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viernes, 22 de agosto de 2008

Hacia una caracterización política de las culturas

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“La Semiótica como ciencia es algo finito. Este círculo va a ir ampliándose hasta que, al ampliarse, no se autoniegue. Como método, pienso que se está transformando profundamente y, al transformarse, durante el proceso de evolución del conocimiento, en algo totalmente distinto e impredecible en una primera etapa, es imposibie predecir, desde ese primer punto de partida, cuál será su posterior desarrollo.”
Iuri M. Lotman


Cultura y política

En la tradición teórica moderna, consolidada a lo largo del siglo XVIII, se han distinguido con cierta claridad al menos dos definiciones fundantes del término cultura. De un lado, una que entiende por cultura el nivel más alto de calidad estética e intelectual, según criterios universales y constantes. De otro, una acepción de raíz antropológica, más global, que arrancaría de Herder y hablaría, según criterios históricos, de toda actividad o valor en sociedades o grupos determinados. Siguiendo a Raymond Williams (1968: 19-21), el concepto pasó, sorprendentemente, de significar el cuidado del desarrollo natural y la educación del hombre a representar una cosa en sí, un estado y condición mental o conjunto de actividades intelectuales, hasta llegar a implicar formas enteras de vida. Acompañando el conjunto de transformaciones que trajo consigo, en Europa, la llegada de la revolución industrial, la idea de cultura no constituye sólo una reacción mecánica al nuevo industrialismo sino que destapa, abre un terreno de acción y reflexión preñado de potencialidades críticas a la hora de comprender los nuevos modos de relación personal y social, sus formas y alternativas, las distintas posibilidades de situarse ante y desde ellos.
Desde esta última acepción más amplia de la noción de cultura es posible, entonces, discernir en ella dimensiones tanto prácticas como imaginarias. 0 mejor: el lugar inestable de su encuentro. Encrucijada: campo abierto de articulación y dispersión de discursos y prácticas que, materialmente, condiciona y es condicionado por cada entramado social concreto. Según diferentes grados de coherencia o de conflicto, en cualquier caso, cultura y sociedad resultan inseparables en tanto procesos históricos que se influyen y se dan de forma recíproca. En cuanto la cultura abandona la ilusión de ser un paraíso ideal, portador de cualidades universales y eternas, es decir, inmutables, comienza a hacerse múltiple, accesible. En otras palabras, deviene elemento transformable y transformador de realidad.
Por otra parte, si entendemos por política las formas posibles de organización e intervención en una sociedad específica, parece viable caracterizar la relación entre política, sociedad y cultura, como una relación constitutiva. En ese sentido, quizá la noción más rentable para detectar y dinamizar vínculos entre ellas sea la noción de ideología. Ésta, como es sabido, ha atravesado una diversidad de sentidos tan grande que con dificultad somos capaces, hoy, de apreciar en ella alguna orientación operativa. Las ambigüedades a este respecto de los textos de Marx han contribuido decisivamente al totum revolutum en que se encuentran las actuales teorías de la ideología. El marxismo participa tanto de una definición de ideología -como en Manheim, en Popper o algunos momentos de Althusser- en tanto falsa conciencia, construcción ilusoria e irracional, como en tanto sistema de ideas que legitiman un régimen de dominación -así también en la primera Escuela de Frankfurt o en Bourdieu. Por otro lado, las propuestas de Gramsci o determinadas apreciaciones de Althusser o Stuart Hall conducen a una comprensión más abierta y dinámica de la ideología como conjunto de ideas que respaldan e impulsan toda forma de poder o de configuración social. Por este camino ha sido, además, posible (Rossi-Landi, Castoriadis, Abercrombie...) formular también concepciones de lo ideológico en tanto función significante de toda visión de mundo. Ferruccio Rossi-Landi ha resumido y problematizado esta larga serie de confusiones terminológicas (1980: 29-62) apostando por una inserción crítica del elemento ideológico en los conflictos que dan cuerpo a la práctica social.
