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viernes, 12 de febrero de 2010

Peligrosa casquivana

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por Enrique Pinti



Dicen que es una entrada a la libertad total, que da impunidad, inmunidad y omnipotencia al que la posee y que, una vez conquistada, es muy difícil perderla. Pero también dicen que es "puro cuento", que la aparente libertad no es más que una jaula de oro que termina por asfixiar al prisionero, que la impunidad es muy relativa porque los castigos por tenerla son múltiples y que la inmunidad dura mientras se nada en la cresta de la ola, que, como todos sabemos, no es eterna sino ultrafugaz y que cuando se pierde (porque se pierde, no hay duda) puede llevar a sus poseedores al "dolor de ya no ser", como dice sabiamente el tango.

Ella, la fama, que de eso estamos hablando, visita a los elegidos y se instala de muy distintas maneras y por diferentes motivos en la vida de algunos: en ciertos casos, son aquellos que hacen pactos con los peores diablos; en otros, irrumpe súbitamente sin que el interesado haya hecho nada concreto para conseguirla. Unos y otros la gozan y la padecen, y como en la vida no todo lo que reluce es oro, esta casquivana y frívola coqueta suele traer valores agregados no demasiado agradables. Es que ella da mucho al principio, pero se vuelve un poco pesada cuando comienza su afán devorador y su perpetua exigencia de dar más y más de uno mismo hasta convertir al famoso en "carne de prensa" que es triturada día a día y minuto a minuto.

Hay quien da todo por ella, hay quien puede manejarla hábilmente para su propia conveniencia y hay quien se olvida de sí mismo y se pierde en un laberinto delirante del que no puede salir y termina en la locura, siniestra hermana de la fama. Claro que no estamos hablando de la fama que puede alcanzar algún sabio o científico por sus hazañas victoriosas en pos del adelanto o la cura de enfermedades, ni de la que alcanzaron benefactores de la humanidad como la Madre Teresa.

Esa fama está fundamentada en actos de amor, altruismo y solidaridad, y esos seres, que dan todo sin pedir nada para sí mismos, si usan su notoriedad es sólo para promocionar sus obras y sus principios.

Los otros, los famosos por pura vanidad, narcisismo y exhibicionismo, caen habitualmente en la trampa mortal de creerse el personaje inventado por ellos y se pierden en la maraña de poses, actitudes y maneras que terminan por llevarlos a la encrucijada de optar por la realidad o la fantasía, y, al interpretar las veinticuatro horas del día ese "aparato" en el que se han convertido, sufren con la pérdida de la fama la peor decadencia y el peor vacío.

La auténtica vocación es un buen punto de partida para lograr el reconocimiento, pero, aun gente con talento y auténticos deseos de superación, se marea con el éxito merecido, se aísla en una burbuja de egocentrismo y se desbarranca en un "autobombo" muchas veces grotesco. Es tan difícil mantener el equilibrio y vivir la fama como un resultado del talento y la conducta ética y profesional que muchos cometen el error de hacer de esa casquivana el único y vital objetivo, y se pierden la gran oportunidad de tener una vida plena que no dependa sólo de las luces brillantes y enceguecedoras del circo mediático.

La fama es tan promiscua que se entrega a los asesinos, los déspotas, los estafadores, a los genocidas, y allí se hace llamar "mala fama". Pero no nos engañemos, sigue siendo la misma. Por eso tanta gente es capaz de cometer graves delitos para obtenerla aunque sea en esos "quince minutos" que puede llegar a durar.

Puro cuento, consagración, trampa, oropel, papelitos de colores tirados desde aviones que terminan pisoteados al llegar al asfalto, dulce, amarga, liberadora, tramposa, prostituta de lujo, veleta loca o refugio inseguro del ego desproporcionado... Así es ella y no hace trampa: los que la hacemos somos los seres humanos, cuando creemos que la vida ficticia de los flashes y los elogios comprados y efímeros son lo mejor de la vida. Muchos llegan al suicidio por ella. Y no vale la pena.


Revista La Nación 12/2/2010


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Avedon

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por Roland Barthes


Miren una fotografía de Avedon; verán en acción la paradoja de todo gran arte, de todo arte de gran alcurnia: el extremo finito de la imagen abre al extremo infinito de la contemplación, de la estupefacción. ¡De cuántas fotos no se dice bastante tontamente que están “vivas”, “animadas”, etc., valores míticos que son movilizados por la publicidad de los materiales fotográficos! Pero el arte de Avedon es hacer fotos inmóviles, y, desde ese momento, inagotables como un objeto de fascinación: lo que fascina está a la vez muerto y vivo, y por eso es fascinante. Los cuerpos que Avedon fotografía son en cierto sentido cadáveres, pero esos cadáveres tienen ojos vivos que nos miran y que piensan: este arte realista es también un arte fantástico.

