por Enrique Pinti
A lo largo de la historia universal los seres humanos han tenido la necesidad de canalizar su violencia interior apoyando la exhibición de la pelea muchas veces sangrienta entre animales, entre hombres o entre hombres y animales. Desde los más remotos tiempos y desde las más antiguas tradiciones nacieron esos combates que eran la exteriorizaciones de las luchas por la supervivencia más primitiva y básica. Con el tiempo esos enfrentamientos tomaron la forma de espectáculos masivos. Celebraciones, fiesta de las cosechas de los frutos de la tierra, sacrificios a los dioses implorando por la curación de pestes, el fin de sequías y demás calamidades fueron convirtiendo esos eventos en un entretenimiento popular. Los centros del poder vieron lo eficaces que eran esas exhibiciones para divertir y también para que las masas sublimaran sus frustraciones y problemas cotidianos en una búsqueda morbosa de ver el sufrimiento ajeno y olvidar el propio. Los romanos, con su pan y circo, crearon deportistas extremos como los gladiadores, muchas veces esclavos que con su fuerza muscular se trenzaban en peleas a muerte esperando el pulgar favorable del emperador de turno que, en caso de ser negativo, decretaba la muerte del perdedor y, a lo mejor, la libertad del vencedor. Las riñas de gallos, el boxeo y las corridas de toros se fueron incorporando como deportes no sólo tolerados sino idolatrados por multitudes. Desde luego que también florecieron y tomaron las formas de espectáculos deportivos de pura competencia leal, exaltación de valores nobles, creadores de sentido de equipo y pasión de muchedumbres que pusieron en esas competiciones y campeonatos mucha adrenalina, y a veces un orgullo nacional que llevó también a algunos gobiernos dictatoriales a fomentar esos encuentros para que sirvieran de cortinas de humo que ocultaban excesos y crímenes de todo tipo. Como modernos gladiadores los boxeadores y cracks de fútbol, tenis, béisbol y karate coparon las primeras planas de diarios y revistas formando una farándula que no esquivó el escándalo, los amoríos, las drogas y la decadencia que siguieron siendo espectáculo popular con el morbo de llorar a los ídolos caídos como valor agregado.
Parece que los seres humanos necesitamos llevar la pelea como una valija que nos acompaña hagamos lo que hagamos. Peleas familiares, peleas laborales, peleas por política y deporte, por vanidad, por envidia, por frustraciones, por lo que sea pero peleas al fin.
Pero en este rincón del Sur y en este nuevo siglo parece que, arrastrados por la fiebre mundial mezcla de tecnología mal usada, tweets indiscretos y violatorios de todo derecho a la intimidad y malversaciones del viejo y querido arte de la actuación, la vida se ha convertido en un reality permanente y con fronteras imprecisas que hacen que todo parezca mentira aunque sea verdad. La pelea ha tomado dimensiones grotescas y en algunos casos siniestras. Parte de nuestra televisión ha hecho del insulto y la agresión física un espectáculo que, por ahora, no ha llegado a la barbarie del circo romano, pero que para el grado de civilización al que mal o bien ha llegado nuestro mundo surcado por la violencia, la indignación ciudadana a nivel global y la decadencia y manoseo de virtudes de convivencia, suena gratuito y patético. Gente que en notas y reportajes expresa su preocupación por la delincuencia, la violencia y la inseguridad, llegando a exigir mano dura con los transgresores, no vacila en pegarse, cachetearse, agredirse e insultarse en cámara con un total desprecio por las más mínimas reglas de educación, denigrando al otro y muchas veces a sí mismos. Y tampoco vacilan en justificar semejantes disparates con el argumento de estoy haciendo un acting. O son una interpretación de un personaje que no está escrito por un autor para hacerlo en una ficción, sino que es una cara de la supuesta celebridad hecha para tener un perfil propio -si se trata de personas que tienen una trayectoria de años en el show- o para conseguir salir del anonimato -si son recién llegados-. Para los que hemos elegido el camino de la actuación como un placer para nosotros y para los demás no es aceptable revivir sangrientos combates de circo romano y, por lo tanto, no confundimos violencia y estupidez con actuación.
Revista La Nación 27/11/2011.-
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