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por Mario Goloboff
UNLP - Universidad Nacional de la Plata
El presente trabajo examina las relaciones de Roberto Arlt con el mundo de la literatura a fin de desmentir la imagen de un “advenedizo” o “semianalfabeto” que ciertas críticas y también algunas afirmaciones del propio autor han contribuido a crear. Por el contrario, se intenta demostrar que si lo que Arlt se propuso (y en cierto modo logró) fue dinamitar el edificio literario de su época, las armas con las que contó estaban en los libros, en los arsenales literarios que supo frecuentar.
Son innumerables las frases y las anécdotas que se atribuyen a Roberto Arlt para justificar su personalidad espontánea, anticonformista, iconoclasta y, en el plano específicamente referido a la producción literaria, a su autodidactismo, a su falta de respeto por las reglas, por las enseñanzas, por el pasado o el presente cultural y literario.
Estas dilatadas versiones, que aún hoy tienen abundante circulación y eco, encuentran, naturalmente, su asidero en algunos elementos reales de la biografía arltiana así como en el aliento que en no pocas ocasiones él mismo les infundió. Pero la exageración de tal anecdotario, al convertir lo parcial en absoluto, falsea la visión íntegra del autor y la interpretación de un trabajo que fue, como alguna vez lo llamé, especialmente “de corrosión de signos” (por el carácter rebelde y aun revolucionario de su literatura respecto de su tiempo y de las normas que lo regían).
Aquellas exageraciones han conducido a pensar en un Arlt naif, un verdadero ingenuo en el sistema literario, un vitalista de la literatura frente al carácter eminentemente intelectual de dicha actividad, tan presente en algunos de sus oficiantes contemporáneos. En suma: el escritor habría sido un puro, un intuitivo, un “crudo”, una especie de “buen nativo” en medio del “cocido” mundo de las lucubraciones literarias.
En realidad, esas deformaciones provienen del hecho de considerarlo casi como colocado fuera de la literatura, en la “pura vida”, e ingresado en ella poco menos que exóticamente, o a contramano, o a pesar suyo, cuando ciertamente el único modo que tuvo Arlt de estar y de ser en su corta vida fue escribiendo.
No obstante cierta unanimidad en la crítica y en la conciencia popular sobre ese carácter más bien rústico de la formación arltiana, tiendo a pensar que si de algún lado vienen los famosos “cross a la mandíbula” de Arlt es del propio universo literario; que sus alzamientos, sus rebeliones, sus enormes logros, se obtienen demoliendo desde dentro el mecanismo o, para decirlo con una figura más ajustada, y que creo no me pertenece “destruyendo la muralla con sus propias piedras”.
Arlt es, ante todo, una “máquina literaria”. Surge de la literatura, por propia decisión, y va hacia ella (hacia su instalación y su perduración en ella) con una voluntad, una tenacidad, una determinación y una fuerza que tienen pocos equivalentes entre sus contemporáneos, y que le permiten conseguir (en muy pocos años, al fin y al cabo) el absoluto logro de sus objetivos más fantasiosos: perpetuarse, quedar, ser crecientemente leído y celebrado (Salvando las distancias entre autor - protagonista, Silvio Astier en El juguete rabioso dice: “No me importa no tener traje, ni plata, ni nada -y casi con vergüenza me confesé-: lo que yo quiero es ser admirado de los demás, elogiado de los demás [...]. ¡Ah, si se pudiera descubrir algo para no morir nunca; vivir aunque fuera quinientos años!”).
A partir de sus tempranas y cuantiosas experiencias literarias, Arlt está proponiendo a la literatura de su país y de su tiempo, y simultáneamente a su propia capacidad creadora, una suerte de desafío. Su conocimiento de buena parte de la literatura extranjera, su conciencia de que algo diferente está pasando en ese terreno, su irritación frente a la mojigatería local, lo ayudan sin duda a desatar las fuerzas que germinan en su interioridad, a elegirse como escritor (y como un escritor diferente), a decidir que la literatura, la palabra escrita, será su arma de combate.
Así, en medio de una sociedad que vivía inmensos sacudimientos sociales bajo una cómoda formalidad, y frente a una literatura que no la cuestionaba en profundidad (y que, salvo contadas excepciones, tampoco se cuestionaba) la aparición de la narrativa arltiana puede interpretarse hoy como la manifestación de un doble ataque: a aquellas legalidades, y a ese sector del mundo cultural argentino cuya pareja superficialidad lo revelaba inepto para desnudar los males interiores de su sociedad. En este sentido, deben ser leídas diatribas tales como la que proferirá años después de la publicación de El juguete rabioso, en una de las Aguafuertes porteñas, donde la idea hallará formulación más que explícita: “Yo, con toda sinceridad, le declaro que ignoro para qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la obra de un señor Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor Capdevila, para circunscribirme a este país”.
