por Orlando Barone
La mujer tendría treinta y tantos años. O más quizás. Pero el tono bronceado de su piel, su cuerpo deportivo y delgado metido en un buzo, y el pelo rubio, revuelto, la rejuvenecían. Al menos ante los ojos del pescador solitario que sin querer la había descubierto cuando ella caminaba entre los peñascos.
Era un atardecer de otoño en Punta del Diablo, ese pueblito uruguayo que sin los turistas del verano parece sacado de Moby Dick, y donde solo es posible encontrar hombres toscos, barquitos destartalados que al alba se hacen al mar, tiburones vaciados y secándose en largas filas al sol, y una taberna miserable llena de olor a tabaco. Hay allí un cementerio increíble con diez o doce cruces desorientadas semihundidas en un arenal sin fronteras ni ninguna entrada ni salida. Se siente la impresión de que allí no se muere nadie, aunque se sabe que son menos los que se entierran que los que se ahogan y pierden para siempre en el mar.
La muchacha -ahora podemos decir la muchacha, desde la visión de aquel hombre duro y fatalmente solitario- vacilaba cada tanto entre los pequeños obstáculos de piedra. Al rato pudo lograr su objetivo: pararse en la roca más alta desde donde se alcanzaba a dominar todo el mar. Mientras ella, levemente temblorosa por el viento o la soledad, o quién sabe qué sentimientos profundos que la acosaban miraba como encantada hacia lo infinito, el hombre la miraba a ella arrebatado.
A lo lejos, entonces, se oyó el motor del auto que ella había contratado en el Este, que se volvía con el chofer. En el pueblo nadie parecía darse cuenta de nada; los rumores del paisaje sepultaban los pequeños rumores de una bomba de agua o de una voz entre las casas sin destino aparente. La muchacha y el pescador seguían en la playa, apenas separados por un trecho de arena húmeda. Ninguno de los dos se había visto nunca; aunque ahora el pescador era el único de los dos que había visto al otro.
Acaso para la sencilla preocupación de aquel hombre esa mujer, esa tarde, había ido allí por extravagancia, sin saber dónde iba. Tantas turistas aburridas de una situación confortable se creían capaces, un instante, de integrarse a esa vida incómoda que les parecía bellamente salvaje. Pero solo un instante.
Sin embargo, la manera en que ella se inclinaba en la roca sin interés por el pueblito ni por ninguna otra cosa fuera del mar, revelaban una actitud decidida, una elección meditada, no empujada por el azar o por un acto irreflexivo.
El hombre antes de eso había tomado vino. El vino dentro de él se movía como el agua que él veía agitarse delante. Eran dos mares, el de afuera y el de adentro buscándose, arañándose, lamiéndose, y él en el medio ahogándose. Por culpa de la intrusa, de esa presencia conmovedora y confusa, el vino empieza a inquietarlo. Ve imágenes alteradas: las de una mujer desnuda entrando y saliendo del mar; un tiburón arponeado en el corazón, desangrándose; una gaviota sobre una almeja, picoteándola. En cada una de esas imágenes hay curvas, hay algo rojo o húmedo, hay movimientos eróticos. Aunque el hombre no sabe interpretar esos signos y jamás se le hubiera ocurrido esa palabra -eróticos- siente que esa circunstancia es un privilegio y quiere asumirla. Gozarla.
Se toca instintivamente la nuca como si se acariciara con un cuchillo. Tiene calor, a pesar de que está casi desnudo y el viento es frío. Hay un olor a peces y a gaviotas vivas y muertas y en la playa no hay nadie. Los barquitos de pesca duermen en la arena como si los hubieran abandonado hace mucho y hubieran de estar así eternamente. Las casuchas, apenas iluminadas por un pabilo o una lámpara a kerosén o garrafa, se pierden semienterradas entre los médanos. Las sombras entre las dunas hacen que todo parezca mar. Algo irreal le concierne a esa parte del mundo; ni siquiera tocándose el cuerpo el hombre siente que es una prueba de que existe. Nunca el vino y el mar juntos le han producido ese efecto: el de un náufrago en una isla desierta que acabara de descubrir un tesoro. No se pregunta si el tesoro le sirve en esa situación límite. Tampoco si el tesoro es auténtico o apócrifo, y si no lo han puesto allí para engañarlo. Es crédulo esta vez porque la pasión no duda: arremete.
