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Józef Teodor Konrad Korzeniowski, más conocido por el nombre que adoptó al nacionalizarse británico, Joseph Conrad (Berdyczów, entonces Polonia, actual Ucrania, 3 de diciembre de 1857 – Bishopsbourne, Inglaterra, 3 de agosto de 1924), fue un novelista polaco que adoptó el inglés como lengua literaria.
Había dos hombres blancos encargados de la factoría. Kayerts, el jefe, era bajo y gordo; Carlier; el ayudante, era alto, de cabeza grande y ancho tronco posado sobre un par de piernas largas y delgadas. El tercer hombre del equipo era un negro de Sierra Leona que decía llamarse Henry Price. Sin embargo, por alguna razón, los nativos de río abajo le habían dado el nombre de Makola y nunca pudo desprenderse de él durante sus vagabundeos por el país. Hablaba inglés y francés con acento cantarino, tenía una hermosa caligrafía, entendía de contabilidad y en el fondo de su corazón seguía siendo fiel al culto a los malos espíritus. Su esposa era negra, de Luanda, muy grande y muy ruidosa. Sus tres hijos se revolcaban bajo la luz del sol ante la puerta de su casa, una construcción de una planta que parecía una cabaña. Makola, taciturno e impenetrable, despreciaba a los dos hombres blancos. Tenía a su cargo un pequeño almacén de barro con techo de hierba seca y pretendía que llevaba bien las cuentas de los abalorios, telas de algodón, pañuelos rojos, cables de cobre y otras mercancías que en él se amontonaban. Además del almacén y de la choza de Makola, había un gran edificio en el claro donde se alzaba la factoría. Estaba hábilmente construida de caña, con una galería por los cuatro lados. Tenía tres habitaciones. La del centro era la sala de estar, con dos toscas mesas y unas pocas banquetas. Las otras dos habitaciones eran los dormitorios de los hombres blancos. Por todo mobiliario tenían sendas armaduras de camas y mosquiteros. El suelo, formado de tablones, estaba cubierto por las pertenencias de los hombres blancos; cajas abiertas y medio vacías, ropa de ciudad, viejas botas; todas esas cosas sucias, todas esas cosas rotas, que se acumulan misteriosamente en torno a los hombres desaliñados. A cierta distancia de los edificios había otra residencia. En ella, bajo una cruz que había perdido su perpendicularidad, dormía el hombre que había contemplado los comienzos de todo aquello; el que había proyectado y supervisado la construcción de aquella avanzada del progreso. En su país había sido un pintor sin éxito que, cansado de perseguir a la fama con el estómago vacío, había llegado hasta allí gracias a altas protecciones. Había sido el primer jefe de la factoría. Makola había visto morir de fiebre al enérgico artista en la casa recién terminada, con su habitual actitud indiferente de «Ya lo decía yo». Luego, durante un tiempo, vivió solo con su familia, sus libros de contabilidad y el Espíritu Maligno que gobierna las tierras que se encuentran al sur del ecuador. Se llevaba muy bien con su dios. Tal vez se lo había propiciado con la promesa de más hombres blancos con quienes jugar más adelante. De todas maneras, el director de la Gran Compañía Comercial, que llegó en un vapor parecido a una enorme caja de sardinas cubierta por un tejadillo, encontró la estación en buen orden y a Makola tan tranquilamente activo como de costumbre. El Director hizo poner la cruz sobre la fosa del primer agente y nombró a Kayerts para ocupar su puesto. Carlier fue nombrado su segundo. El Director era un hombre despiadado y eficiente, que en ocasiones, aunque de manera muy imperceptible, hacía gala de un humor siniestro. Echó un discurso a Kayerts y a Carlier, señalándoles el prometedor aspecto de la factoría. El puesto comercial más cercano quedaba a unas trescientas millas de distancia. Era una excelente oportunidad la que ambos tenían de distinguirse y conseguir porcentajes sobre el comercio. Un nombramiento así era un favor para los dos principiantes. Kayerts estuvo a punto de llorar ante tanta bondad. Lo haría, dijo, lo mejor que pudiera, intentando merecer tan halagadora confianza, etcétera. Kayerts había trabajado en la Administración de Telégrafos y sabía expresarse con corrección. Carlier, que era un antiguo suboficial de caballería en un ejército protegido de cualquier amenaza por varias potencias europeas quedó menos impresionado. Si había comisiones, tanto mejor; y su mirada de malhumor recorrió el río, los bosques, la impenetrable maleza que parecía aislar la estación del resto del mundo, murmurando entre dientes: «Lo veremos muy pronto».
Al día siguiente, tras arrojar en la ribera algunas balas de artículos de algodón y unas cuantas cajas de provisiones, el vapor con aspecto de caja de sardinas se fue para no volver durante otros seis meses. En la cubierta, el Director saludó con la gorra a los dos agentes, quienes respondieron desde la orilla con sus sombreros y dirigiéndose a un viejo empleado de la Compañía mientras marchaba hacia el cuartel general, le dijo:
—Mira a esos dos imbéciles. Deben de estar locos en mi país para enviarme semejantes especímenes. Les he dicho que planten una huerta, que levanten nuevas cercas y almacenes y construyan un embarcadero flotante. ¡Apuesto a que no harán nada! No sabrán ni por dónde empezar. Siempre he pensado que la factoría de este río es inútil ¡y esos dos encajan perfectamente en ella!
—Aquí se formarán a sí mismos —dijo el veterano con tranquila sonrisa.
—Sea como fuere, no tengo que volver a verles en seis meses —respondió el Director.
Los dos hombres que estaban en tierra siguieron con la vista al vapor hasta que dio la vuelta al recodo; luego, subiendo cogidos del brazo la cuesta de la orilla, volvieron a la factoría. Llevaban muy poco tiempo en aquel vasto y oscuro país y hasta entonces siempre rodeados de hombres blancos, bajo la mirada y dirección de sus superiores. Y ahora, insensibles como eran a la sutil influencia de lo que les rodeaba, se vieron muy solos al encontrarse de pronto desamparados frente a la selva; una selva a la que hacían todavía más extraña, más incomprensible, los misteriosos vislumbres de la vigorosa vida que albergaba. Eran dos individuos perfectamente insignificantes e incapaces, cuya existencia era únicamente posible dentro de la compleja organización de las multitudes civilizadas. Pocos hombres son conscientes de que sus vidas, la propia esencia de su carácter, sus capacidades y sus audacias, son tan sólo expresión de su confianza en la seguridad de su ambiente. El valor, la compostura la confianza; las emociones y los principios; todos los pensamientos grandes y pequeños no son del individuo, sino de la multitud: de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Pero el contacto con el salvajismo puro y sin mitigar, con la Naturaleza y el hombre primitivos provoca súbitas y profundas inquietudes en su corazón. A la sensación de estar aislado de la especie, a la clara percepción de la soledad de los propios pensamientos y sensaciones, a la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual, que es lo peligroso; una intuición de cosas vagas, incontrolables y repulsivas, cuya perturbadora intrusión excita la imaginación y pone a prueba los civilizados nervios, tanto de los tontos como de los sabios.
Kayerts y Carlier caminaban del brazo, pegados el uno a otro, como hacen los niños en la oscuridad; los dos compartían la misma sensación de peligro, no del todo desagradable, que casi se sospecha es imaginario. Charlaban persistentemente en tono familiar.
—Nuestra factoría tiene un bonito emplazamiento —dijo uno. El otro asintió con entusiasmo, exagerando la belleza del lugar. Pasaron luego cerca de la fosa.