De esta manera se hace viable entresacar desde aquí una noción, todavía útil, de ideología como visión(es) o concepción(es) de mundo, como punto de vista que no sólo refleja especularmente sino que formaliza las contradicciones sociales, les da forma desde su condición radicalmente cambiante y plural. Perspectiva especialmente atenta a las relaciones de los sujetos y grupos sociales con el poder, la ideología puede, así, ser reactivada como toma de posición, tan parcial y provisional como necesaria, capaz de vislumbrar dispositivos de mistificación universalista incluso en el propio concepto de sociedad, en cierto modo, “concepto crucial en la afirmación de la ideología burguesa como clase dominante que integra el conjunto de intereses sociales y la fundación de su apariencia ideológica como instrumento de dominio de clase” (Ricciardi, 1973: 222). Dicho punto de vista ayuda, entre otras cosas, a descreer del mito irresponsable de la neutralidad y la objetividad asépticas así como a atisbar la conciencia de que las proclamas recientes de un supuesto fin de las ideologías, defendidas por cierta postmodernidad, se comprenden sólo en el momento en que el capitalismo avanzado, esto es, su ideología hegemónica de la productividad/consumo sin freno de cara al beneficio privado, al tiempo que legitima un orden de minorías en situación de privilegio económico y cultural, cala en la praxis cotidiana e institucional hasta el punto que se ha convertido en invisible.

La Semiótica de la cultura de Iuri M. Lotman: aportaciones y límites

Posiblemente la más importante aportación de Iuri M. Lotman a la comprensión semiótica de los procesos culturales radique, justamente, en su incidencia en la investigación semiótica como fenómeno cultural. La semiótica consigue, con ello, enlazar con el análisis de las prácticas sociales de forma dinámica. En la línea que sentara las bases de la teoría del diálogo y la interacción en la Rusia de los años veinte (Bajtín, Voloshinov, Vernadskij...) la reflexión de Lotman se opone a toda especificidad estrecha proponiendo toda una serie de principios y criterios transestructurales (modelización, textualización, gramaticalización, (a)simetría...) que abren, de manera considerable, el horizonte clásico de la lingüística y la teoría literaria.
En La semiosfera señalaba: “la cultura comienza allí donde nace la necesidad de una relación” (1985: 81). Y, desde luego, el conjunto de estudios firmados por la llamada Escuela de Tartu demuestra hasta qué punto es clara esta voluntad de tender puentes entre esferas del discurso y de la ciencia tradicionalmente separadas. Los fenómenos complejos de la cultura interesan desde la globalidad que los configura como tales. Por esta vía, avanza la capacidad de la semiótica para articular una imprescindible epistemología interdisciplinar (entendiendo por ésta no sólo la facilidad para abarcar campos de estudio en principio diferenciados sino también, al mismo tiempo, el desafío autocrítico que implica la puesta en contacto de disciplinas y presupuestos que las instituciones sociales y hasta la práctica común han ido lentamente alejando entre sí). La indagación no tanto en la tipología taxonómica de las culturas como en los mecanismos que las hacen posibles, en las zonas de intersección y tensión entre los actos discursivos que en ellas operan, así como en la heterogeneidad y mutabilidad resultantes de la relación entre éstos y la esfera extrasemiótica son algunos de los ejes ineludibles de la obra lotmaniana. Sin embargo, resulta difícil entrever el alcance de esta insistencia en el carácter dinámico de la cultura, visto que “estructuras semióticas totalmente estables, inmutables, evidentemente no existen en absoluto” (Lotman, 1993a: 145), sin preguntarnos en qué términos se plantea de hecho, desde qué premisas y hacia qué tipo de conexiones con la práctica conduce.
Si se empieza, por ejemplo, por la definición lotmaniana de la cultura como memoria común (1979: 41) podrá apreciarse que por ésta se entiende la facultad sistémica de conservar y acumular información. Los sistemas comunicativos se conciben como formas de modelización que construyen colectivamente modelos de mundo y de sí mismos, partiendo siempre de una serie de elementos fijos. De esta forma, “el conjunto de las posibilidades utilizadas para construir un modelo cultural del mundo se limitará, pues, a los elementos invariables de un sistema semiótico” (1979: 42). En su ensayo con B.A. Uspenskij «Sobre el mecanismo semiótica de la cultura», Lotman reconoce sin reparos la condición medular de la función política en toda cultura: “El trabajo fundamental de la cultura consiste en organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre” (1979: 70). Las dinámicas comunicativas se definen entonces como dispositivo concéntrico cuyo motor es el lenguaje, como sistema normativo que -frente a lo que ocurre con la orientación hacia el futuro de los programas de comportamiento- mantiene una relación constitutiva con el pasado, de forma que la permanencia, la ‘longevidad-eternidad’ aparece como criterio de valor y de unidad para el cual el futuro importa únicamente como prolongación del ahora (1979: 72-73).
