoldo Marechal, ese “Alguien que mira...” tan sutil y recurrentemente señalado en la novela. Así, poeta, poema y contemplador son una tríada indisoluble que “homologa” a través del arte, la Trinidad Creadora , replegando el acto poético sobre su propia esencialidad entitativa y logrando, así, la “cosmogonía perfecta”.


NOTAS


1 Citaré por la siguiente edición: Leopoldo Marechal. Adán Buenosayres. Buenos Aires, Sudamericana, 1970. En adelante se indicará sólo el número de página.
2 Señalo particularmente el libro de Graciela Maturo. Marechal, el camino de la belleza. Buenos Aires, Biblos, 1999.
3 Cf. Joaquín Lomba Fuentes. “Ethos, Techne y Kalon en Platón”. En: Anuario filosófico de la Universidad de Navarra, nº 2, 1987, pp. 23-40.
4 Banquete, 203 a.
5 Idem, 247 b.
6 En este punto Schultze le plantea a Adán que si es posible ver en la Creación de Dios también una caída. La respuesta está eludida, a mi juicio, con la noción de Redención, que implicaría, así planteado el problema, un “perfeccionamiento” de la naturaleza creada en la gloria venidera, sin señalar que la gloria eterna supone un cambio de orden y no un perfeccionamiento en sí.
7 Elena Altuna, en un trabajo del que sólo manejo copia a máquina, insiste sobre esa constante dicotomía que organiza el planteo de la novela, toda vez que, como esta autora concentra su análisis en el Cuaderno de Tapas Azules, la referencia necesaria a los dos mundos del dualismo platónico hace obligatoria la repercusión de la dualidad constante en todo el cuerpo de la obra ( Los fieles de amor y Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal [s.e.], [s.f.]).
8 Después de Coulson, Navascués propone también una explicación “narratológica” de esta estructura “abierta” del Adán.
9 Sobre la ruptura de la cronología en la novela se han explayado varios autores -Coulson, Navascués- señalando modas literarias o recursos técnicos para provocar un ambiente determinado. Creo que para una novela tan estudiada como el Adán..., la ruptura de la linealidad temporal no podría haber sido concebida como un simple artificio técnico sino en función de una intención más profunda.


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"Golpe de calor"

