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martes, 3 de abril de 2012

“¡Qué lindo es desordenar!”

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por Ricardo Rodulfo*




El caso de un nene con dificultades para jugar lleva a una reflexión sobre el aprendizaje –“es posible aprender algo pero llevarlo como un cuerpo extraño durante toda la vida”– y, en definitiva, sobre la apropiación que cada uno hace, o no, de su experiencia: “Mi experiencia no es un objeto que poseo, del cual puedo exhibir título de propiedad”, sino que “yo soy su resultado, inestable”, como lo fue Beethoven al escribir la sonata Appassionata.





Un varoncito de cuatro años exhibe, en la sesión psicoanalítica, dos particularidades: una es la tendencia progresiva a estereotipar su juego; lo limita a enfrentamientos entre dos personajes que se atacan sin mayores índices de desarrollo narrativo y con escasa producción de diferencia; lo veo muy estereotipado porque el juego tiende a ser siempre demasiado igual a sí mismo: él llega y quiere jugar a la pelea; la pelea es que él agarre un muñeco, un Power Ranger o similar, que yo tome otro y tenemos que chocar y chocar monótonamente. La otra particularidad es una marcada aversión a cuanto tenga que ver con el trazo, por lo cual están ausentes los dibujos figurativos, los garabatos y cualquier amago de exploración en hojas de papel o pizarrón. Se conduce como si estas cosas no existieran, como si no viera que están a su alcance. Con buenas razones, esto preocupa a la psicopedagoga del jardín, pues, sin ese trabajo previo que por un tiempo convierte al chico en dibujante, es muy difícil el próximo ingreso a la lectoescritura.

Todo esto junto me impulsa a una decisión: cortar con ese juego reiterativo, no sin decirle por qué –lo cual me hace invocar un deseo de ser grande que, en todo un aspecto de su vida, no está funcionando–, y le ofrezco trasladar la pelea al pizarrón; aprovecho su demanda insistente de que yo me haga cargo de uno de los contendientes. La maniobra apuesta a acarrear algo de lo lúdico a un espacio donde hasta ahora no ha logrado ingresar; como una especie de soborno: si él quiere lucha, está bien, pero se lucha en el pizarrón, tiza en mano; por ejemplo, haciendo de los garabatos trayectorias de balas y misiles, con la esperanza de ayudar a que brote un “clic” del paciente para iluminar, con la música del juego, el espacio del trazo, haciendo que el pequeño le tome el gusto al lápiz y a lo que con él se puede realizar.

Estoy pensando cómo hacer para que llegue a la hoja, pero no de una manera adaptativa, es decir, como diría Donald Winnicott, sometiéndose a un mandato. En Winnicott, la palabra “adaptación” es casi un sinónimo de sometimiento, mandato; admite que no se puede prescindir de las adaptaciones, pero no es un término que él valorice si no está equilibrado por otros procesos más importantes. Entonces, mi problema es cómo hacer para que a él le guste estar en la hoja, agarrar la hoja. Por eso le digo: “No, basta. Estás haciendo siempre lo mismo. Tu cabeza no puede crecer si vos hacés siempre así”. Y le insisto: “Basta de pelear”. Protesta, no le gusta nada. Le comento –le interpreto, le marco, le señalo– que para él nunca existen las cosas de dibujar, de escribir, aunque están tan a la vista. El insiste con la pelea. “Está bien –le digo–, vamos a hacer una pelea, pero acá, en el pizarrón.”

Le propongo que yo ocupe una mitad, él la otra mitad, cada uno con una tiza en la mano, y dibujemos los elementos que querramos para la pelea. Me ayuda la experiencia con otros chicos que espontáneamente proponen eso y llenan el pizarrón de aviones, misiles, soldados, bombas. Al principio él no quiere saber nada, pero yo me mantengo firme: “Sí. Pelea, sí, pero allí”. Digamos que lo extorsiono un poco con que él tiene muchas ganas de hacer la pelea y, finalmente, a regañadientes, refunfuñando, acepta.

