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martes, 11 de marzo de 2014

Vacaciones de invierno

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por Enrique Pinti


Recuerdo aquellas vacaciones de invierno de mi infancia, sesenta años atrás (¡mi Dios, qué cantidad!). En aquellos lejanos tiempos, que ya parecen prehistóricos, las actividades que se podían desarrollar no incluían viajes a Mar del Plata, Córdoba o algún otro destino turístico, como tampoco existían los viajes de egresados de fin de año y, además, nuestros maestros (queridos a la distancia y odiados en su momento) nos llenaban de tareas que incluían la solución de problemas de regla de tres simple o compuesta y operaciones con quebrados, la confección de mapas, una composición tema "Mis vacaciones de invierno" y el repaso de todo lo aprendido en la primera parte del año.
Así las cosas, poco era el tiempo que quedaba libre, y cuanto más remoloneáramos en el cumplimiento de las tareas encomendadas, mayor sería el recargo de tiempo y energía que deberíamos emplear en los últimos días del descanso invernal. Cada uno buscaba canalizar sus actividades favoritas en esas dos semanas de julio; así, los amantes del deporte y el aire libre rogaban por buen tiempo, muy poco habitual en aquellas épocas en las que el invierno era el invierno y no esta seguidilla de "veranitos de San Juan" combinados con alertas meteorológicos y tormentas tropicales. Pero a los cinéfilos incurables nos daba igual el sol que la lluvia y casi preferíamos las inclemencias meteorológicas, más apropiadas para buscar refugio en la sala más cercana y deleitarnos con tres películas al hilo.
Algunos compañeros tenían parientes en el interior y aprovechaban el receso para visitarlos o recibirlos en Buenos Aires, y en eso radicaba la excitación mayor de las esperadas vacaciones. En una realidad sin televisión (por lo menos en nuestro país, donde el aparato de TV llega para instalarse sólo a comienzos de los 60), los pasatiempos favoritos eran el fútbol, el cine o el teatro, y los paseos al aire libre o mirar vidrieras. Hoy, con las enormes posibilidades que la tecnología ofrece y con las ventajas de un acceso fácil a todo tipo de entretenimientos, aquellas épocas parecen el colmo del aburrimiento. Sin embargo, no lo eran, y debo decir, haciéndome cargo de mi edad y condición de jovato nostálgico, que la diversión estaba asegurada con la familia reunida alrededor del aparato de radio, de donde salían voces sugerentes que nos hacían transitar por la exótica selva africana con Tarzán, Tarzanito, Juana y la mona Chita, alimentados a Toddy por los intrincados senderos del radioteatro, o por los programas de preguntas y respuestas que ayudaban en algo a disminuir la "burrología" de la población. Lo único que aquellas vacaciones tenían en común con las de hoy era que pasaban volando y que en el fatídico domingo que señalaba su fin se hacía duelo riguroso por todo lo que habíamos dejado sin hacer y seguramente haríamos el año próximo.
Cuando veo a mi querida clase media sacando agua de las piedras y estirando los fondos monetarios para poder acceder a algún "plan turístico", no puedo evitar una sonrisa melancólica. Cada época tiene lo suyo, y hay que respetarla; no podemos ofrecerles a los chicos de hoy la pureza de Sandokán y sus piratas de la Malasia cuando ellos tienen a sus fantasmagóricos y computados (con perdón) piratas del Caribe. Así que padres, respiren hondo, encomiéndense a Dios y a correr de Disney al megaéxito del plasma y del home theatre del living al shopping más próximo a su domicilio para que los chicos "descansen" hasta el cansancio.

Revista La Nación 22/7/2007

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