—¡Pobre diablo! —dijo Kayerts.
—Murió de fiebre, ¿no? —dijo Carlier deteniéndose.
—Sí —respondió Kayerts con irritación—, me han dicho que el tipo se exponía sin ningún cuidado a los rayos del sol. El clima aquí, según dice todo el mundo, no es peor que el de la patria, con tal de que no te expongas al sol. ¿Me has oído, Carlier? Aquí soy yo el jefe y mis órdenes son que no debes exponerte al sol.
Afirmó su superioridad jocosamente, pero su advertencia iba en serio. La idea de que tal vez tendría que enterrar a Carlier y quedarse solo le hizo estremecerse. Tuvo la repentina sensación de que aquel Carlier le era más preciso allí, en el centro de África, que un hermano en cualquier otro lugar. Carlier, entrando en el juego, le saludó militarmente y contestó con tono enérgico:
—¡Sus órdenes serán cumplidas, jefe!—. Luego lanzó una carcajada, dio una palmada a Kayerts en la espalda y gritó: —¡Dejaremos que la vida pase plácidamente! Nos sentaremos y recogeremos el marfil que nos traigan los salvajes. ¡Este país, después de todo, tiene su lado bueno!
Los dos rieron estruendosamente, mientras Carlier pensaba: «Este pobre Kayerts, tan gordo e insano. Sería espantoso que tuviera que enterrarle aquí. Es un hombre que respeto...». Antes de llegar a la galería de la casa se llamaban ya el uno al otro «mi querido amigo».
El primer día se afanaron mucho, perdiendo el tiempo con martillos, clavos y calicó rojo para colgar cortinas, hacer a la casa bonita y habitable: querían instalarse cómodamente en su nueva vida. Para ellos era una tarea imposible. Enfrentarse con eficacia, aunque sea con problemas únicamente materiales, exige una mayor serenidad de espíritu y un mayor coraje de lo que la gente, por lo general, se imagina. Ninguno de aquellos dos seres podía ser más incapaz de una lucha semejante. La sociedad, no por razones de ternura, sino debido a sus extrañas necesidades, había cuidado de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de la rutina; y se lo había prohibido bajo pena de muerte. Sólo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora, libres del cuidado alentador de los hombres con la pluma detrás de la oreja, de los hombres con galones dorados en los puños, eran como dos condenados a perpetuidad que, liberados después de muchos años, no saben qué hacer con su libertad. No sabían hacer funcionar sus facultades porque los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos. Al cabo de dos meses, Kayerts decía con frecuencia: «Si no fuera por mi Melie, yo no estaría aquí.» Melie era su hija. Había renunciado a su puesto en la administración de telégrafos, aunque había permanecido en él muy contento durante diecisiete años con el fin de conseguir una dote para su hija. Su esposa había muerto y a la niña la educaban sus hermanas. Echaba de menos las calles, el pavimento, los cafés, sus amigos de siempre; todo lo que veía a diario; los pensamientos que las cosas familiares le evocaban: los pensamientos fáciles, monótonos y tranquilizadores de un empleado gubernamental; echaba de menos los chismorrees, las pequeñas enemistades, las benignas venenosidades y las bromas de los funcionarios gubernamentales. «Si hubiera tenido un cuñado decente», solía comentar Carlier, «un hombre de corazón, no estaría aquí». Había dejado el ejército y se había hecho tan odioso a su familia por su vagancia y descaro que un exasperado cuñado suyo hizo sobrehumanos esfuerzos para conseguirle un nombramiento en la Compañía como agente de segunda clase. Como no tenía ni un céntimo, se vio obligado a aceptar aquel medio de vida tan pronto como quedó claro que nada más podía sacar a sus parientes. Al igual que Kayerts echaba de menos su antigua vida. Echaba de menos el tintineo de los sables y de las espuelas en una hermosa tarde, las bromas de cuartel, las muchachas de las ciudades de guarnición; pero, además, era un resentido. Era evidentemente un hombre al que todo le había ido mal. De vez en cuando esto lo entristecía. Pero los dos hombres se llevaban bien juntos, unidos en el compañerismo de la estupidez y la vagancia. Juntos no hacían nada, absolutamente nada, y disfrutaban de la ociosidad por la que les pagaban. Y con el tiempo llegaron a sentir algo parecido a un afecto mutuo.
Vivían como ciegos en una gran habitación, tan sólo conscientes de lo que entraba en contacto con ellos (y eso únicamente de forma imperfecta), incapaces de ver el aspecto general de las cosas. El río, el bosque, la tierra toda bullente de vida, eran como un gran vacío. Ni siquiera la brillantez de la luz solar les descubría nada inteligible. Las cosas aparecían y desaparecía ante sus ojos como si no tuvieran conexión ni propósito. El río parecía salir de la nada y fluir hacia ninguna parte. Fluía a través de un vacío. Desde ese vacío llegaban en ocasiones canoas y hombres con lanzas en las manos que repentinamente se apiñaban en el patio de la factoría. Iban desnudos, eran de un negro lustroso, se adornaban con conchas blancas como la nieve y con brillantes collares de bronce y tenían miembros perfectos. Hacían un ruido tosco y balbuciente cuando hablaban, sé movían de modo majestuoso y lanzaban rápidas y salvajes miradas con sus ojos incansables y asombrados. Los guerreros se ponían en cuclillas en largas filas, de cuatro o más en fondo, ante la galería, mientras que sus jefes regateaban durante horas con Makola por un colmillo de elefante. Kayerts se sentaba en su sillón mirando aquellos tratos sin comprender nada. Los contemplaba con sus redondos ojos azules y llamaba a Carlier: «¡Fíjate, fíjate en aquel tipo!, y en aquel otro de la izquierda. ¿Has visto alguna vez un rostro como ése? ¡Qué salvaje más divertido!»
Carlier, que fumaba tabaco nativo en una corta pipa de madera, se contoneaba retorciéndose el mostacho y, vigilando a los guerreros con altanera indulgencia, le decía: «Hermosos animales. ¿Han traído huesos? ¿Sí? Ya era hora. Mira los músculos de ese tipo, el tercero empezando por el final. No me gustaría que me diera un puñetazo en la nariz. Bonitos brazos, pero las piernas por debajo de la rodilla no valen nada. No podría hacer de ellos buenos soldados de caballería.» Y luego, mirando complacido sus propias piernas, terminaba siempre diciendo: «¡Bah! ¡Apestan! ¡Tú, Makola! Lleva la manada hasta el fetiche (al almacén de todas las factorías se le llamaba fetiche, tal vez porque en él residía el espíritu de la civilización) y dales unos cuantos de esos cachivaches que guardas ahí. Prefiero verlos llenos de huesos y no de trapos.»
Kayerts asentía.
«¡Sí, sí! Váyanse y terminen el palique por ahí, señor Makola. Yo iré cuando acaben, para pesar el colmillo. Hay que tener cuidado.» Luego, volviéndose hacia su compañero: «Esta es la tribu que vive río abajo; son bastante aromáticos. Recuerdo que ya vinieron una vez por aquí. ¿Oyes todo ese barullo? ¡Lo que tiene que aguantar un hombre en este perro país! Me estalla la cabeza.»
