por Elena Calderón de Cuervo
Universidad Nacional de Cuyo
Deslindes preliminares
En rigor, una teoría de la poesía debiera comenzar por un examen prolijo del acto concreto mediante el cual el hombre crea, a partir del universo del que es parte, una imagen “poética”, es decir, que supere el ámbito de lo meramente aparente. Esta exigencia parece acentuarse toda vez que por crear entendemos aquí el acto de recuperar una armonía ideal preexistente hasta en los más aparentemente insignificantes detalles de la naturaleza creada. Si esto es así, la poesía estaría estrechamente ligada a la causa misma de la Creación, en cuyo seno más recóndito hallamos la participación, la íntima necesidad del diálogo. Bajo estas coordenadas, una teoría de la poesía reclamaría, entonces, una estética del poeta y de la recepción. Pues la intensidad del circuito poético corresponde, en el primero, a una disposición espiritual capaz de un esfuerzo tan sutil como intenso: la poesía requiere una reducción del campo real análoga al estrechamiento de conciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto modo, el poeta procede como un obseso. Por algo, la imagen y su recurrencia -literariamente, su debida recurrencia- pertenecen al alma de la poesía. Desde el punto de vista de la recepción, la poesía es un acto riguroso de contemplación: acción artística por excelencia un poema es, desde esta perspectiva, operación estricta del alma, atención, si se quiere, al “estado puro”. La menor desviación pone en peligro la imagen, que es, a su vez, el sentido y el efecto del poema. Más que a asombrarnos, un poema tiende a conmovernos y, estilísticamente, el poeta es un virtuoso: su tour de force consiste en convertir lo “invisible” en un lenguaje.
De acuerdo con esto preliminares, nuestro trabajo significa una referencia precisa al Capítulo I del Libro Cuarto del Adán Buenosayres, conocido como el episodio de “La glorieta de Ciro”1.
Fuertemente abroquelado en un pensamiento que reúne, sin mayores conflictos, una concepción de la belleza de matriz platónica con la filosofía poética de Aristóteles, Marechal desarrolla allí tres conceptos correlativos para una teoría del arte: la primer correlación une la verdad con la belleza: siempre que hay belleza hay verdad y razón, es decir, orden en este sentido; la segunda correlación establece las pautas de la analogía poética, esencialmente metafórica pero que supera el sentido aparente de las cosas, y la tercer correlación intenta una descripción de la inspiración como un descenso basado en cierta posibilidad del arte de bucear la esencialidad de las realidades creadas.
No es fácil entrar en el examen separado de cada uno de estos conceptos, pues lo cierto es que unos y otros se hallan recíprocamente implicados. Así, las relaciones entre verdad y realidad, como entre forma o idea e inspiración, constituyen los vínculos graduales del sentido que apuntan a captar la belleza, en tanto que causa final de la poesía y esplendor de su forma. Por lo demás, la tesis de Marechal del “ascenso” -ya expuesta en su Descenso y ascenso del alma por la Belleza, la única puntualmente discutible desde una perspectiva rigurosamente aristotélica- se encuentra ligada a un concepto netamente platónico de la “Idea” y desborda el sentido de la contemplación al plano de una especie de anagogía estética.
La sintética exposición de estos principios será la ocasión para proponer una lectura posible de la novela, que en función de esta concepción marechaliana del arte, justifique tanto la estructura narrativa de la obra como la significación más profunda de su personaje central.
Verdad y Belleza
La reunión en la Glorieta de Ciro Rossini, en la que doce comensales en avanzado estado de ebriedad se ponen a hablar de arte y belleza, se ubica en el centro estructural de la novela, cuando Adán ha alcanzado el punto límite de su dispersión en esa “noche absurda” de su alma. Este episodio se produce luego que Solveig, la terrestre, ha rechazado leer el “Cuaderno de tapas azules” y Adán, en un profundo estado de abatimiento, junto con Tesler y otros amigos (entre ellos están Schultze, Luis Pereda, Franky Amundsen y el petizo Bernini) peregrina por los arrabales de la ciudad sin más destino aparente que la búsqueda de sí mismo. En lo de Ciro se encuentran con una serie de personajes: el Payador Tissone, exponente de la tradición folclórica nacional; el trío Los Bohemios, representantes de la creación vanguardista del arrabal y el anarquista Príncipe Azul con su indeclinable opción por “las masas proletarias”. Por medio de una serie de isotopías que prefiguran un banquete platónico “a la argentina”, sin omitir la discusión cabalística sobre el número de comensales y la enumeración caótica de las diversas especies que componen una “gigantesca parrillada mixta”, Adán lanza la primera proposición:
-¡Bravo!- exclamó Adán- ¡Muy verdadero, Príncipe, muy exacto! Pero vea: el arte no se propone lo verdadero, en tanto que verdadero, sino en tanto que hermoso! (p. 298).
