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por Enrique Pinti
En medio de tanto maltrato, tanto canibalismo y tanta indiferencia por los problemas ajenos surgen a veces gestos, detalles, frases, guiños y códigos perdidos que nos recuerdan lo mejor de nuestra condición humana.
La jungla peligrosa en la que se han convertido las grandes urbes del mundo esconde entre sus ciénagas de asfalto y sus imponentes arboledas de cemento restos de bondad, solidaridad y respeto. Sólo hay que estar atentos, reconocerlas y agradecerlas con una sonrisa y, si hay ocasión, con un "gracias" que nunca estará demás y será por añadidura una especie de contraseña para autoidentificarnos como personas que todavía no han renunciado al intento de superar los egoísmos y las bajezas que habitan en nuestro interior y que tanta agresividad circundante hacen brotar cada día de nuestra existencia.
Ese taxista harto de un día agobiante con cortes, piquetes, actos, celebraciones, arreglos callejeros, imprudentes peatones que cruzan con luz roja y colectiveros agresivos, es capaz de avisar a una pasajera que ocupa un coche vecino que su abrigo quedó atrapado en la puerta dejando una parte afuera, con peligro de hacerla terminar como Isadora Duncan sin haber bailado nunca en un escenario. Un pequeño gran héroe de nuestros tiempos, en los que la vida de los otros nos importa sólo si es una flagrante y escandalosa invasión a su privacidad.
Esa mujer que ve entre una multitud que sale de un teatro céntrico cómo le arrebatan de las carteras dinero y documentos a un grupo distraído que sale comentando la obra y pega el grito, aun sabiendo que los "descuidistas" son peligrosos y vengativos, puede ser considerada en el argot carcelario una "buchona", "vigilante", "alcahueta" pero es en verdad una persona que no está de acuerdo con el despojo y el robo venga de donde venga.
Esa persona que es capaz de comprarle un sándwich a un chico que pide "algo para comer" sin justificar su negación con la eterna y consabida cantinela de "éstos roban para los grandes que los explotan aprovechando que como son menores no pueden ir presos y así roban sin problemas". Porque el hambre es inocultable y si el pibe pide para comer y no acepta la comida, sino que reclama el efectivo, ahí si se puede y se debe sospechar y no contribuir a la vagancia, pero cuando devora el sándwich, la porción de pizza o el chocolatín que le compró esa persona, ésta podrá escribir al lado de su nombre y profesión como señas particulares: "Ser humano sin prejuicios".
Todavía quedan, y en todas las generaciones pueden encontrarse, aparte de los que trabajan como voluntarios cuidando enfermos y otras actividades altamente solidarias, como los que ayudan a cruzar la calle a discapacitados, los que son capaces de pequeños gestos, como ceder su lugar en una cola de supermercado a gente que ha hecho una pequeña compra a pagar en efectivo si él tiene que abonar con tarjeta una compra enorme que demorará más de diez minutos, tiempo que puede ser precioso para el que espera con un paquete de galletitas o una tirita de aspirinas. Existe todavía esa gente, y están ahí como eslabones perdidos de una cadena de educación y respeto que se va perdiendo, pero que no desaparecerá del todo mientras quede alguien que enseñe a sus hijos (naturales o del alma) que la falta de consideración es un boomerang que siempre vuelve y con inusitada violencia nos golpea como justo castigo a nuestra indiferencia.
La solidaridad brota ante la desgracia y la hecatombe, pero no debería ser así; no deberíamos esperar terremotos, huracanes y cataclismos para recordar sólo ante lo horroroso de la catástrofe que nuestra vida pende de un hilo y que todo lo que no compartimos y todo por lo que odiamos, agredimos y hasta aniquilamos a nuestros semejantes queda reducido a polvo de vanidades y muy poco tiempo después de haber desaparecido de la faz de la tierra se desvanece luego de que nuestros herederos hayan gastado en tonterías lo que tanta lucha nos costó amontonar. No siempre estamos bien predispuestos para ser solidarios, pero sepamos reconocer por los pequeños gestos a los que hacen cosas grandes e imitémoslos.