Visitas tan rentables eran raras. Durante días los dos pioneros del comercio y del progreso verían el patio vacío, cubierto por la vibrante brillantez de la luz solar que caía verticalmente. Bajo la alta orilla, el río silencioso seguía fluyendo resplandeciente y sereno. Sobre las arenas, en medio de la corriente, los hipopótamos y los cocodrilos recibían la luz del sol al lado unos de otros. Y en todas las direcciones, rodeando el claro donde se alzaba el puesto comercial, los inmensos bosques, que escondían ominosas complicaciones de fantástica vida, yacían en el elocuente silencio de aquella muda grandeza. Los dos hombres no entendían nada, ni se interesaban por nada más que por el paso de los días que los separaban del regreso del vapor. Su predecesor había dejado unos cuantos libros rotos. Recogieron aquellos desechos de novelas, y como nunca habían leído antes nada semejante, se sintieron sorprendidos y divertidos. Luego, durante días, entablaron interminables y estúpidas discusiones sobre las tramas y los personajes. En el centro de África trabaron conocimiento con Richelieu y d'Artagnan, Ojo de Halcón y Papá Goriot, y muchos más. Todos esos personajes imaginarios se convirtieron en tema de sus charlas como si fueran amigos vivientes. Rebajaban sus virtudes, sospechaban de sus motivos, menospreciaban sus éxitos; se escandalizaban ante su duplicidad y dudaban de su coraje. Los relatos de crímenes les llenaban de indignación, mientras que los pasajes tiernos o patéticos les emocionaban profundamente. Carlier se aclaraba la garganta y decía con voz de soldado: «¡Qué absurdo!» Kayerts, con sus ojos redondos llenos de lágrimas y sus gruesas mejillas temblorosas, se frotaba su calva cabeza y afirmaba: «Es un libro espléndido. No tenía ni idea que hubiera tipos tan listos en el mundo.» También encontraron unos viejos números de un periódico de la metrópoli. Trataban de lo que se había dado en llamar «Nuestra expansión colonial» en un lenguaje altisonante. Hablaba abundantemente de los derechos y deberes de la civilización, de lo sagrado de la obra civilizadora, y ensalzaba los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra. Carlier y Kayerts lo leyeron, reflexionaron y comenzaron a pensar mejor de sí mismos. Carlier dijo una tarde, moviendo una mano:
—Dentro de cien años tal vez haya aquí una ciudad. Muelles, almacenes y barracas, y... y... quizá salones de billar. La civilización, muchacho, la virtud y todo eso. ¡Y luego la gente se enterará de que dos buenos tipos, Kayerts y Carlier, fueron los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar!
Kayerts asintió con la cabeza:
—Sí, y es consolador pensarlo.
Parecían haber olvidado a su difunto predecesor; pero un día Carlier salió temprano y colocó firmemente la cruz.
—Me hacía bizquear cada vez que tenía que pasar por ahí —explicó a Kayerts mientras tomaban el café de la mañana—. Me hacía bizquear por estar tan inclinada. Así que la puse recta. ¡Y firme, te lo aseguro! Me apoyé con las dos manos sobre el travesaño. No se movió. Lo hice estupendamente.
A veces iba a visitarles Gobila. Gobila era el jefe de una de las aldeas de la vecindad. Era un salvaje de cabellos canosos, delgado y negro, con un taparrabos blanco y una sucia piel de pantera colgada a la espalda. Llegaba dando grandes zancadas con sus piernas esqueléticas y blandiendo un bastón tan alto como él, entraba en la sala de estar de la estación y se ponía en cuclillas a la izquierda de la puerta. Se quedaba allí, mirando a Kayerts, y de vez en cuando echaba un discurso que el otro no entendía en absoluto. Kayerts, sin abandonar sus ocupaciones, le decía de vez en cuando amistosamente: «¿Qué tal te va, ilustre?», y se sonreían mutuamente. A los dos blancos les caía bien aquella vieja e incompresible criatura y le llamaban Padre Gobila. El estilo de Gobila era paternal y parecía realmente querer a todos los blancos. Le parecían todos jóvenes e imposibles de distinguir (excepto en estatura) y sabía que todos eran hermanos y además inmortales. La muerte del artista, que fue al primer hombre blanco que conoció íntimamente, no alteró en absoluto su creencia, porque estaba firmemente convencido que el extranjero había fingido morir para que le enterraran con algún propósito misterioso, sobre el cual era inútil inquirir. ¿Sería tal vez su forma de volver a casa, a su país? De todos modos, aquellos eran sus hermanos y les transfirió su absurdo afecto. Ellos le correspondían a su manera. Carlier le daba palmadas y encendía cerillas sin descanso para entretenerle. Kayerts le dejaba siempre olfatear la botella de amoníaco. En resumen, se comportaban igual que aquella otra criatura blanca que se había escondido en el agujero de la tierra. Gobila les contemplaba atentamente. Tal vez fueran el mismo ser que el otro, o lo era uno de los dos. No podía decidir, resolver el misterio; pero continuó mostrándose siempre muy amistoso. Como consecuencia de esa amistad las mujeres de la aldea de Gobila marchaban en fila india entre las cañas, llevando todas las mañanas a la factoría aves, boniatos, vino de palma y a veces una cabra. La Compañía nunca abastecía suficientemente a las factorías y los agentes necesitaban esas provisiones locales para vivir. Las conseguían gracias a la buena voluntad de Gobila y vivían bien. De vez en cuando uno tenía un ataque de fiebre y el otro le cuidaba con devoción. No se preocupaban mucho. Las fiebres les debilitaban y su aspecto era cada vez peor. Carlier tenía los ojos hundidos y estaba irritable. Kayerts tenía un rostro fofo y ojeroso sobre la rotundidad de su estómago, lo cual le daba un aspecto sumamente extraño. Pero como estaban siempre juntos, no se daban cuenta del cambio que empezó a producirse en su aspecto y en su comportamiento.
Pasaron cinco meses de esa manera.
Luego, una mañana, cuando Kayerts y Carlier estaban repantigados en sus sillones en la galería, hablando de la próxima visita del vapor, un grupo de hombres armados salió del bosque y avanzó hacia la factoría. No eran de aquella parte del país. Eran altos, delgados e iban vestidos de modo clásico con telas azules con flecos, que les llegaban hasta los talones, y llevaban mosquetes de percusión sobre sus espaldas desnudas y rectas. Makola dio muestras de excitación y salió corriendo del almacén (donde pasaba todo el día) para saludar a los visitantes. Entraron en el patio y miraron en torno suyo con miradas serenas y despectivas. Su jefe, un negro fuerte y decidido de ojos inyectados en sangre, se puso frente a la galería y echó un largo discurso. Gesticuló mucho y luego cesó de pronto.
Había algo en su entonación, en el sonido de las largas frases que empleó, que asombró a los dos blancos. Era como la reminiscencia de algo no exactamente familiar y, sin embargo, en cierto modo parecido al habla de las gentes civilizadas. Sonaba como uno de esos imposibles idiomas que a veces escuchamos en nuestros sueños.
—¿Qué lengua es ésa? —preguntó estupefacto Carlier—. Al principio creí que el tipo iba a hablar en francés. De todos modos, es una especie de guirigay distinto al que oímos por aquí.
—Sí —replicó Kayerts—. Oye, Makola, ¿qué dice? ¿De dónde vienen? ¿Quiénes son?
Pero Makola, que parecía estar sobre ascuas, contestó apresuradamente:
—No lo sé. Vienen de muy lejos. Tal vez los entienda la señora Price, tal vez sean hombres malos.