Las marcas de unidad y continuidad en el modo de describir el funcionamiento semiótico de la cultura son constantes. Lotman y Uspenskij piensan que las formas de dar contenido a la cultura son tres: el aumento cuantitativo del volumen de conocimientos, la redistribución dentro de la estructura de las células y el olvido que implica, radicalmente, la selección y transformación de los textos. Además, es necesario -según declaran- tener en cuenta la relevancia del olvido para toda lucha social en el ámbito de la cultura. Ahora bien, “la cultura, por esencia propia, va dirigida contra el olvido” (1979: 74). La insistencia en la estabilidad generativa de la cultura es tal que, un poco más adelante en el mismo ensayo, su dinamismo sólo consigue ser defendido gracias a un argumento casi tautológico: el dinamismo cultural procede del dinamismo inherente a la vida social humana. El procesamiento homeostático de oposiciones como viejo/nuevo, fijo/móvil o unidad/pluralidad hace pensar en una heterogeneidad intrínseca de la cultura que, para ser operante “y, a pesar de todo, necesita unidad. Para poner en obra su función social, ha de intervenir como una estructura subordinada a principios constructivos unitarios” (1979: 89-90). Su fundamental función autoacumulativa conlleva que la diversidad se resuelva a menudo en una firme ‘esencia unitaria’. El planteamiento de Lotman y Uspenskij entronca, así, con la tendencia al equilibrio ideal del modelo explicativo característico de Shannon y Weaver en The Mathematical Theory of Communication (1949).
Como en las Méditations cartesianas -”¿permanece la misma cera?”-, cuyo influjo alcanza a Lotman a través de Saussure, lo prioritario es aquí la búsqueda de lo idéntico, de lo unitario, de lo mismo, ahora perseguido en el interior de ese ‘área cerrada’ (1979: 68) y cuidadosamente clausurado -ver el artículo «Valor modelizante de los conceptos de fin y principio»(1979: 199-203)- que es para Lotman la cultura. Pese a que puntualmente, en un texto posterior, Lotman intentó rectificar esta orientación teorética fuerte hacia el pasado, la estabilidad y la unidad (1980: 44), la primacía del interés por la relación entre signos en un sistema cerrado y autorizado -la Cultura- se imponen continuamente sobre la posible relación conflictiva y abierta, tan material como indisoluble, entre signos y realidades históricas concretas. Lo abstracto queda privilegiado por estable, así como lo idéntico por normativo, dejando de lado el que tanto al emisor como al receptor le importen menos los sistemas abstractos de normas que las posibilidades plurales de uso contextual de cada forma discursiva y cultural. En línea de coherencia con las premisas del objetivismo abstracto que pusiera en evidencia V.N. Voloshinov (1992: 87), la cultura, para Lotman, constituye básicamente -sobre todo en la etapa inicial de su producción- un sistema estable cuyas leyes expresan la relación entre componentes en el interior de un conjunto unitario y cerrado.
Como sucediera a Leibniz, a los planteamientos abstractos del racionalismo moderno “les interesa tan sólo la lógica interna del propio sistema de signos, tomado, como en el álgebra, independientemente de las significaciones ideológicas que corresponden a los signos” (Voloshinov, 1992: 88). Más que un sentido pragmático, a Lotman -como después a la semiótica de Umberto Eco- le mueve la voluntad de “dar un contenido semántico al concepto de cultura” (1979: 67). Y, como estoy intentando apuntar, los límites de tal punto de partida resultan visibles cuando se tiene en cuenta su alto grado de abstracción. El manejo de oposiciones del tipo vergüenza/miedo, interno/externo, estatismo/dinamismo o previsibilidad/imprevisibilidad tiende -hasta, de forma nuclear en los escritos últimos recogidos bajo el lema Kul'tura i Vzryv (La cultura y la explosión, Moscú, Gnosis, 1993)- a desplegar una dialéctica de conceptos que recompone la alteridad en una completitud informacional según principios instrumentalistas (1980: 59) donde todo conflicto interno queda amortiguado por la tendencia hacia una ahistoricismo armonizante. Dialéctica, por tanto, de estirpe hegeliana. En «Sobre la dinámica de la cultura» escribe: “De toda la variedad de tipos de conducta, a menudo casuales, la utilidad fue seleccionando y la memoria conservaba y transmitía un limitado repertorio de lo que tenía sentido. Así, tuvo lugar la sucesión de dos etapas: el aumento impredecible de las nuevas posibilidades de conducta en los momentos de bifurcación y la consiguiente selección de variantes más provechosas” (1993b: 108. El subrayado es mío). El idealismo que pueda subyacer a esta perspectiva analítica debería ponerse en relación con la recurrencia comparativa a los fenómenos físicos y orgánicos con la consiguiente naturalización de los procesos históricos que puede derivarse de considerar, en ocasiones, que la cultura funciona “al igual que en la evolución biológica” (1993b: 113). El aspecto semiótico de la cultura, dice Lotman, “puede compararse con la acción recíproca entre las partes de cada uno de los instrumentos de una orquesta sinfónica” (1993b: 117).