Con esta frase, Marechal deja asociados de manera indeclinable tres conceptos esenciales en su filosofía poética: la Verdad en cuanto Realidad y la Belleza.
No vamos a entrar en análisis de las fuentes puntuales del concepto de Verdad y Belleza en Marechal lo que implicaría salir del marco escueto de este ensayo. Por otra parte la crítica ha sido abundante y suficientemente clara en este sentido2. Pero conviene señalar que nos hemos restringido a establecer una serie de conclusiones que tienen como textos de referencia tanto el Descenso y ascenso... como el “Cuaderno de tapas azules”.
Es evidente que la sentencia de Adán parte de la afirmación de Platón, quien en El Banquete, La República, el Fedón y el Teeteo sostiene que la primera de todas las ideas es la de Belleza y la de Bien3, y es tan constante la ambivalencia que se establece entre ambos conceptos que podría afirmarse que lo bueno es, en cuanto conveniente, apetecible por ser bello, a la vez que la belleza es apetecible por conveniente. La belleza, de este modo, es aquello por lo cual se despierta el amor, como consta en el Fedro, siendo el amor el motor de cuanto existe y actúa. Un amor desinteresado y absoluto que sólo pretende la belleza en cuanto tal y su fruición absoluta y que, en consecuencia, es, a la vez, bueno y conveniente para nosotros, porque nos convierte en éticamente bellos de forma terminal y conclusa. Por lo demás, si el hombre tiende a la Verdad, a la Justicia, a la Sabiduría, es precisamente porque todas ellas son radicalmente bellas y, en consecuencia, despiertan el amor. No otra cosa es la filosofía, sino un amor a la verdad bella: “Pues es la sabiduría una de las cosas más bellas y el amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el amor sea filosófico”4.
Más aún, en el Fedro, Platón concluye que la filosofía es la consecuencia inmediata del enamoramiento por la belleza, de modo que el hombre, con ella, con la belleza y su amor, oriente simplemente su vida “hacia el amor y los discursos filosóficos”5. Así, la belleza ha sobrepasado el horizonte estético de las cosas bellas, para instalarse en el centro mismo de la ocupación y preocupación del hombre: la belleza es la máxima aspiración del mundo y del hombre en todos sus actos, a la cual es arrastrado por la fuerza del amor, el efecto inmediato de la belleza. El arte, entonces, como la filosofía, aparecen no como procesos racionales y dialécticos, sino movidos por una auténtica pasión radical, enamoramiento y seducción, provocados por la belleza y el amor que ésta desencadena, que apunta, al final, a la unión del pensamiento con la Idea, a la cual Belleza y Amor están unidos indefectiblemente.
Ahora bien, esta belleza en sí, absoluta y terminal, presenta en Platón como en Marechal una serie de características que son imprescindibles para entender en adelante su concepción del arte a la vez que ciertas aporías que nos conducirán, finalmente, a una relectura de la novela. Porque esta belleza absoluta no es nada que se refiera al espacio y al tiempo, carece de figura y de color, de sonido, de palabras, en fin, de materialidad: es la belleza sin más: simple, eterna, terminal. Según esto, la belleza en sí escapa al orden sensible, más aún, constituye la última referencialidad cerrada en sí misma, puesto que es en autón. Dice, en suma Platón en el Fedro entablando la relación de Belleza con la Verdad “es la realidad que verdaderamente es, sin color, sin forma, impalpable, que sólo puede ser contemplada por la inteligencia, piloto del alma”6.
La analogía metafórica
Marechal distingue lo que es la experiencia de la belleza en sí de lo que es la experiencia artística: y si la experiencia de lo bello es el resultado del acto sublime de la contemplación, a la labor fatigosa de unir el sentido disperso de las realidades sensibles corresponde el sudor del artista:
Nómbreme, por ejemplo, dos cosas que nada tengan que ver entre sí, y asócielas mediante un vínculo que sabemos imposible en la realidad. De primera intención, en esos dos nombres la inteligencia ve dos formas reales, bien conocidas por ella. Luego viene su asombro al verlas asociadas por un vínculo que no tienen en el mundo real. Pero la inteligencia no es un mero cambalache de formas aprehendidas, sino un laboratorio que las trabaja, las relaciona entre sí, las libra en cierto modo de la limitación en que viven y les restituye una sombra, siquiera, de la unidad que tienen en el Intelecto Divino. Por eso la inteligencia, después de admitir que la relación establecida entre las dos cosas es absurda en el sentido literal, no tarda en hallarle alguna razón o correspondencia en el sentido alegórico, simbólico, moral, anagógico (p. 301).