El jefe, después de esperar un rato, dijo algo a Makola, que sacudió la cabeza. Luego el hombre miró en torno suyo, vio la choza de Makola y se fue hacia ella. Poco después se escuchaba a la señora Makola hablando con gran volubilidad. Los otros forasteros —eran seis en total— se pusieron a pasear tan tranquilos, asomaron sus cabezas por las puertas del almacén, se congregaron en torno a la fosa señalando con comprensión la cruz y en general se portaron como si estuvieran en su casa.
—No me gustan esos tipos y te digo, Kayerts, que deben de venir de la costa: llevan armas de fuego —observó el sagaz Carlier.
A Kayerts tampoco le gustaban. Los dos se dieron cuenta por primera vez de que vivían en unas condiciones en las que lo inusual podía ser peligroso, y no había poder alguno en la tierra, excepto ellos mismos, que se interpusiera entre los dos y lo inusitado. Se sintieron incómodos, entraron en casa y cargaron sus revólveres. Kayerts dijo:
—Debemos ordenar a Makola que les diga que se marchen antes de que oscurezca.
Los forasteros se marcharon por la tarde, después de comer una comida preparada para ellos por la señora Makola. La inmensa mujer estaba excitada y hablaba mucho con los visitantes. Charlaba hasta por los codos con voz muy aguda, señalando aquí y allá hacia el bosque y el río. Makola estaba sentado aparte y miraba. De vez en cuando se levantaba y susurraba algo a su esposa. Acompañó a los forasteros por la hondonada de la parte de atrás de la factoría y volvió lentamente y con aspecto pensativo. Cuando le preguntaron los blancos, estuvo muy raro; parecía no entender nada, haber olvidado el francés y hasta no saber hablar en absoluto. Carlier y Kayerts coincidieron en que el negro había bebido demasiado vino de palma.
Hablaron de mantener un turno de guardia, pero por la noche todo parecía tan tranquilo y pacífico que se retiraron como de costumbre. Toda la noche les molestó el ruido de los tambores en las aldeas. A un profundo y rápido redoble cercano seguía otro más lejano; luego todo cesó. Pronto sonaron aquí y allá breves llamadas, después se mezclaron todas, aumentaron, se hicieron más fuertes y sostenidas, se extendieron sobre el bosque, rodaron por la noche, ininterrumpidas e incesantes; lejos y cerca, como si la tierra entera se hubiera convertido en un inmenso tambor que sonaba sin parar haciendo un llamamiento al cielo. Y a través de aquel profundo y tremendo ruido se escuchaban gritos repentinos que semejaban trozos de canciones de un manicomio, altos y agudos en discordantes chorros de sonidos que parecían elevarse muy por encima de la tierra, y acabar con la paz que reinaba bajo las estrellas.
Carlier y Kayerts durmieron mal. A los dos les pareció oír disparos durante la noche, pero no pudieron ponerse de acuerdo acerca de la dirección. Por la mañana Makola se había ido a algún sitio.
Volvió alrededor del mediodía con uno de los forasteros del día anterior, y evitó todos los intentos de acercamiento de Kayerts; al parecer se había quedado sordo. Kayerts trataba de entender lo que pasaba. Carlier, que había estado pescando en la orilla, volvió y comentó mientras le enseñaba su pesca:
—Los negros parecen muy agitados; me gustaría saber qué ocurre. Vi unas quince canoas cruzando el río durante las dos horas en que estuve pescando.
Kayerts, preocupado, dijo:
—¿No te parece que Makola está muy raro hoy?
Carlier aconsejó:
—Mantén a los hombres reunidos por si hay problemas.
El Director había dejado a diez hombres en la factoría. Aquella gente se había enrolado en la Compañía por seis meses (sin tener ni la menor idea de lo que era un mes y sólo una vaga noción del tiempo general), pero llevaban sirviendo a la causa del progreso más de dos años. Como pertenecían a una tribu de una zona muy distante de la tierra del dolor y la oscuridad, no se escapaban, dando por supuesto que serían asesinados por los habitantes del país por ser vagabundos extranjeros; y tenían razón. Vivían en chozas de paja en la ladera de un barranco cubierto de malezas, justo detrás de los edificios de la factoría. No eran felices; echaban de menos los conjuros festivos, las brujerías, los sacrificios humanos de su tierra: en ella tenían a sus padres, a sus hermanos, a sus hermanas, a los jefes admirados, a los magos respetados, a los amigos queridos y otros vínculos que se suponen humanos. Además, las raciones de arroz que les servía la Compañía no les sentaban bien, porque era un alimento desconocido en su tierra, al que no podían acostumbrarse. En consecuencia, se sentían enfermos y tristes. Si hubieran pertenecido a otra tribu, habrían decidido morir —porque nada hay más fácil para ciertos salvajes que el suicidio— y de esa forma se habrían evadido de las incomprensibles dificultades de la existencia. Pero como pertenecían a una tribu guerrera, de dientes afilados, tenían más resistencia y seguían viviendo estúpidamente a pesar de las dificultades. Trabajaban muy poco y habían perdido su espléndido aspecto físico. Carlier y Kayerts los cuidaban asiduamente sin conseguir que se recuperaran. Todas las mañanas se les reunía y se les señalaban diversas tareas —corte de hierba, construcción de cercas, talas de árboles, etc.—, pero nadie en este mundo podía convencerles de que lo hicieran bien. En la práctica, los dos blancos tenían muy poco poder sobre ellos.
Por la tarde, Makola fue a la casa grande y se encontró a Kayerts mirando tres espesas columnas de humo que ascendían sobre los bosques.
—¿Qué es eso? —preguntó Kayerts.
—Unas aldeas ardiendo —respondió Makola, que parecía haber recuperado el juicio.
Luego dijo bruscamente:
—Tenemos muy poco marfil; seis meses de comercio malos, ¿Quiere usted más marfil?
—Sí —dijo Kayerts con impaciencia. Pensaba en lo bajos que serán los porcentajes.
—Los hombres que estuvieron aquí ayer son comerciantes de Luanda que tienen más marfil del que pueden llevar hasta sus aldeas. ¿Lo compro? Conozco su campamento.
—Por supuesto —dijo Kayerts—. ¿Qué son esos comerciantes?
—Malos tipos —dijo Makola con indiferencia—. Pelean con la gente y se llevan a las mujeres y a los niños. Son malos y tienen armas de fuego. Hay muchos desórdenes en todo el país. ¿Quiere usted marfil?
—Sí —dijo Kayerts.
Makola permaneció callado durante un rato. Luego:
—Nuestros trabajadores no valen para nada — murmuró mirando en torno suyo—. En la factoría hay mucho desorden, señor. El Director se quejará. Más vale encontrar mucho marfil, entonces no dirá nada.
—No puede hacer nada; los hombres no trabajan —dijo Kayerts—. ¿Cuándo podrás conseguir el marfil?
—Muy pronto —dijo Makola—. Tal vez esta noche. Déjelo en mis manos y quédese en la casa, señor. Me parece que debería dar vino de palma a nuestros hombres para que bailen esta noche. Que se alegren. Trabajarán mejor mañana. Tenemos mucho vino de palma un poco agriado.
Kayerts dijo que sí y Makola llevó con sus propias manos las grandes calabazas a la puerta de su cabaña. Estuvieron allí hasta la noche y la señora Makola miró dentro de ellas una por una. Los hombres las encontraron a la puesta de sol. Cuando Kayerts y Carlier se retiraron, una gran hoguera comenzó a arder delante de las chozas de los hombres. Oyeron sus gritos y el ruido de sus tambores. Algunos de la aldea de Gobila se habían unido a los de la estación y la fiesta fue todo un éxito.