Se inicia a partir de allí un ciclo donde siempre pasa lo mismo: apenas llega, reclama su pelea de costumbre, invariablemente le digo que está bien, pero en el pizarrón. Esto continúa así, digamos que sin mucha inventiva por su parte: en cuanto dibuja la pelea en el pizarrón, su trabajo mengua, sus intervenciones en esa pelea son más bien verbales, suelta la mano. Es como si tuviera dos manos: una mano, cuando juega, que cuando se trata de hacer un dibujo parece apagarse, volverse una mano minusválida, paralizada. Pero, un día, él me sorprende: luego de la pelea en el pizarrón, se sienta a la pequeña mesa que hay en el consultorio, agarra una hoja y trata de hacer algo con ella. No avanza gran cosa pero, como lo hizo por propia iniciativa, me interesa. No digo nada, y después decide hacer algo que me llama también la atención: es algo que les gusta hacer a los niños, pero por lo general a los siete años: poner la mano abierta para dibujarla en la hoja. Me cuenta su propósito, lo intenta pero, cuando al fin alza la mano, apenas se distingue en la hoja una tenue rayita. Y me pide, entonces, que se la dibuje yo. Le respondo que de ninguna manera, que sus manos tienen la fuerza necesaria para hacer lo que se propuso pero que él no usa la fuerza de las manos. Me contesta que no, que él es chiquito y no tiene fuerza.

Apelo entonces a crear una estructura de ficción, les pregunto directamente a sus manos: “Manitos de M., ¿no es cierto que ustedes tienen fuerza para hacer muchas cosas en la hoja?”. Y contesto: “Sí, nosotras tenemos fuerza, pero M. no nos deja movernos”. El reacciona: “Mentiroso, estás vos hablando, mis manos no hablan”. Insisto: “¿No es cierto, manitos?”; “Sí, sí, nosotras queremos dibujar, pero él no nos deja. Nosotras sentimos que tenemos fuerza.” Montaje de un diálogo donde las manos se rebelarían a un estado en que él las tendría –en nuestra terminología– inhibidas.

A partir de entonces empiezan a aparecer movimientos que se salen de los circuitos estereotipados: en otra sesión hace unos garabatos en la hoja, luego toma plasticola y otras cosas del orden del pegote, del enchastre, y empieza a desparramarlas con júbilo. Pero enseguida me dice que se va a lavar las manos. Reparo entonces en que éste es un chiquito extremadamente cuidadoso, que siempre que va al baño se lava las manos; muy educado, digamos. Le señalo que, si uno está jugando y se va a lavar las manos, el juego se interrumpe, uno ya no puede jugar más. Se queda pensativo y pasa de la hoja a la mesa. Y empieza, mirándome a ver si se lo prohíbo, a pintar la mesa con crayones, con marcadores, con trazos gruesos, con pegotes de goma de pegar. “Es divertido enchastrar –me dice–, es redivertido.” Coincido con él, lo acompaño en eso, hago intervenciones como: “¡Qué divertido que es esto, poder ensuciar todo sin tener que ir a lavarse las manos! Y no sólo la hoja, sino la mesa”.

Parece escucharme y cobrar impulso para un nuevo movimiento que nunca había hecho: dedicarse y deleitarse en arrojar todo lo que puede; pasa del pintar la mesa a arrojar por el consultorio lápices, tizas, marcadores, juguetes, a volcar otras cosas de sus canastas. Lo mismo que estaba haciendo en el plano del trazo se repite en el plano del jugar, y se lo ve muy gozoso: “¡Qué divertido, qué lindo es desordenar!”. El consultorio queda, por primera vez, hecho un campo de Agramante.

Adviértase el movimiento por el cual, para levantar una inhibición en el campo de la escritura, el niño debe cancelar primero una inhibición en un círculo más amplio que abarca distintas prácticas lúdicas. Y también el ramillete de distintas intervenciones cubiertas por el motivo del holding (N. de la R.: habitualmente traducido como “sostenimiento”), motivo al que ha llegado la hora de acercarle un microscopio: limitarlo a “sostener” o a una rudimentaria función de “continente”, puso al término en riesgo de banalización, uno de los peores peligros que puede afectar a un concepto o una teoría.