Con esta afirmación deja fundadas dos principios básicos: el primero es que la inteligencia con que el poeta penetra las cosas no es la misma que la del científico; el segundo es que los lazos de unión entre las cosas, a pesar de que no surgen de la imaginación del poeta sino que están implícitos en la misma naturaleza creada, pertenecen a un orden supranatural: ya sea alegórico, simbólico, moral, anagógico...
¿No puedo acaso, por metáfora, darle forma de chaleco a la melancolía, ya que tantos otros le han atribuido la forma de un velo, o de un tul o de un manto cualquiera? Y, ejerciendo en el alma cierta función purgativa, ¿qué tiene de raro si yo le doy a la melancolía el calificativo de laxante? Además, y haciendo uso de la prosopopeya, bien puedo asignarle un gesto humano, como la carcajada, entendiendo que la hilaridad de la melancolía no es otra cosa que su muerte, o su canto del cisne. Y en lo que se refiere a los ombligos lujosamente decorados, cabe una interpretación literal bastante realista (p. 300).
Cuando la analogía sube al acto mismo de la creación artística, Adán admite que el poeta “no es un creador en sentido absoluto”, ya que está obligado a trabajar con “formas dadas”: “Jugar con las formas, arrancarlas de su límite natural y darles milagrosamente otro destino, eso es la poesía” (p. 302).
“Creación absoluta” es la que se hace de la nada, “Y sólo el Artífice Divino puede crear absolutamente”. Con la intervención de Pereda aparece la noción de imitación de la naturaleza, como definición propia del arte según Aristóteles, a lo que Adán añade que el significado que la palabra “natura” tiene en Aristóteles no es el mismo que tiene para Luis Pereda y “otros naturistas ingenuos”:
Para el viejo Aristóteles, la natura del pájaro no es el pájaro de carne y hueso, como se cree ahora, sino la “esencia” del pájaro, su número creador, la cifra universal, abstracta y sólo inteligible que, actuando sobre la materia, construye un pájaro individual, concreto y sensible (p. 305).
Considera, junto con Aristóteles, que la creación poética tiene un sentido análogo al del acto creador de Dios, pero, en tanto que Dios crea de la nada y en su acto creador va incluida la materia y la forma que constituyen la realidad concreta con toda su fuerza óntica, el hombre, el poeta, parte de las cosas creadas en afán de penetrar con su inteligencia aquella formalidad que da a las cosas su entidad propia: “al imitar el pájaro en su forma, el artista no crea ‘un pájaro’ sino ‘el pájaro’ con un granito de la plenitud maravillosa que tiene el pájaro en la Inteligencia divina” (p. 306). En este sentido concluye Adán que
[...] el título de imitador conviene al poeta, en cuanto al material con que trabaja, es decir, en cuanto a las forma o números ontológicos que no ha inventado él, sino Dios. Pero también le conviene, y con mayor exactitud, en cuanto a su modus operandi y a su gesto creador. Todo artista es un imitador del Verbo Divino que ha creado el universo; y el poeta es el más fiel de sus imitadores, porque, a la manera del Verbo, crea “nombrando” (p. 307).
Ahora bien, el punto más enigmático de esta analogía del acto creador aparece cuando el poeta parte de su propia realidad entitativa como objeto de su penetración intelectiva, es decir, en afán de construir “mi” propia metáfora:
[...] porque si el modo creador del poeta es análogo al modo creador del Verbo, el poeta, estudiándose a sí mismo en el momento de la creación, puede alcanzar la más exacta de las cosmogonías (p. 307).
Y concluye este enigmático pasaje afirmado casi en éxtasis: “¡yo he mirado en el fondo de mí mismo!” (p. 307).
La inspiración
En un momento dado, ya sea porque recibe un soplo divino, ya porque, ante la hermosura creada, siente despertar en sí una entrañable reminiscencia de la hermosura infinita, el poeta se ve asaltado por una ola musical que lo invade todo, hasta la plenitud, a semejanza del aire que llena los pulmones en el movimiento respiratorio (p. 308).
