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domingo, 10 de agosto de 2008

¿Y con el queso, cómo andamos?

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Historieta de entrada. Quien más, quien menos, muchos de los lectores recuerdan la leyenda de que el queso se inventó solo, porque un beduino, en un tiempo ignoto, transportaba leche en un estómago de cordero colgado de la montura de su camello, y en el sacondoleo que le produjo ese vaivén, al llegar a destino descubrió que se había formado una masa elástica y etc., etc. No sé, cuando hablamos de la manteca, que también hablaremos, parece que la casualidad y el azar fueron los grandes protagonistas de su aparición en la vida del hombre.

Lo real es que fue una de las formas más ingeniosas que consiguió el hombre de conservar los excedentes del ordeño, teniendo en cuenta que en la antigüedad había temporadas donde abundaba la leche por la existencia de pasturas frescas, a las que le seguían otras donde la disponibilidad láctea se acercaba a cero.

Fue el hombre que logró dominar los microbios, los pastos, los animales, y lógicamente el tiempo, creando sin cesar variedades de quesos que nunca terminan de sorprendernos.

Los romanos cuando no. En su escrito "Res Rustica", escrita posiblemente en el año 65 D.C., un tal Columela habla del método de elaboración por aquel tiempo. Luego Plinio hablaría de los quesos de Nimes, como asimismo de aquellos que provenían de los alpes franceses y dálmatas.

Lo técnico. La cuestión no tiene demasiados misterios básicos. La concentración se obtiene cuajando la leche y eliminando la mayor parte del agua, luego vinieron mejoras como agregarle sal y así demorar el proceso de putrefacción al que naturalmente tiende este alimento vivo. El imaginario dice que hace unos 5000 años que el hombre conoce el queso, y que caminando el tiempo entendió lo importante del añadido de sal, y más tarde los beneficios de cuajar a partir de un pedazo de estómago de animal, que generalmente era de cordero, lo que a su vez le añadió elasticidad a la masa obtenida.

Sospecha. En general se sospecha que aquellos primeros quesos deberían tener un fuerte parecido al actual queso feta que es bien conocido en Grecia y en la cuenca del Mediterráneo en general. Los datos más concretos y menos cercanos a la leyenda, dicen que las primeras muestras de la existencia del queso, vienen de una tumba egipcia datada en el año 2300 A.C.

Evolución. El queso se fue apartando de la cuenca del Mediterráneo, donde, como decíamos, sospechamos que nació, y avanzó hacia las zonas frías del norte europeo. Allí se fue viendo que se podía bajar tanto el nivel de acidez, como las cantidades de sal que se requerían para su conservación. Y entonces empezó a jugar un papel fundamental ese ingrediente que nunca pudo manejar el hombre: el tiempo. Así se prolongó sensiblemente el tiempo que va del nacimiento, a la evolución y final declinación de este alimento vivo.

Variedades. La Edad Media produjo una explosión de variedades de quesos que provenían especialmente de los diversos monasterios. Los registros que llevaban en la corte de Francia habla de que llegaban quesos de Brie, de Roquefort, de Comté, Martilles y Geromé (hoy más conocido como Münster). En tanto, en Inglaterra se desarrollaban los Cheshire, Cheddar y Stilton.

La cuestión social. Los quesos frescos que exigían un consumo inmediato generalmente los comían los pobres, quienes lo llamaban "la carne blanca", por el aporte de proteínas. Los más estacionados iban para los más ricos y los nobles. Ya a principios del siglo XIX Brillat-Savarin decía que había hasta algo de estético en esto del queso, y afirmaba: "un postre sin queso, es como una mujer bella a la que le falta un ojo?".

Declinación. Curiosamente la declinación la trajo el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se advirtió que las praderas europeas habían quedado desvastadas, y con ellas la industria lechera era casi inexistente. Entonces copó el espacio la producción industrial, que inundó el mercado de queso barato y de aspecto y sabores uniformes. Nunca las cosas volverían a ser como antes. Francia crea la "Appellation d?Origine" en 1973, pero finalmente, menos del 20% de la producción total se ajusta a estos parámetros. Y ni hablar de lo que sucede en los Estados Unidos, donde la utilización de los quesos para las comidas rápidas duplicó el consumo per cápita entre 1975 y el 2001, siendo que el queso artesanal prácticamente no ocupa ningún espacio.

¿Y por casa? En nuestro país no ha existido una tradición extendida de quesos locales, pero al mismo tiempo no ha pasado por los inconvenientes a consecuencia de las guerras. Claro que los inmigrantes, sobre todo italianos, llamaron a sus quesos como lo hacían en Italia: parmesano; sardo (Manuel, mi hermano, manejaba una quesera gigante en el almacén familiar, donde el sardo era el rey de los quesos estacionados), pero cuando viajamos y probamos el sardo italiano o el parmiggiano, nos damos cuenta que están a años luz de lo que se elabora en la Argentina.

