por Juan Sasturain
En estos días conmovidos, entre otras cosas, por la discusión de las cuestiones que generan las flagrantes deficiencias de nuestro sistema educativo, me ha tocado opinar sobre un tema en el que algunos creen que puedo tener algún conocimiento o al menos algo que decir: el “problema” de la (falta de) lectura entre los más jóvenes, y cómo subsanarlo. En términos prácticos: cómo engancharlos (sic) con los libros y la lectura. Tal cual.
Planteado en esos términos, no sé nada ni cómo y por lo tanto no tengo opinión sobre ese tema. Pero sí me parece que cabe aclarar que no son los chicos, sino la sociedad toda la que lee poco o menos que “antes”. (¿Y cuándo será “antes”?). Y no lee tanto –libros, diarios, revistas, telegramas, cartas, documentos– por la misma razón que escribe menos: no necesita hacerlo en la misma medida que en otros momentos para manejarse / funcionar en la vida diaria. Las aptitudes se deterioran o se atrofian cuando dejan de ser funcionales al uso cotidiano y la valoración / necesidad social: escribir clara y rápidamente en letra cursiva era un arte aplicado que se enseñaba (caligrafía) y “significaba” (grafología) y era necesario para la vida cotidiana. Dejó hace mucho de serlo. Hubo un cambio ya del paso de la pluma a la birome, un salto a la máquina de escribir (uso profesional) y un doble salto mortal con la computadora (uso familiar, personal), que lo cambió, al sumarse el celular multifunción, todo. Hasta la importancia relativa de los dedos: con el teclado manipulable con una sola mano los humanos hemos revalorizado –e incluso resignificado– el uso del pulgar, que experimenta en estos tiempos una especie de revival de protagonismo, en el proceso evolutivo, que no tenía desde que despegamos de los primos más peludos.
Volviendo a la cuestión: la escritura mecánica sobre papel y la consecuente lectura silenciosa y privada como modo de decodificación son –vistas en perspectiva– apenas un momento en la evolución de la comunicación humana, que viene desde la generalizada oralidad pura y dura de milenios, y avanza ahora –parece– cada vez más a otras formas de contacto y registro en que lo oral y visual vuelven a recuperar protagonismo, mediados por los medios electrónicos.
Así, seamos obvios, el universo súper comunicado actual (cada vez más cosas accesibles y más rápido) no ha significado un incremento en la aptitud / actitud para leer y escribir sino su reemplazo por otras destrezas más funcionales que tienen que ver con las nuevas tecnologías. Para enterarnos de qué pasa afuera (de nosotros) pasamos primero de la ventana a la página, y de ahí a la pantalla. Es lo que hay hoy. La que impone las necesidades y las reglas es la pantalla. Se lee y se escribe sobre todo en pantalla. Y ese es el medio-soporte que impone las reglas y el código...
Así, como se trata –en las redes sociales– de un universo privado no reglado como el público, es lógico que las formas escritas se peguen a las (informes) orales, sean su versión sintética, brutalizada muchas veces por la ignorancia o el desprecio por las formas que rigen la ortodoxia de la lengua escrita. Estos penosos mensajes “fonéticos” de hoy en pantallas y pantallitas son el extremo opuesto a la formalidad extrema y pautada que regía la comunicación epistolar de antaño, con modelos de cartas para cada ocasión –comercial, de amor, de solicitud de empleo, de pésame, etcétera– y su tácito código permisivo tan distorsionador como aquel otro tan rígido y artificioso que parecía, sin embargo, “natural”.
Volviendo, otra vez: lo novedoso, con la irrupción de la tecnología y los mensajes electrónicos en el hogar es que el chico, cuando entra en el sistema educativo formal y se supone que va a aprender uso de la lengua escrita –leer y escribir “correctamente”–, ya aprendió mucho “solo”, con la pantalla. Antes llegaba sólo con la oralidad plenamente desarrollada, ahora llega con algo más: una serie de saberes y aptitudes que le son funcionales y que no siente necesario que sean sustituidos o complementados por otros cuya “utilidad” no puede intuir.