Hay que advertir que si a un chico como éste, o como tantos otros, se lo presiona lo suficiente –y no hace falta hacerlo con malos modales, basta el normal apoyo en la necesidad de ser querido–, se logrará el objetivo de que aprenda las primeras letras. Lo que está en juego no es si lo consigue o no, sino cómo lo lleva a cabo, un cómo que no queda medido de un modo confiable por el rendimiento. Puede aprender algo, pero llevarlo como un cuerpo extraño durante toda la vida. De nosotros depende la delicadeza esencial de este asunto: el coeficiente de apropiación de algo que pasa a ser mi experiencia contra diversos grados de desapropiación, donde si hay propiedad, es la del mandato, la de un deseo del Otro que no trabaja plegándose a facilitar el mío; del Ideal en su función más alienante, destacada por Lacan cuando lo caracteriza como “siervo de la sociedad”.

Problemática nada simple, en tanto no se arregla con hacer el sujeto un feliz propietario de su deseo y de su experiencia, a la manera capitalista. Mi experiencia no es un objeto que poseo, del cual puedo exhibir título de propiedad; es una inflexión que produce un “mi” que no estaba ahí antes, que en términos genuinamente existenciales no existía (Véase, de Jean-Luc Nancy, La libertad).

Comparémoslo así: Beethoven escribe una sonata, la Appassionata. Pero no existe una forma sonata, como un recipiente vacío. Más bien, esta sonata de Beethoven le hace, a la abstracción de la forma sonata, la huella que la cambia para siempre. Si un compositor escribe sonatas obedeciendo una canónica de conservatorio, está hablado por un mandato escolástico que le confisca su talento singular, que es pura virtualidad sin presencia óntica a priori. Entonces, lo único que sabremos de ese compositor es que tiene capacidad para obedecer normas impuestas. Cobra aquí todo su valor esa historia donde el mismo Beethoven, cuando un colega le objeta que ciertas combinaciones armónicas no están permitidas, le contesta: “Pues yo las permito”. Leamos con cuidado, no se trata de la presunción de un “Se puede porque lo hago yo”. Se trata de que, al escribir ese enlace convencionalmente prohibido, ese acto me escribe como Beethoven. No soy su dueño, soy el resultado inestable de esa escritura. Soy el que tiene que tomar la decisión para ser eso poco que dice el “ser”.



* Director de la Escuela de Especialización en Psicoanálisis de Niños de la Facultad de Psicología de la UBA. Texto extractado de Padres e hijos en tiempos de la retirada de las oposiciones, que distribuye en estos días editorial Paidós.



Diario Página12 8/3/2012.-



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Años bisiestos

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por Adrián Paenza




El año 2012 (como tantos otros) llegó con 29 de febrero incluido. ¿Por qué? ¿Por qué sucede que hay febreros que tienen 29 días y otros que no? ¿Qué pasaría si no hubiera años bisiestos [1]? ¿Quién lo decidió? ¿Desde cuándo? Acá van algunas respuestas.

Hace no mucho tiempo leí que si bien la Tierra tiene muchísimos problemas, por lo menos garantiza una vuelta al Sol gratis todos los años. Ahora bien: uno podría pensar que ese giro (alrededor del Sol) lleva exactamente 365 días. Pero no es así. La vuelta completa tarda un poco más: 365,242190419 ... días. Por ahora, para no contabilizar tantos decimales, digamos 365,25 y después miramos juntos (usted y yo) qué nos estamos perdiendo con los datos que no incluimos. En este caso, serían 365 días y un cuarto, o sea 365 días y 6 horas. Estas 6 horas que sobran, en cuatro años se transformarían en un día. Si no incluimos allí el 29 de febrero, quedaría como 1º de marzo cuando debería ser 29 de febrero. En 8 años, pasará a ser 2 de marzo, y así siguiendo. En 40 años, en lugar de tener un 29 de febrero tendríamos el 10 de marzo, en 80 años sería un 20 de marzo... y en un poco más de un siglo, ya nos adelantamos un mes.

Esto, dicho de esta forma, parece irrelevante. Solo que terminaríamos teniendo veranos en junio e inviernos en enero (y al revés en el Hemisferio Norte). Las playas de Mar del Plata estarían invadidas de gente en septiembre y los que esquían en Bariloche viajarían hacia allá en febrero. El Día de la Primavera se festejaría en abril y si usted es religioso, las fiestas de Pascuas caerían en octubre.

Pero más aún: el problema estaría en que esto iría variando con el tiempo, con lo cual, en lugar de recordar cuándo un año es bisiesto, tendríamos que llevar la cuenta de cómo van sucediéndose las estaciones a medida que van pasando nuestras vidas y sería virtualmente imposible programar cualquiera tipo de actividad que tuviera alguna relación con alguna de las estaciones.

