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por Enrique Pinti
Las transgresiones de ayer se convierten en normalidades de hoy y, seguramente, serán tradicionales y vetustas mañana. Los cambios de conductas, pautas, modalidades, usos y costumbres son cosas que nadie puede obviar y mucho menos negar. Las consecuencias de esos cambios sólo pueden ser evaluadas con una perspectiva histórica que significa muchos años de proyección. Por lo tanto, es ocioso apresurarse a sacar conclusiones definitivas y tajantes en el corto plazo. Lo único medianamente coherente es el análisis sereno de los pros y los contras que cada uno de esos cambios entraña para nuestros intereses individuales, ya sean espirituales o materiales, y, al separar la paja del trigo, ser lo más honestos y objetivos que nos sea posible para emitir juicios y pedir enmiendas, derogaciones o debates que permitan modificar lo que nos molesta, nos incomoda o directamente nos perjudica.
Uno de los aspectos más importantes de ese análisis es el equilibrio interno, que debe moderar el prejuicio y anular la ignorancia de la estrechez mental. Hay cosas que pueden estar permitidas, aceptadas, y hasta elogiadas por las mayorías, que uno no comparte ni practica, y eso no hará del que así actúe un insensato monstruo, en tanto y en cuanto se viva dejando vivir y no se accione violentamente en contra de los que piensan y actúan distinto. Lo que sí uno puede y tiene todo el derecho de hacer es exponer libremente sus objeciones, no adoptar esas conductas que le resultan incómodas y vivir con los esquemas propios con el único límite de la prudente tolerancia; del mismo modo, a veces, uno puede pertenecer a la mayoría y aceptar de buen grado las pautas ayer transgresoras y hoy supernormales, y asumirlas con alegría y plenitud, sin que por ello los demás se rasguen las vestiduras clamando al cielo con tono dramático diciendo que el mundo se viene abajo. Mientras nos debatimos entre el Apocalipsis y la decadencia discutiendo acaloradamente cuestiones morales o pseudomorales, los gravísimos problemas que destruyen a la humanidad desde que el mundo es mundo siguen sin resolverse. La guerra sigue siendo la horrorosa manera de dirimir cuestiones de límites, de religiones y creencias y, fundamentalmente, de asuntos económicos y de supremacías de poder. El hambre, terrible flagelo que sigue cobrándose millones de víctimas inocentes; las enfermedades derivadas de la extrema pobreza, la falta de higiene y el desamparo social siguen llenando páginas y páginas de historia con tinta hecha de sangre y desolación. El planeta Tierra vive agredido permanentemente, no por extraterrestres verdes con siniestras intenciones invasoras, sino por sus propios habitantes, que depredan, destruyen y aniquilan recursos naturales por ignorancia o ambición; los remedios para epidemias, pandemias y pestes varias son objeto de manipulaciones siniestras y alcanzan precios inaccesibles para la mayoría de los enfermos; se multiplican las cantidades de niños abandonados y destruidos por la horrorosa combinación "hambre, no-educación y bronca" que los convierte en enemigos públicos para quienes se pide la muerte en lugar de la inclusión; las cárceles siguen siendo escuela del delito en vez de sitios de aislamiento del crimen con puertas abiertas hacia una posible redención, donde, por diez casos en los que no sea posible, habrá otros diez en los que el cambio positivo se produzca y abra las puertas a una mínima pero maravillosa esperanza. Los que cacarean religión deberían recordar que "más agrada a Dios un pecador arrepentido que cien fieles orando". Pero así son las cosas, los graves problemas de la humanidad (y no estoy hablando sólo de Argentina) siguen siendo materia no aprobada en foros donde se habla más de petróleo y soja que de los espantosos episodios de crueldad gratuita que los señores del poder, sea cual sea su color, religión o ideología, vienen perpetrando contra sus propios congéneres. Todo está bien cuando es a favor de sentimientos positivos, como el amor en todas sus formas, desde la pareja, hasta los niños abandonados, las víctimas de la violencia, los que tienen hambre y los que quieren dejar de ser enemigos públicos. Lo demás es cháchara.
