por Enrique Pinti
"La primera impresión es la que vale", decimos frecuentemente poniendo cara de "intuitivos natos", esa cara de los tontos que hablan de las cosas inmediatamente después de que sucedieron. "Yo sabía", "yo vi algo raro", "yo, donde pongo el ojo pongo la bala", "a mí es muy difícil que me puedan seducir con sonrisitas y zalamerías, yo tengo olfato, es cuestión de piel, ¿viste? La química no se produce, y cuando no hay química no hay nada". Todos somos expertos y tenemos vista de lince y ojo de buen cubero, sobre todo cuando la desgracia le ocurre al vecino. Cuando nos defraudan a nosotros no sabemos qué decir y entonces la retórica va por el lado de "yo sabía, ¿viste? Pero tengo el gran defecto de ser demasiado bueno y, aunque me doy cuenta de todo, igual me cuesta entender que no todos son tan buenos como yo y por no quedar mal me dejo embromar; soy demasiado bueno, ¿viste?" Nadie nos cree, ni nosotros nos creemos, pero avanzamos en la mentira sin dar el brazo a torcer. ¿Y si reconociéramos nuestros errores? Eso sería algo así como ciencia ficción. No hacerse cargo de las metidas de pata parece ser la ley no escrita para muchos seres humanos, que prefieren la sanata a la cruda y a veces amarga verdad. ¿Qué es eso de "mi gran defecto es mi bondad y pureza"? ¿Desde cuándo eso puede ser enunciado como defecto? Pero vivimos en sociedades que prefieren cualquier cosa antes que admitir un error, porque para muchos equivocarse es "perder", palabra maléfica y siniestra en este mundo de "ganadores". Nos inculcan desde muy temprana edad la noción de triunfo a cualquier precio; nos enseñan a despreciar al débil, a idolatrar al líder carismático y a negar cualquier acto que signifique un yerro o un tropezón de esos que, como dice el tango, "cualquiera da en la vida". Entonces, hay que armar la coraza del infalible, del superhombre que la tiene clara, que nunca duda y que con mano firme y dura avanza por la vida ganando batallas y salvando obstáculos como en una maratón triunfal. Y nos volvemos insoportables, fatuos, obvios hasta el ridículo y más previsibles que final de telenovela. Equivocarse, ser engañados y perjudicados moral o económicamente por malversadores de sentimientos o ladrones de esperanzas forma parte de la experiencia vital de la que casi nadie se salva; es una manera de madurar y aprender el difícil arte de vivir. Dividir al mundo en perdedores y ganadores es peligroso. Dar a las razas, las religiones y los sistemas de gobierno la categoría definitiva de "éxito" o "fracaso" es más peligroso aun. Y, en el plano individual, no valorar el "mal paso" como una experiencia no deseada, pero absolutamente probable, puede constituir una manera totalmente errada para el desarrollo vital.
La realidad no es tan sencilla como muchos creen. Claro que duele pegarse golpes, claro que no los queremos ni para nosotros ni para nuestros seres queridos, pero forman parte de la vida, y quien intente eludirlos disfrazándose de Superman descubrirá que la kriptonita no abunda en el mercado y sentirá que su vuelo se hace más y más rasante, pudiendo a veces terminar en un panzazo maestro con el tren de aterrizaje averiado. La prueba y el error son las mejores maneras de pasar por esta breve vida y, si somos buenos en lo nuestro, que lo digan los otros y no nuestra vanidad y prepotencia.
Revista LaNación 15/10/2006.-
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