La aparente neutralidad de este tipo de afirmaciones se pierde de vista, por ejemplo, cuando libertad se hace equivaler a individualidad (1993b: 108) o cuando la autoidentidad del ‘yo’ es tenida por mecanismo semiótico originario (1993a: 47-55). A propósito de esto, también Voloshinov explica cómo “el individualismo es una peculiar forma ideológica de la ‘vivencia nosotros’de la clase burguesa (existe también un tipo análogo de la vivencia de sí mismo de la clase feudal aristocrática). El tipo individualista de la vivencia se determina por una orientación social consolidada y segura” (1992: 125). Por otra parte, y por volver a la caracterización inicial de la cultura como memoria, ya Rossi-Landi ha argumentado cómo el privilegio de lo extrahistórico, el borrado de toda huella explícitamente ideológica y la abstracción de los procesos históricos que los vincule preferentemente con un tiempo pasado son, entre otras, características de toda forma ideológica y de proyección social conservadora (1980: 309-331). Algunos opinarán que las censuras gubernamentales -cuya violencia quedó marcada en las trayectorias de Bajtín y Voloshinov entre otros- por parte de la KGB, en la URSS de los años sesenta y setenta, puede haber sido determinante a la hora de elegir la forma de ciertos planteamientos, todo lo cual, según creo, no termina -como tampoco estas pocas páginas lo hacen- con la cuestión de los límites de su operatividad crítica.
La capacidad del punto de vista lotmaniano para abrir nuevos problemas y sugerencias para el debate crítico, con todo, no se agota con facilidad. Atención singular merece, por ejemplo, el ensayo breve Consideraciones sobre la tipología de las culturas (1993e). Aquí Lotman matiza que “las formas de la memoria dependen de lo que se considere sujeto de memorización, y que esto depende de la estructura y la orientación de una civilización determinada” (1993c: 3). Contra las corrientes de investigación (Havelock, Goody, Ong, Olson...) que han venido defendiendo la primacía teórica de la cultura escrita sobre la cultura oral, incorporando con ello implícitamente, con frecuencia, criterios de jerarquización social, y encarnándose así como ‘teorias opresivas’ (Pattanayak, 1995: 145), la posición de Lotman reivindica las aún desconocidas facultades para la (re)producción de discursos y conocimientos propias de las culturas orales.
En primer lugar, si la cultura escrita opera como archivo, por acumulación de documentos sobre acontecimientos singulares, preferentemente extraordinarios -véase el caso de la victoriosa Historiografía latina (César, Salustio...)- la cultura oral trabaja con una memoria fraguada en la práctica rítmica del rito y sus formas de organización y comprensión de lo cotidiano. Si aquélla atiende con preferencia a las relaciones causa/efecto y a los resultados de una acción narrativizada retrospectivamente, ésta, en cambio, se orienta hacia lo cíclico mediante recursos mnemotécnicos que admitan una función adivinatoria y prospectiva. Al racionalismo abstracto y universalista que la primera propugna desde esquemas básicamente individualistas -la autodeterminación del sujeto moderno, por ejemplo, en Kant- la segunda le opone las potencialidades de la imaginación y la decisión ancladas en la vivencia colectiva y en la concreción de cada contexto particular.