Así, si antes leíamos (teníamos que leer) para informarnos, enterarnos de lo que pasaba; si teníamos que leer para aprender lo que sólo estaba escrito (en los libros), y si nos gustaba leer para satisfacer nuestra necesidad (por ejemplo) de aventuras, hoy no es así. No es necesariamente así. Ni la información, ni los conocimientos y saberes ni la ficción están sólo por escrito e impreso en libros. Los soportes y los medios han cambiado y la absorbente, trabajosa y calificada operación de leer –estar solo, en silencio, concentrado y haciendo una sola cosa– no se parece a casi nada de lo que hacemos habitualmente en nuestra vida cotidiana, excepto dormir e ir al baño...
Por eso resulta “difícil” y “aburrido” a los más jóvenes. Es equivalente, en comparación, a la sensación de estrés, vértigo y confusión que producen los mensajes y contenidos nuevos a los generacionalmente “superados” por la innovación tecnológica.
Con todas las salvedades anteriores, cabe recordar que hay tres cosas diferentes que se suelen confundir, entreverar: la aptitud para y la actitud de leer; la frecuentación de los objetos llamados libros, y el desarrollo de la imaginación y la apertura de cabeza –en saberes y sensibilidad– a través del acceso a la ficción, a los relatos en general, a la literatura en particular. Todo puede ir junto o separado. Son cuestiones, fobias y amores distintos.
Si alguien no sabe ni le interesa leer; si no usa, tiene, compra o frecuenta libros; si su imaginación está confinada y limitada a las posibilidades de un régimen estricto de historias triviales en las que la literatura no participa, pasará lo siempre dicho: nadie puede dar lo que no tiene. Lo único que se puede comunicar, transmitir –lo que el otro percibe– es el gusto, el placer, las ganas. En este sentido, ni padres ni allegados ni docentes pueden dar –por obligación curricular, malentendido cultural o compulsión de buen sentido– lo que no les sale naturalmente. Si se percibe que la (falta de) lectura es un “problema” en los demás, el primer gesto saludable es leer y verse / sentirse leer a uno mismo. No es un gesto ni un factor aislado de otros gestos y factores.
Por eso, creo como siempre que el desarrollo del gusto por (no del hábito de) leer, sobre todo ficción y literatura en general, se produce por desborde, por emulación, por saludable contagio: es algo que otro tiene y disfruta y le gusta hacer, que yo también quiero tener, saber cómo es. Por lo que uno ve hacer, experimenta en el otro, no por lo que le dicen o pretenden que haga. Y para eso es fundamental y previo el reconocimiento, la valoración del sujeto lector que propone la lectura. Otra vez: nadie puede dar ni transmitir lo que no tiene.
Y hay algo más (o menos): antes de desarrollar la actitud (disposición para, ganas de) es fundamental alcanzar rápido la aptitud (saber leer en silencio y de corrido: entender), porque uno sólo disfruta de lo que le resulta placentero, no dificultoso de hacer. Para leer y escribir –regularmente y con naturalidad– primero hay que aprender a hacerlo. Eso, antes. Y después, ni enganchar ni atrapar a nadie. Creo que son conceptos equívocos y –aunque bienintencionados– propios de un dealer, no de un lector activo que disfruta de lo que lee: leer y compartir autores e historias es como tomar mate, no como vender porro.
Y se puede entrar a la lectura por cualquier lado, sobre todo haciéndole caso a la sed, al gusto, como dicen las propagandas. Hay que pensar en cómo uno empezó a leer –qué, dónde y cómo– y no en lo que se supone que “necesita” el otro. El buen uso del espejo y la memoria suelen dar algunas ideas que van más allá del peine y las pastillas.
Diario Página12 5/3/2012 .-
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