De ahí una producción comprometida, que abre inmediatamente una crítica social y que, sin embargo, no cae en el estereotipo del compromiso: Avedon, en una parte de las fotos que he visto, manifiesta la opacidad, la dureza, la tristeza involuntaria del establishment norteamericano, todo lo que hace del hombre que llega un cuerpo cerrado, que le ha dado demasiado al poder y no lo suficiente al goce; pero, en una segunda parte de su obra, y a veces en las mismas fotos (¿por qué no?, la Historia es complicada), sin abandonar su estilo, nos invita a mirar algo muy distinto: la pensatividad, la severidad dulce, la inteligencia liberada de las posturas de la inteligencia, enteramente recogida en los ojos, que nunca mienten. De ahí que, delante de una fotografía de Avedon, nos comuniquemos siempre con el modelo: no solamente nos habla, o mejor aún, por más desgarrador, nos quiere hablar, sino que también le respondemos, queremos responderle, a través de la imposibilidad misma en que nos hallamos de despegarnos de esa imagen que nos retiene sin repetirse (¿es por lo tanto amorosa la relación que mantenemos con estas fotos?).

Así pasé toda una velada mirando las fotos de Avedon; la víspera, había ido al cine, donde me había aburrido un poco, y comparaba (aunque con cierta injusticia) estas dos artes. El de Avedon arrastra hacia una teoría de la Fotografía, injustamente entregada hoy en día a la Teoría floreciente del cine o incluso de la Historieta. Como producción, la Fotografía se ve sometida a dos coartadas insoportables: tan pronto se la sublima en las especies de la “fotografía artística”, que niega precisamente la fotografía como arte, como se la viriliza en las especies de la foto de reportaje, que obtiene su prestigio del objeto que ha capturado. Pero la Fotografía no es ni una pintura ni... una fotografía; es un Texto, es decir, una meditación compleja, extremadamente compleja, sobre el sentido.

He aquí, por ejemplo, todo lo que leo en una fotografía de Avedon, los siete dones que me hace: en primer lugar, lo verdadero, la verdad, la sensación de verdad, la exclamación de verdad (“¡qué verdadero!”); luego, el carácter (la pensatividad, la tristeza, la severidad, la satisfacción, la alegría, etc.); luego, el tipo (el hombre político, el escritor, el empresario); luego, Eros, un compromiso, ya seductor, ya repulsivo, con el afecto; luego, la muerte, la vocación de cadáver; luego, el pasado, lo que ha sido captado no puede volver, no se puede volver a tocar; por último, el séptimo sentido es precisamente el que resiste a todos los otros, es el suplemento indecible, la evidencia de que, en la imagen, hay siempre algo más: lo inagotable; lo intratable de la Fotografía (¿el deseo?).

Las fotos de Avedon me obligan a hacer todo este recorrido y a volver a empezarlo sin descanso; con ellas no se termina nunca; son ricas y desnudas a la vez, dan sin cesar, y sin cesar retienen; en suma, son las figuras mismas de una dialéctica: en ellas, la mayor intensidad de sentido, y, finalmente, la carencia misma de sentido, parte de un goce contenido. El primer lugar, los sentidos abundan, la excitación está en su apogeo; luego, conducido por una mano inflexible, aunque supremamente discreta, la de Avedon, el sentido se extenúa: del cuerpo representado no queda ningún adjetivo seguro. Creo que, si Avedon me fotografiara, yo no tendría ningunas ganas de juzgar mi propio cuerpo (con cuya imagen, como cada hijo de vecino, mantengo relaciones espinosas), ni de encontrarse demasiado esto, no lo bastante aquello: mi cuerpo se empeñaría simplemente en ser, en persistir, la fotografía de Avedon no juega (contrariamente a la imagen fotográfica), nadie es feo, nadie es bello (salvo, por una excepción que firma el resto del proyecto, los dos muchachos desnudos de la “Factory” de Andy Warhol). En resumen, sería tal, y en ese tal de mi cuerpo sentiría tal vez parte de la serenidad de los grandes sabios orientales.


Roland Barthes, “Tales”, en La Torre Eiffel, Ed. Paidós.


Texto aparecido en la revista Photo, 1977, con motivo de la publicación del libro del fotógrafo norteamericano Richard Avedon, Portraits, Ed. du Chê


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