Label Cloud

miércoles, 30 de septiembre de 2009

El ADN como herramienta para la resolución de procesos judiciales. Pasado, presente y futuro.

.


por Dra. Viviana Bernath
Se recibió en el año 1986 de Licenciada en Biología. Hizo su tesis doctoral bajo al dirección del Dr.Alberto Kornblihtt entre 1987-1991


Hace no más de siglo y medio nadie hubiera imaginado que si una madre entregaba en adopción a un niño y cuando anciana, arrepentida, intentaba buscarlo, la ciencia la ayudaría a corroborar que aquel adulto que pudiera ser su hijo lo sería con probabilidades de maternidad mayores al 99.9999 %. Hace no más de siglo y medio nadie hubiera soñado que si un delincuente cometía un homicidio y dejaba algún rastro en la escena del crimen, la ciencia aportaría herramientas tan poderosas como para identificarlo y detenerlo protegiendo a la comunidad.
Todo comenzó hace apenas algo más de veinte años, por el año 1985, en la ciudad de Leicester, Inglaterra, cuando el científico Alec Jeffreys, casi mágicamente, descubrió que todos los individuos podían ser identificados a partir de un patrón específico de su ADN. Jeffreys se hallaba estudiando el gen de una proteína llamada mioglobina, cuando se sorprendió al encontrar que, a lo largo de este gen, aparecían regiones que diferían entre las personas. Las diferencias se visualizaban por métodos indirectos, en formas de bandas de distintos tamaños. Impresionado por su descubrimiento, le solicitó una muestra de sangre a varios miembros de su equipo. Detectó que estas regiones que variaban en tamaño entre los distintos individuos estaban dispersas en todo el genoma y que, a partir de ellas, podía definirse lo que él mismo llamó una “huella genética”. Esta “huella genética” es personal y única para cada sujeto, exceptuando de esta regla a los gemelos univitelinos. Observó también que en cada individuo la mitad de las bandas provenían de la madre y la otra mitad del padre. Así como un sistema de códigos de barras permite reconocer cada artículo en un supermercado, la huella genética facilita la identificación de cada individuo. (sólo la comparten los gemelos univitelinos). Como consecuencia de este descubrimiento, los vínculos biológicos entre padres e hijos, hermanos, abuelos y nietos pudieron ser determinados con altísimas probabilidades de parentesco.
De este modo, con su flamante tecnología, Jeffreys logró resolver uno de los primeros casos que hoy forma parte del anecdotario de la genética forense.
Un muchacho que había nacido en Ghana, pero que residía en Inglaterra con toda su familia, había viajado a su país de origen. Al regresar al Reino Unido fue detenido en migraciones y se le prohibió la entrada al país, pues las autoridades aludían que su documentación era falsa. El joven insistía en que Inglaterra era su lugar de residencia y que allí vivía su familia biológica. Entonces, el gobierno solicitó a Jeffreys que empleara su nueva tecnología para resolver el conflicto. Los estudios de ADN probaron que, efectivamente, la familia biológica del niño era la que se encontraba allí. Gracias a ello le permitieron ingresar nuevamente al país y reunirse con los suyos.
El descubrimiento del científico inglés marcaba, así, el comienzo de una nueva era en la identificación de las personas. Por otro lado mientras esta nueva y poderosa herramienta se iba difundiendo mundialmente, los investigadores comenzaban a utilizarla para la identificación de criminales.

Uno de los primeros casos de criminalística resueltos por medio de esta tecnología y que se resolvió también bajo la dirección de Jeffreys es el siguiente:
En 1983, en el pueblo de Narborough, Gran Bretaña, se encontró el cuerpo de Lynda, una adolescente de quince años, que previamente había sido violada. En el momento, los estudios indicados por los fiscales determinaron que el agresor pertenecía al grupo sanguíneo A+. Sin embargo, este dato no permitió adelantar demasiado en la investigación, pues muchos de los hombres de la zona reunían esta característica que, normalmente, se halla presente en el 10% de la población. Por consiguiente, la policía no pudo hallar al culpable y al poco tiempo el pueblo pareció olvidar lo ocurrido.
Tres años más tarde, Dawn, otra joven de la misma edad, apareció muerta como producto de una violación con características semejantes a la anterior. Otra vez el único dato que los forenses lograron establecer fue que el grupo sanguíneo del homicida también era A+.
Aunque sin sustento suficiente, la policía detuvo como sospechoso a Richard Buckland, un muchacho de diecisiete años que, luego de haber recibido fuertes apremios, aceptó haber cometido el crimen de Dawn, pero no el de Lynda.
La comisión encargada de resolver las muertes de Lynda y de Dawn solicitó a Jeffreys, que además vivía en las cercanías de la ciudad en donde se había cometido el delito, que investigara la posible culpabilidad de Buckland; para ello le fueron entregadas las evidencias, entre las que se conservaban aún las muestras de semen que habían sido extraídas de los cuerpos de ambas mujeres.
Las pruebas realizadas por Jeffreys concluyeron que las dos jóvenes habían sido violadas por un mismo sujeto y excluyeron a Bukland como responsable. La huella genética del violador no se correspondía con la del detenido. El joven fue excarcelado y posteriormente declaró que había aceptado la culpabilidad por la muerte de Dawn debido al acoso policial al que había sido sometido.
En el laboratorio de Jeffreys aún se hallaba la huella del ADN del homicida. Debían encontrarlo. La policía del pueblo, entonces, solicitó que todos los hombres entre 13 y 33 años se presentasen voluntariamente para que se les tomaran muestras de sangre. Sus huellas genéticas serían comparadas con las obtenidas de las evidencias. Se presentaron cinco mil hombres. Para el análisis genético se seleccionaron a quienes tenían el grupo sanguíneo A+. Luego de estudiar el perfil genético de aproximadamente quinientos individuos, no se encontró a ninguno que coincidiera con el del asesino. Otra vez el homicida había logrado escabullirse.
Sin embargo, a los pocos meses, en un pub del lugar, un hombre llamado Kelly, en estado de ebriedad, contó que se había hecho la prueba de ADN bajo la identidad de otra persona. Un compañero de trabajo, Colin Pitchfork, le había pedido que se presentara a la toma de la muestra de sangre con su documento, aduciendo que tenía problemas con la policía y no quería acudir personalmente. Una mujer que se encontraba en el pub, escuchó el relato y de inmediato denunció el hecho a la policía.
Los dichos de Kelly no sólo llamaron la atención de la mujer, sino también la de la policía, que no tardó en arrestar a Pitchfork y tomarle una muestra sanguínea. Al comparar el patrón genético de su ADN con la huella genética obtenida del asesino, se constató que ambos eran coincidentes.
Así, en 1988, Colin Pitchfork se convirtió en la primera persona condenada a prisión perpetua gracias a la prueba de ADN. El doctor Jeffreys una vez más, “con sus propias manos”, había podido demostrar al mundo el enorme poder de su descubrimiento.
Así fue como poco a poco determinar “la huella genética, se convirtió en un elemento relevante para la resolución de casos en criminalística.
Sin embargo encontrar, como vulgarmente decimos, un “ADN” en la escena de un crimen no significa identificar a quién cometió el delito. Un pelo, una mancha de sangre, una colilla de cigarrillo o un trozo de tela pueden poseer el ADN de un sujeto que pudo haber estado presente en el sitio donde ocurrió el delito sin necesariamente ser el culpable. Cuando jueces y fiscales asumen un caso deben inspeccionar la escena, describir minuciosamente cada elemento, recoger todas aquellas muestras que pudieran ser estudiadas y enviar cada una a los peritos correspondientes. Entre ellas se incluyen las pruebas de ADN, sobre las cuales en la actualidad ha recaído la mayor esperanza de encontrar algún indicio para descubrir al culpable.
Como en todo procedimiento que pasa a través de varias manos, en una prueba de ADN es necesaria la supervisión de cada una de las etapas, para que el resultado final sea confiable para todas las partes involucradas y no pueda ser impugnado.
Los ítems fundamentales a tener en cuenta para garantizar la veracidad de una prueba de ADN, especialmente con fines criminalísticos son los siguientes:

1- El reconocimiento de las muestras
En primera instancia, es imprescindible preservar el lugar del hecho de cualquier tipo de contaminación. Para ello debe estar custodiado y, además, nadie tiene que tocar nada directamente con las manos, por lo que todos deberán trabajar protegidos con guantes. En segunda instancia, es preciso inspeccionar el sitio cuidadosamente para determinar sobre qué indicios se puede indicar la realización de pruebas de ADN que permitan identificar al culpable. Así, se recogen, si las hubiere, las manchas de sangre que se encuentren dispersas, ya sea sobre telas u otras superficies, los pelos diseminados, las colillas de cigarrillos, las armas, cuchillos u otros utensilios que podrían haberse utilizado, etc. También, en el caso de un homicidio, es preciso indicar que se extraigan muestras del cuerpo de la víctima, para definir su huella genética, y solicitar extracciones de sangre o hisopado bucal de todas las personas que vivían en la casa o que estuvieron presentes durante el hecho, pues hay que contar con todos estos perfiles genéticos para definir correctamente el del culpable.
También se hace imprescindible la presencia de un oficial que libre un acta con la descripción detallada de cada uno de los elementos recogidos como indicios, además de realizar un registro fotográfico de las evidencias en el mismo lugar del hecho.

2- Conservación, embalaje y transporte del material
Los laboratorios que realizan pruebas de identificación biológica, especialmente de paternidad, son responsables de las muestras a partir del momento en que realizan la extracción.
En el caso de una investigación criminal, la persona a cargo debe interiorizarse sobre cómo se levanta cada evidencia apropiadamente, dónde se la coloca y de qué manera se la conserva. Asimismo, tiene que asesorarse sobre cuánto tiempo puede transcurrir desde que la recogió hasta que llegue al laboratorio donde será procesadas, ya que de acuerdo con el tipo de evidencia y el tiempo de demora hasta arribar al laboratorio deberá conservarse a temperatura ambiente, con hielo seco o en la heladera. Cada muestra debe introducirse en un frasco o en una bolsa, que, a su vez, se coloca en un sobre cerrado y lacrado. Estas etapas son fundamentales; si se descuidan, las evidencias pueden humedecerse, contaminarse con hongos y finalmente arruinarse hasta degradar el ADN que contengan.