Y en efecto, desde el origen literario de los delitos y de los inventos de Silvio Astier (que son la fuente única en la cual abrevan todas las ensoñaciones del primer protagonista de la ficción arltiana) parece ir conformándose una doble y firme perspectiva de su oficio. A la par que se va consolidando el aspecto inventivo, ficticio (y, con él, lo desbordante, lo pasional de la vocación: escribir como pulsión irreprimible; escribir porque si no se muere...), surge, con no menor firmeza, un proyecto de lo que se hace sentir como “una carrera literaria”. No en el sentido bastardo del término, pero sí en ese aspecto productivista del Arlt que escribe como un trabajo, y también como si estuviera cumpliendo con un mandato, con una misión. Es el Arlt que lleva la cuenta, y el que nos “cuenta” el número de páginas que tiene escritas o las que escribe diariamente, las líneas, las palabras. Y cómo, de qué manera, en qué condiciones (pésimas, por lo general), debe llenar siempre las páginas.
Es el Arlt que siempre está apurado, que corre, ansioso, porque debe escribir más, porque ya está escribiendo otra cosa, y debe decirnos, anunciarnos que lo hace.
En algunos de sus comentarios a los textos de ficción, en algunas de sus Aguafuertes, lo vemos bajo este aspecto verdaderamente llamativo. “El porvenir es triunfalmente nuestro (escribe, por ejemplo, en las “Palabras del autor” que abren Los lanzallamas). Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la Underwood, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela”. Y en la “Nota” escrita al finalizarla informa: “Dada la prisa con que fue terminada esta novela, pues cuatro mil líneas fueron escritas entre fines de septiembre y el 22 de octubre (y la novela consta de 10.300 líneas...”.
Hay también una “Aguafuerte” enteramente dedicada a contabilizar lo que ha hecho en un año al frente de su columna periodística, y que por ello lleva el sugestivo título “¡Con ésta van 365 !”, donde entre otras cosas dice:
Un año. 365 notas, o sea 156 metros de columna, lo cual equivale a 255.500 palabras. Es decir, que si estos 156 metros fueran de casimir, yo podría tener trajes para toda la vida, y si esas 255.500 palabras fueran 255.500 ladrillos, yo podría hacerme construir un palacio tan vasto y suntuoso como el de Alvear....
Es verdad que esos cómputos y ese detallismo surgen porque Arlt conoce bien el mercado, y porque es consciente del carácter también mercantil de lo que él produce, así como de ciertas leyes que rigen todo ese universo. Es por ello que, cubriendo buena parte de su ideología literaria, el precio, el pago, el trabajo, el costo y la ganancia, y todas las relaciones crematísticas, surcan indeleblemente su obra. Al respecto, afirma bien el conocido crítico italiano Antonio Melis:
Ninguno testimonia mejor que Roberto Arlt la irrupción de esta temática económica. En su alucinado mundo narrativo, la acción del dinero corroe todos los valores. En sus cuentos y en sus novelas encontramos una concentración de los términos relativos a la esfera económica que no tiene parangón1.
No creo, entonces, exagerado atribuirle a Arlt (contra una mitología de la marginación muy difundida) la asunción consciente de una carrera literaria. Y ello en los dos sentidos de la palabra. Primero, en lo que respecta al horizonte perseguido, los objetivos fijados, la comparación constante que establece con sus contemporáneos más famosos, y hasta la puntualidad con la que abordó la práctica y la consumación alternativa de los géneros: ensayo, novela, cuento, teatro... Y en segundo lugar, por el aspecto de lucha contra el reloj que tiene siempre (o que él siempre destaca en) su actividad: la celeridad con que escribe y publica, la ansiedad con que anuncia nuevos libros y nuevos títulos, la verdadera desesperación con que siente que el tiempo y su vida pasan.
