por Alejandro Kaufman
Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y de la Universidad Nacional de Quilmes
El autor examina las particularidades del “discurso políticamente correcto”, en relación con el prejuicio y la discriminación y “en sociedades desacopladas del tren de la modernidad, como la nuestra”.
Prejuicio y discriminación son términos instalados en diversas tramas normativas. Forman parte del orden político, social y cultural y tienen variadas inscripciones en las prácticas socioculturales. Suponen la disposición de ciertas distinciones y normas apropiadas para una convivencialidad compatible con principios de igualdad y reciprocidad. Tales normas limitarían las acciones de exclusión o violencia sustentadas por distinciones o categorías susceptibles de estigmatizar a las personas, en la medida en que las acciones individuales o los rasgos singulares fueran considerados indiferentes por sus propios méritos, sólo calificables en función del estigma.
Un problema que suscita la confianza en el poder de palabras como prejuicio y discriminación reside en que permiten describir simplificaciones extremas de acontecimientos y acciones humanas, en tanto destinadas a legitimar y reproducir la opresión sobre la base de criterios asimétricos sistematizados. La delimitación de tales simplificaciones emerge en el transcurso de las luchas por la igualdad, ya sea que se trate de confrontaciones con regímenes políticos como el del apartheid sudafricano, o de prácticas culturales ancestrales como la opresión de género. En este contexto se instalan múltiples circunstancias emancipatorias, que van desde la abolición de la esclavitud hasta el voto femenino, desde el cambio voluntario de sexo hasta el acceso universal a la educación, desde la lucha contra el antisemitismo hasta la instauración de los derechos de los niños. Por abreviada que sea una enunciación de esa diversidad, no resulta difícil señalar el carácter múltiple de aquello que se subsume bajo una denominación unívoca como la de “discriminación”. El término contiene una apelación valorativa indeterminada: discriminar es seleccionar y excluir al mismo tiempo. Seleccionar denota preferencia y segregación. Solamente la segunda acepción de la RAE señala una significación peyorativa, porque implica “dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.”. Ese “etcétera” nos remite a la multiplicidad mencionada.
“Segregar” aparece como un acto divisorio, tajante, simple, pero aquello que se “segrega” supone una diversidad inabarcable y heterogénea. En esa diferencia radica una tensión inherente a la temática de la discriminación, así como la cifra de sus limitaciones para asegurarnos de manera eficaz la realización emancipatoria que prometen las acciones contra la discriminación, tal como suelen estar inscriptas de manera generalizada en las prácticas sociales contemporáneas instituidas. La tensión referida entre la simplificación reductora de las palabras analizadas y la diversidad multiforme de los ejemplares a los que las palabras refieren remite en definitiva a la naturaleza misma del nombre.
Cuando designamos un caso o un individuo con un nombre que no pertenece exclusivamente al designado, estamos “prejuzgando” porque reducimos su multiplicidad a un segmento del discurso compartido por todos los casos o individuos así denominados. Esta generalización conceptual que antecede tiene como finalidad distinguir entre la denominación, la categorización, la designación, todas ellas formas de “discriminación” y las acciones que se alegan como consecutivas a dichas distinciones. Si la esclavitud fue argumentativamente fundamentada sobre la inferioridad de quienes eran distinguibles por el color de su piel, y si la memoria no cesa de recordarnos la huella de la ignominia implicada por la distinción del color, no por ello la inversión de los términos en sus contrarios nos garantizará una protección contra la opresión o la crueldad, aunque es probable que el uso del color como parte de la argumentación se vea inhibido. En ello consiste el problema que atañe a la “corrección política”. Se sustituyen unas distinciones por otras, en tanto que se procura la institucionalización de términos exentos de toda memoria ignominiosa para describir emancipatoriamente a quienes fueron o son aún perseguidos, oprimidos o mortificados. Se legitima de esta manera un estatuto jurídico cuyas consecuencias sobre los derechos y las condiciones de vida de los afectados no podrían dejar de reconocerse, pero a la vez se provocan consecuencias culturales fuera de proporción con los beneficios obtenidos. Hoy en día es difícil no sonreír ante esos lenguajes, aunque hay perspectivas muy diferenciadas al respecto, y en ello radica un problema principal. Es diferente la significación de esa sonrisa en los ámbitos en que las conquistas emancipatorias fueron realizadas, que en aquellos en que sólo se convierte en un remedo estólido de una risa injustificada. En los ámbitos en que las conquistas emancipatorias han tenido lugar –aunque no estén exentos por ello de eventuales regresiones– la sátira convive con la juridicidad de un modo conceptualmente desgarrador, pero pacíficamente convivencial.
