por Enrique Pinti
He oído decir durante toda mi vida a mucha gente esta frase: "No estoy preparado para ésto". El ésto podía ser la democracia, un hijo, una pérdida económica o afectiva y la desaparición física de algún ser querido. Y a pesar de todo, la vida, en su constante fluir, nos hace superar lo que parece insuperable.
"Se hace camino al andar", dijo el poeta, y pocas verdades son tan contundentes. Todo parece imposible hasta que se concreta y uno, con menor o mayor éxito, debe enfrentarlo. ¿De dónde sale la fuerza? Nunca se sabe. Gente fuerte y dura se derrumba ante golpes que personas aparentemente débiles afrontan con entereza inaudita.
Somos una caja de sorpresas los humanos, y nuestro instinto de supervivencia es tan grande que sacamos fuerza de nuestra debilidad y nos sobreponemos a los golpes de la vida.
En catástrofes, guerras y otras calamidades nos brota, vaya a saber desde qué recóndito lugar de nuestro espíritu, una potencia que en condiciones normales no saldría nunca a relucir.
Como animales de costumbres que somos nos adaptamos a lo aparentemente inadaptable. Claro que todo tiene un límite y cuando vemos al pueblo de Haití explotar en gritos de rebeldía ante el cruel destino de catástrofes naturales y pésimos gobiernos nada naturales, comprendemos a esa muchedumbre y a sus violentos reclamos. La tradicional mansedumbre de esos seres castigados por siglos de injusticia se transforma en violencia y desesperación, que son la otra cara del mismo instinto de conservación que durante años se ha traducido en la pacífica inercia del fatalismo y ahora estalla en clamor como último intento de sobrevivir.
Por eso uno se pregunta: ¿hasta cuándo se puede aguantar el maltrato o, peor aún, el destrato? ¿Es mejor gritar a tiempo que tener que recurrir a la violencia a veces asesina? Y las respuestas no son claras.
Muchas cosas se consiguen con la paciencia y muchas otras por la fuerza. Es el eterno tira y afloje entre el débil y el poderoso, entre la indiferencia del que manda y la ignorancia del que debe obedecer. Cuando uno ve cuadros de miseria horrorosa donde la condición humana es llevada a niveles bajísimos, no puede menos que pensar y preguntarse cómo se llega a esos límites, cómo se instalan en las sociedades esas situaciones de subdesarrollo no sólo material, sino -y principalmente- moral, y por qué son aceptadas como naturales
la falta de educación, el hambre, la desocupación, para luego con arbitrariedad juzgar a los que en ese contexto de miserabilidad erran el camino y optan por el crimen para sobrevivir con las mismas pautas que se aplican a los que delinquen con premeditación y alevosía, habiendo tenido formación suficiente como para poder ser honestos. Y uno llega a conclusiones espantosas con justificaciones inadmisibles resumidas en expresiones como y, así es la vida, era el destino, es lo que hay y demás lugares comunes.
Nadie está preparado para nada, todo es sorpresivo, caprichoso e insólito. Todo está en orden, calmo y sereno, y de pronto, a la vuelta de la esquina, está el punto de inflexión, el accidente, el cambio, la curva peligrosa y nuestro mundo se derrumba. Y uno tiene que seguir. Debe ser por eso que los verdaderamente sabios disfrutan de lo poco o mucho que tienen, valoran sus afectos, se abrazan a sus ideales de vida, expresan su amor y gozan de un atardecer, una brisa cálida, una caricia o alguna cabriola de ese perro que pasa o de la risa espontánea de algún bebé que desde su cochecito mira al mundo como un espectáculo nuevo que no presenta más que promisorias sensaciones. Ellos no están preparados para lo que vendrá, pero ya comprenden que mientras alguien los quiera no correrán peligro.
Para lo único que nadie debería estar preparado es para la aceptación de la injusticia como norma de vida. Reclamar es existir; acostumbrarse a la falta de respeto es una mala manera de ir muriendo.
La Nación Revista 27/2/2011
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