Si toda carrera lo es en tanto y en cuanto se produce en el tiempo y se opone a él (como parece demostrarlo la célebre parábola de Aquiles y la tortuga); si, en definitiva, no hay otra dimensión -ni siquiera la del espacio- que la temporal (como parece enseñar la melancólica recherche de Proust), esta “carrera contra el tiempo” de Arlt, esta mención obsesiva de la cantidad y de la cronología, subrayan el carácter de empresa, de emprendimiento, de acumulación que está contenido en la obra arltiana. Una acumulación que se presenta como un reaseguro y, sobre todo, como una esperanza de cumplimiento, de terminación de una obra.
Tal vez sea también por eso que su literatura asume un carácter tan omnívoro.
Ser escritor significa para Arlt decirlo todo, no ocultar nada, perder “el respeto de la literatura” en temas y en lenguaje, es decir, hacer entrar en ella no sólo las anécdotas y los personajes que cierta literatura argentina hasta entonces se negaba, los pensamientos más insólitos y más descabellados, sino también, forzándola, las formas no académicas: las frases aisladas, las oraciones principales desfiguradas por el abuso y el desorden de sus complementos, la utilización excesiva de gerundios para evitar el empleo de oraciones independientes, la eliminación en ellos o en los participios pasados de las formas compuestas, la omisión o la equivocación de los artículos, el olvido de los pronombres relativos, y todo ello por el afán de ser directo, de ser breve y rápido, de acortar el mensaje, de “dejar los circunloquios”.
En otro aspecto, el lenguaje de sus ficciones contendrá obscenidades, extranjerismos y lunfardismos, a la par que, novedosamente, introducirá un tipo de metáfora tecnológica para describir paisajes o estados de ánimo, y todo esto de modo soberano y consciente, ya que condenará, desde su primera novela, una palabra que sólo es cuidadosa para garantizar su venta. “Para vender hay que empaparse de una sutilidad ‘mercurial’, escoger las palabras y cuidar los conceptos”, sostiene uno de los personajes de El juguete rabioso, mientras que la literatura, la novela, se elegirá como invención, aunque la costumbre y la necesidad impongan otra conducta: “Quiere ser inventor [le dirá socarronamente Monti a Silvio Astier] y no sabe vender un kilo de papel”.
Esa desmesurada oralidad, que no debe de ser sino una voracidad invertida, este acaparamiento para sí de los signos, de todos los signos y configuraciones posibles, creará léxico y formas igualmente desinhibidos, totalizadores.
Por otra parte, no fue menos voraz como lector. Es cierto que más de una vez él mismo coqueteó con la imagen del impromptu de la genialidad y de su falta de formación escolástica.. Pero no es menos cierto que, contradictoriamente, en su obra hay precisas y documentadas referencias librescas, cuando no declaraciones expresas como la siguiente: “Yo he leído muchas novelas. He empezado a leerlas a los doce años: tengo veinte y ocho. Así que hace diez y seis que leo a un término medio de cincuenta libros al año, lo cual significa seiscientas novelas” (“El cementerio del estómago”, Aguafuerte del 29 de enero de 1929).
Y ello es muy evidente en sus textos. Sin ir más lejos, su primera novela comienza con todo tipo de referencia libresca, la primera frase del libro cuenta cómo se inició en “los deleites y afanes de la literatura bandoleresca” gracias a un zapatero andaluz, el primer robo del Club de los Caballeros de la Media Noche es a una biblioteca (con un examen de libros que parece remedar al del barbero y el cura en El Quijote), su primer trabajo es en una librería, y planea por todo el relato de las aventuras de Silvio el omnipresente Rocambole, un personaje de la ficción folletinesca.
Poco antes, en el primer trabajo que publica entre el ensayo y la ficción, Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, hace gala, exhibe hasta la exageración, una apabullante información libresca, citando, con bastante pertinencia, a autores tan diversos como Stuart Mill y Schopenhauer, Saint Simon y Max Nordau, Nietzsche y De Quincey, Baudelaire, Verlaine, Wilde, Novalis, Valle Inclán, el norteamericano Whitman y el argentino leopoldo Lugones.
Fuera de la ficción, y sólo en sus Aguafuertes, un puntilloso análisis ha registrado menciones a 28 escritores franceses, 4 rusos, 20 españoles, 10 ingleses, 5 italianos, 7 estadounidenses, 13 hispanoamericanos no argentinos, 45 argentinos, más algunos portugueses, alemanes y orientales2 (2).