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por Antonio Dal Masetto



a Raúl Santana



Después de la noche en que defendiera tan angustiosamente su cazuela de pulpo ante las oscuras intenciones de Pierre Fontenelle, apodado el Exorcista, el hombre no había vuelto a toparse ni con Pierre ni con el carpintero Romero. Hasta hoy, cuando ve al carpintero parado en la esquina, jugueteando con unas tuercas que va pasando de una mano a la otra. Romero ostenta una mirada maligna y las tuercas son de grueso calibre. Charlan un rato y el hombre se entera que Romero sigue enquistado en el hogar de la turcas y que cada noche, en aquella piecita de la terraza, va recibiendo ordenadamente los favores de las cuatro fogosas hijas del Levante.
Mientras escucha, el hombre deduce que la casa en cuestión debe quedar cerca, ya que ésta es la segunda vez que encuentra a Romero dando vueltas por el barrio y es sabido que nadie arriesgaría alejarse demasiado del lugar donde viven y lo aguardan cuatro fogosas hijas del Levante. De todos modos, como se vio, la dirección es algo difícil de conseguir y es probable que el paradero de la turca mayor y las tres turquitas siga permaneciendo un misterio para todos y para siempre.
O para casi todos. Porque resulta que hace exactamente dos días, alrededor de las once de la mañana, desde la terraza, Romero descubrió a un tipo parado en la vereda de enfrente, quieto bajo el sol, con un libro abierto y en actitud de orar más que de leer. De tanto en tanto el fulano levantaba la vista y miraba la casa. A Romero no le costó trabajo identificar a Pierre Fontenelle, fundamentalmente porque llevaba puesto el inconfundible sobretodo negro. Cómo llegó hasta ahí, a qué tortuosos recursos apeló para averiguar la dirección, es algo que jamás se sabrá. Después de media hora, un poco más, el Exorcista se fue. Regresó al día siguiente–ayer–, oró, mantuvo una guardia prolongada y partió.
Anoche, pensando y pensando, Romero recordó que cuando chico era insuperable en el arte de voltear pájaros a hondazos. Por lo tanto se fabricó una buena horqueta, consiguió dos tiras de goma, un pedazo de cuero y armó una sólida honda. Pasó por una obra en construcción , revolvió en una pila de canto rodado y se proveyó de un puñado de proyectiles bien contundentes.
Como era de prever, esta mañana, poco antes del mediodía, volvió a aparecer el Exorcista. Se detuvo en la vereda de enfrente, abrió el libro e inició su ceremonia. En la terraza, oculto detrás de unas macetas, Romero tomó puntería y disparó. Fue un impacto entre ceja y ceja. El Exorcista cayó hacia atrás y quedó desparramado en el suelo. Acudieron unas muJeres que regresaban del mercado, lo apantallaron con un diario y trataron de reanimarlo. Una de ellas golpeó en la casa de las turcas y pidió un vaso de agua Mientras tanto, las otras lo levantaron y lo ayudaron a cruzar la calle para sacarlo del sol. Apareció el vaso de agua, apareció una silla, el Exorcista entró al patio de la casa de las turcas y terminó sentado a la sombra de una parra. Una de las mujeres comentó que seguramente se trataba de un golpe de calor y que ese señor estaba excesivamente abrigado teniendo en cuenta los treinta y dos grados de temperatura.
El Exorcista tenía una expresión beatífica, pero seguramente no se debía al hecho de que se sintiera bien, sino a que el hondazo lo había dejado medio tonto Cuando consiguió hablar declaró, en tono profético haber sido tocado por un rayo, algo sobrenatural venido desde arriba, un impacto terrible, pero al mismo tiempo benéfico, porque había sido justamente esa luz lo que le había permitido franquear la puerta de la casa.
Después tomó café y una copita de licor. Repuesto, con una sonrisa de comprensión iluminándole la cara, relató una dudosa variante de la historia del Buen Samaritano . Ya era la hora de almorzar, las turcas lo invitaron amablemente a quedarse y el Exorcista aceptó. Bendijo la comida y seguidamente deslumbró a las dueñas de casa con abundantes citas en latín, inmediatamente traducidas, para gran regocijo de las cuatro turcas, que no paraban de llenarle el plato y la copa y se sentían evidentemente felices y honradas con la presencia de un huésped tan distinguido.
El que no se sentía feliz era Romero, que desde el otro extremo de la mesa elaboraba planes sumamente sórdidos. Llegaron al final del almuerzo y hubo más café y más licor y hacia el atardecer el Exorcista anunció que se retiraba, pero que volvería al día siguiente y aseguró una vez más que lo sucedido en la calle no había sido un accidente sino una señal auspiciosa, y nientras besaba a las damas en ambas mejillas les prometió que jamás las privaría de su apoyo espiritual.
Ni bien el Exorcista desapareció, Romero se dedicó a perfeccionar su honda y consiguió unas tuercas con las que se podría voltear un caballo. Son las mismas que va pasando de una mano a la otra, mientras explica que ya eligió un lugar estratégico donde interceptará la marcha del intruso hacia la casa de las turcas.
Ahí está, sopesando los proyectiles, en la esquina de Paraguay y Reconquista, el carpintero Romero, insuperable en el manejo de la honda, firmemente decidido a convertir a Pierre Fontenelle, el Exorcista, en una moderna versión del gigante Goliat.



de "Reventando Corbatas", © 1988 Torres Agüero Editor



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domingo, 7 de agosto de 2011

De la venganza

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por Mario Goloboff
Escritor, docente universitario




A la vista de lo que le sucedió a Prometeo, puede pensarse que en el mundo antiguo la venganza tenía, por decirlo así y de manera casi literal, piedra libre. No había límites para la furia desatada en las víctimas por un hecho que consideraban criminal. De este modo, fueron también apareciendo los grandes mitos que la representaban o la justificaban o la enaltecían, y que pocas veces la condenaban. Se entendía que era una exigencia sagrada, de donde con el tiempo surgiría la frase, un tanto percudida ya y someramente anodina, según la cual aquélla sería “el placer de los dioses”.

El mito más famoso, ciertamente, es el de Prometeo, por sus caracteres de inmediato, de completo, de cabal: satisfactoria en extremo, la venganza, aquí, no puede ser más reparadora y feroz. Sujeto y objeto de las iras de Zeus por haber robado el fuego del Olimpo a los dioses y habérselo entregado a los hombres, el héroe es desnudado, encadenado a una columna en las rocas del Cáucaso (atado a un peñasco, cuentan otros), donde todos los días un buitre le come el hígado que, para peor, todas las noches se reconstituye, y debe así padecerla interminablemente.

Entre las muy dolorosas, también está la impuesta a Tántalo, amigo íntimo de Zeus, invitado a los banquetes del Olimpo hasta el día en que, cuando la fama le había subido demasiado a la cabeza, traicionó los secretos de aquél y robó el alimento de los dioses para repartirlo entre sus amigos de abajo. Por esta y otras faltas aún mayores fue castigado a morir de hambre y de sed entre árboles frutales, fuentes y jardines. O la aplicada al pastor Bato, convertido, por la infidelidad de su palabra, claro está que en piedra o roca. También en la mitología germánica, en el inconmensurable Walhalla, las almas de los héroes caídos en combate, llevadas por las valquirias al lado de Odín, siguen disputándose por los conflictos de la Tierra y el cielo, se vengan como apasionados ejecutores de los enemigos y, de paso, sojuzgan a los infelices seres que pretenden conocer sus secretos.