El emperador romano Julio César fue el primero que tomó nota de la situación y agregó un día al calendario, empezando en el año 45 antes de Cristo. Se lo conoce con el nombre de calendario juliano y siguió en vigencia en algunas partes del mundo hasta el siglo XX. Pero fue un papa, sí, un papa, el que introdujo la modificación más esencial. Gregorio XII instituyó el día 29 de febrero cada cuatro años, comenzando la era de los años bisiestos. Por supuesto, para no ser menos que Julio César –cuyo calendario se llama juliano–, el nuevo calendario lleva el nombre de... gregoriano. Cuando se produjo esa modificación, en marzo de 1582, el calendario le “erraba” a la fecha correcta por ¡10 días! Por lo tanto, y preste atención a esto, el día siguiente del 5 de octubre de 1582 no fue 6 de octubre, sino que pasó directamente al 15. ¿Se imagina ahora a todo el planeta poniéndose de acuerdo en algo semejante? Resulta hasta gracioso pensar en una reunión de las Naciones Unidas discutiendo sobre un cambio de este tipo.

Tampoco fue fácil en esa época, no crea. Por ejemplo, la iglesia ortodoxa rusa todavía usa el calendario juliano. La Navidad para ellos llega el 7 de enero. Cada siglo pierden un día. El grupo de personas que se guían por esas convenciones está 13 días “atrás” de nosotros, y en el año 2100 llegará a 14.

Pero, como decía antes, agregar un 29 de febrero cada cuatro años no resuelve el problema. Es que la Tierra no entiende de números “exactos”. Sería muchísimo más fácil que efectivamente diera el giro alrededor del Sol en 365 días y un cuarto. Bastaría –cada tanto– con agregar un día más al calendario y listo. Pero no. En realidad, no tarda 365,25, sino que una “buena” aproximación es aceptar que le lleva 365,242190419 días.

Los efectos de tantos decimales serían solamente perceptibles si fuéramos a vivir decenas de miles de años. Presumo que, para entonces, quienes nos sigan se habrán ocupado de encontrar alguna otra solución que la que usamos ahora.

Pero si bien tantos decimales no son necesarios, sí hace falta considerar algunos más. Si uno acepta 365,2425 –con cuatro dígitos después de la coma– entonces el 29 de febrero cada cuatro años no alcanza. Es que ese pequeño factor de 0,0025 obliga a saltearse algunos años bisiestos y compensar con otros.

Y eso hacemos: si bien todos los años que son múltiplos de cuatro son bisiestos (por eso 2004 fue bisiesto, igual que 2008, 2012, 2016, 2020, 2024... y así siguiendo) los que son múltiplos de 100, no. Y de esto ya es un incordio acordarse: los años 1700, 1800 y 1900 no fueron bisiestos.

Y cuando uno está dispuesto a decir que ya entendió todo, falta un dato. Para seguir compensando esos decimales que parecían tan intrascendentes, ¡hace falta que sí sean bisiestos los múltiplos de 400! Es decir, el año 2000 que no debió ser bisiesto, sin embargo lo fue porque es múltiplo de 400, y lo mismo sucederá con el año 2400.

En cada ciclo de 2000 años hay 485 años bisiestos y, por lo tanto, 485 días que caen en 29 de febrero. Esos son los que hemos agregado y reconocido hasta acá.

En fin. Los números decimales que parecían tan irrelevantes (y de hecho, a partir del cuarto lo son [2]), tienen una incidencia muy singular en nuestra vida cotidiana. Si no hubiera años bisiestos, las estaciones empezarían a correrse (a baja velocidad [3], pero se correrían) y cualquier planificación que dependiera de ellas sería una tortura.

La última pregunta que la/lo invito a pensar es la siguiente: un niño que nació el 29 de febrero del 2004, ¿cuántos años cumplió el pasado 29 de febrero del 2012? ¿Dos u ocho?

[1] En latín, un día determinado, por ejemplo el 24 de febrero, se decía : “Ante diem sextum kalendas martias”. Esto se entendería en castellano como: “Día sexto antes del 1º de marzo”. Algo así como “faltan seis días para el 1º de marzo”. Pero como los romanos no tenían 29 de febrero, pero sí tenían dos días 24 de febrero, que sería el 24 “bis”, cada cuatro años aparecía este día, y el sacerdote encargado de anunciarlo decía: “Ante diem bis sextum kalendas martias”, o lo que es lo mismo (casi): “Hoy es el día bis sexto antes del 1º de marzo”. Y de esa frase surge la palabra “bisiesto”, por “bis sextum” (fuente: etimologias. dechile.net).