3- La cadena de custodia

En 1994, O. J. Simpson, el reconocido jugador de fútbol americano, fue acusado del asesinato de su esposa, Nicole Brown Simpson y de su amigo Ronald Goldman. La policía había levantado manchas de sangre en la escena del crimen, cuyo perfil genético se correspondía con el de Simpson. Pero, si bien las pruebas demostraban que este último era el responsable de los homicidios, sus abogados defensores, Peter Neufeld y Barry Schek obtuvieron su absolución. ¿Cómo lo consiguieron? Demostraron que las evidencias no sólo habían sido incorrectamente levantadas, sino que no se había controlado la cadena de custodia. Por ello, los defensores adujeron que las pruebas habían sido falsificadas. Nadie pudo refutar esta defensa. Simpson fue liberado y la policía, acusada de haber obrado inadecuadamente.
Son los investigadores a cargo de un caso quienes deben garantizar que las evidencias extraídas en la escena del crimen sean las que efectivamente reciba el laboratorio que las procesará. Por lo tanto, deben conocer perfectamente el recorrido que realizarán las muestras, cómo viajarán de un sitio a otro y quién las entregará. La persona que las recepcione deberá verificar, a su vez, que lo recibido se corresponda estrictamente con lo enviado. Cualquier error, por minúsculo que sea, puede poner en tela de juicio los resultados.

4- La contraprueba
El recurso de la contraprueba es útil cuando una de las partes desconfía de la otra y supone que los resultados podrían ser alterados voluntariamente. Por eso, si bien se recomienda para cualquier juicio de identidad, es especialmente aconsejable realizarla en los procesos penales. Por ejemplo, imaginemos una causa en donde ha ocurrido un asesinato. Se sospecha de un sujeto que se encuentra detenido. Se han recogido evidencias de donde podrían obtenerse los perfiles genéticos de las personas involucradas. Las muestras, que consisten en manchas secas de sangre levantadas de diferentes sitios de la escena, pelos, colillas de cigarrillos y ropa, han sido resguardadas hasta que el juez indique las pruebas de ADN. Comparando los perfiles genéticos que se obtengan con el de la víctima y el del detenido se podrá definir la culpabilidad o inocencia del sospechoso. El acusado, una persona pública, ha contratado para su defensa a un bufete de abogados que no le merece confianza al letrado que representa a la familia de la víctima. Por lo tanto, este último debe garantizarse que las pruebas de ADN que se lleven a cabo brinden la información cierta. Como abogado, contrata a un perito forense para controlar todos los pasos referidos a las pruebas genéticas. Éste le recomienda que solicite una fracción de cada una de las evidencias, de la muestra cadavérica del fallecido y de la sangre del sospechoso para realizar las pruebas de ADN paralelamente en otro laboratorio. De ese modo podrán corroborar que los resultados del laboratorio oficial sean correctos. Si aparecieran disidencias entre los diferentes informes podría apelarse el dictamen del juez.

5- La selección de la institución
A pesar de que por su aplicación reciente, muchos países carezcan todavía de una legislación clara en el tema del ADN, en diferentes sitios del mundo han ido surgiendo sociedades y organizaciones que se reúnen para discutir las tecnologías de ADN en genética forense y que organizan controles de calidad. Los laboratorios que participan de ellas poseen certificados que acreditan el nivel de los estudios que realizan, lo que les da un alto grado de confiabilidad.
En las causas judiciales, los fiscales y jueces aparecen como las figuras intermediarias y son los responsables de seleccionar los laboratorios a los cuales se remiten las pruebas de ADN. En algunas ciudades de la Argentina las envían a laboratorios especializados que dependen directamente de la Justicia. En otras, se mandan a centros tanto públicos como privados, previamente seleccionados por el sistema judicial.
Un vez garantizados los puntos recientemente mencionados son los jueces y fiscales, los encargados de reconstruir los hechos, con lógica y coherencia. El ADN “no habla” por sí solo, es necesario interpretar los datos que aporta en el contexto de la escena. Son ellos quienes finalmente darán el veredicto.
En los últimos años, en Argentina, ocurrieron dos casos de asesinatos que cautivaron la atención de muchos ciudadanos, justamente por la alta expectativa que la justicia parecía tener en los resultados de pruebas de ADN y la poca información que aparentemente de ellos se obtuvo: los asesinatos de María Marta Belsunce y Nora Dalmasso. En ambos casos parecía que el ADN permitiría descubrir a los homicidas...María Marta: ¿cómo podría hablar un ADN cuando la escena del crimen había sido prolijamente limpiada antes del arribo de los investigadores? A partir de algunos rastros se determinaron los ADNs de una mujer y dos hombres que podrían correlacionarse con los de los asesinos...o tal vez con tres personas que pasaron por allí aquellos días. Nora Dalmasso, un ida y vuelta de ADNs que aparentemente algo decían pero no lo suficiente, muestras incorrectamente extraídas de la víctima, estudios no informativos, resultados del FBI que nunca llegaron. Secreto de sumario y a la espera de la magia del ADN.
En ambos casos puede observarse como la falta de supervisión por parte de la Justicia en puntos estratégicos referidos a las pruebas de ADN; impidieron probablemente obtener resultados capaces de ayudar a la resolución de cada caso.
Las pruebas de ADN son, sin duda, herramientas que en muchas oportunidades ayudan a los jueces a resolver un caso. Pero debemos recordar que la historia continúa como hace cientos de años, conectando pistas, buscando la verdad, reflexionando... y finalmente es la capacidad de discernir del ser humano la que permite concluir si aquel sospechoso es o no el culpable. Y si llegado el caso el ADN no es capaz de agregar resultados a una investigación, el trabajo debe continuar como se hacía hace tan solo unos treinta años atrás. Si entonces en Inglaterra no hubiera existido una Justicia dispuesta a encontrar al asesino de Lynda y Dawn, Jeffreys jamás hubiera trabajado en ese caso y tal vez aún, el homicida estaría en libertad. Si en los crímenes de María Marta Belsunce o Nora Dalmasso las muestras hubieran sido correctamente recogidas, a lo mejor los resultados de las pruebas de ADN hubieran aportado datos relevantes. Definitivamente, en cualquier época y lugar del mundo, resulta imprescindible contar con un sistema judicial capaz de profundizar las investigaciones con el claro objetivo de resolver el caso.

Los Bancos de ADN.
En los últimos años los grandes avances tecnológicos ofrecen hoy herramientas precisas y eficientes para la detección de delincuentes a partir de la creación de los Bancos de ADN. ¿Qué son y cómo funcionan estos Bancos? El secreto reside en que cualquier persona suele dejar algún rastro en el sitio por el cual ha pasado, entre ellos por el cual ha cometido un delito Así a partir de colillas de cigarrillos, pelos, saliva, semen pueden obtenerse uno o más “perfiles genéticos” capaces de identificar a el o los responsables. Estos perfiles genéticos se introducen en una base de datos. Por otro lado, en los Estados o Países en que existen estos Bancos, cuando la Policía detiene a un sospechoso está autorizada para tomarle una muestra de sangre o saliva, obtener su perfil genético e introducirlo en la misma base de datos. Automáticamente se cotejan los resultados de las evidencias: colillas, pelos, saliva, semen, etc con los de el o los imputados. Cabe recordar que como la probabilidad de encontrar dos personas que compartan el mismo patrón genético es prácticamente nula, si ambos coinciden, el sospechoso puede pasar a la categoría de culpable en caso contrario a la de inocente.
Actualmente cada Estado define su propia legislación que, entre otras normativas, incluye el conjunto de personas a las cuales se les tomarán muestras biológicas para determinar el perfil genético e incorporarlo a su base de datos. Algunos Bancos solo incluyen a quienes han cometido delitos sexuales u homicidios, mientras que otros incorporan a los responsables de cualquier delito por menor que este sea. Si bien ya hay numerosos Bancos de ADN en el mundo, no se ha llegado a un consenso internacional en cuanto a la modalidad de su implementación. Así en Inglaterra existe el National DNA Databank que almacena la información genética de cualquier sospechoso que es arrestado y si al ser comparada con crímenes no resueltos no arroja ningún resultado es eliminado de la base de datos. En Estados Unidos existe el Combined DNA Index System (Codis) que guarda los datos genéticos de todos los delincuentes peligrosos arrestados, y a partir de éste se logró no sólo capturar a criminales, sino además liberar a más de 100 convictos encarcelados injustamente.
En nuestro país se encuentran en discusión diferentes proyectos de ley para implementar bancos de ADN tanto a nivel Nacional como en diferentes provincias.
Los Bancos de ADN son especialmente eficientes para identificar violadores. ¿Por qué? Por un lado porque las cifras del número de violaciones que ocurren en una ciudad resultan apabullantes, diferentes fuentes informan que en la Argentina se denuncian aproximadamente 3.500 violaciones por año, estimándose que sólo uno de cada tres delitos sexuales es formalmente denunciado.
Son muchas las discusiones que se generan a partir de esta clase de delitos: ¿cuál es el mejor castigo o condena? ¿Los violadores son individuos enfermos o recuperables para la sociedad? ¿Existe una predisposición genética a este comportamiento? ¿Cómo proteger a la comunidad? Las respuestas a cada una de estas preguntas son aún tema de debate en la comunidad internacional. Sin embargo, de acuerdo a diferentes estudios científicos, lo que sí puede afirmarse es que los niveles de reincidencia nunca bajan del 50 %. Esto permite explicar, por un lado, la existencia de los llamados violadores seriales, hombres que cometen una y otra violación sucesivamente, con características semejantes, y por el otro, la existencia de muchos sujetos que luego de cumplida la condena y obtenida su libertad, vuelven a cometer delitos sexuales.
Cuando un violador que ha cumplido una condena reincide, si su perfil de ADN ha quedado registrado en un Banco de ADN, estudiando el patrón genético del semen que ha dejado en la nueva víctima es rápidamente identificado.

Los Bancos de ADN permiten:
· identificar a los responsables de delitos.
· conectar diferentes delitos cometidos por la misma persona, aunque en ningún caso se haya detenido a algún sospechoso;
· descartar sospechosos cuando no existe correlación entre los perfiles genéticos obtenidos en la escena del crimen y los del detenido;
· ayudar a correlacionar diferentes sucesos.