Revista La Nación 8/8/2010.-
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por Enrique Pinti
Las transgresiones de ayer se convierten en normalidades de hoy y, seguramente, serán tradicionales y vetustas mañana. Los cambios de conductas, pautas, modalidades, usos y costumbres son cosas que nadie puede obviar y mucho menos negar. Las consecuencias de esos cambios sólo pueden ser evaluadas con una perspectiva histórica que significa muchos años de proyección. Por lo tanto, es ocioso apresurarse a sacar conclusiones definitivas y tajantes en el corto plazo. Lo único medianamente coherente es el análisis sereno de los pros y los contras que cada uno de esos cambios entraña para nuestros intereses individuales, ya sean espirituales o materiales, y, al separar la paja del trigo, ser lo más honestos y objetivos que nos sea posible para emitir juicios y pedir enmiendas, derogaciones o debates que permitan modificar lo que nos molesta, nos incomoda o directamente nos perjudica.
Uno de los aspectos más importantes de ese análisis es el equilibrio interno, que debe moderar el prejuicio y anular la ignorancia de la estrechez mental. Hay cosas que pueden estar permitidas, aceptadas, y hasta elogiadas por las mayorías, que uno no comparte ni practica, y eso no hará del que así actúe un insensato monstruo, en tanto y en cuanto se viva dejando vivir y no se accione violentamente en contra de los que piensan y actúan distinto. Lo que sí uno puede y tiene todo el derecho de hacer es exponer libremente sus objeciones, no adoptar esas conductas que le resultan incómodas y vivir con los esquemas propios con el único límite de la prudente tolerancia; del mismo modo, a veces, uno puede pertenecer a la mayoría y aceptar de buen grado las pautas ayer transgresoras y hoy supernormales, y asumirlas con alegría y plenitud, sin que por ello los demás se rasguen las vestiduras clamando al cielo con tono dramático diciendo que el mundo se viene abajo. Mientras nos debatimos entre el Apocalipsis y la decadencia discutiendo acaloradamente cuestiones morales o pseudomorales, los gravísimos problemas que destruyen a la humanidad desde que el mundo es mundo siguen sin resolverse. La guerra sigue siendo la horrorosa manera de dirimir cuestiones de límites, de religiones y creencias y, fundamentalmente, de asuntos económicos y de supremacías de poder. El hambre, terrible flagelo que sigue cobrándose millones de víctimas inocentes; las enfermedades derivadas de la extrema pobreza, la falta de higiene y el desamparo social siguen llenando páginas y páginas de historia con tinta hecha de sangre y desolación. El planeta Tierra vive agredido permanentemente, no por extraterrestres verdes con siniestras intenciones invasoras, sino por sus propios habitantes, que depredan, destruyen y aniquilan recursos naturales por ignorancia o ambición; los remedios para epidemias, pandemias y pestes varias son objeto de manipulaciones siniestras y alcanzan precios inaccesibles para la mayoría de los enfermos; se multiplican las cantidades de niños abandonados y destruidos por la horrorosa combinación "hambre, no-educación y bronca" que los convierte en enemigos públicos para quienes se pide la muerte en lugar de la inclusión; las cárceles siguen siendo escuela del delito en vez de sitios de aislamiento del crimen con puertas abiertas hacia una posible redención, donde, por diez casos en los que no sea posible, habrá otros diez en los que el cambio positivo se produzca y abra las puertas a una mínima pero maravillosa esperanza. Los que cacarean religión deberían recordar que "más agrada a Dios un pecador arrepentido que cien fieles orando". Pero así son las cosas, los graves problemas de la humanidad (y no estoy hablando sólo de Argentina) siguen siendo materia no aprobada en foros donde se habla más de petróleo y soja que de los espantosos episodios de crueldad gratuita que los señores del poder, sea cual sea su color, religión o ideología, vienen perpetrando contra sus propios congéneres. Todo está bien cuando es a favor de sentimientos positivos, como el amor en todas sus formas, desde la pareja, hasta los niños abandonados, las víctimas de la violencia, los que tienen hambre y los que quieren dejar de ser enemigos públicos. Lo demás es cháchara.
Revista La Nación 8/8/2010.-
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