[2] Si uno considerara algunos decimales más, descubriría que cada 4000 años (el primero sería el año 4000, después el 8000, etc.) esos años ¡no serían bisiestos tampoco! Es decir, a pesar de que 4000 es múltiplo de 400, ése sería el primero en el que debiendo tener un 29 de febrero, no lo va a tener. Pero, a esa altura, ¿a quién le va a importar?

[3] Se correrían ocho días cada mil años.





Diario Página12 7/3/2012.-




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Sobre la falta de enganche

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por Juan Sasturain




En estos días conmovidos, entre otras cosas, por la discusión de las cuestiones que generan las flagrantes deficiencias de nuestro sistema educativo, me ha tocado opinar sobre un tema en el que algunos creen que puedo tener algún conocimiento o al menos algo que decir: el “problema” de la (falta de) lectura entre los más jóvenes, y cómo subsanarlo. En términos prácticos: cómo engancharlos (sic) con los libros y la lectura. Tal cual.

Planteado en esos términos, no sé nada ni cómo y por lo tanto no tengo opinión sobre ese tema. Pero sí me parece que cabe aclarar que no son los chicos, sino la sociedad toda la que lee poco o menos que “antes”. (¿Y cuándo será “antes”?). Y no lee tanto –libros, diarios, revistas, telegramas, cartas, documentos– por la misma razón que escribe menos: no necesita hacerlo en la misma medida que en otros momentos para manejarse / funcionar en la vida diaria. Las aptitudes se deterioran o se atrofian cuando dejan de ser funcionales al uso cotidiano y la valoración / necesidad social: escribir clara y rápidamente en letra cursiva era un arte aplicado que se enseñaba (caligrafía) y “significaba” (grafología) y era necesario para la vida cotidiana. Dejó hace mucho de serlo. Hubo un cambio ya del paso de la pluma a la birome, un salto a la máquina de escribir (uso profesional) y un doble salto mortal con la computadora (uso familiar, personal), que lo cambió, al sumarse el celular multifunción, todo. Hasta la importancia relativa de los dedos: con el teclado manipulable con una sola mano los humanos hemos revalorizado –e incluso resignificado– el uso del pulgar, que experimenta en estos tiempos una especie de revival de protagonismo, en el proceso evolutivo, que no tenía desde que despegamos de los primos más peludos.

Volviendo a la cuestión: la escritura mecánica sobre papel y la consecuente lectura silenciosa y privada como modo de decodificación son –vistas en perspectiva– apenas un momento en la evolución de la comunicación humana, que viene desde la generalizada oralidad pura y dura de milenios, y avanza ahora –parece– cada vez más a otras formas de contacto y registro en que lo oral y visual vuelven a recuperar protagonismo, mediados por los medios electrónicos.

Así, seamos obvios, el universo súper comunicado actual (cada vez más cosas accesibles y más rápido) no ha significado un incremento en la aptitud / actitud para leer y escribir sino su reemplazo por otras destrezas más funcionales que tienen que ver con las nuevas tecnologías. Para enterarnos de qué pasa afuera (de nosotros) pasamos primero de la ventana a la página, y de ahí a la pantalla. Es lo que hay hoy. La que impone las necesidades y las reglas es la pantalla. Se lee y se escribe sobre todo en pantalla. Y ese es el medio-soporte que impone las reglas y el código...

Así, como se trata –en las redes sociales– de un universo privado no reglado como el público, es lógico que las formas escritas se peguen a las (informes) orales, sean su versión sintética, brutalizada muchas veces por la ignorancia o el desprecio por las formas que rigen la ortodoxia de la lengua escrita. Estos penosos mensajes “fonéticos” de hoy en pantallas y pantallitas son el extremo opuesto a la formalidad extrema y pautada que regía la comunicación epistolar de antaño, con modelos de cartas para cada ocasión –comercial, de amor, de solicitud de empleo, de pésame, etcétera– y su tácito código permisivo tan distorsionador como aquel otro tan rígido y artificioso que parecía, sin embargo, “natural”.