A medianoche, Carlier se despertó repentinamente al oír gritar a un hombre; luego sonó un disparo. Sólo uno. Carlier salió corriendo y se encontró con Kayerts en la galería. Los dos estaban sobrecogidos. Al cruzar el patio para ir a llamar a Makola, vieron sombras moviéndose en la noche. Una de ellas gritó:
—¡No disparen. Soy yo, Price!
Luego Makola apareció ante ellos.
—Vuelvan, vuelvan, por favor —les urgió—, van a estropearlo todo.
—Hay gente extraña aquí —dijo Carlier.
—No importa; lo sé —dijo Makola.
Luego susurró:
—Todo va bien. Traen el marfil. ¡No digan nada! Sé lo que hago.
Los dos hombres blancos volvieron de mala gana a la casa, pero no pudieron dormir. Oyeron pisadas, susurros y algunos gemidos. Parecía como si muchos hombres hubieran descargado objetos pesados en el suelo, se pelearan durante un rato y finalmente marchado. Los dos blancos estaban tumbados en sus camas y pensaban: «Este Makola no tiene precio.» Por la mañana Carlier salió con mucho sueño y tiró de la cuerda de la campana grande. Los trabajadores se reunían todas las mañanas al oír las campanadas. Aquella mañana no apareció nadie. Kayerts salió también, bostezando. Al otro lado del patio vieron a Makola salir de su choza con una palangana de estaño llena de agua jabonosa en las manos. Makola era un negro civilizado, muy cuidadoso de su persona. Le tiró el agua jabonosa encima a un desgraciado perro de color amarillento que tenía y volviéndose hacia la casa del agente gritó desde lejos:
—¡Todos los hombres se fueron anoche!
Lo entendieron perfectamente, pero en su sorpresa ambos gritaron a la vez: «¿Qué?» Luego se miraron el uno al otro.
—Nos hemos metido en un buen lío —gruñó Carlier.
—¡Es increíble! —murmuró Kayerts.
—Iré a las chozas para ver —dijo Carlier alejándose a zancadas. Cuando llegó Makola encontró a Kayerts solo.
—Casi no lo puedo creer —dijo Kayerts, lloroso—. Les cuidábamos como si hubieran sido nuestros hijos.
—Se marcharon con la gente de la costa —dijo Makola después de un momento de vacilación.
—¡Qué me importa con quién se hayan ido esos brutos desagradecidos! —exclamó el otro. Luego, mirando con una repentina sospecha y mirando duramente a Makola, añadió—: ¿Y tú qué sabes de todo eso?
Makola movió los hombros, mirando al suelo.
—¿Qué voy a saber? Yo sólo pienso. ¿Quiere venir a ver el marfil que tengo ahí? Es muy bueno. Nunca he visto nada mejor.
Se fue hacia el almacén. Kayerts le siguió de modo mecánico, pensando en la increíble deserción de los hombres. En el suelo, ante la puerta del fetiche, había seis espléndidos colmillos.
—¿Que les diste a cambio? —preguntó Kayerts después de mirar con satisfacción el marfil.
—No fue un trato corriente —dijo Makola—. Trajeron el marfil y me lo dieron. Les dije que se llevaran lo que más les apeteciera de la factoría. Es un marfil estupendo. Ninguna estación tendrá colmillos como éstos. Los comerciantes necesitaban portadores y nuestros hombres no servían para nada. Ningún trato, ninguna entrada en los libros; todo correcto.
Kayerts casi estalló de indignación:
—¡Qué! —gritó—. Estoy seguro de que has vendido a nuestros hombres a cambio de colmillos.
Makola permaneció impasible y silencioso.
—Yo..., yo —tartamudeó Kayerts—. ¡Eres una fiera! —exclamó.
—Hice lo que más convenía a ustedes y a la Compañía —dijo Makola, imperturbable—. ¿Por qué grita tanto? Mire ese colmillo.
—¡Estás despedido! Te denunciaré, no miraré los colmillos. Y te prohíbo que los toques. Te ordeno que los tires al río. ¡Eres un..., un...!
—Está usted congestionado, señor Kayerts. Si se irrita tanto bajo el sol, cogerá la fiebre y morirá igual que el primer jefe —dijo Makola solemnemente.
Los dos permanecieron callados, contemplándose mutuamente con intensidad, como si estuvieran oteando con dificultad a través de una inmensa distancia. Kayerts se estremeció. Makola no quería decir más de lo que había dicho, ¡pero sus palabras le parecieron a Kayerts llenas de una ominosa amenaza! Se volvió bruscamente y se fue para casa. Makola se retiró a su choza; y los colmillos, desparramados ante la tienda, parecían muy grandes y valiosos bajo la luz del sol.
Carlier volvió a la galería.
—Se han ido todos, ¿no? —preguntó Kayerts desde el fondo de la habitación principal con voz apagada—. ¿No encontraste a nadie?
—Ah, si —dijo Carlier—. Encontré a uno de los hombres de Gobüa muerto ante las chozas, con un tiro en el cuerpo. Fue el disparo que oímos anoche.
Kayerts salió rápidamente. Encontró a su compañero mirando sombríamente a través del patio a los colmillos, a la tienda. Se sentaron un rato en silencio. Luego Kayerts contó la conversación con Makola. Carlier no dijo nada. A la hora del almuerzo, comieron muy poco. Aquel día apenas intercambiaron palabra. Un gran silencio parecía pesar sobre la factoría y mantenía sus labios cerrados. Makola no abrió la tienda; se pasó el día jugando con sus hijos. Se tiró cuan largo era sobre una esterilla ante su puerta mientras sus hijos se sentaban sobre su pecho y gateaban sobre él. Era un cuadro conmovedor. La señora Makola estaba ocupada, cocinando todo el día, como siempre. Los blancos comieron un poco mejor por la tarde. Después Carlier, fumando su pipa, caminó lentamente hacia la tienda; permaneció largo tiempo al lado de los colmillos, tocó uno o dos con el pie, incluso intentó levantar el mayor por su extremo más fino. Volvió hacia adonde estaba su jefe, que no se había movido de la galería, se dejó caer en una silla y dijo:
—¡Ya entiendo! Fueron asaltados mientras dormían pesadamente tras beber aquel vino de pahua que dejaste que les diera Makola. ¡Lo planearon de antemano! ¿Ves? Lo peor es que algunos hombres de Gobila estaban allí y se los llevaron también, no hay duda. El menos borracho se despertó y le pegaron un tiro por estar sobrio. ¡Qué extraño país! ¿Qué vas a hacer ahora?
—No podemos meternos, por supuesto —dijo Kayerts.
—Por supuesto que no —asintió Carlier.
—La esclavitud es una cosa horrible —balbuceó Kayerts con voz quebrada.
—Terrible, toda clase de sufrimientos —gruñó Carlier con convicción.
Creían en lo que decían. Todos muestran una respetuosa deferencia hacia ciertos sonidos que cada cual y sus iguales pueden emitir. Pero con respecto a los sentimientos nadie sabe nada. Hablamos con indignación o entusiasmo; hablamos de opresión, de crueldad, de crimen, de devoción, de sacrificio, de virtud y nada sabemos de lo que hay realmente tras estas palabras. Nadie sabe lo que significa el sufrimiento o el sacrificio, excepto quizá las víctimas de la misteriosa intención de esas ilusiones.