Tomemos el ejemplo de South Park, reciente modalidad satírica de noble linaje. La crudeza y la agresividad que caracterizan a ese dibujo animado norteamericano sólo pueden comunicarse en sociedades liberales, en las que numerosos grupos históricamente discriminados han alcanzado significativas conquistas en sus condiciones de existencia, sin perjuicio, hay que insistir en ello, de eventuales regresiones o contradicciones y limitaciones de diferente índole.
Lo curioso es lo que sucede cuando una serie como South Park se difunde en un ámbito cultural al que resulta ajena la problemática en toda su plenitud, y se da lugar en consecuencia a la circulación de un discurso burlón sobre la corrección política allí donde la corrección política ni siquiera se insinuó en práctica social alguna. Al mismo tiempo, y sin dejar de transitar algunas paradojas, estas mismas tensiones pueden contribuir a su manera a facilitar trayectorias emancipatorias.
South Park fue emitida durante un breve lapso en la TV de aire de Buenos Aires, tal vez hasta que los programadores advirtieron la inconveniencia de una difusión tan liberal dirigida a una audiencia culturalmente distante. Este tipo de desajustes, anacronismos y falsos encuentros son característicos de la globalización comunicacional y dan lugar a los procesos de censura que acontecen en muchos países, así como al surgimiento de movimientos culturales y religiosos antimodernistas que, ante la historia de los cambios culturales de “Occidente”, plantean la supresión, la censura y la represión incluso violenta y hasta terrorista de las prácticas emancipatorias. Para ello, no sólo emplean argumentos y pretextos dogmáticos, sino a veces las propias enunciaciones emancipatorias. Así, podemos encontrar movimientos de mujeres que reivindican el uso de indumentarias que simbolizan la subordinación de género, y lo hacen desde una alegada perspectiva de género.
Explorar este territorio desde una mirada informada intelectualmente demanda inquirir en debates filosóficos, culturales y políticos sobre el multiculturalismo, el relativismo y el universalismo, en tanto tramas conceptuales que fundamenten o hagan inteligibles estos problemas. Sin embargo, como sucede desde siempre en la historia cultural, “el Búho de Minerva levanta vuelo al atardecer”, sentencia que alude al retraso estructural con que el pensamiento crítico acude a la conciencia después de los acontecimientos.
Una forma en que hoy en día es comprobable esta dilación en relación con la problemática del prejuicio y la discriminación es que la opresión, la crueldad y la subordinación –en palabras más adecuadas: las relaciones de poder– estructuran tramas discursivas que renuevan condiciones asimétricas eludiendo los debates intelectuales conocidos, así como los dispositivos jurídicos conquistados. No fue otra cosa lo que sucedió con los procesos de emancipación moderna respecto de la explotación, la alienación y el consumo. No se persistió en las formas que millones padecieron, sino que esas formas fueron transformándose para, primero, cambiar los padecimientos y, finalmente, trocar los padecimientos mismos por modalidades felices de subordinación y dependencia; de modo que los viejos lenguajes emancipatorios sólo se pueden emplear al precio del lecho de Procusto de los ideologemas de museo, repetidos como letanías inocuas. Es lo que sucede con algunos de los lenguajes de los progresismos, las izquierdas y los democratismos.
Los asuntos que identificamos como articulables con “prejuicio” y “discriminación” atraviesan diversos procesos de mutación, transformación y cambio que neutralizan los lenguajes disponibles y crean nuevas situaciones que no son inmediatamente reconocibles ni caracterizables como opresivas o asimétricas.
Los cambios radicales que experimentaron en innumerables sentidos las nociones de pobreza y riqueza, necesidades esenciales o consumos suntuarios, lesionaron también la conflictiva dicotomía histórica entre “socialismo” en el sentido de la adhesión filosófico política al valor de la igualdad, y reconocimiento de la “diferencia” como adquisición de un registro sin el cual el valor de la igualdad se ha limitado a cimentar las bases de aquellos totalitarismos que fueron definidos como dictaduras de las necesidades. Aquellas que sacrificaron la libertad en el altar de una equidad entendida como equivalencia distributiva.
Habíamos mencionado un icono del ironismo que satiriza la corrección política, significativo por su amplia difusión mediática. Para proseguir, y sin el menor atisbo de extensión, ya que no de exhaustividad, es necesario señalar la denigración satírica de la corrección política como tópico hegemónico en buena parte de la crítica cultural contemporánea. En los últimos años se ha ido volviendo evidentemente insostenible la confianza progresista en los paradigmas jurídicos de la lucha contra la discriminación, dado el auge de nuevas modalidades de violencia segregatoria en innumerables variables. Sin abundar y sólo para ejemplificar: los límites en las luchas por la emancipación de género en algunas partes y los brutales retrocesos antimodernos en otras; el neorracismo perseguidor y represor de inmigrantes, muchas veces imbricado con la estigmatización de los árabes y del Islam; la intangibilidad de la meritocracia, cuestionada en otras épocas y hoy en día endiosada y enaltecida más allá del terreno del conocimiento y las destrezas y el cultivo de las formas corporales y los desempeños libidinales.