Volviendo, otra vez: lo novedoso, con la irrupción de la tecnología y los mensajes electrónicos en el hogar es que el chico, cuando entra en el sistema educativo formal y se supone que va a aprender uso de la lengua escrita –leer y escribir “correctamente”–, ya aprendió mucho “solo”, con la pantalla. Antes llegaba sólo con la oralidad plenamente desarrollada, ahora llega con algo más: una serie de saberes y aptitudes que le son funcionales y que no siente necesario que sean sustituidos o complementados por otros cuya “utilidad” no puede intuir.

Así, si antes leíamos (teníamos que leer) para informarnos, enterarnos de lo que pasaba; si teníamos que leer para aprender lo que sólo estaba escrito (en los libros), y si nos gustaba leer para satisfacer nuestra necesidad (por ejemplo) de aventuras, hoy no es así. No es necesariamente así. Ni la información, ni los conocimientos y saberes ni la ficción están sólo por escrito e impreso en libros. Los soportes y los medios han cambiado y la absorbente, trabajosa y calificada operación de leer –estar solo, en silencio, concentrado y haciendo una sola cosa– no se parece a casi nada de lo que hacemos habitualmente en nuestra vida cotidiana, excepto dormir e ir al baño...

Por eso resulta “difícil” y “aburrido” a los más jóvenes. Es equivalente, en comparación, a la sensación de estrés, vértigo y confusión que producen los mensajes y contenidos nuevos a los generacionalmente “superados” por la innovación tecnológica.

Con todas las salvedades anteriores, cabe recordar que hay tres cosas diferentes que se suelen confundir, entreverar: la aptitud para y la actitud de leer; la frecuentación de los objetos llamados libros, y el desarrollo de la imaginación y la apertura de cabeza –en saberes y sensibilidad– a través del acceso a la ficción, a los relatos en general, a la literatura en particular. Todo puede ir junto o separado. Son cuestiones, fobias y amores distintos.

Si alguien no sabe ni le interesa leer; si no usa, tiene, compra o frecuenta libros; si su imaginación está confinada y limitada a las posibilidades de un régimen estricto de historias triviales en las que la literatura no participa, pasará lo siempre dicho: nadie puede dar lo que no tiene. Lo único que se puede comunicar, transmitir –lo que el otro percibe– es el gusto, el placer, las ganas. En este sentido, ni padres ni allegados ni docentes pueden dar –por obligación curricular, malentendido cultural o compulsión de buen sentido– lo que no les sale naturalmente. Si se percibe que la (falta de) lectura es un “problema” en los demás, el primer gesto saludable es leer y verse / sentirse leer a uno mismo. No es un gesto ni un factor aislado de otros gestos y factores.

Por eso, creo como siempre que el desarrollo del gusto por (no del hábito de) leer, sobre todo ficción y literatura en general, se produce por desborde, por emulación, por saludable contagio: es algo que otro tiene y disfruta y le gusta hacer, que yo también quiero tener, saber cómo es. Por lo que uno ve hacer, experimenta en el otro, no por lo que le dicen o pretenden que haga. Y para eso es fundamental y previo el reconocimiento, la valoración del sujeto lector que propone la lectura. Otra vez: nadie puede dar ni transmitir lo que no tiene.

Y hay algo más (o menos): antes de desarrollar la actitud (disposición para, ganas de) es fundamental alcanzar rápido la aptitud (saber leer en silencio y de corrido: entender), porque uno sólo disfruta de lo que le resulta placentero, no dificultoso de hacer. Para leer y escribir –regularmente y con naturalidad– primero hay que aprender a hacerlo. Eso, antes. Y después, ni enganchar ni atrapar a nadie. Creo que son conceptos equívocos y –aunque bienintencionados– propios de un dealer, no de un lector activo que disfruta de lo que lee: leer y compartir autores e historias es como tomar mate, no como vender porro.

Y se puede entrar a la lectura por cualquier lado, sobre todo haciéndole caso a la sed, al gusto, como dicen las propagandas. Hay que pensar en cómo uno empezó a leer –qué, dónde y cómo– y no en lo que se supone que “necesita” el otro. El buen uso del espejo y la memoria suelen dar algunas ideas que van más allá del peine y las pastillas.




Diario Página12 5/3/2012 .-




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