A la mañana siguiente siguieron viendo a Makola muy ocupado montando en el patio las grandes básculas que se empleaban para pesar el marfil. Poco después dijo Carlier:
—¿Qué va a hacer ese sucio canalla? —y salió lentamente hacia el patio.
Kayerts le siguió. Se quedaron mirando. Makola no les hizo caso. Cuando la báscula estuvo equilibrada, intentó colocar un colmillo sobre ella. Era demasiado pesado. Levantó la vista desamparadamente, sin decir ni una palabra, y durante un minuto permanecieron en torno a la báscula, mudos y quietos como tres estatuas. De repente Carlier dijo:
—Cógelo por el otro lado, Makola, ¡pedazo de bestia! —y entre los dos lo levantaron. Kayerts temblaba de pies a cabeza.
—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró, y metiendo una mano en el bolsillo encontró un sucio pedazo de papel y un trozo de lápiz. Dio la espalda a los otros como si fuera a hacer alguna trampa y anotó furtivamente los precios que Carlier le gritó con voz demasiado alta. Cuando todo terminó, Makola susurró para sí: «Hay demasiado sol aquí para los colmillos.» Carlier le dijo a Kayerts en tono descuidado:
—Oye, jefe, sería mejor que le ayudara a llevar todo esto a la tienda.
Mientras volvían a la casa, Kayerts comentó suspirando:
—Había que hacerlo.
Y Carlier dijo:
—Es deplorable, pero como los hombres eran de la Compañía, el marfil es de la Compañía. Tenemos que cuidar de él.
—Por supuesto, informaré al Director —dijo Kayerts.
—Por supuesto; es él quien debe decidir —aprobó Carlier.
A mediodía comieron con abundancia. Kayerts suspiraba de vez en cuando. Cuando mencionaban el nombre de Makola siempre añadían un epíteto de oprobio. Así tranquilizaban sus conciencias. Makola se tomó medio día de vacaciones y bañó a sus hijos en el río. Nadie perteneciente a las aldeas de Gobila se acercó aquella jornada a la factoría. Nadie apareció al día siguiente, ni al otro, ni durante una semana entera. Las gentes de Gobila podían estar muertas y enterradas, a juzgar por las señales de vida que daban. Pero únicamente estaban de luto por los hombres que habían perdido debido a la brujería de los blancos, que habían traído mala gente al país. La mala gente se había ido, pero el miedo continuaba. El miedo siempre permanece. Un hombre puede destruir todo lo que hay en su interior, el amor, el odio, las creencias e incluso la duda; pero mientras se aferra a la vida no puede destruir el miedo; el miedo, sutil, indestructible y terrible, que invade todo su ser; que impregna sus pensamientos; que ronda en su corazón; que observa en sus labios la lucha del último aliento. El miedo movió al manso anciano Gobila a ofrecer más sacrificios humanos a los espíritus malignos que se habían apoderado de sus amigos blancos. Su corazón estaba lleno de angustia. Algunos guerreros hablaban de matar y quemar, pero el precavido anciano salvaje los disuadió. ¿Quién podía prever las calamidades que esas misteriosas criaturas podían provocar si se irritaban? Debían dejarlas en paz. Tal vez con el tiempo desaparecerían bajo la tierra como había pasado con el primero. Sus gentes tenían que permanecer lejos de los blancos y esperar mejores tiempos.
Kayerts y Carlier no desaparecieron, sino que siguieron sobre la tierra que empezaron a imaginar más grande y más vacía. No era tanto la absoluta y muda soledad del puesto lo que les impresionaba como un inexpresado sentimiento de que algo en ellos se había esfumado, algo que les había dado seguridad y había impedido que la selva se apoderara de sus corazones. Las imágenes de la patria, el recuerdo de hombres como ellos, de hombres que pensaban y sentían de su misma manera, retrocedieron a distancias que el brillo de un sol sin nubes hacía imposible de distinguir. Y desde el gran silencio de la selva que les rodeaba, su desesperanza y salvajismo parecía que se acercaba, los arrastraba suavemente, los contemplaba, los envolvía con una solicitud irresistible, familiar y repulsiva.
Los días se prolongaron en semanas; luego, en meses. Los de la aldea de Gobila tocaban tambores y gritaban a la luna nueva como antes, pero seguían sin acercarse a la factoría. Makola y Carlier intentaron una vez, en canoa, volver a establecer la comunicación; pero fueron recibidos por una lluvia de flechas y tuvieron que volver al puesto volando para salvar sus vidas. Aquel intento provocó en el territorio de arriba y abajo del río un alboroto que se pudo oír durante días. El vapor se retrasaba. Al principio hablaron despreocupadamente del retraso, luego con ansiedad, después sombríamente. El asunto se había vuelto muy serio. Los víveres escaseaban. Carlier lanzaba el sedal en la orilla, pero el río estaba bajo y no había peces en la corriente. No se atrevían a alejarse mucho de la factoría para cazar. Además tampoco había caza en el bosque impenetrable. Una vez Carlier mató a un hipopótamo en el río. No tenían ningún bote para recogerlo y se hundió. Cuando volvió a la superficie, fue lejos y las gentes de Gobila se apoderaron del cadáver. Fue ocasión para una fiesta nacional, pero Carlier tuvo un ataque de rabia y dijo que era necesario exterminar a todos los negros para que el país fuera habitable. Kayerts vagaba silenciosamente, sin rumbo; se pasaba horas mirando el retrato de su Melie. Era una chiquilla de largas trenzas descoloridas y rostro ligeramente agrio. Kayerts tenía las piernas hinchadas y apenas podía caminar. Carlier, debilitado por la fiebre, ya no podía andar contoneándose, sino que se tambaleaba con aire de no importarle nada, como convenía a un hombre que se acordaba de su maravilloso regimiento. Estaba ronco y se había vuelto sarcástico y proclive a decir cosas desagradables. Según él, «hablaba con franqueza».
Hacía mucho tiempo que había calculado sus porcentajes en el comercio, incluyendo el último trato de «ese infame de Makola». Había decidido también no hablar del asunto. Kayerts dudó al principio, tenía miedo del director.
—Ha visto cosas peores a las calladas —sostenía Carlier riéndose con ronca carcajada—. ¡Confía en él! No te lo va a agradecer si le dices la verdad. No es mejor persona que tú o que yo. ¿Y quién va a hablar si nosotros cerramos la boca? Aquí no hay nadie.
¡En eso radicaba el problema! No había nadie, y como estaban a solas con su debilidad se fueron convirtiendo cada vez más en un par de cómplices en vez de un par de amigos íntimos. Todas las noches decían: «Mañana aparecerá de vapor». Pero uno de los vapores de la Compañía había naufragado y el Director estaba ocupado, visitando factorías muy distantes e importantes en el río principal. Creía que aquélla era inútil y que los inútiles que en ella estaban podían esperar. Entre tanto, Kayerts y Carlier se mantenían comiendo arroz hervido sin sal y maldecían a la Compañía, a toda África y el día en que nacieron. Hay que haber vivido con semejante dieta para conocer el espantoso problema en que se convierte la necesidad de tragar comida. Literalmente no había en la estación más que arroz y café; bebían café sin azúcar. Los quince últimos terrones los había guardado Kayerts bajo llave, encerrado solemnemente, en una caja junto con media botella de coñac «para caso de enfermedad», según explicó. Carlier se mostró de acuerdo.
—Cuando se está enfermo —dijo—, cualquier extra viene bien.