La estimulante reflexión de Lotman no se adentra, sin embargo, en los posibles puntos de contacto. Si disponemos de amplia información sobre las formas de poder autoritario y elitista corrientes en la Antigüedad Clásica europea, no puede decirse lo mismo del caso de los Ndembu centroafricanos -que Lotman utiliza como ilustración de prácticas de oralidad. Sabemos, a pesar de todo, algo sobre su falta de libertad y el carácter rígidamente conservador de su cultura: “para los Ndembu el acto de decidir significa el rechazo de la costumbre, de los roles sancionados por los siglos. Tal rechazo ya de por sí se valora negativamente: está considerado en relación o con la semántica de la violación del orden establecido, es decir con la brujería, o con cualidades negativas del hombre, como la falsedad y la indecisión” (Lotman, 1993c: 8). Según esto, parece razonable deducir al menos un factor común entre ambos casos: la disposición de instituciones sociales específicas destinadas al control dogmático de la población. El análisis de los condicionantes económicos y políticos que hicieran luz sobre el alcance y las reservas de este hipotético punto de encuentro no es abordado por el teórico de Tartu, pese a dar la impresión de caracterizar positivamente -por descalificación del contrario- las culturas orales del pasado, reprimidas por la fuerza bruta -como en el episodio del Éxodo en que Moisés, el más alto representante en la tierra de la Sagrada Escritura, encuentra al pueblo danzando y, encendido en ira, quema y destroza el ídolo que éste adora. Creo que esta línea de aportaciones e hipótesis analíticas ganarían en validez crítica, en sentido político, si incorporaran, de alguna forma, las implicaciones del papel constitutivo que la ideología social y sus condicionantes materiales e históricos juegan en el itinerario de las culturas.
En todo caso, Lotman comparte con E. Havelock el hecho de postular una relación entre lo oral y lo escrito en términos de oposición polar. Si para el célebre helenista importa resaltar la prioridad histórica de la oralidad -problemáticamente presentada como ‘herencia biológica’ (Havelock, 1995: 42)- esto se realiza de manera funcional a una distinción entre dos polos complementarios: lo oral, apoyado en un uso memorístico del lenguaje y en la primacía de la experiencia poético-rítmica, orientada hacia el acto, por un lado, y lo escrito, centrado en un uso lingüístico eventual y en la preponderancia de experiencias prosaico-abstractas, orientadas más claramente hacia el concepto (1995: 44). Se hace difícil, en este sentido, rastrear desde aquí probables vínculos de diverso tipo, su(s) dirección(es) tanto como sus posibilidades mismas de existencia.
Jeffrey Kittay intenta propiciar esta discusión, desde luego compleja, planteando precisamente la relación entre cultura escrita y cultura oral no en términos de oposición ni de suplementaiiedad sino de interdependencia (1995: 224-225): la escritura no intentaría entonces compensar la falta de explicitación que caracteriza lo oral, sino que operaría con formas diferentes de significación y comunicación. La distinción, sin embargo, no impide su mutua contaminación. Y a la inversa. A su vez, cada uno de los términos de la relación, encierra peculiaridades contradictorias. Si, de una parte, la escritura induce una combinación de discursos que puede propiciar el pensamiento crítico -más libre de las dependencias del contexto real, más próxima a la figuración de lo imposible-, de otra, su oficialización, en la Edad Media francesa, dispuso de la ausencia del emisor como forma más estable de verdad y autoridad, es decir, de resistencia a la crítica dialógica (Godzich/Kittay, 1987).
La investigación encuentra a menudo, por este camino, obstáculos considerables, sobre todo, en las limitaciones empíricas y los condicionantes concretos de cada cultura histórica específica, y en la continua traducibilidad mutua entre las dos formas culturales que nos ocupan. Su interrelación recíproca, las vías ensayadas o no de coherencia y/o conflicto entre ellas, sus lazos imprevistos... no tienen por qué constituir muros irrebasables sino, más bien, retos para una investigación preocupada por sus determinaciones y sus repercusiones históricas. Un esbozo de dicha distinción que no excluye interrelaciones problemáticas, con especial atención a su dimensión política, lo ha ensayado D. P. Pattanayak (1995: 148): “Bajo condiciones de oralidad, las personas identifican y resuelven problemas trabajando juntas. La cultura escrita provoca una ruptura de la unidad: permite y promueve la iniciativa individual y aislada para identificar y resolver problemas”.