Otro tanto con aquellos "franceses" como camembert, brie o roquefort. Recuerdo la primera vez que probé un roquefort en Toulouse me quería morir: no tenía nada, pero nada que ver con lo que había conocido hasta ese momento. Siempre nos dio lo mismo ponerle los nombres europeos, sin distinguir si los quesos eran a base de leche vacuna, de cabra o de oveja. Sin pudor, se etiquetan "manchego", y cuando uno prueba el vero manchego, choca con la desilusión de pensar ¿porqué no le habrán puesto Cambalache así comparábamos con nada de lo conocido?. Entiéndame bien: no digo que no sean quesos ricos y dignos.

Memorias de la infancia. Recuerdo que en la mesa de mis padres siempre había cuartirolo para comer durante la comida. La cosa es que mi hermano Gonzalo convivía con una ardilla correntina adiestrada (que dormía en su almohada), que adoraba subir a la mesa del comedor, cuando estaba la mesa puesta, y papá siempre bramaba cuando al sentarnos se advertía en el queso las marcas de las uñas de las manos de la ardilla, que había estado arrancando pedacitos de queso para comer. La ardilla no toma la comida directamente con la boca, sino que primero la toma y sujeta con sus hábiles manos.

No todas las leches son iguales. La leche de vaca es más neutra que otras leches. La de oveja y la de búfala (que se usa fundamentalmente para la mozzarella en la Campania italiana) tienen mayor contenido de grasa y proteínas. A su vez la leche de cabra tiene una cantidad menor de caseína cuajable lo que hace que su masa sea más desmenuzada o granulosa.

Asimismo, la leche de animales alimentados a base de ensilados (alfalfa, maíz) hace que se uniforme. Los animales que comen pasturas verdes, con flores, producen quesos con una mayor complejidad aromática y se reconocen por su color amarillo más oscuro, resultado de los pigmentos carotenoides presentes en la pastura fresca. Cuidado, si el tono es demasiado subido, tirando al naranja, mi amigo hay colorante presente en el proceso.

También uniformiza el pasteurizado, pero hay países que tienen prohibido vender quesos que no usen esta leche en su elaboración.

Quesos olorosos. Son variedades que no tuvieron mucho éxito en nuestro país, me refiero a variedades como el camembert o el romadour. En general el hombre ante el "olor a podrido" reacciona con aversión y eso es lo que le evita intoxicarse con alimentos descompuestos. Pero en el caso de los quesos, como en los vinos, está esa moda francesa que habla de la "pourriture noble" o podredumbre noble. Tan es así, que el poeta Leon-Paul Fargue, cuando se refiere al letrinoso camembert le da el título de "les pieds de Dieu" (los pies de Dios).

Maduración. Es lo que los franceses llaman el "affinage", que viene del latín "finus" y se usaba en la alquimia medieval para designar el refinamiento de materiales impuros. Aquí el quesero actúa como una suerte de enólogo para los vinos. En su habilidad para establecer, apelando al tiempo, cuando la cuajada salada, gomosa o terrosa, gracias a los microbios y las enzimas, se transforma en un queso delicioso. Navegando el Canal du Midi en Francia, hice un extenso viaje en bicicleta para llegar hasta donde había un "affineur" famoso en la localidad de Narbònne. Este hombre compraba quesos sin madurar, y los envolvía en hojas de castaño, guardándolos para venderlos en su mejor momento. ¡Un maestro!

Tema inagotable: como usted debe saber, existen maravillosos libros sobre el tema. Porque el tema es inagotable. Le quedo debiendo hablar de los quesos azules entre muchísimos otros. O aquellos que tienen gusanos comestibles y que hacían la delicia de Emiliano Cisneros.

También le deberé todo lo que se puede hacer en la cocina con queso. O hablarle del provolone de Magnasco, pero mi generoso amigo Horacio no me manda más y me he ido olvidando de sus virtudes. No sé, algo de no acabar.

Pero no puedo dejar de aconsejarle que termine su comida comiendo algo de queso, por razones medicinales. Le cuento: hace décadas que se sabe que comer queso retarda el deterioro de los dientes. No se sabe bien porqué, pero parece que si se come queso al final de la comida, cuando la producción de ácido en la boca por los estreptococos está en aumento, el calcio y el fosfato del queso se difunden en las colonias bacterianas y bloquean el incremento del ácido. Este dato me valdrá un aplauso y una crítica. Norberto Vinelli me felicitará. Jorge Schussheim me criticará. En fin, no se puede dejar a todos contentos.


Por Alejandro Maglione
La Nación 8/8/2008
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