Esperaban. La maleza empezó a crecer en el patio. Ya no sonaba la campana. Los días pasaban silenciosos, exasperantes y lentos. Cuando los dos hombres se hablaban, regañaban; y sus silencios eran amargos, como si estuvieran teñidos por la amargura de sus pensamientos. Un día, tras una comida de arroz hervido, Carlier tomó su café y lo dejó sin probarlo, diciendo:
—¡Maldita sea, vamos a tomar un café decente por una vez! ¡Saca el azúcar, Kayerts!
—Es para los enfermos —murmuró Kayerts sin levantar la vista.
—¡Para los enfermos! —se burló Carlier—. ¡Tonterías!... ¡Muy bien, yo estoy enfermo!
—Estás tan enfermo como yo y no lo voy a tocar —dijo Kayerts en tono pacífico.
—¡Venga, saca el azúcar, avaro, viejo traficante de esclavos!
Kayerts levantó la vista con rapidez. Carlier le sonreía con marcada insolencia. Y de pronto a Kayerts le pareció que nunca hasta entonces había visto a aquel hombre. ¿Quién era? No sabía nada de él. ¿De qué era capaz? Sintió en su interior un súbito estallido de violenta emoción, como si se encontrara en presencia de algo inimaginable, peligroso y definitivo.
Sin perder la compostura, consiguió decir:
—La broma es de muy mal gusto. No la repitas.
—¡La broma! —dijo Carlier inclinándose hacia adelante en su asiento—. Tengo hambre, estoy enfermo y no estoy bromeando. Odio a los hipócritas. Eres un hipócrita. Eres un traficante de esclavos. Yo soy un traficante de esclavos. No hay más que traficantes de esclavos en este maldito país. ¡Y, por supuesto, hoy pienso tomar azúcar con el café!
—Te prohíbo hablarme de ese modo —dijo Kayerts con cierta decisión.
—¿Tú? ¿Qué dices? —gritó Carlier y se puso en pie de un salto.
Kayerts se puso en pié también.
—Soy tu jefe... —comenzó a decir, intentando dominar el temblor de su voz.
—¿Qué dices? —chilló el otro—. ¿Jefe de quién? Aquí no hay jefes. No hay nada. Nada salvo tú y yo. Saca el azúcar, asno barrigudo.
—¡Cállate la boca y sal de esta habitación! — gritó Kayerts—. ¡Quedas despedido, miserable!
Carlier blandió un taburete. De repente se puso peligosamente serio.
—¡Fofo, civil inútil, toma! —aulló.
Kayerts se escondió bajo la mesa y el taburete pegó contra el tabique de hierba de la habitación. Luego, mientras Carlier intentaba dar la vuelta a la mesa, Kayerts, desesperado, le embistió a ciegas, con la cabeza baja, como un jabalí acosado, y derribando a su amigo corrió enloquecido a lo largo de la galería y se metió en su habitación. Cerró la puerta con llave, tomó su revólver y se quedó allí, jadeante. No había pasado ni un minuto cuando Carlier ya pegaba furiosas patadas en la puerta mientras aullaba:
—Si no sacas el azúcar te voy a pegar un tiro como a un perro. Ahora, uno, dos, tres. ¿No lo vas a hacer? Te voy a enseñar quién es el amo aquí.
Kayerts, creyendo que la puerta se venía abajo, escapó por un agujero cuadrado que hacía las veces de ventana. Les separaba la anchura de la casa. Pero al parecer el otro no tenía fuerzas suficientes para derribar la puerta y Kayerts le oyó correr. Luego comenzó a correr él también penosamente con sus piernas hinchadas. Corrió todo lo rápido que pudo con el revólver en la mano e incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. Vio sucesivamente la casa de Makola, la tienda, el río, el barranco y el monte bajo; y volvió a verlos cuando dio una segunda vuelta corriendo a la casa. Y corriendo con toda rapidez los vio una vez más. Esa misma mañana no habría podido caminar ni una yarda sin resoplar.
Y ahora corrió. Corrió con la suficiente rapidez como para apartarse de la vista del otro hombre.
Luego, cuando débil y desesperado pensaba: «Antes de que termine la próxima vuelta moriré», escuchó al otro hombre tropezar pesadamente y luego detenerse. También él se detuvo. Estaba en la parte trasera de la casa y Carlier ante la fachada, como antes. Le escuchó dejarse caer en un sillón maldiciendo y de pronto sus piernas cedieron y se deslizó, sentándose contra la pared. Su boca estaba seca como la ceniza y su rostro, húmedo de sudor y de lágrimas. ¿Qué pasaba? Pensó que todo era una horrible ilusión; creyó estar soñando, que iba a volverse loco. Después de un rato volvió en sí. ¿Por qué habían reñido? ¡Por el azúcar! ¡Qué absurdo! Se lo daría, no lo quería para nada. Y empezó a incorporarse con un repentino sentimiento de seguridad. Pero antes de incorporarse del todo tuvo un destello de sentido común, que le llenó de nuevo de desesperación. Pensó: «Si cedo ahora ante ese animal de soldado, el horror recomenzará mañana y al día siguiente y todos los días, cada vez tendrá más pretensiones, me pisará, me torturará, me convertiré en su esclavo, ¡estaré perdido! ¡Perdido! El vapor puede tardar días, tal vez no llegue nunca». Tuvo un temblor tan fuerte que se vio obligado a sentarse de nuevo. Se estremeció, desesperado. Sintió que no podía moverse y que tampoco se movería ya más. Estaba completamente obsesionado por la súbita percepción de que nada tenía sentido, de que en aquellos momentos tanto la vida como la muerte se habían convertido en algo igualmente difícil y terrible.
En seguida oyó que el otro tiraba su sillón; se levantó de un salto con extrema facilidad. Escuchó y se sintió confuso. ¡Tengo que correr otra vez! ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? Oyó pasos. Echó a correr hacia la izquierda, empuñando el revólver, y en ese mismo instante, o así le pareció, chocaron violentamente. Los dos gritaron sorprendidos. Se produjo una ruidosa explosión entre ambos, una llamarada de fuego rojo y humo espeso; y Kayerts, ensordecido y cegado, se volvió apresuradamente pensando: «Me ha dado, todo ha terminado». Esperaba que el otro se le acercara para gozar de su agonía. Se agarró a un montante del tejado: «¡Todo ha terminado!» Luego escuchó una estrepitosa caída en el otro lado de la casa, como si alguien hubiera caído de cabeza sobre una silla; luego, silencio. No pasó nada más. No murió. Sólo sentía como si su hombro se hubiera dislocado. Había perdido el revólver. ¡Estaba desarmado y desesperado! Esperó su fin. El otro hombre no hacía ruido alguno. Era una estratagema. ¡Estaba acechando! Pero ¿por qué lado? ¡Quizá estuviera apuntándole en ese mismo instante!
Después de unos momentos de horrible y absurda agonía decidió ir al encuentro de su destino. Estaba dispuesto a rendirse. Dio la vuelta a la esquina, apoyando la mano en la pared para tranquilizarse, dio unos pasos y casi cayó desmayado. Había visto en el suelo, sobresaliendo de la otra esquina, un par de pies vueltos hacia arriba. Un par de pies blancos, desnudos, calzados con zapatillas rojas. Se sintió mortalmente enfermo y durante un momento permaneció en una profunda oscuridad. Luego, Makola apareció ante él diciendo tranquilamente:
—¡Venga, señor Kayerts! ¡Está muerto!