Uno de los escasos (y extensos) reportajes que se le hicieron, registra su conocimiento y sus gustos (en función de criterios muy precisos) sobre la literatura del país:
Podríamos entonces dividir a los escritores argentinos en tres categorías: españolizantes, afrancesados y rusófilos. Entre los primeros encontramos a Banchs, Capdevila, Bernárdez, Borges; entre los afrancesados a Lugones, Obligado, Güiraldes, Córdoba Iturburu, Nalé Roxlo, Lazcano Tegui, Mallea, Mariani, en sus actuales tendencias; y entre los rusófilos, Castelnuovo, Eichelbaum, yo, Barletta, Eandi, Enrique González Tuñón y en general casi todos los individuos del grupo llamado de Boedo.
Luego, explicita algunas preferencias:
Me gustan ciertos poemas de Lugones, Obligado, Córdoba, Rega Molina, Olivari... [...] Rojas creo que únicamente puede interesar a las ratas de biblioteca y a los estudiantes de filosofía y letras; Lynch y Quiroga me gustan mucho. Este último tiene antecedentes de literatura inglesa y se lo podría filiar entre Kipling y Jack London por sus motivos [...] ¿ Gálvez ? ¡ Yo no sé hacia donde camina ! Me da la sensación de ser un escritor que no tiene sobre qué escribir. Comenzó queriendo ser un Tolstoi y creo que terminará como un vulgar marqués de la Capránica haciendo novelones históricos. Francamente, creo que Gálvez no tiene nada que decir ya.
Cuando se le pregunta si del presente quedará algo, responde: “Güiraldes con su Don Segundo Sombra; Larreta con La gloria de Don Ramiro; Castelnuovo con Tinieblas; yo con El juguete rabioso; Mallea con Cuentos para una inglesa desesperada. De estos libros algo va a quedar. El resto se hunde3”.
Otro ejemplo certero, no sólo sobre sus conocimientos literarios sino también sobre su intuición y juicio, es aquella carta dirigida a Leopoldo Marechal el 30 de Octubre de 1939 con motivo de la lectura de un poema:
Querido Leopoldo: Te escribe Roberto Arlt.
He leído en La Nación tu poema “El Centauro”. Me produjo una impresión extraordinaria, la misma que recibí en Europa al entrar por primera vez en una catedral de piedra. Poéticamente, sos lo más grande que tenemos en lengua castellana.
Desde los tiempos de Rubén Darío, no se escribió nada semejante en dolida serenidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de producir en prosa algo tan bello como lo tuyo se me debilite. Te envidio tu alegría y tu emoción. Que te vaya bien.
Arlt muestra, asimismo, lectura y muchas veces familiaridad con Quevedo y Cervantes, Anatole France y Flaubert, Dickens y Wilde, Dostoievski y Gorki, Poe y London, entre muchísimos más.
Pero fuera de estas abundantes menciones (que, por un lado, trasuntan el deseo de señalar un campo de pertenencias o una no desigual jerarquía y, por otro, un conocimiento y un manejo cómodo del linaje), lo que quizás sea más importante es la ficcionalización de lecturas, de aventuras, de protagonistas; el poner en marcha ficciones a partir de otras; el crear lazos intertextuales e interculturales en una escritura que no sólo los menciona y los levanta como modelos sino que los resume y los engloba.
Tal vez actúe, como contracara de ese conjunto letrado (y permita entenderlo mejor), aquel singular cuento que, en la edición inicial (alterada en su orden en ediciones posteriores a su muerte) encabezaba el libro El jorobadito: me refiero a “Escritor fracasado”, notable juicio sobre el ambiente literario de su época, ajuste de cuentas con el medio, expresión del temor a la esterilidad y fantasía sobre un libro negativo, espejo negro de la literatura, texto congelado.
Todo lo cual exhibe una imagen que dista bastante de la de un advenedizo a las letras, de la de un semianalfabeto. Bien al contrario: no hace más que demostrar que si lo que Arlt se propuso (y en gran medida logró) era dinamitar el edificio literario de su época, las armas con las que contó estaban en los libros, en los arsenales literarios que supo frecuentar. En suma, en esa historia no diacrónica, abultada, despareja, siempre móvil, cerrada y siempre abierta, siempre rica, inextinguible, que es la biblioteca.
Notas
1Antonio Melis. “Spunti di ricerca sull’América Latina”. En Quaderni Storici, Nº 34. Ancona, enero-abril 1977.
2 Cf. Daniel C. Scroggins. Las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt. Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1981.