Sin embargo, debemos recordar que es responsabilidad de los Estados garantizar la privacidad e intimidad de los individuos a los que se les realicen las tomas de muestras biológicas. El compromiso debería establecer que con estas muestras solamente se determinasen los patrones genéticos para la identificación de quienes hubieran cometido delitos, sin la posibilidad de emplearlas para otros fines, como, por ejemplo, investigaciones médicas.
Los Bancos de ADN son un ejemplo de la creciente importancia que van adquiriendo la ciencia y la tecnología en las nuevas legislaciones de seguridad. No es desatinado, por lo tanto, suponer que la identidad biológica pase a ser, junto con el número de documento, un signo adicional a la identidad formal, como la actual huella digital. Tal vez llegue el momento en que los mecanismos para determinar los patrones del ADN de una persona estén al alcance de cualquiera y que al ser un dato tan inequívoco sea incorporado como un nuevo recurso universal. Sin duda, cada Estado deberá reglamentar el uso de estos datos. Los Bancos de ADN de diferentes Estados y naciones, de seguro, se encontrarán intercomunicados por redes internacionales y los alcances de dicha información dependerán de decisiones políticas. Si bien el objetivo podría ser garantizar la seguridad de la población de un Estado, de una nación o del mundo entero, será fundamental que se respeten las normas éticas básicas de convivencia.
Ahora bien, las pruebas de ADN no solamente son útiles para verificar la culpabilidad de un sospechoso, sino también para otorgar la libertad a personas que hubieran sido incorrectamente condenadas.
El primer caso en que las pruebas de ADN lograron la excarcelación de un convicto sentenciado a muerte en los Estados Unidos fue el de Kirk Bloodsworth, un pescador de la ciudad de Maryland.
En 1984, Bloodsworth había sido condenado a la pena capital por la violación y el asesinato de una niña de nueve años de edad. Su detención ocurrió al poco tiempo de haberse encontrado el cuerpo de la criatura. El hombre rechazó las acusaciones y se declaró inocente, pero, a pesar de que sus abogados trabajaron denodadamente en su defensa, fue detenido y sentenciado. En la cárcel, Kirk entabló una fuerte amistad con otro preso, llamado Kimberley Shay Ruffner.
Finalmente, luego de innumerables apelaciones, los abogados de Kirk lograron que se realizara una prueba de ADN, a través de la cual se podría confirmar o desestimar la culpabilidad de su defendido. Los resultados determinaron que la huella genética de Kirk era diferente de la del semen hallado en el cuerpo de la niña. En el año 1993, luego de nueve años de prisión, el pescador fue declarado inocente.
La historia cuenta que para Kirk fue muy difícil reincorporarse a la vida de la ciudad. Muchos seguían desconfiando de él y lo consideraban culpable a pesar de todo. Sin embargo, una jueza estaba convenciad de su inocencia, por lo que continuaba buscando al responsable de la muerte de la pequeña.
Ya habían pasado otros nueve años desde que Kirk Bloodsworth había salido en libertad cuando nuevas pruebas de ADN demostraron quién era el violador. Como una trampa del destino, la huella genética de su compañero, Kimberley Shay Ruffner, coincidía con la del asesino de la pequeña.
Por ese motivo, en la década del 90, en la ciudad de Nueva York, un grupo de abogados, liderados por Peter Neufeld y Barry Sheck, creó la ONG Proyecto Inocencia. Esta iniciativa tiene como objetivo probar, mediante estudios de ADN, la inocencia de presos injustamente condenados. Los abogados solicitan la revisión de las causas e investigan qué estudios podrían realizarse sobre muestras remanentes que hubieran quedado archivadas
Hasta mayo de 2007, el Proyecto Inocencia ha logrado la excarcelación de 203 individuos inocente acusados de algún delito. Catorce de ellos habían sido condenados a muerte. Las estadísticas indican que en los Estados Unidos se demuestra la inocencia de una de cada ocho personas condenadas a muerte. Esta ONG ha hecho público también que solamente en el 20% de las causas penales se dispone de material biológico para realizar pruebas de ADN. Además, cuando consiguen la revisión de las causas y se solicitan nuevos estudios, en el 75% de los casos las pruebas biológicas han sido destruidas. Los hombres que intentan demostrar su inocencia pasan un promedio de diez años en prisión antes de lograrlo.

Sin duda el desarrollo de la biología molecular es imparable. Es responsabilidad de quienes trabajan en esta especialidad, y de toda la humanidad, lograr que el alcance de esta tecnología no se utilice en procesos capaces de alterar los principales valores éticos de la humanidad.

Revista QuímicaVivaNúmero 2, año 7, Agosto 2008mailto:2008quimicaviva@qb.fcen.uba.ar


.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Prevenir y curar

.


por Enrique Pinti


Llega un momento en la vida de los que tenemos la suerte de superar los cincuenta, los sesenta y los setenta abriles (en el caso del que esto escribe, los octubres, mes de su cumpleaños) en el que, junto al agradecimiento por haber vivido, llegan comprobaciones no tan agradables como uno desearía. Parecen detalles menores, pero no lo son tanto. Las escaleras comienzan a ser nuestras enemigas y, si a los sesenta cuesta subirlas, a los setenta cuesta también bajarlas. ¿Dónde quedaron aquellos trotes al volver de la escuela y ascender de dos en dos esos escalones (veinte, para más datos) que había entre la puerta de calle y el vestíbulo de la casa natal? ¿Y aquel galope ágil al bajarlos con flamantes pantalones largos para ir al cine? ¿Qué pasó con esos saltos que uno daba para levantarse de la cama con la agilidad de un gato? ¿Y las corridas maratónicas para que no se nos escaparan subtes, colectivos y tranvías? ¿Y el descenso de esos mismos vehículos en pleno movimiento logrando un equilibrio perfecto? ¡Cómo duelen ahora los remordimientos por la cantidad de veces que nos burlamos de ancianas y ancianos que tropezaban con todo, tambaleaban inseguros mientras preguntaban a los más jóvenes: "¿Hay algún escalón?" ¡Cuánto arrepentimiento tardío sentimos por haber sido perezosos y vagos para hacer gimnasia y ejercicios físicos, y así lograr una mayor elasticidad. Cataratas de vino, océanos de sidra, cerveza o champagne, bosques frondosos de tallarines, tucos, kilómetros de tiras de asado y rotondas de pizzas bordeando lagunas de gaseosas dulces para llegar a montañas de helados y tortas, se nos hacen presentes en cada achaque, cada calambre y cada pico de presión o ataque de hígado. Las humaredas de tanto cigarrillo nos nublan la vista y nos regalan ataques de tos seca y unos dolorcitos de pecho que no presagian nada bueno. Nos queda una sola frase que decir, algo así como un mea culpa y al mismo tiempo una pequeña disculpa: "Confieso que he vivido".

Es cierto, hemos vivido y no se nos puede criticar por haber pretendido ser lo más felices que pudimos y, mucho menos, por gozar de los buenos momentos que la vida nos brindó.

Pero un poco más de prudencia y un poco menos de soberbia nos hubiera venido muy bien. Pensar que "sólo se enferman los otros" es una de las necedades más habituales en las que solemos caer los humanos. El extremo opuesto, privarse de todo lo que nos gusta, sacrificar todos nuestros deseos en aras de "la salud perfecta", perdernos las gratificaciones a las que todos tenemos derecho y, sobre todo, pretender aparentar veinte años hasta los noventa, es otra torpeza. Pero lo cierto es que muy pocos pueden lograr ese delicado equilibrio que combina la buena genética, la buena conducta y el placer de vivir. Y nos acordamos un poco tarde de lo que deberían haber sido sabias prevenciones. De todas maneras, nunca es demasiado tarde para modificar lo que nos daña y nos hace mal y, nos quede lo que nos quede por vivir, podemos vivirlo con más cautela y, eso sí, con la mayor dosis de humor que nos sea posible.

Habrá que extremar los cuidados: mirar con respeto esas malditas escaleras cada vez más empinadas, maldecir como desahogo a los arquitectos y constructores que para aprovechar el espacio limitado hacen en bares y restaurantes los baños en entrepisos y subsuelos a los que se debe acceder sorteando escalones donde no cabe un pie número cuarenta, insultar mentalmente a los que han convertido los micros y colectivos en montañas donde los jovatos podemos trepar sólo con el empujón no siempre solidario de los que vienen detrás y que nos "elevan" tocándonos el trasero con frenesí, y sobre todo añorar aquellos años locos de juventud en que no sabíamos si teníamos hígado ni estómago y el intestino funcionaba como el reloj Big Ben de Londres y no como la campana de una escuela abandonada. Dicen que es mejor prevenir, pero al menos probemos curar, para lo cual nunca será demasiado tarde.


Diario La Nación 20/9/2009.-


.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Asuntos penales

.



por Juan Sasturain



Desde que el árbitro Furchi “le dio” tres penales a Independiente en la primera fecha del Apertura –y no “le dio” uno anoche a Banfield–, el tema ha vuelto a ponerse una vez más a tiro. A tiro de doce pasos, precisamente. La cuestión no sólo es si los penales “fueron” o no, sino cuál es el significado de ese fuero particular que rige ciertas infracciones en el fútbol: el ominoso y discutido fuero penal.
Porque –en la Argentina al menos– los referís son más jueces que árbitros, más administradores de Justicia que mediadores necesarios en los que se delega, por acuerdo, la resolución de los conflictos. En buena lógica, arbitrar es decidir con equidad sin lesionar intereses legítimos; no se trata de encontrar culpables y administrar castigos. Es lo que va de hacer respetar reglas a aplicar leyes. En el caso extremo del penal, se dice que el árbitro “sanciona la pena máxima”. Además, cabe recordar que entre nosotros existe el Tribunal de Penas.
Algo muy serio.La criolla terminología es resultado de ese subrayado judicial. Sin ir muy lejos, comparar con el léxico empleado en otras latitudes puede ser revelador. Así, mientras en España los llamados burocráticamente colegiados sólo “pitan”, en la Argentina los sobreestimados jueces “cobran”. Es decir, te pasan la factura, te hacen la boleta como los chanchos inspectores de tránsito. La “falta” argentina, sea mano, offside o foul, no es simplemente una infracción, trasgresión del reglamento, sino una ofensa personal al árbitro, enemigo natural del jugador que, cuando puede, se la cobra. Lo curioso (o no) es que en España, al mantenerse más clara la función mediadora del árbitro, los que “cobran” las faltas son los jugadores del equipo rival, los mismos que para nosotros “ejecutan” los tiros libres... A unos se los dan y a otros se los cobran.
Es decir que utilizando la terminología cara a Woody Allen, en nuestro fútbol estamos más cerca de concebir las infracciones futboleras como delitos antes que como faltas. Se trata de asuntos penales.
Precisamente, en cuanto a los (tiros) penales –“penalty” han conservado los españoles del “penalty kick” inglés; “calcio de rigore”, dicen los italianos– su condición inequívoca de literal fusilamiento pone la cuestión en otro orden de cosas. El de las definiciones, el de la incidencia directa en el resultado. Popular, estadísticamente: un penal es más de medio gol.
Los penales tienen por lo menos dos maneras de existir. Una, objetiva en términos existenciales: son o no son penales; “fue” o “no fue” se discute y hoy día se verifica (?) con la tele mediante. Otra, objetiva en términos estadísticos: el réferi “los da” o “no los da”. Y no se dan todos los que son ni son todos los que se dan. En ese vacío, en esa grieta se mueve la decisión, el criterio y el destino del árbitro.
En la práctica, los penales –y las expulsiones, el otro índice testigo, aunque no tan relevante– suelen ser una especie de bonus track que se guarda el árbitro, espacio de extraña discrecionalidad (dar o no dar, cobrar o no cobrar) desde donde puede en cierto momento revertir una situación personal, jugar un destino ajeno, encender una mecha o apagar un incendio. En ciertos casos, dar penales y/o expulsar jugadores pueden ser gestos que, por omisión o recurrencia, definen una personalidad, se convierten en revelador de carácter. El juez se desnuda en público.
Por eso, tácitamente, todos sabemos –y el juez sobre todo– que el “área penal” es un espacio regido por una legalidad diferente de la del resto del campo. Todo se pone en blanco sobre negro, las diferencias entre lo venial y lo capital se agudizan, pasa a ser significativa la evaluación de intenciones, estamos en el lugar del crimen. Del penal alevoso al penal culposo; del suicidio inducido a la muerte accidental. El árbitro es policía, fiscal y juez frente a 22 potenciales delincuentes, con millaresde testigos presenciales que opinan de viva voz pero a los que no puede consultar. La vocación arbitral –si existe– sigue siendo un misterio para mí.