Acá distingue Marechal dos especies dentro de la belleza: la belleza creada, sensible, que no es un valor autónomo ni se agota en el éxtasis de un instante: que es orden, ritmo, proporción, simetría y, en calidad de tal, reflejo de la forma esencial, reflejo de la idea, a pesar de no ser la Idea. Esta belleza desempeña en el alma poética que sabe leer el mensaje de las apariencias, únicamente una labor iniciadora, inspiradora, conduce a la Idea que es la Belleza en sí y condición primera de la belleza sensible, aquella de la que decíamos que no es ni color, ni línea, ni voz, ni sonido, sino desnuda y simple inteligibilidad que se contempla en el silencio. La belleza de la creación atrae, inspira, llena el alma del poeta, pero para penetrar la esencialidad de ese caos de sensaciones y expresar el encantamiento que provoca el poeta sufre dos caídas: la primera es la inmersión en la dispersión de las realidades tangibles: si se va a cantar al pájaro y a la rosa habrá que abandonar la universalidad del asunto para encontrar en las cosas que existen esas relaciones sutiles, caprichosas, contingentes, accidentales que nos hablan de un orden ideal superior. La segunda caída es el recurso a la materia que el poeta debe usar para manifestar ese canto que vibra en su alma, con un valor universal y eterno, pero que necesita encarnarse en sonidos, en palabras, en imágenes. En estas dos caídas Marechal ve una merma del estro poético porque de una manera, aún velada en la novela, nuestro autor supone que la Idea es superior en plenitud a la realidad concreta porque en ella participa la Belleza en sí y que la creación implica, en su ajuste a lo material, una caída, “un descenso que la necesidad creadora impone al artista”.
La misión de la forma y del sonido es la de conducir a lo que no tiene sonido ni forma; pero el movimiento ascendente no pertenece a la apariencia como tal, al poema concluido, sino al impulso íntimo del alma iluminada que contempla. El alma puede detenerse ante la belleza sensible como ante una barrera infranqueable; y puede trascenderla impulsada por una exigencia metafísica: “Quiero significar un descenso que la necesidad creadora impone al artista: un descenso sin el cual no sería él un creador, precisamente, sino un contemplador” (p. 312).
Conclusiones: el homologado
Los siete libros que configuran el Adán Buenosayres se estructuran, tanto a nivel de la materia narrativa, como de los personajes y del imaginario poético, en función de un constante paralelismo de oposiciones conceptuales: así, la novela atiende tanto al recuento prolijo de las peripecias de los personajes individualizados en una realidad concreta, como al salto idealizado de esa realidad, en un juego pendular entre lo concreto y lo abstracto, entre lo particular y lo universal, entre el Uno y la dispersión. A las estaciones del año corresponden estaciones del alma, al viaje de ida en la dispersión del día, el viaje de vuelta en la soledad de la noche; al ascenso y la luz, el descenso y la oscuridad; a lo arcano y sublime, lo inmanente y profano tejido en los diálogos de ese caótico grupo de peregrinos; a una Buenos Aires visible, una Buenos Aires invisible; a una Solveig terrestre, una Solveig celeste7. A esa constante bimembración de campos opuestos, corresponde una estructura narrativa cronológicamente fracturada, suficientemente señalada por la crítica8. Lo que da unidad a la obra es, evidentemente, el personaje de Adán Buensoayres.
Pero ¿qué dimensión concreta adquiere este personaje, en el perfil total de la obra? Se erige como el sujeto poético en la voz de una primera persona agitada por los vaivenes de una espiritualidad obsesiva en los dos últimos libros que se transfieren, al final de la novela, en calidad de testamento; es el personaje evocado de una historia inconclusa narrada por L.M. en sus cinco libros, quien comienza señalando que Adán “está herido de muerte”, y que “su agonía es la hebra sutil que irá hilvanando” el relato. Es, en el “Prólogo indispensable”, el enigmático contenido de un “modesto ataúd”, “cuya levedad” es tanta, que parece ser, “no la vencida carne de un hombre muerto, sino la materia sutil de un poema concluido” (p. 9). Así, en una lectura retrospectiva, Adán va sufriendo en su propia realidad, las transformaciones señaladas en su teoría poética: a la búsqueda de la belleza creada y el despertar del amor en la idealización de Solveig “la celeste” del “Cuaderno de Tapas Azules” sucede el descenso a Cacodelphia que concluye, abruptamente, en su encuentro final con el Cristo de la Mano Rota, rerpresentación de ese “granito de la plenitud maravillosa de la Inteligencia Divina” el cual, junto con “Aquella”, se constituyen en Verdad y Belleza: “obsesiones espirituales” del personaje y el misterioso motor de su marcha. Los cinco libros de L.M. se configuran, así leídos, como una écfrasis en función de la cual su autor, da, del personaje una imagen narrativa en progresiva desintegración, que alcanza su desrealización final y necesaria en la designación de “poema concluido” del “Prólogo indispensable”: el homologado.