3 La literatura argentina. Año 1, Nº 12. Buenos Aires, agosto de 1929, pp. 25 y ss.
Revista de Literaturas Modernas N° 32 Año 2002
Universidad Nacional de Cuyo
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por Mario Goloboff
UNLP - Universidad Nacional de la Plata
El presente trabajo examina las relaciones de Roberto Arlt con el mundo de la literatura a fin de desmentir la imagen de un “advenedizo” o “semianalfabeto” que ciertas críticas y también algunas afirmaciones del propio autor han contribuido a crear. Por el contrario, se intenta demostrar que si lo que Arlt se propuso (y en cierto modo logró) fue dinamitar el edificio literario de su época, las armas con las que contó estaban en los libros, en los arsenales literarios que supo frecuentar.
Son innumerables las frases y las anécdotas que se atribuyen a Roberto Arlt para justificar su personalidad espontánea, anticonformista, iconoclasta y, en el plano específicamente referido a la producción literaria, a su autodidactismo, a su falta de respeto por las reglas, por las enseñanzas, por el pasado o el presente cultural y literario.
Estas dilatadas versiones, que aún hoy tienen abundante circulación y eco, encuentran, naturalmente, su asidero en algunos elementos reales de la biografía arltiana así como en el aliento que en no pocas ocasiones él mismo les infundió. Pero la exageración de tal anecdotario, al convertir lo parcial en absoluto, falsea la visión íntegra del autor y la interpretación de un trabajo que fue, como alguna vez lo llamé, especialmente “de corrosión de signos” (por el carácter rebelde y aun revolucionario de su literatura respecto de su tiempo y de las normas que lo regían).
Aquellas exageraciones han conducido a pensar en un Arlt naif, un verdadero ingenuo en el sistema literario, un vitalista de la literatura frente al carácter eminentemente intelectual de dicha actividad, tan presente en algunos de sus oficiantes contemporáneos. En suma: el escritor habría sido un puro, un intuitivo, un “crudo”, una especie de “buen nativo” en medio del “cocido” mundo de las lucubraciones literarias.
En realidad, esas deformaciones provienen del hecho de considerarlo casi como colocado fuera de la literatura, en la “pura vida”, e ingresado en ella poco menos que exóticamente, o a contramano, o a pesar suyo, cuando ciertamente el único modo que tuvo Arlt de estar y de ser en su corta vida fue escribiendo.
No obstante cierta unanimidad en la crítica y en la conciencia popular sobre ese carácter más bien rústico de la formación arltiana, tiendo a pensar que si de algún lado vienen los famosos “cross a la mandíbula” de Arlt es del propio universo literario; que sus alzamientos, sus rebeliones, sus enormes logros, se obtienen demoliendo desde dentro el mecanismo o, para decirlo con una figura más ajustada, y que creo no me pertenece “destruyendo la muralla con sus propias piedras”.
Arlt es, ante todo, una “máquina literaria”. Surge de la literatura, por propia decisión, y va hacia ella (hacia su instalación y su perduración en ella) con una voluntad, una tenacidad, una determinación y una fuerza que tienen pocos equivalentes entre sus contemporáneos, y que le permiten conseguir (en muy pocos años, al fin y al cabo) el absoluto logro de sus objetivos más fantasiosos: perpetuarse, quedar, ser crecientemente leído y celebrado (Salvando las distancias entre autor - protagonista, Silvio Astier en El juguete rabioso dice: “No me importa no tener traje, ni plata, ni nada -y casi con vergüenza me confesé-: lo que yo quiero es ser admirado de los demás, elogiado de los demás [...]. ¡Ah, si se pudiera descubrir algo para no morir nunca; vivir aunque fuera quinientos años!”).
A partir de sus tempranas y cuantiosas experiencias literarias, Arlt está proponiendo a la literatura de su país y de su tiempo, y simultáneamente a su propia capacidad creadora, una suerte de desafío. Su conocimiento de buena parte de la literatura extranjera, su conciencia de que algo diferente está pasando en ese terreno, su irritación frente a la mojigatería local, lo ayudan sin duda a desatar las fuerzas que germinan en su interioridad, a elegirse como escritor (y como un escritor diferente), a decidir que la literatura, la palabra escrita, será su arma de combate.
Así, en medio de una sociedad que vivía inmensos sacudimientos sociales bajo una cómoda formalidad, y frente a una literatura que no la cuestionaba en profundidad (y que, salvo contadas excepciones, tampoco se cuestionaba) la aparición de la narrativa arltiana puede interpretarse hoy como la manifestación de un doble ataque: a aquellas legalidades, y a ese sector del mundo cultural argentino cuya pareja superficialidad lo revelaba inepto para desnudar los males interiores de su sociedad. En este sentido, deben ser leídas diatribas tales como la que proferirá años después de la publicación de El juguete rabioso, en una de las Aguafuertes porteñas, donde la idea hallará formulación más que explícita: “Yo, con toda sinceridad, le declaro que ignoro para qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la obra de un señor Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor Capdevila, para circunscribirme a este país”.