Diario Página 12, 11/8/2005.-


.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Ëtica y medio ambiente. Ensayo de hermenéutica referida al entorno.

.



por Raúl Villaroel
Universidad de Chile



Incluso medido en el metro de los antiguos griegos, todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad sino poder y conciencia del poder, se presenta como pura hybris [orgullo sacrilego] e impiedad [...] Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros [...].

Friedrich Nietzsche, La Genealogía de la Moral



I


La ética ambiental surge a mediados del siglo xx, motivada principalmente por I W* ll la necesidad de dar respuesta a dos importantes desafíos o encrucijadas planteados por el antropocentrismo tradicional. En primer lugar, a las pretensiones de superioridad moral manifestadas sin reservas por los seres humanos respecto de los miembros de otras especies. Y en segundo término, a la posibilidad de encontrar argumentos racionales que permitiesen asignarle valor intrínseco al ambiente natural y sus componentes no humanos. Sustentado en ambas referencias, comenzó paulatinamente a gestarse un proceso de crítica al impacto ejercido por la acción humana sobre el entorno y un replanteamiento del modo en que los hombres contemporáneos entendían su relación con la naturaleza, mediada por la técnica. Se hizo así explícita, por primera vez, la necesidad de fomentar una nueva actitud reflexiva, capaz de enfrentar la hybris desenfrenada que amenazaba a la vida en todas sus manifestaciones.

Entre los trabajos pioneros que instalaron esta nueva sensibilidad frente a la crisis medioambiental emergente, se puede señalar el afamado Silent Spring, publicado en 1963 por Rachel Carson, texto que recopilaba un conjunto de artículos aparecidos previamente en el New Yorker Magazine, en los que se detallaba el modo cómo ciertos pesticidas agrícolas (DDT y algunos más) terminaban por infiltrarse definitivamente en la cadena alimentaria, afectando al medioambiente y a la salud de los seres humanos. Posteriormente, Paul Ehrlich publica en 1968 The Population Bomb, donde advierte que el crecimiento desmesurado de la población humana amenaza la viabilidad de los sistemas de apoyo vital del planeta. Estos y otros trabajos de entonces quedaron resumidos en la ya clásica investigación, liderada por Dennis Meadow en el Instituto Tecnológico de Massachussets, que dio lugar en 1972 a Limits to Growth, informe que recogía las preocupaciones surgidas durante la década anterior y respondía de este modo a la nueva sensibilidad medioambiental, fuertemente acicateada entonces por las primeras imágenes de la Tierra tomadas por los satélites estadounidenses, en que se la contemplaba en todo su magno esplendor desde el espacio exterior.

Ahora bien, como se sabe, buena parte del impulso inicial de todos estos trabajos e inspiraciones se debe a la obra del destacado conservacionista Aldo Leopold, quien, pese a no haber planteado teoría sistemática alguna, argumentó tempranamente (en 1949) en favor de la adopción de una "ética de la tierra", en A Sand County Almanac, cuyas preocupaciones principales estaban motivadas por la necesidad de ofrecer respuestas más bien ético-estéticas a los problemas de la naturaleza y rechazar toda perspectiva de valor puramente económico de los objetos naturales. El planteamiento fundamental de Leopold se basaba en tres ideas principales: la Tierra es una comunidad de entidades vivas, la Tierra ha sido hecha para amarla y respetarla, y la Tierra entrega una cosecha de cultura (harvest of culture). Por cierto, desde entonces, y hasta nuestros días, las repercusiones y resonancias de este impulso inicial no han cesado y la subsecuente profusión de pensamiento ético medioambiental ha dado lugar a una abundante literatura, llegando por esto mismo a convertirse en un tópico irrenunciable de las preocupaciones filosóficas actuales.

Sin embargo, llegar a precisar cuáles son las características o las definiciones centrales de esta ética referida a los problemas que afectan al entorno natural no es algo simple, puesto que en el horizonte de la reflexión filosófica contemporánea concurren variadas perspectivas que protagonizan entre sí un interesante debate, cuyas posiciones y planteamientos -distando mucho de coincidir- se tornan, a menudo, inconmensurables. Por lo mismo, el intento de alcanzar una comprensión adecuada de aquello que podríamos definir como "ética medioambiental" exige la revisión de las siguientes cuestiones preliminares.

Como se dijo, existen varios programas teóricos que han manifestado interés por pensar la relación de lo humano con el entorno natural, desde diversas matrices comprensivas y con diversa pretensión de fines por alcanzar. Una de las expresiones de ética medioambiental conocidas hasta el momento es la perspectiva basada en el humanismo, que estima irrelevante la existencia de una ética específicamente centrada en los problemas del ambiente en tanto exista la ética tradicional, pues no considera necesario que se le diga al hombre qué hacer y qué no con las entidades naturales no humanas, ya que igualmente y con solvencia, la ética humanista procura buenas orientaciones para ello.

El filósofo estadounidense Bryan Norton señala que las políticas medioambientales basadas en un amplio y extenso antropocentrismo -donde los valores humanos de la generación presente y los de las generaciones futuras estén igualmente considerados- debieran ser indistinguibles de las políticas basadas en esa controversial y problemática noción de "valor intrínseco" que algunos han pretendido atribuir a la naturaleza. Esto es lo que él denomina "hipótesis de la convergencia" y urge a los filósofos ambientalistas para que adhieran a un antropocentrismo conservador aunque "débil" y basen las políticas ambientales en el espectro total del material humano, científico, estético, y en los valores espirituales, tanto de las generaciones actuales como de las próximas (Norton 1984, pp. 131-148). Planteamientos como los de Norton implican, de este modo, que todos nuestros deberes hacia el medioambiente natural, en realidad se derivan de los deberes que debemos reconocer hacia sus habitantes humanos. En este sentido, una perspectiva antropocéntrica refinada sería más que suficiente para objetivos prácticos, e incluso mucho más eficaz que cualquier teoría no antropocéntrica en cuanto al logro de resultados pragmáticos; sobre todo en términos de la formulación de políticas, dada la pesada carga de la prueba que recae sobre estas últimas cuando tienen que fundamentar su opinión de que el ambiente no humano también tiene valor intrínseco (Norton 1991). Esta dificultad conduciría, incluso, a declarar una suerte de antropocentrismo cínico (cynical anthropocentrism), en cuanto se admite que, efectivamente, sí existen poderosas razones para disponerse de manera favorable al medioambiente no humano, pero solo porque ellas estarían directamente relacionadas con las implicancias favorables que finalmente éste tiene para el bienestar del hombre.

Desde una visión crítica se ha señalado que semejante antropocentrismo ha devenido la causa fundamental de la crisis ecológica actual, en tanto, habiendo exaltado históricamente la figura del hombre, de algún modo legitimó con ello el aniquilamiento progresivo del entorno. En relación con esto, en algunas ocasiones se ha argumentado que las raíces históricas de la destrucción medioambiental se encontrarían en el pensamiento cristiano, pues éste sería el que habría animado la sobreexplo-tación de la naturaleza al afirmar la superioridad de los seres humanos por sobre todas las otras formas de vida, y por haberse representado todo el entorno natural como si hubiera sido creado para el uso irrestricto del hombre. Ahora, refutando esto último, algunos autores han sostenido que, si bien es cierto que la tradición judeocristiana de pensamiento acerca de la naturaleza ha revelado efectivamente ese carácter despótico del hombre, al mismo tiempo, ha hecho posible ver a los seres humanos como custodios o administradores de la obra divina (Passmore 1980). No obstante lo anterior, también se podría decir que ya en Aristóteles se encuentran indicios de semejante antropocentrismo. EnPolüica (Libro I, cap. 3, [1257a]), luego de afirmar que las plantas existen en orden a las necesidades de los animales, sostiene que éstos lo hacen en orden al bien del hombre, concluyendo que si la naturaleza no hace nada en vano, o sin un fin determinado, en consecuencia, todos los animales han sido hechos a causa del hombre.

Ahora, por otra parte, la confluencia de debates éticos, políticos y legales con respecto a los problemas del entorno trajo consigo, durante los años 70, una interesante discusión entre grupos ambientalistas moderados y otros extremos. Los más moderados, o realistas, apoyaron un ambientalismo reformista y estuvieron dispuestos a trabajar con las empresas y los gobiernos para morigerar el impacto de la contaminación y el agotamiento de los recursos, sobre todo en relación con los ecosistemas frágiles y las especies en vías de extinción. Los más extremos, o fundamentalistas, abogaron, en cambio, por una transformación radical, por el establecimiento de nuevas y rigurosas prioridades, e incluso por el derrocamiento del capitalismo y del individualismo liberal, a los que entendieron como las causas ideológicas principales de la devastación antropogénica del ambiente.

Subyaciendo a estos desacuerdos estaba una distinción introducida a principios de los 70 por el filósofo noruego Arne Naess, considerado un verdadero profeta de la acción militante del ecologismo. Naess diferenciaba dos modalidades de ecología: la superficial (shallow Ecology) y la profunda (deep Ecology) (Naess 1973). Creía que la primera de ellas -la superficial, la antropocentrista digamos- acusaba el defecto de no ser sino otra ciencia más dentro de la familia de las ciencias de la Tierra, tal como lo son, por ejemplo, la oceanografía o la meteorología. De acuerdo con esto, un ecologista superficial usaría su ciencia igualmente para avanzar respecto de la empresa de conquista de la naturaleza, aunque solo en el sentido de evitar las consecuencias indeseables de tales acciones. De este modo, los ecologistas superficiales asesoran a los gobiernos y a las empresas en la manipulación del medio ambiente, con el propósito de generar un rendimiento máximo y sostenido de los recursos, y así su labor queda limitada no más que a advertir acerca de los riesgos de la lluvia acida para los bosques comercializables, por ejemplo; o a dar cuenta de las potenciales consecuencias biológicas derivadas de la introducción de organismos desarrollados por ingeniería genética en el medio ambiente. Por lo mismo, la ecología superficial no representaría sino una refinada modalidad de management.

