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domingo, 15 de noviembre de 2009

Inteligencia de los unos y los otros

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por Norma Contini de González
Miembro de la Asociación de Estudio e Investigación en Psicodiagnóstico (ADEIP). Profesora de Teoría y Técnicas de Exploración Psicológica (Niños) en la Universidad Nacional de Tucumán.



“Inteligencia” es un término frecuentemente usado por psicólogos, por maestros y también por el común de la gente. En la vida cotidiana es habitual escuchar consideraciones y juicios acerca de las cualidades intelectuales de un sujeto. Fuertemente incorporada al lenguaje cotidiano, algunos grupos sociales rinden culto a esta palabra, en tanto parece aludir a una cualidad fundamental del ser humano. Las cosas se complican cuando, desde la psicología, necesitamos estimar la tan mentada inteligencia y, aún más, cuando el niño a evaluar no tiene las características “urbano-escolarizado-de clase media”. Otras veces, la información que nos brindan los padres o los maestros cuando señalan “es pícaro”, “es despierto”, “es rápido”, “es para escuela diferencial”, “es lento”, no coincide con los resultados a que arribamos empleando algunos instrumentos de evaluación. ¿De qué inteligencia hablaban los padres? ¿Y a qué inteligencia se refería el test?Estamos frente a dos grandes problemas: uno, teórico, ¿qué es la inteligencia?, y otro metodológico, ¿qué estamos midiendo?, ¿cómo lo hacemos? Desde los comienzos de la historia de los llamados “tests mentales”, el psicólogo evaluador ha sido convocado para resolver problemas concretos. Pero aquello que comenzó con Binet (1905) con el saludable propósito de saber qué niños tenían dificultades para escolarizarse, se convirtió décadas más tarde en una deificación del cociente intelectual (C.I.), considerando que expresaba sintéticamente “la” inteligencia. A esto se sumó un escaso progreso teórico, un uso casi mecánico de las pruebas, un abuso en el empleo de las mismas y un escaso interés por las variables de personalidad y por el contexto cultural. Estos aspectos pueden haber motivado el descrédito y desinterés por el área de la evaluación psicológica, sintetizados en la clásica afirmación “el test no sirve”. Indudablemente los aportes de Binet tuvieron una gran utilidad práctica, pero, desde un punto de vista teórico, los psicólogos que adhirieron a este enfoque prestaron escasa atención al problema de la naturaleza y estructura de la inteligencia. Así, es difícil saber, en realidad, qué se está midiendo con tales pruebas. El esclarecimiento acerca de si es una capacidad única, si existen diferentes habilidades y, en tal caso, si éstas son independientes o si se relacionan entre sí y de qué modo, siguen siendo temas sin una respuesta unívoca. Hemos podido constatar que la variable inteligencia aparece frecuentemente asociada a dificultades escolares y a cuadros psicopatológicos. Los psicólogos dedicados a la evaluación hemos apelado muchas veces a algún instrumento que nos permitiera esclarecer cuánto de la inteligencia del niño estaba implicado en la problemática que motivaba la consulta. Una pregunta esencial que nos hemos venido formulando es qué funciones y procesos ocurren en cada sujeto para resolver las situaciones de prueba de un modo tan diverso. Un enfoque transcultural La psicología transcultural trata de determinar cómo influyen las variables ecológicas, sociales y culturales en el comportamiento. Son los antropólogos, más que los psicólogos, quienes se interesaron tempranamente por las diferencias entre culturas y por las relaciones entre cultura y comportamiento. A partir de 1930, numerosos antropólogos se guiaron por la formulación axiomática de que cultura y personalidad estaban relacionadas. Visualizaron la cultura como un conjunto de condiciones que determinaban experiencias tempranas y, en consecuencia, serían el mayor formador de la personalidad, siendo Kardiner y Linton representantes de esta línea. En tal sentido, la psicología transcultural ha centrado su interés en el estudio tanto de las diferencias como de los patrones universales de comportamiento en diversas culturas. Su propósito es establecer cómo se relacionan el comportamiento de un sujeto y la cultura en la que está inmerso. En nuestro caso, determinar las relaciones entre cultura e inteligencia. Para la resolución de los problemas que las pruebas plantean, se ponen en marcha actividades intelectuales que serán las mismas para todos los examinados –universales–, al mismo tiempo que se detectan particularidades diferenciales en diversos grupos. Existen universales, como la noción de inteligencia, pero eso no significa desconocer las diferencias culturales. Se trata de especificar bajo qué condiciones surgen las variaciones en el desempeño del sujeto frente a una serie de situaciones a resolver. Un aspecto esencial es que los sujetos aprenden aquellos comportamientos