Y en efecto, desde el origen literario de los delitos y de los inventos de Silvio Astier (que son la fuente única en la cual abrevan todas las ensoñaciones del primer protagonista de la ficción arltiana) parece ir conformándose una doble y firme perspectiva de su oficio. A la par que se va consolidando el aspecto inventivo, ficticio (y, con él, lo desbordante, lo pasional de la vocación: escribir como pulsión irreprimible; escribir porque si no se muere...), surge, con no menor firmeza, un proyecto de lo que se hace sentir como “una carrera literaria”. No en el sentido bastardo del término, pero sí en ese aspecto productivista del Arlt que escribe como un trabajo, y también como si estuviera cumpliendo con un mandato, con una misión. Es el Arlt que lleva la cuenta, y el que nos “cuenta” el número de páginas que tiene escritas o las que escribe diariamente, las líneas, las palabras. Y cómo, de qué manera, en qué condiciones (pésimas, por lo general), debe llenar siempre las páginas.
Es el Arlt que siempre está apurado, que corre, ansioso, porque debe escribir más, porque ya está escribiendo otra cosa, y debe decirnos, anunciarnos que lo hace.
En algunos de sus comentarios a los textos de ficción, en algunas de sus Aguafuertes, lo vemos bajo este aspecto verdaderamente llamativo. “El porvenir es triunfalmente nuestro (escribe, por ejemplo, en las “Palabras del autor” que abren Los lanzallamas). Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la Underwood, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela”. Y en la “Nota” escrita al finalizarla informa: “Dada la prisa con que fue terminada esta novela, pues cuatro mil líneas fueron escritas entre fines de septiembre y el 22 de octubre (y la novela consta de 10.300 líneas...”.
Hay también una “Aguafuerte” enteramente dedicada a contabilizar lo que ha hecho en un año al frente de su columna periodística, y que por ello lleva el sugestivo título “¡Con ésta van 365 !”, donde entre otras cosas dice:
Un año. 365 notas, o sea 156 metros de columna, lo cual equivale a 255.500 palabras. Es decir, que si estos 156 metros fueran de casimir, yo podría tener trajes para toda la vida, y si esas 255.500 palabras fueran 255.500 ladrillos, yo podría hacerme construir un palacio tan vasto y suntuoso como el de Alvear....
Es verdad que esos cómputos y ese detallismo surgen porque Arlt conoce bien el mercado, y porque es consciente del carácter también mercantil de lo que él produce, así como de ciertas leyes que rigen todo ese universo. Es por ello que, cubriendo buena parte de su ideología literaria, el precio, el pago, el trabajo, el costo y la ganancia, y todas las relaciones crematísticas, surcan indeleblemente su obra. Al respecto, afirma bien el conocido crítico italiano Antonio Melis:
Ninguno testimonia mejor que Roberto Arlt la irrupción de esta temática económica. En su alucinado mundo narrativo, la acción del dinero corroe todos los valores. En sus cuentos y en sus novelas encontramos una concentración de los términos relativos a la esfera económica que no tiene parangón1.
No creo, entonces, exagerado atribuirle a Arlt (contra una mitología de la marginación muy difundida) la asunción consciente de una carrera literaria. Y ello en los dos sentidos de la palabra. Primero, en lo que respecta al horizonte perseguido, los objetivos fijados, la comparación constante que establece con sus contemporáneos más famosos, y hasta la puntualidad con la que abordó la práctica y la consumación alternativa de los géneros: ensayo, novela, cuento, teatro... Y en segundo lugar, por el aspecto de lucha contra el reloj que tiene siempre (o que él siempre destaca en) su actividad: la celeridad con que escribe y publica, la ansiedad con que anuncia nuevos libros y nuevos títulos, la verdadera desesperación con que siente que el tiempo y su vida pasan.