Revista Viva - 17/08/2008.-
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por Enrique Pinti
En medio de tanto maltrato, tanto canibalismo y tanta indiferencia por los problemas ajenos surgen a veces gestos, detalles, frases, guiños y códigos perdidos que nos recuerdan lo mejor de nuestra condición humana.
La jungla peligrosa en la que se han convertido las grandes urbes del mundo esconde entre sus ciénagas de asfalto y sus imponentes arboledas de cemento restos de bondad, solidaridad y respeto. Sólo hay que estar atentos, reconocerlas y agradecerlas con una sonrisa y, si hay ocasión, con un "gracias" que nunca estará demás y será por añadidura una especie de contraseña para autoidentificarnos como personas que todavía no han renunciado al intento de superar los egoísmos y las bajezas que habitan en nuestro interior y que tanta agresividad circundante hacen brotar cada día de nuestra existencia.
Ese taxista harto de un día agobiante con cortes, piquetes, actos, celebraciones, arreglos callejeros, imprudentes peatones que cruzan con luz roja y colectiveros agresivos, es capaz de avisar a una pasajera que ocupa un coche vecino que su abrigo quedó atrapado en la puerta dejando una parte afuera, con peligro de hacerla terminar como Isadora Duncan sin haber bailado nunca en un escenario. Un pequeño gran héroe de nuestros tiempos, en los que la vida de los otros nos importa sólo si es una flagrante y escandalosa invasión a su privacidad.
Esa mujer que ve entre una multitud que sale de un teatro céntrico cómo le arrebatan de las carteras dinero y documentos a un grupo distraído que sale comentando la obra y pega el grito, aun sabiendo que los "descuidistas" son peligrosos y vengativos, puede ser considerada en el argot carcelario una "buchona", "vigilante", "alcahueta" pero es en verdad una persona que no está de acuerdo con el despojo y el robo venga de donde venga.
Esa persona que es capaz de comprarle un sándwich a un chico que pide "algo para comer" sin justificar su negación con la eterna y consabida cantinela de "éstos roban para los grandes que los explotan aprovechando que como son menores no pueden ir presos y así roban sin problemas". Porque el hambre es inocultable y si el pibe pide para comer y no acepta la comida, sino que reclama el efectivo, ahí si se puede y se debe sospechar y no contribuir a la vagancia, pero cuando devora el sándwich, la porción de pizza o el chocolatín que le compró esa persona, ésta podrá escribir al lado de su nombre y profesión como señas particulares: "Ser humano sin prejuicios".
Todavía quedan, y en todas las generaciones pueden encontrarse, aparte de los que trabajan como voluntarios cuidando enfermos y otras actividades altamente solidarias, como los que ayudan a cruzar la calle a discapacitados, los que son capaces de pequeños gestos, como ceder su lugar en una cola de supermercado a gente que ha hecho una pequeña compra a pagar en efectivo si él tiene que abonar con tarjeta una compra enorme que demorará más de diez minutos, tiempo que puede ser precioso para el que espera con un paquete de galletitas o una tirita de aspirinas. Existe todavía esa gente, y están ahí como eslabones perdidos de una cadena de educación y respeto que se va perdiendo, pero que no desaparecerá del todo mientras quede alguien que enseñe a sus hijos (naturales o del alma) que la falta de consideración es un boomerang que siempre vuelve y con inusitada violencia nos golpea como justo castigo a nuestra indiferencia.
La solidaridad brota ante la desgracia y la hecatombe, pero no debería ser así; no deberíamos esperar terremotos, huracanes y cataclismos para recordar sólo ante lo horroroso de la catástrofe que nuestra vida pende de un hilo y que todo lo que no compartimos y todo por lo que odiamos, agredimos y hasta aniquilamos a nuestros semejantes queda reducido a polvo de vanidades y muy poco tiempo después de haber desaparecido de la faz de la tierra se desvanece luego de que nuestros herederos hayan gastado en tonterías lo que tanta lucha nos costó amontonar. No siempre estamos bien predispuestos para ser solidarios, pero sepamos reconocer por los pequeños gestos a los que hacen cosas grandes e imitémoslos.
Revista Viva - 17/08/2008.-
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