inteligentes que son valorados por su entorno, y lo se considera “inteligente” en un grupo cultural puede no serlo en otro. Un ejemplo lo ofrece el estudio realizado con población rural de Uganda (Africa ecuatorial), donde “inteligente” significa ser cauteloso, amistoso y estable en las respuestas hacia las otras personas; esta definición alude a las denominadas habilidades sociales. En cambio para un habitante de zona urbana de la capital de Uganda, Kampala, el concepto “inteligente” es similar a la noción anglosajona, que refiere a la inteligencia de índole tecnológica, lo cual supone un pensamiento abstracto y rapidez en las respuestas. El uso de los tests Los tests que evalúan inteligencia han sido quizá los más empleados en investigación transcultural, y el empleo de un test en otro grupo cultural distinto de aquel para el cual fue diseñado ha sido tema de agudas controversias. Haremos referencia a dos estudios, uno con niños ingleses y otra con niños y adolescentes de Tucumán. Gordon (1923) empleando la escala de Binet, con niños ingleses de nivel socioeconómico bajo, que trabajaban en una zona de canales ayudando a conducir botes, encontró un C.I. muy bajo en aquellos sujetos, con resultados que, por sus implicaciones, consideró “aterradores”. Empleando la escala de inteligencia de Wechsler para niños (WISC-III) con niños y adolescentes de nivel sociocultural bajo de Tucumán, nos hemos visto igualmente sorprendidos por el elevado porcentaje de examinados que obtuvieron C.I. en las categorías “limítrofe” e “intelectualmente deficiente” sin que ninguno alcanzara las categorías “normal-alto”, “superior” ni “muy superior”. Más aún si los comparamos con los de nivel sociocultural alto. Es que el desempeño en el test, tanto de los niños ingleses como de los de Tucumán, pareciera ser más el reflejo de las condiciones culturales del medio ambiente en el que viven, que una medida de sus habilidades intelectuales. Más bien la prueba parecía haber estado evaluando el grado de paciencia para responder a preguntas que les resultaban extrañas y desconocidas. De este modo, Gordon es uno de los primeros que destaca, con acierto, los diversos determinantes que pueden estar implicados en el desempeño de un test de C.I. A partir de estos resultados, hipotetizamos que el test estaría evaluando el grado de familiaridad que estos niños y adolescentes tenían con los contenidos de otra cultura más que de la propia, familiaridad que incluso podría decrecer con la inmersión progresiva en su propia subcultura. De este modo los tests estándar de inteligencia parecen medir las capacidades corrientes de los sujetos para participar efectivamente en las escuelas organizadas sobre la base de pautas occidentales. La cuestión de la diferencia en los puntajes de los tests en sujetos de diversos grupos culturales se planteó tanto desde el campo de la antropología como desde los psicólogos usuarios de estos instrumentos, destacándose que tales diferencias podrían señalar características de los tests, más que de los grupos a quienes se administran. En tal sentido nos interrogamos si es posible continuar sosteniendo el paradigma de la inteligencia como una habilidad única, expresada en medidas de C.I., o si más bien habremos de orientarnos hacia una concepción contextual, como la sostenida por Sternberg (1987), que define a la inteligencia en términos de conocimientos, habilidades y comportamientos que constituyen desempeños adaptativos dentro de un medio sociocultural dado. También Gardner (1994) señala que la inteligencia es polifacética, afirmando que es mejor considerar el intelecto como un conjunto de facultades autónomas que denomina las diversas inteligencias humanas. Así habla más bien de competencias cognitivas vinculadas a un contexto de tareas, disciplinas y ámbitos. Su propuesta es ampliar la noción de inteligencia de modo de incluir no sólo pruebas estándar que evalúen funciones vinculadas al rendimiento académico, sino también considerar los descubrimientos acerca del cerebro y, fundamentalmente, los diversos contextos culturales. Sus ideas, renovadoras por cierto, pueden estimularnos a volver a pensar qué es la inteligencia, teniendo en cuenta habilidades como la capacidad para resolver problemas prácticos que permiten la supervivencia, o la intuición, el sentido común, la capacidad metafórica, el talento o la creatividad. Y ha quedado claro que no podemos reducir la evaluación de la inteligencia, o de “las múltiples inteligencias”, a pruebas sencillas lápiz-papel; que es impensable desde una perspectiva ética utilizarlas en forma aislada, fuera de un contexto clínico, y sin tener en cuenta variables ecológicas, sociales y culturales. La inteligencia “sobre la base de las disposiciones del sujeto” se presenta como una construcción cultural cuya correcta identificación y valoración es un desafío actual para los psicólogos.

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