Es precisamente la impotencia del discurso políticamente correcto para cambiar las condiciones reales de la existencia de la mayoría de la humanidad aquello que aporta un riquísimo material al arte, la literatura, el cine y la televisión, y no solamente en clave abiertamente satírica. Sin ningún esfuerzo taxonómico, pensemos en forma sucinta en Tod Solondz, Lars von Trier, Jim Jarmush, Ettore Scola, Abbas Kiarostami, Mohsen Majmalbaf, o tomemos ejemplos tempranos de la literatura argentina como Lamborghini, Copi, o el propio Borges.
Desde luego, se trata de dar por sentado que no hay un real debate sobre la igualdad y la lucha contra la segregación si no se aplica una mirada crítica sobre las “identidades” como modalidades de amparo y afirmación de la otredad. (...) Las publicidades sobre “capacidades diferentes” nos interrogan sobre si necesitamos que una telefonista sea vidente o camine sobre sus propias extremidades y las de trasplantes de órganos comparan la espera del transporte público con la de los órganos donantes. El mundo de las identidades y sus transformaciones se ha vuelto caótico, y la instrumentalidad de los discursos de la corrección política ha pasado de ser una gran promesa cuasi utópica a la completa falta de encanto de los discursos de las reivindicaciones gremiales. Hacemos empleo de ellos y los necesitamos, pero no nos hablan de otros mundos, ni de horizontes abiertos. Buscamos experiencias estéticas y espirituales en el ironismo y la sátira, que nos garantizan un compromiso implícito con los valores igualitarios y emancipatorios del legado ético de la historia cultural de un modo aún desinteresado y negligente, sin apologías y, sobre todo, sin la presunción de construcciones institucionales y políticas que siguen las reglas de las relaciones de poder hegemónicas.
Estas reglas dictaminan el dominio de la eficiencia instrumental en la producción y el trabajo, y de la eficiencia libidinal en el consumo, el entretenimiento y la realización placentera y feliz de los sentidos. Es un mundo idealmente indoloro, donde el aparato jurídico protege no sólo de la humillación segregatoria, sino también de otras formas de violencia que acontecen en forma microscópica y aleatoria en la vida cotidiana, sea familiar, de género, acoso laboral o mobbing, acoso escolar o bullying.
La paradoja que se nos presenta es que en sociedades desacopladas del tren de la modernidad como la nuestra, ciertos avances o transformaciones que son emancipatorios en relación a relaciones de poder más violentas y crueles de épocas pasadas, se instalan desde afuera, importados, y en forma tardía, cuando ya han perdido su vigor como promesas. Entre nosotros conviven con nuestra homogeneidad identitaria, implicada en el mito del “crisol de razas”, gran dispositivo de dominación fundado en algunos rasgos impuestos en forma universal sobre la base del relato identitario de la argentinidad. Como corolario se registra la deprivación del reconocimiento de las modalidades segregatorias y prejuiciosas realmente existentes, más allá de lo que se dice y acepta en forma explícita (tres inmensos genocidios que vertebran nuestra historia, el de los pueblos originarios, el de la guerra del Paraguay y el de la dictadura del Proceso de 1976, aún están lejos de constituirse en sentido común en nuestra sociedad).
En tercer lugar se verifican subculturas ironistas sobre la corrección política, pero también movimientos sociales pequeños y vigorosos que han logrado importantes conquistas emancipatorias en la lucha por la igualdad, fundamento vigente de la condición humana en tiempos de incertidumbre.
La conclusión de estas observaciones apunta a que no podemos confiar en las modalidades estereotipadas y binarias que asume la corrección política, aunque no sería prudente tirarlas por la borda, como desgraciadamente suele apreciarse entre nosotros. En cambio, se trata de desenvolver sensibilidades y apreciaciones atentas, antes que a los dilemas de las categorías y segmentaciones previsibles, a los dramas que acontecen en forma singular en los avatares humanos. Aquello que el teatro, la literatura y el arte ya sabían desde la Grecia clásica en sus formas culminantes, no superadas aún por ninguna obra posterior, sino siempre reinterpretadas, recreadas por todas ellas. Esto, que se sabe en el propio terreno de las narrativas dramáticas, permanece aún dolorosamente divorciado de los discursos que anteponen la palabra “ciencia” a cualquiera de las modalidades cognitivas vigentes. Conservamos la deuda modernista entre el saber como conocimiento objetual y la sensibilidad como devenir ficcional subordinado. La lucha por la emancipación es también una lucha por los relatos
* Extraído de Vertex, Revista Argentina de Psiquiatría, 2007, vol. XVIII.
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