La ecología profunda -desarrollada por Bill Devall y George Sessions, continuadores de Naess-, por el contrario, y desde la perspectiva de un igualitarismo biosférico (Devall, Sessions 1985), se centra -cuando sus implicancias han sido ampliamente exploradas e internalizadas- en un nuevo modo de experimentar la naturaleza; literalmente, en una nueva visión de mundo, que rescata las preguntas básicas acerca de la naturaleza de lo natural, de lo que significa ser un ser humano y de cómo un ser humano debe vivir en su medio natural. En su opinión, sería la profunda cercanía que tendríamos que mantener con otras formas de vida en la naturaleza lo que contribuiría significativamente a nuestra propia calidad de vida. La ecología profunda buscaría así respetar un supuesto valor intrínseco de la naturaleza, independientemente de todo provecho o propósito humano, defendiendo la idea de que todos los seres vivos tienen absolutamente el mismo derecho de vivir y prosperar. Así, las relaciones entre los organismos y sus ambientes son experimentadas, de acuerdo con la formulación clásica de Naess, como "nudos en la red biosférica", o dicho más filosóficamente, como un campo de relaciones identitarias, intrínsecas e indisolubles. Por ello es que cuidar de uno mismo sería, a la vez, respetar y cuidar el medioambiente natural con el que uno se identifica. La "autorrealización" (Self-realization) postulada por el filósofo noruego, entonces, no sería otra cosa que un reanexión del individuo humano al medio natural y significaría la alternativa de solución para la crisis medioambiental desatada por el egoísmo del hombre moderno y su explotación desenfadada de la naturaleza.

Sin embargo, este principio de igualdad biosférica resultó ser algo bastante indeterminado, a la postre. De hecho, Naess jamás dio cuenta suficientemente de qué era aquello en que consistía el mencionado principio, ni de cómo era que podían tener relevancia moral la existencia de las entidades no humanas, sobre todo, aquellas de menor complejidad biológica. Posteriormente, a partir de los años 80, las formulaciones originales del pensador escandinavo experimentaron importantes modificaciones, re-bajando significativamente sus pretensiones teóricas iniciales, para llegar a convertirse en una suerte de perspectiva de mediación entre visiones puramente filosóficas y concepciones religiosas de diversa denominación, como el cristianismo, el budismo y el taoísmo. Variadas críticas recayeron sobre la ecología profunda al cabo de un tiempo; entre otras, las de algunas feministas, que argumentaron que esa teoría de un "yo extendido" y fundido con el medio natural es, en efecto, una forma disfrazada de egoísmo humano -en verdad, propiamente masculino-, incapaz de dar el debido respeto a la naturaleza y reconocerla como un genuino "otro", independientemente del interés y el bienestar del hombre.

A propósito de esto último, otra aproximación al problema ético medioambiental está constituida por el así llamado ecofeminismo, que identifica importantes vínculos históricos, experienciales, simbólicos y teóricos entre la dominación de la mujer (y la de "otros Otros") y el dominio que el hombre ha hecho de la naturaleza (Warren 1994). La reconocida activista de derechos civiles e intelectual estadounidense, Sheila Collins, por ejemplo, sostuvo que el patriarcado, es decir, la cultura de la dominación masculina, se fundamentaba en cuatro pilares principales: el sexismo, el racismo, la explotación de clase y la devastación medioambiental (Collins 1974). En la cultura occidental, esos "Otros", excluidos, marginalizados, devaluados, patologizados o naturalizados (al punto de llegar a ser no más que "Otros"), son, tanto los "Otros humanos": mujeres, negros, pobres, niños, etc., como los "Otros naturales": animales, bosques, ecosistemas, etc. De esta manera, cualquier análisis o intento de resolución adecuada de cuestiones ambientales, tales como la deforestación, la contaminación del agua, el cultivo y la producción de alimentos o la disposición de toxinas y materiales peligrosos, debe ser integralmente vinculado a una comprensión amplia de la grave y apremiante situación de las mujeres, los negros, los pobres y los niños, entre muchos. De tal modo se percibiría mejor cómo las prácticas ambientales habituales, en verdad, tienden a reflejar, reforzar o crear políticas que devalúan, derriban o hacen invisibles las necesidades reales y las contribuciones efectivas de las mujeres y todos los demás Otros señalados (Warren 2000).

El postulado básico del ecofeminismo, entonces, es que un análisis y una comprensión adecuados de las pasadas relaciones de dominación pueden iluminar las relaciones presentes.

Un ya antiguo planteamiento de la literatura feminista afirma que las mujeres hablan con "una voz diferente" (Gilligan 1982), basada en el cuidado, las relaciones mutuas y la no violencia. Por ello sería tanto posible como deseable tener una ética desde el punto de vista de las muj eres, o que el punto de vista de las muj eres es un mej or punto de partida para un conocimiento más adecuado del mundo. Este planteamiento es central a la política ecofeminista, admitiéndose que las mujeres tienen una perspectiva particular sobre la relación entre la humanidad y la naturaleza y están llamadas tanto política como moralmente para tejer de nuevo el mundo o curar las heridas de un orden social ecológicamente destructivo. Por tanto, si la ética no tomara en cuenta la naturaleza de género de la sociedad, estaría condenada al fracaso, tanto como si no considerara los elementos propios de la estructura material de la sociedad humana o el modo en que esa misma estructura impacta a las relaciones con la naturaleza.

Todavía más, el ecofeminismo afirma que el patriarcado -la ideología supuestamente responsable de la dominación de la mujer- es, al mismo tiempo, la ideología responsable de la dominación y destrucción de la naturaleza; de tal manera que, liberar a la muj er de la dominación masculina, liberará de inmediato a la naturaleza también. El ecofeminismo argumenta que es la visión de mundo "androcéntrica" la primera culpable del problema, puesto que los hombres serían socializados para percibir su identidad en función de una devaluada imagen femenina del mundo. Por ello se habría desarrollado históricamente una cultura en la que los hombres acaparan el poder, y los valores masculinos se institucionalizan llegando a subordinar de igual modo a las mujeres como a la naturaleza, respondiendo con su comportamiento a una lógica de la pura dominación (Warren 1990, p. 36). Además, la dominación de las mujeres por parte de los hombres sería la forma original de dominación en la sociedad humana, de la cual todas las demás jerarquías (rango, clase o poder político) habrían emanado.

Ahora bien, sin duda, una posición influyente durante las últimas décadas ha sido la del llamado extensionismo, que ha intentado articular de manera conceptual y fundamentar de modo teórico una moral directamente referida al medioambiente, a través del ajuste o la extensión de la moral humanista occidental a algunas entidades no-humanas. El más conspicuo de sus representantes ha sido el filósofo australiano Peter Singer, quien la desarrolló inicialmente como una teoría que buscaba extender la consideración moral a los animales, sin referencia al medio o a los problemas ambientales en sí mismos (Singer 1995). Posteriormente, Tom Regan amplió y refino este primer estadio del extensionismo -el de los derechos y la liberación animal- a un segundo nivel (Regan 1981), que al seguir avanzando derivó, gracias a la colaboración de pensadores como Paul W. Taylor, Holmes Rolston III y otros, en la corriente llamada biocentrismo, teoría ética centrada en la vida (Callicot 1989). El criterio de la considerabilidad moral propuesto por Singer -tomado del filósofo utilitarista Jeremy Bentham- es el de la sentiencia (sentience), o dicho más simplemente, la sensibilidad; es decir, la capacidad para experimentar placer y dolor. Se trata de un criterio moralmen-te relevante en cuanto considera equivocado cualquier medio que cause sufrimiento. Pero, el planteamiento perdería relevancia si no se destacara que no son solo los seres humanos los que poseen tal capacidad, ya que muchísimos animales no-humanos también la tienen. Por esto, Peter Singer inaugura la postura ética llamada Extensionismo, cuando afirma enfáticamente que, siendo muchos animales no-humanos sujetos sentientes o sensibles, debían ser considerados moralmente tal y como lo son los seres humanos. Singer cree que el principal problema es que, según la tradición occidental dominante, el mundo natural siempre ha existido para exclusivo beneficio de los seres humanos, puesto que Dios le dio al hombre señorío sobre él, y al parecer no le importa cómo lo tratemos. Ello es lo que conduce a que los únicos miembros moralmente importantes en este mundo hayan sido siempre también los seres humanos (especismo denomina a esta desviación). La naturaleza en sí misma no tiene valor intrínseco; por ello su destrucción no constituye pecado, a menos que con ello se dañe a seres humanos. Toda preocupación por la conservación de la naturaleza, entonces -preocupación que de hecho sí existe-, será válida, claro que siempre y cuando ataña al bienestar humano.

Partiendo de un fundamento común con el extensionismo, Paul Taylor ha asumido una posición mucho más radical y resuelta, en tanto ha sostenido que todos los seres vivientes tienen igual valor intrínseco (Callicot 1989). Taylor basa su aserto de la igualdad del valor inherente de las entidades vivas en el hecho de que constituyen un bien en sí mismas, independientemente de nuestra valoración antropocéntrica o de que sean sensibles al cuidado o a la luz o al calor o el agua, o de que un rico suelo sea bueno para la hiedra venenosa, aunque la hiedra venenosa pueda no ser buena para nosotros, o no sienta ni le concierna su propio bien. Un organismo es, de acuerdo con Taylor, un centro teleológico de vida. El telos de un organismo consiste en alcanzar su estado de maduración y reproducirse. De manera contraria a como las máquinas están diseñadas para cumplir nuestros fines, los otros organismos tienen los suyos propios, no menos de lo que nosotros los tenemos. Nuestros actos pueden impedir el cumplimiento de los fines de otros organismos. Hacer esto significa dañarlos. Así como nosotros insistimos en que los otros no interfieran con nuestros esfuerzos y logros, y demandamos respeto hacia nuestra individualidad, así también no debiéramos interferir con el esfuerzo y los logros de otros seres vivientes. Les debemos un idéntico respeto. Esta ética centrada en la vida se vio perfeccionada con el aporte de Holmes Rolston III (Callicot 1989), quien, suscribiendo las tesis de Taylor, consideró necesario argumentar que la sentiencia o sensibilidad, la capacidad de un organismo de sentir su propio daño, cuando éste le ocurre, es un factor fundamental para jerarquizar el valor intrínseco, pues éste será mayor en la medida en que mayor sea la sensibilidad que posea.

Ya concluyendo con la exposición de esta primera sección, podríamos señalar que, en términos generales, los planteamientos anteriores parecen indicarnos la existencia de un amplio consenso en torno al hecho de que el medio natural no puede ser concebido como dispuesto para el hombre y estando enteramente entregado a su servicio. Todo indica que la modalidad de desarrollo material característica de la época moderna ha desembocado en el extremo del individualismo egoísta que subyace -a modo de causa agente- a la crisis medioambiental. Un cálculo egocéntrico de utilidad, convertido en paradigma conductual, coloniza el mundo de la vida y se despliega sobre el medioambiente como si fuera el ámbito apropiado para el control y el vasallaje, desconociendo que los seres naturales pueden ser considerados bienes en sí mismos, rompiendo toda vinculación extásica del individuo y los organismos del entorno.