Estalló en lágrimas de gratitud; un ruidoso ataque de llanto. Al cabo de un rato se encontró sentado en una silla mirando a Carlier, que yacía de espaldas. Makola estaba de rodillas al lado del cuerpo.
—¿Es éste su revólver? —preguntó Makola levantándose.
—Sí —dijo Kayerts. Luego, con rapidez—: ¡Corría detrás de mí para dispararme, tú lo viste!
—Sí, lo vi —dijo Makola—. Solamente hay un revólver; ¿dónde está el de él?
—No lo sé —susurró Kayerts, con una voz que de pronto se tornó muy débil.
—Iré a buscarlo —dijo el otro suavemente.
Dio la vuelta a la galería mientras Kayerts permanecía sentado mirando el cuerpo. Makola volvió con las manos vacías, quedó sumido en sus pensamientos, luego entró tranquilamente en la habitación del muerto y salió con un revólver que enseñó a Kayerts. Kayerts cerró los ojos. Todo empezó a girar en torno suyo. La vida era ahora más difícil y más terrible que la muerte. Había matado a un hombre desarmado.
Después de meditar un rato, Makola dijo suavemente, señalando al muerto que yacía con el ojo derecho reventado:
—Murió de fiebre.
Kayerts le miró sin expresión.
—Sí —repitió Makola pensativamente, pasando por encima del cuerpo—. Creo que murió de fiebre. Lo enterraremos mañana.
Y se fue lentamente hacia su esposa, que lo estaba esperando, dejando a solas a los dos hombres blancos en la galería.
Llegó la noche y Kayerts se sentó inmóvil en su sillón. Se sentía tranquilo, como si hubiera tomado una dosis de opio. La violencia de las emociones que había experimentado le producía una sensación de agotada serenidad. Había vivido en una corta tarde todas las profundidades del horror y de la desesperación y ahora había encontrado el reposo en la convicción de que la vida ya no tenía secretos para él: ¡ni tampoco la muerte! Se sentó junto al cadáver, pensando; pensaba intensamente, le sobrevenían nuevos pensamientos. Le parecía que se había desprendido de sí mismo por completo. Sus antiguos pensamientos, convicciones, gustos y antipatías, las cosas que respetaba y las que aborrecía se le presentaban ahora bajo su verdadera luz. Parecían despreciables e infantiles, falsas y ridículas. Se sentía a gusto con su nueva sabiduría, sentado junto al hombre que había matado. Discutía consigo mismo sobre todas las cosas que había bajo el cielo, con esa especie de extraviada lucidez propia de algunos lunáticos. De paso reflexionó que, de todos modos, el muerto era una bestia dañina; que diariamente se morían miles de personas, tal vez centenares de miles —¿quién podía saberlo?—, y que en esa cantidad una muerte más no importaba; no tenía importancia, al menos para una criatura capaz de pensar. El, Kayerts, era una criatura capaz de pensar. Hasta aquel momento de su vida había creído muchos absurdos, como el resto de la Humanidad, formada por tontos; ¡pero ahora podía pensar! Se sentía en paz; conocía bien la filosofía más elevada. Luego intentó imaginarse muerto y a Carlier sentado en su sillón, contemplándole; y lo consiguió de tal forma que en pocos instantes ya no supo quién estaba muerto y quién estaba vivo. Esa extraordinaria conquista de su imaginación, sin embargo, le dejó estupefacto y tuvo que hacer un complicado y oportuno esfuerzo mental para salvarse a tiempo de convertirse en Carlier. Su corazón palpitó y sintió calor en todo su cuerpo pensando en el peligro pasado. ¡Carlier! ¡Qué cosa más bruta! Para tranquilizar sus excitados nervios —¡no era sorprendente que estuvieran así!— intentó silbar un poco. De pronto se quedó dormido o, al menos, creyó dormir; pero había niebla y alguien había silbado en aquella niebla.
Se incorporó. Era de día y una pesada bruma había descendido sobre la tierra; una bruma penetrante, envolvente y silenciosa; la bruma matinal de las tierras tropicales; la bruma que se pega y que mata; la bruma blanca y mortífera, inmaculada y venenosa. Se puso en pie, miró el cadáver y alzó los brazos dando un grito como el de un hombre que, al despertarse de un trance, se encuentra para siempre en una tumba.
—¡Socorro, Dios mío!
Un alarido inhumano, vibrante y repentino, atravesó como un afilado dardo la blanca mortaja de aquel país de tristeza. Le siguieron tres chillidos cortos e impacientes, y luego, durante un rato, las coronas de niebla siguieron rodando tranquilas en el formidable silencio. Siguieron luego muchos más chillidos rápidos y penetrantes, como los gritos de alguna exasperada y despiadada criatura, que desgarraron el aire. El progreso llamaba a Kayerts desde el río. El progreso, la civilización y todas las virtudes. La sociedad llamaba a su hijo ya formado para que fuera, para que lo atendieran, lo instruyeran, lo juzgaran, lo condenaran; le llamaba para que volviera a aquel montón de basura que había dejado atrás, para que se hiciera justicia.
Kayerts escuchó y entendió. Bajó tambaleándose de la galería, dejando al otro hombre completamente solo por primera vez desde que les habían arrojado allí a los dos juntos. Marchó a tientas en la niebla, clamando en su ignorancia al cielo invisible para que deshiciera su obra. Makola pasó rápidamente entre la bruma, gritándole mientras corría:
—¡El vapor! ¡El vapor! No pueden ver. Están llamando a la factoría. Voy a tocar la campana. Baje al embarcadero, señor. Yo tocaré.
Desapareció. Kayerts permaneció quieto. Miró hacia arriba; la niebla rodaba baja, por encima de su cabeza. Miró en torno suyo como un hombre perdido; vio una mancha oscura, una mancha en forma de cruz emergiendo entre la cambiante pureza de la bruma. Empezó a caminar tambaleándose hacia ella, mientras la campana de la estación, con sus tumultuosos repiques, respondía al impaciente clamor del vapor.
El Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora (ya sabemos que la civilización sigue al comercio) desembarcó el primero y sin detenerse dejó atrás al vapor. La niebla río abajo era cada vez más densa; arriba de la estación la campana sonaba incesante y bronca.
El Director gritó en voz alta al vapor:
—No ha bajado nadie a recibirnos; tal vez haya pasado algo, aunque suena la campana. ¡Es mejor que vengan también!
Y empezó a subir trabajosamente por la empinada orilla. El capitán y el maquinista del vapor subieron tras él. Mientras subían, la niebla comenzó a disiparse y pudieron ver al Director a buena distancia. De pronto le vieron caminar más aprisa, llamándolos por encima del hombro:
—¡Corran! ¡Hacia la casa! He encontrado a uno de ellos. ¡Corran y busquen al otro!
¡Había encontrado a uno de ellos! Y hasta un hombre como él, de variadas y desagradables experiencias, se sintió un tanto descompuesto por el encuentro. Se quedó en pie y buscó afanosamente en sus bolsillos una navaja mientras miraba a Kayerts, que estaba colgado por una cuerda de cuero de la cruz. Evidentemente, había subido a la tumba, que era alta y estrecha, y después de atar el extremo de la correa al travesaño, se había dejado caer. Los dedos de sus pies estaban a sólo unas pulgadas de la tierra; sus brazos colgaban, tiesos; parecía estar rígidamente cuadrado en posición de firmes, pero con una mejilla de color púrpura juguetonamente posada sobre su hombro. Y, con indolencia, mostraba su hinchada lengua al Director Gerente.
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