por Enrique Marí
Filósofo
Al introducir el debate sobre la relación entre la obra del filósofo griego y el texto freudiano, Enrique Marí recrea el perdido clima de la ciudad que fue ombligo del mundo a principios de siglo: Viena.
A comienzos de nuestra centuria, Viena se constituyó en el epicentro de un gran movimiento cultural. Escritores, músicos, arquitectos, poetas, filósofos de la ciencia, pintores, juristas, psiquiatras, periodistas, psicoanalistas, irradiaron en lo que antes había constituido el Imperio Austro-Húngaro su profundo saber, su arte y su exquisita sensibilidad.
Entre estos autores estaban, desde luego, Sigmund Freud y Hans Kelsen. Freud construyó, en ese lugar y en ese período, una de las injurias más grandes al narcisismo del hombre: el psicoanálisis. Injuria sólo comparable con las producidas por Copérnico y Darwin. Sus concepciones no son fáciles de asimilar. En esa misma ciudad y en ese mismo período, otros brillantes intelectuales no se privaban, en efecto, de ironizar a su respecto. Entre ellos, el monstruo del periodismo vienés Karl Kraus, con su Die Fackel (La antorcha) a cuestas, y sus poderosos alegatos antibelicistas de Los últimos días de la humanidad. Para él, raramente querido, siempre odiado por su constante lucha contra el poder, era “imposible descreer del psicoanálisis por su extensión e ininteligibilidad”. En su causticidad e ironía no estaba solo. Lo acompañaba Robert Roth, cuya existencia anímica hacía una con su hermoso y no menos pesimista texto El hotel Savoy, prisión y palacio al mismo tiempo. Pasajero del Transeuropa Express, llega a Moscú en el preciso instante en que Stalin expulsa a Trotsky, a Sinoviev y a Kameniev del Politburó. Bebedor católico y autor de Judíos errantes. Parroquiano del café Herrendorf, donde solía encontrar a Robert Musil y a Milena, la amiga de Kafka; ambulante, nómada urbano, abandonará la vida creyendo en los milagros que producían sus noches de pernod. En las ocasiones en que se encontraba con otros redactores de Die Stunde no se privaba, al advertir ciertas presencias, de sumarse a la ironías de Kraus: “Ahora hay que tener mucho cuidado, no te conviene hablar en voz alta. Llegaron los discípulos del padre confesor de las millonarias histéricas de Viena, su Reverencia Herr Professor Sigmund Freud”.
Otros, en cambio –no es único el caso de Kelsen en este sentido–, sentían que estas bromas, o eran modelo de chocarrerías del hato de los injuriados narcisísticamente, o en todo caso no hacían para nada justicia a quien, sobre los lazos de afectividad, por ejemplo, había intentado, junto con Platón, develar, arrojar luz sobre uno de más los extensos misterios que acompañan la vida misma del hombre: el amor.
Por ello se dieron a la tarea de frecuentar con seriedad sus textos, sorprendidos, en particular, acerca de cómo ambos autores, separados por muchos siglos, se habían acercado al tema con total reverencia y modestia. Platón incorporó a su estudio todos los elementos que hemos desarrollado a lo largo de este trabajo, análisis del deseo, de la pasión, de la razón, el placer, la continuación de la especie humana, la creación en las artes y las ciencias, la teoría de las ideas, la belleza, el bien, la prioridad del alma humana sobre los cuerpos, el mito, la influencia inescrutable de los dioses, la conexión del Eros con la paideia y la politeia de la ciudad. Freud, por su lado, rectificó especialmente en términos de la sublimación de la líbido, la concepción aceptada del amor platónico, modificó el orden de los discursos sobre el amor, y el discurso sobre el amor, incorporó hechos de la anatomía y la fisiología, la evolución de las especies, el inicial desamparo del niño, las vicisitudes del desarrollo humano en la familia y la cultura, la economía y dinámica de la psique, y las irracionalidades secretas del inconsciente. Al final de sus vidas ni uno ni otro fueron conclusivos en sus teorías del amor. Las obras de Platón fueron marcando diferencias en sus modos de aproximarse a ese misterio, y se sembraron de alegorías, de metáforas, de puntualizaciones religiosas. Freud, a su vez, nunca escribió el libro anunciado por subiógrafo, Ernest Jones, y en las postrimerías de su vida reconoció que sabemos muy poco acerca del amor.
La bibliografía generada alrededor de sus textos es tan amplia como para dar y cuenta y testificar razonables diferencias de interpretación en muchos de sus trabajos cruciales. Es cierto que hablamos de “la concepción aceptada” del amor platónico, pero esta concepción no es unificada, estática o pacífica. Ingresar en las disputas de los helenistas no deja de implicar un ingreso en lo laberíntico, y en sesudas y lascivas disputas sobre la traducción de un término griego. A Freud, por su lado, le brotaron los disidentes, las derivas lacanianas, los psicoanalistas perturbados de Woody Allen y los psicoanalistas argentinos a quienes, como es sabido, les resulta más difícil ponerse de acuerdo en fijar el simple día y la hora de una reunión amistosa para debatir un tema de la profesión, que penetrar en las herméticas incógnitas del Id.
Por eso toda reconstrucción de las teorías del amor aparece riesgosa y difícil desde el comienzo y, quizá, la mejor manera de emprender la tarea sea indagar las afinidades y las diferencias entre estas teorías, señalando las deudas de Freud al platonismo, las modalidades de su interpretación y los logros conceptuales que se le pueden adjudicar desde su teoría de la sexualidad. De ahí que cuando Kraus ironizaba diciendo que es difícil descreer del psicoanálisis por su extensión e ininteligibilidad, se puede aceptar el trasfondo serio de la ironía, u observar, en todo caso, su correspondencia biunívoca con la extensión del platonismo y la ininteligibilidad de los misterios eléusicos puestos en juego en segmentos de su concepción.
El texto es un fragmento del libro El Banquete de Platón (2000) Editorial Biblos. Lecturas helenista, freudiana y foucaultiana.
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