En este sentido, parece que los problemas medioambientales constituyen problemas de escala (Norton 2000, p. 23-45), es decir, problemas cuya magnitud y riesgo deben evaluarse en relación con la diferencia de consecuencias y resultados que se produce entre la búsqueda o la protección del bien individual egoísta y la búsqueda o protección de los bienes colectivos.
Norton, citando la famosa "Tragedia de los comunes" de Garrett Hardin (1968), muestra con suficiencia cómo -en escala comparativa- lo que en un principio parece ser inocuo desde la perspectiva individual (la idea de cada pastor de agregar un solo animal más a las tierras de pastoreo común, en la creencia de que ello no tendrá consecuencias), termina siendo la razón del desastre cuando la conducta es reiterada en escala colectiva por el conjunto de los pastores (aniquilamiento definitivo de las tierras de apacentamiento por sobreexplotación del recurso disponible).

Así, esta misma analogía esquemática de Hardin, referida al colapso de la biomasa vegetativa por sobrecarga animal -en un comienzo formulada para iluminar el impacto del aumento de población humana sobre el planeta-, puede generalizarse para ser aplicada a cualquier bien público usado por los individuos de manera destructiva. La Tragedia de los Comunes en verdad dramatiza el hecho de que individuos egoístas, actuando racionalmente, inexorablemente van a terminar por destruir un bien colectivo. La tragedia expresa -como podemos ver- las ineludibles consecuencias que trae consigo el hecho de la búsqueda del bien individual inmediato y egoísta, en cuanto conduce inevitablemente a la destrucción del bien que existe al nivel de la comunidad y en el largo plazo. Por ello, parece razonable suponer que tanto el interés de la comunidad por mantener el sistema que produce aquellos recursos derivados de los procesos naturales, como las inversiones propuestas para proteger y mejorar ese mismo interés, deben ser entendidos y medidos sobre un marco más largo de tiempo que el que es habitual en los cálculos que los individuos hacen respecto de sus propios intereses económicos. Los problemas ambientales siempre son la expresión del impacto a gran escala producido por el efecto acumulativo de las decisiones individuales.

Los problemas ambientales revelan que existe una asimetría en la escala general de las acciones establecidas mediante decisión racional, ya que si lo que se puede considerar una ventaja desde el punto de vista individual e inmediato, inexorablemente lleva a la destrucción de un bien público; ello es porque ha sido adoptada desde una perspectiva radicalmente diferente a la del nivel comunitario, de escala superior y de más largo plazo, donde priman aquellos valores que permiten evaluar las oportunidades y las decisiones teniendo a la vista también los intereses de las generaciones futuras y no solo los del individuo del presente.

No obstante, un problema de importancia mayor en este sentido tiene que ver con el hecho de que hacer retroceder al individualismo irresponsable parece en extremo difícil en nuestros tiempos. Y fundamentar filosóficamente una pretensión como ésta, aún más. El fundamento del llamado a aquella responsabilidad humana que se implica de distinto modo en las perspectivas ambientalistas reseñadas con anterioridad, definitivamente no puede obtenerse mediante recursos teóricos provenientes de un entramado ético-racional tradicional como el que subyace a la mayoría de ellas, advertidamente o no. Todo parece indicar que en estas propuestas no es sino desde la autarquía del sujeto individual, y desde su voluntad soberana, desde donde se busca dirimir cuáles seres tienen valor intrínseco y cuáles no, o qué organismos pueden ser considerados como parte de "nosotros" y cuáles, simplemente "otros", o bien detener o impedir la discriminación y el sometimiento de algunos por parte de los demás.

Todo propuesta filosófica que mantenga apego al ethos de la tradición en este sentido conduce a que su intento de reflexión o de resolución del problema no constituya sino una forma más o menos elaborada de decisión última, no racional, voluntarista, a fin de cuentas. Si por tal vía se encuentra la motivación para querer torcer el curso de los acontecimientos y la posibilidad de revertir la devastación ecológica, el círculo de origen de los problemas no queda jamás excedido, ni la dificultad resuelta. Como bien lo ha visto anteriormente Karl-Otto Apel, la responsabilidad anclada en el individuo ya no puede hacerse cargo de estos graves problemas; porque ahora se trataría, más bien, de asumir la responsabilidad a escala planetaria por las consecuencias de las acciones colectivas de los hombres, tanto en los ámbitos de la ciencia y la técnica, como en los campos de la política y la economía, puesto que tales consecuencias son ya, quizás, irreversibles, dado que han llegado a alterar la propia condición humana. De todo ello, la ética ambiental descrita anteriormente parece no hacerse cargo de modo suficiente, en tanto se mantiene solidaria con una visión tradicional de la reflexión acerca de lo ético.

II

Veamos a continuación qué es lo que podría tener nuestro propio desarrollo de divergente con respecto a este panorama sucintamente descrito hasta aquí, y de qué manera se pretende articular en estas páginas una aproximación distinta al fenómeno de la crisis medioambiental del presente, ante la perspectiva de superar las limitaciones supuestas. Para ello, iniciaremos nuestro desarrollo apelando a un tópico relevante del pensamiento contemporáneo: la categoría de texto; que en la reflexión de un hermeneuta destacado como es Paul Ricoeur alcanza una trascendencia decisiva para la articulación de este planteamiento, porque confiere un apoyo teórico específico sobre el cual se pueden hacer avanzar las proposiciones que dan forma a la reflexión final.

Paul Ricoeur publica en 1970 un artículo llamado "Qu'est-ce qu'untexte" -que corresponde a la primera formulación de lo que posteriormente será su "teoría del texto"-, en el que intenta convertir la noción de texto en una suerte de paradigma del estudio de la acción humana, tratando de implicarla con otros dominios y, de este modo, liberarla posteriormente de su fijación al terreno de la escritura.

En su paradigma del texto, nos plantea que el texto se sustrae al horizonte finito vivido por su autor. Lo que el texto dice ahora importa más que lo que el autor quería decir, y toda exegesis despliega sus procedimientos en la circunferencia de una significación que ya ha roto sus vínculos con la pura psicología del autor (Ricoeur 1985, pp.48yss.).

De la misma manera que el texto libera su significado de la tutela de la intención mental de su autor -piensa Ricoeur- libera también su referencia de los límites de toda remitencia ostensible. Al liberarse la escritura, no solo de su autor sino también de la estrechez de la situación dialogada, revela su destino de discurso como proyección de un mundo.

Sin embargo, es distinto que el discurso se dirija a un interlocutor presente en la situación del discurso, a que se dirija a quienquiera que sepa leer. La estrechez de la relación dialogal estalla y se productiviza. Lo escrito se dirige a un público que él mismo crea. El discurso, cuando es escrito, se evade de los límites de ese reducido estar cara a cara. Ya no tiene un oyente visible. Ahora, un lector desconocido e invisible se ha vuelto el destinatario no privilegiado del discurso.

A partir de la caracterización del discurso escrito, Ricoeur va a intentar un importante paralelismo con la acción humana, con aquella modalidad de la acción a la que él ha denominado "acción significativa". En este sentido afirma: "En la misma forma que un texto se desprende de su autor, una acción se desprende de su agente y desarrolla consecuencias que le son propias. Esta autonomización de la acción humana constituye la dimensión social de la acción" nos dice (Ricoeur 1985, p. 57). O sea, una acción se constituye en un fenómeno social no solo porque sea ejecutada por varios agentes, lo que impide que se pueda distinguir el papel de cada uno en ella, sino también porque nuestros hechos se nos escapan y ejercen efectos que no nos propusimos.

Decimos entonces que el tipo de distancia que encontramos entre la intención del orador y el significado verbal de un texto también se produce entre el agente y su acción. Una acción significativa es una acción cuya importancia va "más allá" de su pertinencia a su situación inicial. Este nuevo rasgo es semejante a la forma en que un texto quiebra los vínculos del discurso con todas las referencias ostensibles.

El significado de un acontecimiento importante excede, sobrepasa, trasciende las condiciones sociales de su producción y puede ser representado nuevamente en nuevos contextos sociales. Su importancia consiste en su duradera pertinencia y, en algunos casos, en su pertinencia omnitemporal. Una obra no refleja solo su época: abre un mundo que lleva en su interior. Al igual que un texto, nos recuerda Ricoeur, la acción humana es una obra abierta cuyo significado está siempre "en suspenso". Por el hecho de "abrir" nuevas referencias y recibir una nueva pertinencia de ellas, los hechos están esperando igualmente nuevas interpretaciones que decidan su significación.

De este modo, todos los acontecimientos y hechos significativos se encuentran abiertos a este tipo de interpretación práctica. Además, "la acción humana está abierta a cualquiera que pueda leer" (Ricoeur 1985, p. 52). Dado que el significado de un acontecimiento está representado por el sentido que alcanzará en sus próximas interpretaciones, la interpretación por los contemporáneos no tiene un privilegio especial.

Pues bien, sustentándonos en lo que acabamos de señalar, hagamos el intento de aplicar parte de estas mismas nociones a la comprensión del problema de la crisis medioambiental. Buscaremos a través de esta instancia una eventual superación de lo que a nuestro juicio constituye el conjunto de limitaciones distintivas del discurso científico que hasta ahora se ha hecho recaer sobre el entorno y que identificamos a lo largo de estas páginas como el factor decisivo en el origen de las dificultades que la humanidad contemporánea debe enfrentar. Pero, a la vez, buscamos exceder las limitaciones que hemos advertido en las perspectivas ambientalistas canonizadas en la reflexión contemporánea, sea en su vertiente humanista, ecologista, feminista, extensionista o biocentrista; puesto que todas ellas adolecen, a nuestro juicio, de dificultades teóricas importantes que trataremos de explicitar en la discusión de las páginas finales.

En este sentido, a la eventualidad de una superación de la comprensión cientificista y ambientalista clásica del fenómeno medioambiental y de sus problemáticas consecuencias, se accedería mediante la proposición de un discurso ético inspirado hermenéuticamente, en los términos que hasta acá se han venido planteando las cosas. Desde una perspectiva como ésta, creemos que podría vislumbrarse, quizás, una aproximación más bien diversa a la habitual en relación con la comprensión del estatuto de la naturaleza. Distinta en lo sustancial a la presuposición según la cual la naturaleza puede ser descrita a través de la enunciación de una estructura objetiva de sentido y caracteres, mediante un aparato técnico y conceptual orientado a su disposición con arreglo a fines, con la cual, quiérase o no, de algún modo al menos, coinciden las perspectivas éticas antes aludidas.