Cruce y tensión cultural en la época de la cultura popular-masiva

Entre las transformaciones sociales provocadas por la Revolución Industrial, desde finales del siglo XVIII hasta entrado el siglo XIX, se encontró la consolidación de las nuevas redes que constituirían lo que, con posterioridad, se ha llamado industria de la cultura o cultura de masas. Su auge en extensión -hacia los sectores sociales más diversos y los países más alejados entre sí- y en intensidad -emisiones diarias y, en el caso de la radiotelevisión, sin descanso a lo largo de toda la franja horaria- ha alcanzado sus máximas cotas gracias a la labor internacional de EEUU en los años posteriores a la II Guerra Mundial hasta constituir, en la actualidad, una de las industrias más poderosas y fuertes -junto a la del armamento- en cuanto a inversión a nivel mundial. Ya en los primeros años sesenta publicaba E. Morin su célebre La industria cultural (originalmente, L’esprit du temps, Paris, Grasset, 1962) donde la caracterizaba, entre otros rasgos, por su voluntad de homogeneización de los productos y del público, su despersonalización y estandarización, el sincretismo de géneros y formas o la integración de las fronteras entre clases y de prácticas culturales de procedencia diversa -como la cultura popular-- en los presupuestos operativos de la clase burguesa. El privilegio de la pasividad física sobre la interacción corporal resultaba, para Morin, la característica más preocupante de esta especie de ‘segunda industrialización’ o ‘industrialización del espíritu’ (Morin, 1963: 9) cuya condición debe entenderse menos como una realidad fáctica o de hecho que como un proyecto, incesante y frenético, constantemente incumplido y renovado, de orden normativo. Sus apuestas decididas por lo lúdico, el hedonismo y la espectacularización de lo real, así como el resto de sus tendencias fundamentales, quedaban sin embargo, para Morin, resumidas en continuas ambivalencias ante las que resulta costoso tomar posición. Sin ir más lejos, piensa, por ejemplo, que la tecnología masiva maquiniza a los sujetos tanto como subjetiviza los objetos o que “al individualismo burgués lo integra transformándolo y lo transforma generalizándolo” (1963: 191).
A finales de la década de los setenta, las principales consecuencias sociales de la cultura de masas podían ya ser agrupadas en puntos (Gubern, 1978: 19-21) como un incremento del sedentarismo y declive del contacto interpersonal, o como la creciente necesidad de control y censura sobre el acervo de programas disponibles. Y todo ello, como se ha apuntado, desde una sorprendente capacidad para el sincretismo y la hibridación a la hora de conjugar propuestas discursivas, valores y modos de conducta no sólo distintos sino a menudo opuestos.
Recuperando de Poster el concepto de modos de información en tanto categoría histórica que permite periodizar la historia según las variaciones estructurales del intercambio simbólico, Jenaro Talens repropone la validez de tres modelos básicos: “1) la relación cara a cara, mediatizada por el intercambio oral -equivalente a lo que Lotman denomina culturas no textualizadas; 2) la relación escrita, mediatizada por el intercambio impreso -equivalente a lo que Lotman denomina culturas textualizadas; y 3) el intercambio mediatizado por la electrónica. El primer estadio se caracterizaría por las correspondencias simbólicas; el segundo por la representación mediante signos; el tercero, por la simulación informática. En cada estadio la relación entre lenguaje y sociedad, idea y acción, identidad y alteridad es diferente” (Talens, 1994: 6). Al primero lo caracteriza una correspondencia fuerte entre palabra y cosa así como la presencia de un sujeto comunitario en interacción. Al segundo la representación de la cosa por la palabra de sujetos racionales y autónomos todavía en un grado relativo de conexión con sus contextos concretos que permite la toma de decisiones y la intervención práctica. Al tercero, en fin, la elevada velocidad de transmisión le provoca una aceleración del tiempo que desubica espacialmente y facilita la creación de simulacros o constructos simbólicos donde la cosa no es más que un flujo de significantes. Un buen ejemplo de esto sería la evolución contemporánea de la reproducción tecnológica musical, desde un primer estadio donde la actuación se ejecuta en directo, en el marco de una interacción tal vez limitada pero imprevisible -coros de intérpretes y público que vocean “¡Insumisión!” en la última gira de Mano Negra (1995)-, pasando por las grabaciones pioneras en discos, a principios del siglo XX, como reproducciones de la ejecución real, es decir, dependientes todavía de ésta como paradigma, hasta la realización de grabaciones que, siguiendo el ejemplo de Sargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band (The Beatles, 1967) simulan una ejecución en concierto directo. El concierto posterior deberá entonces parecerse a la grabación y no al revés -proceso que ha llegado a su extremo, por el momento, en el trabajo con el vídeo-clip. En el interín, las técnicas estereofónicas, en dolby o digitales, produjeron un desplazamiento curioso hacia la concepción de lo reproducido como copia mejorada, habilitada para un mejor sonido en disco que en directo. A la cabeza de las grabaciones registradas para ser escuchadas en casa (HI-FI) han venido estando los diversos géneros de música clásica propia de la alta cultura. Si de la primera pueden hablar las primeras formas populares del jazz o el rock, de la última, por su parte, habla su funcionamiento y difusión una vez pasaron a formar parte -en los años treinta-cuarenta o cincuenta-sesenta respectivamente- de los circuitos de (re)producción masiva.