Esta noción inconclusa, surge casi al final del banquete con la siguiente pregunta de Adán: “Eso es, la obra de arte. (suspirando aún) ¿Saben ustedes lo que es un ‘homologado’?” (p. 319).
Bernini termina la escena dando gritos e invitando a todos a escuchar el contrapunto entre el payador Tissone y Franky Amundsen y la pregunta queda en el aire, como prometiendo cobrar sentido en una nueva oportunidad. Adán resulta, entonces, el homologado del acto creador: él es, si se quiere, su propio poema.
¿Una novela escrita al revés?9. A nuestro juicio, no. Porque, bien mirado, es a partir del poema terminado que el arte se presenta para su contemplación. Si L.M. es el teknites, el artista creador que ha dispuesto las piezas del poema de manera tal que se revelen por sí solas, Adán es, en tanto que “poema concluido”, la esencialidad pura, la unión definitiva con la verdad, que carece de figura y de color, de sonido, de palabra, de cuerpo: la Idea absolutamente simple, carente de elementos analizables razón por la cual escapa por completo a ser aprehendido por la razón o la ciencia y que solamente es asequible noéticamente, intuitivamente, por aquel que esté en condiciones de realizar el acto supremo de la contemplación, es decir, por quien puede recuperar la significación profunda del poema propuesto y, a punto tal que por ese mismo acto se hace divino, como la Idea misma que contempla, siguiendo a Platón, es también divina ya que está implantada en el pensamiento de Dios. No nos parece descabellado suponer que el puesto de quien contempla, del theatés, capaz de reunir en un sólo acto las piezas inconexas de ese poema, no es otro que el mismo Leopoldo Marechal, ese “Alguien que mira...” tan sutil y recurrentemente señalado en la novela. Así, poeta, poema y contemplador son una tríada indisoluble que “homologa” a través del arte, la Trinidad Creadora , replegando el acto poético sobre su propia esencialidad entitativa y logrando, así, la “cosmogonía perfecta”.
NOTAS
1 Citaré por la siguiente edición: Leopoldo Marechal. Adán Buenosayres. Buenos Aires, Sudamericana, 1970. En adelante se indicará sólo el número de página.
2 Señalo particularmente el libro de Graciela Maturo. Marechal, el camino de la belleza. Buenos Aires, Biblos, 1999.
3 Cf. Joaquín Lomba Fuentes. “Ethos, Techne y Kalon en Platón”. En: Anuario filosófico de la Universidad de Navarra, nº 2, 1987, pp. 23-40.
4 Banquete, 203 a.
5 Idem, 247 b.
6 En este punto Schultze le plantea a Adán que si es posible ver en la Creación de Dios también una caída. La respuesta está eludida, a mi juicio, con la noción de Redención, que implicaría, así planteado el problema, un “perfeccionamiento” de la naturaleza creada en la gloria venidera, sin señalar que la gloria eterna supone un cambio de orden y no un perfeccionamiento en sí.
7 Elena Altuna, en un trabajo del que sólo manejo copia a máquina, insiste sobre esa constante dicotomía que organiza el planteo de la novela, toda vez que, como esta autora concentra su análisis en el Cuaderno de Tapas Azules, la referencia necesaria a los dos mundos del dualismo platónico hace obligatoria la repercusión de la dualidad constante en todo el cuerpo de la obra ( Los fieles de amor y Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal [s.e.], [s.f.]).
8 Después de Coulson, Navascués propone también una explicación “narratológica” de esta estructura “abierta” del Adán.
9 Sobre la ruptura de la cronología en la novela se han explayado varios autores -Coulson, Navascués- señalando modas literarias o recursos técnicos para provocar un ambiente determinado. Creo que para una novela tan estudiada como el Adán..., la ruptura de la linealidad temporal no podría haber sido concebida como un simple artificio técnico sino en función de una intención más profunda.
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