Si toda carrera lo es en tanto y en cuanto se produce en el tiempo y se opone a él (como parece demostrarlo la célebre parábola de Aquiles y la tortuga); si, en definitiva, no hay otra dimensión -ni siquiera la del espacio- que la temporal (como parece enseñar la melancólica recherche de Proust), esta “carrera contra el tiempo” de Arlt, esta mención obsesiva de la cantidad y de la cronología, subrayan el carácter de empresa, de emprendimiento, de acumulación que está contenido en la obra arltiana. Una acumulación que se presenta como un reaseguro y, sobre todo, como una esperanza de cumplimiento, de terminación de una obra.
Tal vez sea también por eso que su literatura asume un carácter tan omnívoro.
Ser escritor significa para Arlt decirlo todo, no ocultar nada, perder “el respeto de la literatura” en temas y en lenguaje, es decir, hacer entrar en ella no sólo las anécdotas y los personajes que cierta literatura argentina hasta entonces se negaba, los pensamientos más insólitos y más descabellados, sino también, forzándola, las formas no académicas: las frases aisladas, las oraciones principales desfiguradas por el abuso y el desorden de sus complementos, la utilización excesiva de gerundios para evitar el empleo de oraciones independientes, la eliminación en ellos o en los participios pasados de las formas compuestas, la omisión o la equivocación de los artículos, el olvido de los pronombres relativos, y todo ello por el afán de ser directo, de ser breve y rápido, de acortar el mensaje, de “dejar los circunloquios”.
En otro aspecto, el lenguaje de sus ficciones contendrá obscenidades, extranjerismos y lunfardismos, a la par que, novedosamente, introducirá un tipo de metáfora tecnológica para describir paisajes o estados de ánimo, y todo esto de modo soberano y consciente, ya que condenará, desde su primera novela, una palabra que sólo es cuidadosa para garantizar su venta. “Para vender hay que empaparse de una sutilidad ‘mercurial’, escoger las palabras y cuidar los conceptos”, sostiene uno de los personajes de El juguete rabioso, mientras que la literatura, la novela, se elegirá como invención, aunque la costumbre y la necesidad impongan otra conducta: “Quiere ser inventor [le dirá socarronamente Monti a Silvio Astier] y no sabe vender un kilo de papel”.
Esa desmesurada oralidad, que no debe de ser sino una voracidad invertida, este acaparamiento para sí de los signos, de todos los signos y configuraciones posibles, creará léxico y formas igualmente desinhibidos, totalizadores.
Por otra parte, no fue menos voraz como lector. Es cierto que más de una vez él mismo coqueteó con la imagen del impromptu de la genialidad y de su falta de formación escolástica.. Pero no es menos cierto que, contradictoriamente, en su obra hay precisas y documentadas referencias librescas, cuando no declaraciones expresas como la siguiente: “Yo he leído muchas novelas. He empezado a leerlas a los doce años: tengo veinte y ocho. Así que hace diez y seis que leo a un término medio de cincuenta libros al año, lo cual significa seiscientas novelas” (“El cementerio del estómago”, Aguafuerte del 29 de enero de 1929).
Y ello es muy evidente en sus textos. Sin ir más lejos, su primera novela comienza con todo tipo de referencia libresca, la primera frase del libro cuenta cómo se inició en “los deleites y afanes de la literatura bandoleresca” gracias a un zapatero andaluz, el primer robo del Club de los Caballeros de la Media Noche es a una biblioteca (con un examen de libros que parece remedar al del barbero y el cura en El Quijote), su primer trabajo es en una librería, y planea por todo el relato de las aventuras de Silvio el omnipresente Rocambole, un personaje de la ficción folletinesca.
Poco antes, en el primer trabajo que publica entre el ensayo y la ficción, Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, hace gala, exhibe hasta la exageración, una apabullante información libresca, citando, con bastante pertinencia, a autores tan diversos como Stuart Mill y Schopenhauer, Saint Simon y Max Nordau, Nietzsche y De Quincey, Baudelaire, Verlaine, Wilde, Novalis, Valle Inclán, el norteamericano Whitman y el argentino leopoldo Lugones.
Fuera de la ficción, y sólo en sus Aguafuertes, un puntilloso análisis ha registrado menciones a 28 escritores franceses, 4 rusos, 20 españoles, 10 ingleses, 5 italianos, 7 estadounidenses, 13 hispanoamericanos no argentinos, 45 argentinos, más algunos portugueses, alemanes y orientales2 (2).
