por Leonardo Moledo
Copérnico fue algo así como un dios que fabrica mundos, pero el mundo que salió de sus manos estaba lleno de parches y arreglos apresurados. Para que las cosas encajaran más o menos, Copérnico (que era médico, además) le dio buenas dosis de medicina tolemaica, le agregó epiciclos, ruedas dentro de ruedas, inventó un “sol medio” que era el centro del sistema en vez del Sol; en fin, hizo lo que pudo, y le salió lo que le salió, lo cual explica (entre otras cosas) que tuviera menos aceptación de la que merecía. Entretanto, la astronomía teórica se estancaba, mientras la observacional daba un salto formidable hacia adelante con la obra de Tycho Brahe, aquel hombre de la nariz de oro (prótesis que reemplazaba a la verdadera, perdida en un duelo) y que armó un corpus de datos de un rigor nunca conocido hasta entonces. Lo que pasaba es que en el sistema de Copérnico persistía un virus que venía de lejos y que impedía que el cuerpo funcionara armoniosamente.
Pero el virus tenía los días (o mejor dicho los años) contados. Porque hete aquí que en 1601, al morir (aparentemente tras los excesos de una escabrosa comilona), Tycho Brahe entrega a su ayudante el enorme volumen de sus observaciones de precisión, con el compromiso de que las utilizara para fundamentar su sistema cosmológico (el de Tycho, en el que la Tierra estaba inmóvil en el centro, pero los planetas giraban en torno del sol, que a su vez giraba alrededor de la Tierra) y el de calcular con precisión las órbitas de los planetas, en especial la de Marte, que se le habían escapado.
Y resultó que el discípulo de Tycho se llamaba Johannes Kepler (1571–1630). Tipo raro este Kepler: un místico, profundamente imbuido de neoplatonismo tardío y pitagorismo après la lettre, que consideraba al mundo como producto de un dios geómetra que había construido el universo con los Elementos de Euclides en la mano. Había publicado un tratado bastante oscuro (y bastante disparatado para nuestros ojos modernos): Mysterium Cosmographicum, en el que introducía entre las órbitas de los cinco planetas conocidos los sólidos platónicos, en un lenguaje hermético, con consideraciones dudosas y forzando las cosas para que las cosas “le dieran”. Sin embargo, fue ese tratado el que atrajo la atención de Tycho, a raíz de lo cual lo llamó a Praga (Galileo, a quien también se lo envió, lo ignoró olímpicamente).
Kepler no se ocupó mucho del sistema de Tycho; le resultaba ambiguo, dudoso, intermedio, en un mundo donde las cosas debían ser geométricamente claras de entrada: desde muy temprano había optado por el sistema copernicano; según su platonismo y pitagorismo a ultranza era evidente que el Sol, astro entre los astros, tenía que ocupar el centro del sistema y le parecía más elegante y simétrico. En realidad, el sistema de Tycho no había tenido demasiada suerte en general, salvo para aquellos que no querían optar por ninguno de los dos grandes sistemas en pugna (el tolemaico y el copernicano) y lo enseñaban como un compromiso tranquilizador.
Así, pues, Kepler ignoró el primer mandato de su maestro, pero sí arremetió con las órbitas de los planetas, empezando por Marte, a la que atacó desde un punto de vista copernicano y se encontró con que los datos de Marte moviéndose alrededor del sol (o mejor dicho, del “sol medio”, un invento de Copérnico para ver si arreglaba el sistema) no encajaban; Kepler corre el centro de la órbita y lo ubica a medio camino entre el Sol y el “sol medio” y aun así obtiene una discrepancia de ocho minutos de arco. Era una discrepancia tolerable en los tiempos de Copérnico, pero inaceptable después de la astronomía de precisión de Tycho Brahe; “es imposible, escribe, que Tycho cometiera un error de observación de 8’; debemos agradecer a Dios que nos diera en Tycho a un observador tan excelente y buscar el origen de nuestras discrepancias en las hipótesis iniciales...”. Kepler encuentra acá la piedra angular de la ciencia moderna: rechazar las hipótesis si éstas no coinciden con los resultados empíricos, con una audacia increíble rechaza el dogma milenario que exigía circularidad (“las órbitas de los planetas no son círculos”) y se enfrasca en engorrosos cálculos en busca de la curva que dé cuenta de la órbita de Marte; “una curva simétrica, probablemente un óvalo”, rechazando una doctrina que se remontaba a Platón y su mandato: explicar los movimientos utilizando exclusivamente líneas y círculos.
Una vez roto el hechizo del círculo, Kepler empieza a ensayar diferentes formas de óvalos, hasta que advierte un error de cálculo y al corregirlo descubre que el óvalo más simple de todos, la elipse, satisface las posiciones de Tycho, siempre y cuando el Sol ocupe uno de los focos: había descubierto finalmente la verdadera forma de las órbitas, destruyendo dos mil años de neurosis circular, y formula su primera ley: los planetas describen elipses y el Sol ocupa uno de los focos, y resume sus investigaciones de todos esos años en su libro Astronomia Nova.
Que lo es: al liberarse de los círculos (que era el virus que enfermaba el sistema copernicano), Kepler libera a la vez a la astronomía de porquerías tolemaicas: epiciclos, excéntricas, ecuantes soles medios que se habían usado para forzar al mundo en un molde circular. Las elipses keplerianas dejan un sistema solar vacío de escombros y un misterio a resolver: ¿qué es lo que mueve a los planetas? Kepler especuló con una especie de fuerza magnética que emanaba del sol y los barría a lo largo de sus órbitas. Pero no, no era eso. Para solucionar el problema, tenía que entrar en funciones la tercera generación de la revolución científica. Pero lo cierto es que Kepler destrozó de tal manera el círculo que ya no le quedaron fuerzas para levantarse y seguir molestando a la astronomía.
Diario Página12 6/7/2007.-
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