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viernes, 12 de febrero de 2010

Avedon

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por Roland Barthes


Miren una fotografía de Avedon; verán en acción la paradoja de todo gran arte, de todo arte de gran alcurnia: el extremo finito de la imagen abre al extremo infinito de la contemplación, de la estupefacción. ¡De cuántas fotos no se dice bastante tontamente que están “vivas”, “animadas”, etc., valores míticos que son movilizados por la publicidad de los materiales fotográficos! Pero el arte de Avedon es hacer fotos inmóviles, y, desde ese momento, inagotables como un objeto de fascinación: lo que fascina está a la vez muerto y vivo, y por eso es fascinante. Los cuerpos que Avedon fotografía son en cierto sentido cadáveres, pero esos cadáveres tienen ojos vivos que nos miran y que piensan: este arte realista es también un arte fantástico.

De ahí una producción comprometida, que abre inmediatamente una crítica social y que, sin embargo, no cae en el estereotipo del compromiso: Avedon, en una parte de las fotos que he visto, manifiesta la opacidad, la dureza, la tristeza involuntaria del establishment norteamericano, todo lo que hace del hombre que llega un cuerpo cerrado, que le ha dado demasiado al poder y no lo suficiente al goce; pero, en una segunda parte de su obra, y a veces en las mismas fotos (¿por qué no?, la Historia es complicada), sin abandonar su estilo, nos invita a mirar algo muy distinto: la pensatividad, la severidad dulce, la inteligencia liberada de las posturas de la inteligencia, enteramente recogida en los ojos, que nunca mienten. De ahí que, delante de una fotografía de Avedon, nos comuniquemos siempre con el modelo: no solamente nos habla, o mejor aún, por más desgarrador, nos quiere hablar, sino que también le respondemos, queremos responderle, a través de la imposibilidad misma en que nos hallamos de despegarnos de esa imagen que nos retiene sin repetirse (¿es por lo tanto amorosa la relación que mantenemos con estas fotos?).

Así pasé toda una velada mirando las fotos de Avedon; la víspera, había ido al cine, donde me había aburrido un poco, y comparaba (aunque con cierta injusticia) estas dos artes. El de Avedon arrastra hacia una teoría de la Fotografía, injustamente entregada hoy en día a la Teoría floreciente del cine o incluso de la Historieta. Como producción, la Fotografía se ve sometida a dos coartadas insoportables: tan pronto se la sublima en las especies de la “fotografía artística”, que niega precisamente la fotografía como arte, como se la viriliza en las especies de la foto de reportaje, que obtiene su prestigio del objeto que ha capturado. Pero la Fotografía no es ni una pintura ni... una fotografía; es un Texto, es decir, una meditación compleja, extremadamente compleja, sobre el sentido.

He aquí, por ejemplo, todo lo que leo en una fotografía de Avedon, los siete dones que me hace: en primer lugar, lo verdadero, la verdad, la sensación de verdad, la exclamación de verdad (“¡qué verdadero!”); luego, el carácter (la pensatividad, la tristeza, la severidad, la satisfacción, la alegría, etc.); luego, el tipo (el hombre político, el escritor, el empresario); luego, Eros, un compromiso, ya seductor, ya repulsivo, con el afecto; luego, la muerte, la vocación de cadáver; luego, el pasado, lo que ha sido captado no puede volver, no se puede volver a tocar; por último, el séptimo sentido es precisamente el que resiste a todos los otros, es el suplemento indecible, la evidencia de que, en la imagen, hay siempre algo más: lo inagotable; lo intratable de la Fotografía (¿el deseo?).

Las fotos de Avedon me obligan a hacer todo este recorrido y a volver a empezarlo sin descanso; con ellas no se termina nunca; son ricas y desnudas a la vez, dan sin cesar, y sin cesar retienen; en suma, son las figuras mismas de una dialéctica: en ellas, la mayor intensidad de sentido, y, finalmente, la carencia misma de sentido, parte de un goce contenido. El primer lugar, los sentidos abundan, la excitación está en su apogeo; luego, conducido por una mano inflexible, aunque supremamente discreta, la de Avedon, el sentido se extenúa: del cuerpo representado no queda ningún adjetivo seguro. Creo que, si Avedon me fotografiara, yo no tendría ningunas ganas de juzgar mi propio cuerpo (con cuya imagen, como cada hijo de vecino, mantengo relaciones espinosas), ni de encontrarse demasiado esto, no lo bastante aquello: mi cuerpo se empeñaría simplemente en ser, en persistir, la fotografía de Avedon no juega (contrariamente a la imagen fotográfica), nadie es feo, nadie es bello (salvo, por una excepción que firma el resto del proyecto, los dos muchachos desnudos de la “Factory” de Andy Warhol). En resumen, sería tal, y en ese tal de mi cuerpo sentiría tal vez parte de la serenidad de los grandes sabios orientales.


Roland Barthes, “Tales”, en La Torre Eiffel, Ed. Paidós.


Texto aparecido en la revista Photo, 1977, con motivo de la publicación del libro del fotógrafo norteamericano Richard Avedon, Portraits, Ed. du Chê


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