La repercusión de estas apreciaciones en el desarrollo histórico y la comprensión crítica de la época de la hegemonía de lo popular-masivo se entorpece, con todo, sin una preocupación por subrayar su simultaneidad así como sus zonas de interferencia. Talens aclara que “dichos estadios no forman una secuencia temporal en la que cada estadio sustituye al anterior, sino que coexisten en un mismo tiempo y espacio, aunque uno de ellos sea el que articula y arroja nueva luz sobre los otros” (1994: 6-7). Por esta vía, sería pensable ensanchar los comentarios de Poster y del propio Lotman a propósito de lo oral y de lo escrito, así como reajustar sus premisas de cara al conocimiento teórico y la transformación política del presente -en su configuración cultural popular-masiva.
Como ejemplo, las frecuentes confusiones generadas por la noción popular podrán ser rastreables en sus innumerables definiciones. Para Roger Chartier, todas ellas responden a dos grandes modelos interpretativos: a) lo popular como alteridad autónoma, irreductible por la cultura letrada; b) lo popular como práctica dependiente de la cultura dominante (1994: l). Por su parte, Tony Bennett (1986) cree en una aproximación que vacíe inicialmente el término para poder darle después un contenido político móvil y adaptable según requieran las circunstancias. Encontrar por aquí, en fin, algunas vías híbridas y, por tanto, polémicas, implica seguramente plantear más preguntas que respuestas y despertar cuestiones tan resbaladizas como necesarias. En todo caso, “son cuestiones que no pueden ser resueltas de forma abstracta; sólo pueden ser respondidas políticamente” (Bennett, 1986: 20).
En cuanto a estas páginas, siguiendo la perspectiva de globalidad inscrita en la perspectiva semiótica de I.M. Lotman, intentan plantear la necesidad que la semiótica de la cultura tiene de abrirse a la conexión con la teoría de la ideología, con la historia y con la sociología. Éstas han venido encontrando un uso crítico consciente de su voluntad política, respectivamente, en las argumentaciones -entre otros- de F. Rossi-Landi, de E. P. Thompson (1977, 1979) y en las investigaciones de Raymond Williams y sus continuaciones en la corriente de cultural studies que ha procurado “liberarse de la ilusión de la existencia objetiva de las masas y moverse hacia una más real y activa concepción de los seres humanos y de sus relaciones” (1968: 394). Sólo así, desconfiando de toda especialización cómoda, puede ir haciéndose viable el conocimiento concreto de nuestra vida en común. Sobre todo para quienes busquen en este conocimiento no sólo una premisa sino también una de las formas, ya en marcha, de su transformación.

Referencias bibliográficas

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Este trabajo fue presentado en la Reunión Internacional In Memoriam Iuri M. Lotman, celebrada en Granada en octubre de 1995, y se publicó en En la esfera semiótica lotmaniana. Estudios en honor de Iuri Mijáilovich Lotman (M. Cáceres, ed.),Valencia, Episteme, 1997, páginas 208-222. El URL de este documento es http://www.ugr.es/~mcaceres/Entretextos/entre3/mendez.htm


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