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domingo, 27 de septiembre de 2009

Prevenir y curar

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por Enrique Pinti


Llega un momento en la vida de los que tenemos la suerte de superar los cincuenta, los sesenta y los setenta abriles (en el caso del que esto escribe, los octubres, mes de su cumpleaños) en el que, junto al agradecimiento por haber vivido, llegan comprobaciones no tan agradables como uno desearía. Parecen detalles menores, pero no lo son tanto. Las escaleras comienzan a ser nuestras enemigas y, si a los sesenta cuesta subirlas, a los setenta cuesta también bajarlas. ¿Dónde quedaron aquellos trotes al volver de la escuela y ascender de dos en dos esos escalones (veinte, para más datos) que había entre la puerta de calle y el vestíbulo de la casa natal? ¿Y aquel galope ágil al bajarlos con flamantes pantalones largos para ir al cine? ¿Qué pasó con esos saltos que uno daba para levantarse de la cama con la agilidad de un gato? ¿Y las corridas maratónicas para que no se nos escaparan subtes, colectivos y tranvías? ¿Y el descenso de esos mismos vehículos en pleno movimiento logrando un equilibrio perfecto? ¡Cómo duelen ahora los remordimientos por la cantidad de veces que nos burlamos de ancianas y ancianos que tropezaban con todo, tambaleaban inseguros mientras preguntaban a los más jóvenes: "¿Hay algún escalón?" ¡Cuánto arrepentimiento tardío sentimos por haber sido perezosos y vagos para hacer gimnasia y ejercicios físicos, y así lograr una mayor elasticidad. Cataratas de vino, océanos de sidra, cerveza o champagne, bosques frondosos de tallarines, tucos, kilómetros de tiras de asado y rotondas de pizzas bordeando lagunas de gaseosas dulces para llegar a montañas de helados y tortas, se nos hacen presentes en cada achaque, cada calambre y cada pico de presión o ataque de hígado. Las humaredas de tanto cigarrillo nos nublan la vista y nos regalan ataques de tos seca y unos dolorcitos de pecho que no presagian nada bueno. Nos queda una sola frase que decir, algo así como un mea culpa y al mismo tiempo una pequeña disculpa: "Confieso que he vivido".

Es cierto, hemos vivido y no se nos puede criticar por haber pretendido ser lo más felices que pudimos y, mucho menos, por gozar de los buenos momentos que la vida nos brindó.

Pero un poco más de prudencia y un poco menos de soberbia nos hubiera venido muy bien. Pensar que "sólo se enferman los otros" es una de las necedades más habituales en las que solemos caer los humanos. El extremo opuesto, privarse de todo lo que nos gusta, sacrificar todos nuestros deseos en aras de "la salud perfecta", perdernos las gratificaciones a las que todos tenemos derecho y, sobre todo, pretender aparentar veinte años hasta los noventa, es otra torpeza. Pero lo cierto es que muy pocos pueden lograr ese delicado equilibrio que combina la buena genética, la buena conducta y el placer de vivir. Y nos acordamos un poco tarde de lo que deberían haber sido sabias prevenciones. De todas maneras, nunca es demasiado tarde para modificar lo que nos daña y nos hace mal y, nos quede lo que nos quede por vivir, podemos vivirlo con más cautela y, eso sí, con la mayor dosis de humor que nos sea posible.

Habrá que extremar los cuidados: mirar con respeto esas malditas escaleras cada vez más empinadas, maldecir como desahogo a los arquitectos y constructores que para aprovechar el espacio limitado hacen en bares y restaurantes los baños en entrepisos y subsuelos a los que se debe acceder sorteando escalones donde no cabe un pie número cuarenta, insultar mentalmente a los que han convertido los micros y colectivos en montañas donde los jovatos podemos trepar sólo con el empujón no siempre solidario de los que vienen detrás y que nos "elevan" tocándonos el trasero con frenesí, y sobre todo añorar aquellos años locos de juventud en que no sabíamos si teníamos hígado ni estómago y el intestino funcionaba como el reloj Big Ben de Londres y no como la campana de una escuela abandonada. Dicen que es mejor prevenir, pero al menos probemos curar, para lo cual nunca será demasiado tarde.


Diario La Nación 20/9/2009.-


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