Contrariamente, podríamos anticipar que la mirada hermenéutica es capaz de ver en la situación del entorno las condiciones de posibilidad que nos permiten practicar una aproximación a su sentido más esencial en términos de acción significativa. ¿Qué podría significar esto? Por ahora, digamos simplemente que su comprensión o evaluación, por ejemplo, podrían ir más allá de la sola pertinencia a la situación inicial establecida a partir de la puesta en visibilidad del conjunto de señales por el que es abordado desde la óptica de la tecnociencia contemporánea, involucrando otras circunstancias que explicitaremos luego. O que, en su sola manifestación, ya se abre todo un mundo que está alojado en su esencia y que se resiste a ser objeto exclusivo de la cuantificación matemática, disponiéndose mejor para la intuición de aquellos remanentes de significación que permanecen inadvertidos para esa palabra tan acotada que es el lenguaje de la ciencia. Su significado, entonces, estará siempre "en suspenso", ofreciendo nuevas referencias, esperando nuevas interpretaciones que contribuyan al esclarecimiento de su sentido, en estado de apertura a cualquiera que "pueda leer", antes que cerrado en torno al saber específico o a la interpretación hegemónica del saber positivo.

Buscamos, por tanto, una referencia que haga posible enfrentar mediante una disposición peculiar la intrincada incógnita que suscita para la reflexión ética la relación hombre-naturaleza, porque entendemos que mucho más que una respuesta movilizadora de recursos tecnológicos al problema que enfrentamos de cara al futuro y a los compromisos y responsabilidad por adquirir ante la humanidad del porvenir, el verdadero requerimiento tiene que ver con avanzar hacia una transformación efectiva del pensamiento, que revierta la comprensión habitual de la naturaleza como elemento al servicio del cálculo y la técnica, y se oriente a la producción de un sentido distinto para ella, que es lo que presumimos como el punto ciego de los proyectos de ética medioambiental que reseñamos en la primera parte de este trabajo.

Se enfatiza así la atención que una ética pensada en esta clave hermenéutica debe prestar a los grandes peligros que afectan a la biosfera en su conjunto, a la intelección de los derechos y el cuidado de los animales no humanos y de lo vivo en general; sobre todo en el momento actual, cuando "el planeta Tierra vive un período de intensas mutaciones tecnocientíficas, como contrapartida de las cuales se han suscitado fenómenos de desequilibrio ecológico que amenazan a corto plazo, si no se les pone remedio, la implantación de la vida sobre su superficie" (Guattari 1994, p. 7).

Aun más, cuando desde las esferas de decisión política y desde las instancias ejecutivas de primer nivel mundial se muestra una casi total incapacidad de aprehender esta problemática en su conjunto, en la totalidad de sus implicancias. Incluso, cuando ya es de sentido común suponer que solo articulaciones ético-políticas y entrecruzamientos ético-económicos serían los únicos capaces de llegar a clarificar convenientemente estas delicadas cuestiones, para acceder a respuestas verdaderas a la crisis presente, a escala planetaria como se necesita que ocurra, desde una radical reorientación de los objetivos de la investigación y desenvolvimiento científicos y de la producción de bienes materiales e inmateriales que haga previsible la implementación de un nuevo tipo de desarrollo, menos "salvaje" o más sostenible; ya que, donde quiera que se dirija la mirada, se puede apreciar una idéntica paradoja: por una parte, el cada vez más creciente y sostenido despliegue de nuevos medios tecnocientíficos, provistos de una capacidad potencial para resolver los problemas ecológicos prevalecientes y para reequilibrar las actividades socialmente útiles en el planeta; y, por otro, la manifiesta incapacidad de las fuerzas sociales organizadas y de las formaciones subjetivas constituidas para valerse de esos mismos medios y tornarlos operativos con miras a la resolución de aquellos conflictos.

Es de crucial importancia, por tanto, visualizar anticipadamente el modo cómo se vivirá en lo sucesivo en el planeta, en medio de las transformaciones y aceleraciones técnicas que afectan a la sociedad progresivamente, en circunstancias de un crecimiento demográfico que se vislumbra de todas formas problemático, de la prosecución irreversible de la degradación generalizada de la biosfera, de modificaciones alarmantes del clima, de aumentos significativos de la temperatura, elevación del nivel de los mares, incremento territorial de las zonas secas, y otras expresiones críticas por el estilo que presagian tremendas dificultades.

Entonces, pensar en función de la eventualidad de re experimentar de acuerdo con las condiciones de posibilidad actuales aquella copertenencia armónica de hombre y naturaleza, reconfigurando la posición más sintónica en que alguna vez los seres humanos se encontraron con respecto a su medio (Jonas 1995, pp. 29 a 35), representa en la actualidad una preocupación que cobra creciente importancia como clave ineludible de toda reflexión que se pretenda trascendente y verdaderamente fructífera como preparación del porvenir.

En definitiva, la reflexión de nuestro tiempo y, en consecuencia, la reflexión hermenéutica como modalidad paradigmática del pensamiento contemporáneo obliga a concebir la proximidad que aproxima a hombre y naturaleza como aquello que los remite a una esencia ontológica común, que los reúne en la totalidad de la experiencia, en la vida y en la muerte, que los determina por igual, y devela de este modo el imperativo ético de la salvaguarda de la naturaleza como conditio sine qua non y exacta equivalencia de la salvaguarda de lo humano.

Por lo mismo, esta transformación decisiva del pensamiento, propiciada a la manera de una comprensión hermenéutica del problema ecológico, no tendría que estar simplemente referida a una desconstrucción crítica del poderío técnico que subyace al momento más amenazante de la historia humana, sino, ante todo, proyectada a una revalorización de los campos moleculares de la sensibilidad, de la inteligencia y del deseo, encarnando un interés por los que podrían ser concebidos como "nuevos dispositivos de producción de la subjetividad" (Guattari 1994, p. 34), orientados hacia una resingularización, tanto individual como colectiva, y a la contención de la reproducción uniformizante, de índole mass-mediática, que en la actualidad contribuye a disolver la posibilidad de emergencia de una conciencia verdaderamente crítica referida a la crisis medioambiental, entre otros rasgos de implicancia política que se le podrían reconocer.

Se trataría, en este sentido, de un inevitable efecto de producción de existencia humana en los nuevos contextos históricos, de una reconstrucción y una reinterpretación -una nueva hermenéutica, por cierto- del conjunto de las modalidades y actuaciones, del ser colectivo, por ejemplo, a través de la invención de nuevas enunciaciones colectivas referidas a la pareja, la familia, la escuela, el barrio, etc.; se trataría de la producción de orientaciones para la recomposición, la resignificación o la refundación de las praxis humanas en los más variados dominios o, dicho de otro modo, de recomponer una concertación colectiva capaz de desembocar en prácticas innovadoras, en lo que podríamos denominar una nueva modalidad de pertenencia a lo humano en el mundo de la tecnociencia. Se trataría, en este sentido también, de empatizar con la idea de Guattari de acceder a posibilidades mutativas existenciales que apunten a la esencia de la subjetividad moderna, tanto en el nivel microscópico de la experiencia individual, como en la expresión a gran escala de los marcos institucionales establecidos (Guattari 1994, p. 34).

En todo caso, lo que parece quedar más claro hasta ahora -a pesar de lo extremadamente difícil que resulta aprehender la noción de subjetividad más allá de los estrictos límites epistemológicos en que ha sido situada en la filosofía contemporánea- es la urgencia que reviste el hecho de abrir, en relación con esto mismo, referencias de índole preferentemente ética, antes que científica, reorientando la conceptualización y las prácticas respectivas hacia la responsabilidad que reclama el futuro que se despliega a partir de aquí. "Hoy menos que nunca puede separarse la naturaleza de la cultura, y hay que aprender a pensar «transversalmente» las interacciones entre ecosistemas, mecanosfera y Universo de referencias sociales e individuales" (Guattari 1994).

Nos interesa, por lo pronto, intentar una apología del medioambiente que se sustente en una lectura de la naturaleza como texto, asumiendo para esto la proposición ricoeuriana según la cual "la noción de texto puede ser tomada en un sentido analógico; como de hecho, la Edad Media ya pudo hacerlo al hablar de una interpretatio naturae, a favor de la famosa metáfora del libro de la naturaleza", por lo cual, si la noción de texto puede ser ampliada, entonces, también puede ser ampliada la hermenéutica misma en el sentido en que acá lo pretendemos. Ahora, en esta lectura tentativa, el protagonista resultaría ser el propio sujeto depotenciado de las nuevas condiciones históricas, que asume -hoy y de cara al futuro- la responsabilidad por las consecuencias previsibles de sus actos, desde la disposición fundamental del cuidado, mediante la cual establece aquella solidaridad antropocósmica que el paradigma tecnocientífico ha desconocido sistemáticamente en la época moderna. Es así como en la propia época del final de la metafísica y situados en el extremo de la crisis del sujeto y la razón moderna, buscamos avanzar por sobre la anárquica dispersión de la desfundamentación hacia las respuestas reclamadas por el presente. Insertando en el intersticial espacio que separa al pasado del futuro la acción responsable y colectiva, que, muy alejada del total escepticismo, elige ampliar el sedimento de racionalidad existente y productivizarlo, abriéndose a nuevas oportunidades, situadas más allá de su devenir meramente instrumental.

Nos preguntábamos inicialmente por el tipo de ética medioambiental que surgiría de la actitud hermenéutica; sin embargo, debiéramos ampliar primeramente nuestra pregunta y dirigirla más bien hacia el tipo de ética, así a secas, que surgiría de la hermenéutica. Con Ricoeur hemos intentado una respuesta preliminar a la cuestión; ésta nos dará pie para continuar con nuestro interés más específico.

Para el filósofo francés, la hermenéutica textual -en cierto modo, la culminación de su camino filosófico-, como iluminación de la propia experiencia a partir de la comprensión tanto del sentido como de la realidad del texto, es, además, obra del texto. La comprensión de un texto es el acto por el cual el sujeto es capaz de dejarse guiar por él, de tal modo que llega a integrar y soportar su propio sentido y realidad -la experiencia actual- en el sentido y mundo real -no cotidiano- que el texto despliega.

Todo consiste en una apropiación del mundo textual que consiste en una desapropiación de sí mismo para dejarse apropiar y guiar por este nuevo mundo abierto por el texto. La comprensión es hermenéutica propiamente tal, porque el sentido comprendido y su referencia real remiten a la comprensión de otro sentido y otra realidad, desde las que el anterior sentido y la anterior realidad son vistos en una nueva luz, todo ello, por cierto, en una organización duplicada del sentido.