Son, así, unos cuantos, me parece, los mitos que se fundan a partir del daño y el consecuente castigo y la reparación. Es que muchos de esos episodios tienen como origen una venganza o un desquite o un “me hiciste esto, te hago esto otro, que va a ser sin duda peor”, porque el hecho de que un dios no pueda anular o deshacer lo que hizo anteriormente su par, lleva, entre otras cosas, a esta abundancia en la imaginación y la fabricación permanentemente distinta de una nueva realidad. Lo cual, a su vez, deja en claro que son venganzas entre dioses (lo que podría decirse “entre dirigentes”), cuyos platos rotos pagamos los ínfimos mortales. Este género de reparación lo expuso por primera vez (¿por primera vez?) Esquilo (525-456), cuatro siglos antes de Cristo, en su terrible Prometeo encadenado y también en su Orestíada, y tamaños arquetipos vienen provocando desde entonces otros textos, siempre vivaces, siempre actuales. Se ve que algo ha de tener que ver todo esto con nuestra susceptible naturaleza humana.

La idea de justicia, en sustitución, fue apareciendo tímidamente con las religiones monoteístas. En el Pueblo de Israel la venganza se limitó muy pronto por disposiciones más prácticas: la Ley del Talión (el castigo no podía ir más allá que el daño recibido), la Ley del Asilo (por la cual había ciertos sitios en los que el delincuente podía refugiarse para evitar los vengativos abusos), la Ley de la Composición (por la cual se podía discutir una solución justa al daño hecho).

El Levítico propone normas que emanan de la palabra divina. “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo: mas amarás a tu prójimo como a ti mismo: Yo, Jehová” (19, 18). Después, el libro insiste en que la ley del amor debe extenderse también al forastero. “Y cuando el extranjero morare contigo en vuestra tierra, no le oprimiréis. /.../ Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrinare entre vosotros, y ámalo como a ti mismo; porque peregrinos fuisteis en la tierra de Egipto...” (19, 3334). En fin, que los castigos por violación de la Ley eran muy duros ya en tiempos de Moisés (pena de muerte, incluida), pero aplicados menos como venganza que como expresión de justicia y de restitución de la convivencia social.

Porque, casi por definición, el espíritu de venganza es un sentimiento que no persigue ni acepta racionalidad alguna. Pedirle, por lo tanto, cálculo, frialdad, talento, es prácticamente extravagante e inútil. Por ello, también a menudo, vemos cómo actúa precipitada y ciegamente y, con su implícita y necesaria torpeza, termina malogrando los objetivos que a todas luces (tal vez, demasiadas) muestra perseguir.

Bien dicen los franceses (con frase que naturalmente no escapa a los placeres de la mesa): “La venganza es un plato que debe comerse frío”. En efecto, la excelencia de la réplica necesita del tiempo. Pero justamente el tiempo –se sabe– es lo único que en verdad mitiga el dolor del agravio. Paradójica constatación: cuando llega la hora en que la venganza puede alcanzar su más alto grado de perfeccionamiento, el deseo se ha postergado y acallado tanto que para la parte ofendida quizá ya no tenga sentido su realización.

Habría que tener en cuenta, además, el efecto que sobre la sociedad produce la satisfacción del odio, así como fue uno de los grandes motivos de placer de las masas griegas que participaban del teatro experimentando la cátharsis, una suerte de liberación o de canalización artística de las pasiones. En el paso de la tragedia griega, es decir, de la urdida y querida por los dioses, al drama shakespiriano, ocasionado por los furores de los pobres hombres, la venganza puede decirse que se “humaniza” o que se hace más “civil”, aunque no menos mortífera. Pero muestra, exhibe mejor, nuestras inconsistencias, nuestras debilidades, hasta lo desmesurado o lo ridículo de sus propósitos.

Finalmente, lejos de ser un placer de dioses, la venganza aparece como un sentimiento bajo, menor, poco noble, aun en el sentido histórico del término nobleza. Algo aristocráticamente, pero no sin convicción, suele recordarse la frase de María Antonieta a su verdugo, sobre cuyo pie acababa de pisar involuntariamente al subir al cadalso: “Discúlpeme, señor, no lo he hecho a propósito”. Excusas por un pie aplastado, guillotina y modales; sin duda gestos de superioridad social que no eximen de la más elevada, la superioridad moral.

Siempre más sutiles y más líricos, aunque no menos proféticos ni dramáticos, los chinos han acuñado largamente una frase que (toda traducción es aproximada) sostiene: “El que persigue la venganza, cava dos fosas”. Proponérsela es quizá la actividad mental más fantasiosa; visiblemente, el rencor suplanta, con sus lucubraciones, a la realidad; acaso en esta cerebración primitiva esté su verdadera satisfacción; acaso la revancha se satisfaga en su solo anhelo. Puede, en fin, que la verdadera venganza ni siquiera exista; que no sea posible, realizable ni, en el fondo, deseable practicarla. Tal vez con la justicia y la memoria alcance.



Diario Página12 17/5/2010.-


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