La luna surge como un ojo de pescado obsesivo y lleno de una luz muerta, una luz alimentada por restos de cosas hundidas e irrevocables; ahogadas.
La mujer, ágil y decidida, se saca el buzo; no tiene puesto nada debajo. A treinta metros el otro cuerpo se sacude instintivamente; jamás sintió el hombre lo que ahora sentía con una lucidez saturada de perversión y de incontrolables varahadas de algo sucio o limpio, quién sabe.
En él la tentación de saltar los treinta metros y atraerla hacia sí, cede paso a un pensamiento estratégico y paciente. Intuye que la muchacha ha ido hacia allí a buscar algo. A despojarse de alguna historia de amor, a borrar a un hombre. Cree recordarla un domingo anterior acompañada de un muchacho rubio con su tabla de velas. Los recuerda besándose; los ve una y otra vez desde el barco mientras se hace a la mar y prepara sus redes. La escena se disipa en un remolino de ideas turbias que achaca al vino. La mujer se agita, se altera como si la recorriese una anguila eléctrica. No sabe cómo ni por qué: presiente una desproporción entre lo que él espera y la realidad, entre lo que él desea poseer y lo que el destino le concede.
Han pasado pocos minutos y acaba de sacarse el cuchillo del cordel que ajusta el único trapo que usa, más por hábito que por pudor, entre la cintura y los muslos. El tacto en la empuñadura lo inquieta. O lo excita. Ve el hermoso pecho de la muchacha lleno de luz blanca y se acuerda de aquel gran pez al que nunca pudo atrapar aunque se colgaba de sus anzuelos y después de simular y hacerle creer que cedía, desaparecía otra vez en el mar, burlándose.
Clava el cuchillo en la arena y siente que se desprende de un mal con alivio. Una reacción extraña si se piensa cuánta violencia ha provocado siempre en su corazón no medir la frontera del vino.
En ese momento oye el ruido de un cuerpo arrojándose al mar. No tiene tiempo de pensar nada; ve a la muchacha nadar y alejarse y ve que su estilo es suave, como de alga.
Absorbido por su propia inocencia el hombre resume su perpleja visión lleno de esperanza: piensa que la muchacha nadará y volverá antes de cruzar la rompiente. Él se le acercará entonces, se le acercará, eso piensa ya olvidado del cuchillo que ha clavado en la arena. Ya olvidado de todo.
Se agarra con los pies en el médano. Está en una posición de animal hechizado por una presa. Pero lo que distingue en la oscuridad lo sacude y conmueve: la ve alejarse hasta hacerse chiquita que parece perderse. Donde ella se pierde los tiburones podrían encontrarla.
Tiene miedo de eso, de que ella no vuelva; aunque tal vez ella ya sabe lo que hace. Es rubia. Y está triste. Rubia o morena, del color que alguien sea la tristeza es la misma. Nunca el pescador lo ha sabido como ahora.
Todo se esfuma de pronto; se complica como si alguien enturbiara el paisaje agitándolo con la mano. El pescador ha decidido arrojarse al agua; se zambulle mirando el pelo de oro de la muchacha plateado por la luna y las olas. Nada. Sus brazadas son fuertes y profundas y desprolijas, no obstante cree que llegaría a cualquier parte si se trata de seguirla.
Ha nacido en el mar. Sin darse cuenta nada y nada hasta convertirse él también en un puntito indescifrable desde la orilla.
Son dos puntos colocados tangencialmente en el borde del paisaje lejano. En el borde del mundo. Hay una escena vacía iluminada brutalmente por los faros de un auto detenido en la playa. A la escena se incorporan el cuchillo del pescador semihundido en la arena; y más allá la ropa de la muchacha lamida y arrastrada por la creciente.
El enamorado que acaba de bajarse del auto corre en la oscuridad de un lado a otro. Mira el cuchillo. Mira el mar sin ver nada. Los pobladores de las casuchas destartaladas, todos, dormirán hasta el alba. Mañana la imaginación popular tejerá historias desorbitadas.
Revista El Monitor de la educación N° 10
Ministerio de Educación
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