La comprensión -interpretación- debe atender al sentido y al mundo que el texto despliega, ya que en ese mundo así desplegado aparece una "nueva" realidad, distante frente a la realidad dada y distante frente al lector dado. Ello mismo hace posible la apropiación de ese mundo, que es un dejarse apropiar por él para ser algo nuevo, para pertenecerle. En palabras de Ricoeur: "interpretar es tomar el camino de pensamiento abierto por el texto, ponerse en ruta hacia el oriente del texto" (Ricoeur 1985, pp. 155-156).

Pues bien, ésta puede ser la primera manera de establecer algunos parámetros de referencia para aproximarnos a una posible prescripción hermenéutica (o, si se quiere, a una fundamentación) para una ética del medioambiente. La lectura de ese texto con el que puede ser analogado el entorno exige de inmediato una aproximación y un distanciamiento en el sentido ricoeuriano. La gran carga de subjetividad que podríamos imponer a su comprensión puede inclinar demasiado la balanza a nuestro favor y, en consecuencia, llevarnos a desarrollar una lectura interesada, en la que su propio decir tienda tanto al silencio, que ya no se pueda tampoco acceder a lo que quiere decir y la arquitectura de doble sentido de la significación se torne irrelevante. Esta puede ser una de las deficiencias más ostensibles, quizás, de las éticas ambientalistas clásicas. Su pulsión proteccionista puede tender a silenciar la voz originaria de la naturaleza.

Es claro que la "explicación" técnico-científica moderna del medioambiente, que ve al conjunto de los seres animados e inanimados como meros recursos naturales, corresponde -en la analogía señalada- al desconocimiento más absoluto y radical del sentido que la naturaleza despliega a partir de sí, y clausura, de paso, la salida hacia el reconocimiento de la propia dependencia humana con respecto a lo otro que el medioambiente representa.

Por su carácter esencialmente subjetivo, el mundo natural, el conjunto de los seres vivientes no-humanos, así mismo como los seres inanimados, se le develan al hombre técnico desde una distancia meramente "objetiva", una lejanía que le impide comprenderse al interior de lo comprendido, y no logra, por ello, ni una comprensión radical de ese texto-naturaleza al cual se debe, ni una interpretación de éste que sea, en rigor, una interpretación lúcida de sí mismo.

Ahora, regresando sobre nuestra pregunta, nos parece que efectivamente se puede pensar que una comprensión concebida en estos términos hermenéuticos puede llegar a propiciar con pleno sentido una ética abierta de la experiencia humana. Es plausible suponer que la centralidad de la hermenéutica dependa principalmente de su alejamiento del cierre característico del subjetivismo metafísico representado por el cientificismo, y en nuestro caso, por su encarnación en la disposición técnica de la naturaleza. Cierre que se manifiesta en su pretensión de que la experiencia acontezca como reflejo de un sujeto que se quiere transparente. Una ética hermenéutica, luego, no corresponderá a ninguna descripción "neutral" de objetividades, sino más a bien a un compromiso en el que las partes (sujeto-objeto, texto-lector, hombre-naturaleza, etc.) se ponen enjuego por igual y del cual salen modificadas y en el que se comprenden en cuanto son comprendidas dentro de un horizonte más amplio del que no disponen sino que las dispone como lo que son.

Una ética hermenéutica será capaz de constituirse en una orientación razonable y prudencial para el proceso deliberativo y la acción referida a la crisis medioambiental del presente, si y solo si concibe un diálogo moral en el que se ha dislocado la centralidad de lo humano y se ha ampliado el espectro de interlocutores válidos o potenciales del hombre, en tanto la fractura moderna del paradigma del suj eto y la razón monológica le han quitado el lugar de "señorío" en que la tradición lo había puesto a partir del relato bíblico del Génesis.

La crisis del humanismo así lo indica, y al menos en algún sentido, implica esta pérdida de rango, esta diseminación de la hegemonía antropocentrista, que se puede considerar, con certeza, como responsable de las contingencias desesperanzadoras y riesgosas que se ciernen sobre el presente y la cotidianeidad, que se han trasuntado en la vigencia del individualismo irresponsable imperante y violentador, directa e indirectamente, del planeta aquí y ahora.

Una "ética hermenéutica", entonces, no concebirá su tarea solo como un asunto de prescripción normativa para una administración más racional y depurada de los "recursos" -al modo de una management ethics-, por ejemplo, porque ello dejaría todo donde mismo; ya que el sustrato de racionalidad tecnocientífica permanece intacto en una concepción de este tipo, pues así no deja de seguir siendo instrumental y antropocéntrica y, por tanto, incapaz de impedir que el hombre continúe su infatigable y ciega tarea de devastación. Por el contrario, el reajuste jerárquico del sujeto implicado en el cambio que lo conduce de su concepción en cuanto lector privilegiado o intérprete excluyente de la supuesta objetividad del "texto" natural, a la concepción hermenéutica de sujeto dispuesto a dejarse apropiar por el "mundo" del texto -al margen de explicaciones objetivas y localizaciones de superioridad-, muestra que una ética medioambiental debe ser, más que una contabilidad de datos y proyecciones cuantitativas de "explotabilidad" posible para no "agotar las subsistencias" (management), la comprensión de esa íntima y polifónica relación de transferencia existencial que entrecruza los diversos sentidos y las múltiples sensibilidades de lo vivo, que no son admitidas en el enunciado científico-técnico, comprensión por ello hermenéutica. Porque la determinación de los focos de vida parciales, de aquello que puede dar consistencia enunciativa o soporte de reconocimiento en calidad de existente a la multiplicidad de lo viviente, no depende exclusivamente de una pura descripción objetiva, sino de una suerte de narración cuya primera función no es engendrar una explicación racional sino una convergencia de acontecimientos; porque, además, debe entenderse que tras la diversidad de los entes no está dado ningún sustrato ontológico mensurable, sino un plano reticulado de interfaces múltiples.

Al mismo tiempo, en una ética hermenéutica, la actitud adecuada en función del entorno no puede ser vista ni como un retiro ni como una renuncia a salirle al encuentro en una relación de plena cercanía. Porque la naturaleza no puede ser percibida como si fuera un "todo indiferenciado", al estilo de una unidad mística ante la cual solo es válida la pretensión de su autorrealización en el sentido específico en que la ha entendido la ecología profunda; ni tampoco como un holismo, que termina siendo excesivo, en la medida en que no reconoce que las entidades naturales no son exactamente lo mismo y no pueden ser consideradas, tampoco, exactamente de igual manera. Por ello, una prescripción medioambiental hermenéutica instará al reconocimiento definido de la individualidad, pero solo en la medida en que esa individualidad sea entendida en mutua solidaridad con otras formas vivientes, a las que se vincula y de las que también depende, y que redefinen su propio estatuto vital a través de ese particular vínculo.

Por otra parte, tampoco a una ética hermenéutica se la puede concebir como aval de una acción emancipante respecto de la supuesta e idéntica desmedrada situación genérica de la mujer y la naturaleza que el ecofeminismo quiere enarbolar como estrategia político-conceptual, porque más bien la existencia virtual de dicha situación queda incluida como elemento de una condición hegemónica, marginalizante y avasalladora generalizada, que acontece incluso intragenéricamente y que, por cierto, no se desea bajo ninguna expresión, y que la aproximación hermenéutica (de la analogía texto-naturaleza) permite dejar atrás, en tanto no da lugar al establecimiento de jerarquías ontológicas supuestamente naturales que justifiquen eventuales relaciones de dominación.

Asimismo, su tarea se aleja de toda consideración ética que haga tabula rasa de la diversidad y la diferencia gradual de la sensibilidad que otorga un criterio de base para ponderar sensatamente el estatuto moral que pudiera tener cada individuo viviente.

Estos deslindes teóricos, y otros aquí no considerados, que ponen a nuestra propuesta en divergencia (aunque no en total oposición) de las éticas medioambientales descritas con anterioridad, hacen que el modelo hermenéutico de la comprensión enmarque el desarrollo de una ética referida a la acción humana desplegada en el mundo circundante, dentro de ciertas exigencias formales que contribuyen a darle la solidez y legitimidad que requiere para sostener su pretensión paradigmática y su aspiración de ser expresión valedera de comprensión de los problemas de nuestro tiempo y clave de aproximación y distanciamiento hacia lo inefable, hacia lo irreductible de la naturaleza que nos alberga.

Referencias bibliográficas


Callicot, J. Baird (1989), In defense of the Land Ethics. Essays in Environmental Philosophy. Albany, NY: State University of New York Press. [ Links ]
Collins, Sheila (1974), A Different Heaven and Earth. A feminist perspective on religion. Valley Forge: Judson Press. [
Links ]
Devall, Bill y George Sessions (1985), Deep Ecology: Living as if Nature Mattered.Salt Lake City: Peregrine Smith. [
Links ]
Gilligan, Carol (1982), In a Different Voice. Psychological Theory and Women Development. Cambridge, MA.: Harvard University Press. [
Links ]
Guattari, Felix (1994), Las tres ecologías. Valencia: Pre-textos. [
Links ]
Jonas, Hans (1995), El principio de Responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Barcelona: Herder. [
Links ]
Naess, Ame (1973), "The Shallow and the Deep, Long-Range Ecology Movement", aparecido en SESSIONS, G. (ed.) (1995), Deep Ecology for the 21st Century. Boston: Shambhala. [
Links ]
Norton, Bryan (1984), "Environmental Ethics and Weak Anthropocentrism", Environmental Ethics 6: 131-148. [
Links ]
__________ (1991), Toward Unity Among Environmentalists. New York: OxfordUniversity Press. [
Links ]
__________ (2000), "Population and Consumption: Environmental Problems as Problems of Scale", enEthics and the Environment 5: 23-45. [
Links ]
Passmore, John (1980), Man's Responsibility for Nature. London: Duckworth. [
Links ]
Regan, Tom (1981), "The Nature and Possibility of an Environmental Ethics",Environmental Ethics 3: 45 y ss. [
Links ]
Ricoeur, Paul (1985), Hermenéutica y Acción. De la hermenéutica del texto a la teoría de la acción. Buenos Aires: Docencia. [
Links ]
Singer, Peter (1995), Liberación animal. Madrid: Trotta. [
Links ]
__________(1996), Etica Práctica. Melbourne: Cambridge University Press. [
Links ]
Warren, Karen (1990), "The Power and Promise of Ecological Feminism", Environmental Ethics 12: 36 y ss. [
Links ]
__________(ed.) (1994), Ecological Feminism. London: Routledge. [
Links ]
__________(2000), Ecofeminist Philosophy. A western perspective on what it is and why it matters. Cumnor Hill: Oxford. Rowman & Littlefield Publishers. [
Links ]



VILLARROEL, Raúl. ÉTICA Y MEDIO AMBIENTE: ENSAYO DE HERMENÉUTICA REFERIDA AL ENTORNO. Rev. filos., Santiago, 2009 . Disponible en . accedido en21 sept. 2009. doi: 10.4067/S0718-43602007000100004.



.