Uno de los escasos (y extensos) reportajes que se le hicieron, registra su conocimiento y sus gustos (en función de criterios muy precisos) sobre la literatura del país:
Podríamos entonces dividir a los escritores argentinos en tres categorías: españolizantes, afrancesados y rusófilos. Entre los primeros encontramos a Banchs, Capdevila, Bernárdez, Borges; entre los afrancesados a Lugones, Obligado, Güiraldes, Córdoba Iturburu, Nalé Roxlo, Lazcano Tegui, Mallea, Mariani, en sus actuales tendencias; y entre los rusófilos, Castelnuovo, Eichelbaum, yo, Barletta, Eandi, Enrique González Tuñón y en general casi todos los individuos del grupo llamado de Boedo.
Luego, explicita algunas preferencias:
Me gustan ciertos poemas de Lugones, Obligado, Córdoba, Rega Molina, Olivari... [...] Rojas creo que únicamente puede interesar a las ratas de biblioteca y a los estudiantes de filosofía y letras; Lynch y Quiroga me gustan mucho. Este último tiene antecedentes de literatura inglesa y se lo podría filiar entre Kipling y Jack London por sus motivos [...] ¿ Gálvez ? ¡ Yo no sé hacia donde camina ! Me da la sensación de ser un escritor que no tiene sobre qué escribir. Comenzó queriendo ser un Tolstoi y creo que terminará como un vulgar marqués de la Capránica haciendo novelones históricos. Francamente, creo que Gálvez no tiene nada que decir ya.
Cuando se le pregunta si del presente quedará algo, responde: “Güiraldes con su Don Segundo Sombra; Larreta con La gloria de Don Ramiro; Castelnuovo con Tinieblas; yo con El juguete rabioso; Mallea con Cuentos para una inglesa desesperada. De estos libros algo va a quedar. El resto se hunde3”.
Otro ejemplo certero, no sólo sobre sus conocimientos literarios sino también sobre su intuición y juicio, es aquella carta dirigida a Leopoldo Marechal el 30 de Octubre de 1939 con motivo de la lectura de un poema:
Querido Leopoldo: Te escribe Roberto Arlt.
He leído en La Nación tu poema “El Centauro”. Me produjo una impresión extraordinaria, la misma que recibí en Europa al entrar por primera vez en una catedral de piedra. Poéticamente, sos lo más grande que tenemos en lengua castellana.
Desde los tiempos de Rubén Darío, no se escribió nada semejante en dolida serenidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de producir en prosa algo tan bello como lo tuyo se me debilite. Te envidio tu alegría y tu emoción. Que te vaya bien.
Arlt muestra, asimismo, lectura y muchas veces familiaridad con Quevedo y Cervantes, Anatole France y Flaubert, Dickens y Wilde, Dostoievski y Gorki, Poe y London, entre muchísimos más.
Pero fuera de estas abundantes menciones (que, por un lado, trasuntan el deseo de señalar un campo de pertenencias o una no desigual jerarquía y, por otro, un conocimiento y un manejo cómodo del linaje), lo que quizás sea más importante es la ficcionalización de lecturas, de aventuras, de protagonistas; el poner en marcha ficciones a partir de otras; el crear lazos intertextuales e interculturales en una escritura que no sólo los menciona y los levanta como modelos sino que los resume y los engloba.
Tal vez actúe, como contracara de ese conjunto letrado (y permita entenderlo mejor), aquel singular cuento que, en la edición inicial (alterada en su orden en ediciones posteriores a su muerte) encabezaba el libro El jorobadito: me refiero a “Escritor fracasado”, notable juicio sobre el ambiente literario de su época, ajuste de cuentas con el medio, expresión del temor a la esterilidad y fantasía sobre un libro negativo, espejo negro de la literatura, texto congelado.
Todo lo cual exhibe una imagen que dista bastante de la de un advenedizo a las letras, de la de un semianalfabeto. Bien al contrario: no hace más que demostrar que si lo que Arlt se propuso (y en gran medida logró) era dinamitar el edificio literario de su época, las armas con las que contó estaban en los libros, en los arsenales literarios que supo frecuentar. En suma, en esa historia no diacrónica, abultada, despareja, siempre móvil, cerrada y siempre abierta, siempre rica, inextinguible, que es la biblioteca.
Notas
1Antonio Melis. “Spunti di ricerca sull’América Latina”. En Quaderni Storici, Nº 34. Ancona, enero-abril 1977.
2 Cf. Daniel C. Scroggins. Las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt. Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1981.
3 La literatura argentina. Año 1, Nº 12. Buenos Aires, agosto de 1929, pp. 25 y ss.
Revista de Literaturas Modernas N° 32 Año 2002
Universidad Nacional de Cuyo
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