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jueves, 29 de septiembre de 2011

Copiar y pegar, o estudiar y reinventar

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por Maria Brito
Licenciada en Ciencias de la Educación - UBA
Magister en Ciencias Sociales - FLACSO




En la actualidad, el estudio no es ajeno a los efectos de las nuevas tecnologías. El mundo digital abre un enorme caudal de información que impacta de un modo particular en los modos de leer, de escribir y, en especial, de estudiar.




Que a la escuela se va a estudiar es una verdad de Perogrullo. Y que el buen alumno es aquel que estudia es una convicción fuertemente asentada en la tradición escolar. Ejercicios y lecciones, trabajos prácticos y exámenes son solo algunas de las formas mediante las cuales la escuela, durante su larga historia, nos ha propuesto poner en movimiento una práctica hecha propia -el estudio- de manera tal de obtener una identidad particular:-ser alumno, un buen alumno.
Estudiar resulta una práctica tan propia del recorrido escolar en sus distintas escalas, que analizar los complejos aprendizajes que encierra y las específicas intervenciones de la enseñanza que demanda nos exige cierto distanciamiento. También nos exige cierta problematización ya que, en tanto estudiar forma parte natural de la vida cotidiana escolar, algunas veces tendemos a dar por hecho que nuestros alumnos dominen de manera fluida los saberes implicados en esta práctica. Y comprobar que estos saberes no están o que están a medias nos enfrenta, por un lado, a esa sensación de que nuestra tarea se dificulta ya que deberemos resignar el trabajo con los ontenidos que teníamos planeado enseñar y, por otro lado, a confirmar la lectura algo nostálgica de que “buenos alumnos eran los de antes”. Ahora bien, ¿qué es necesario saber para estudiar? La pregunta suena extraña. Pero es necesaria porque, justamente, nos permite desnaturalizar esa práctica, desandar los caminos para que alumnas y alumnos aprendan, pensar en nuestra guía para ese recorrido. Hay un rasgo importante a poner de relieve: estudiar supone una relación particular entre el leer y el escribir. Cuando estudiamos, la lectura y la escritura dialogan en el ir y venir entre textos y hacia la construcción de otros nuevos. Evocar una imagen de estudio nos ubica en un escenario plagado de libros, donde un estudiante recorre estantes de bibliotecas, busca a través de rápidas lecturas de índices, hace marcas en distintas páginas, escribe notas en un papel, borrando y volviendo a escribir. Sucede que actualmente el estudio, en tanto práctica que involucra el leer y el escribir, no está exento de los efectos que conllevan las nuevas tecnologías de la información.
Y, entonces, esa imagen asentada durante siglos hoy parece desdibujarse y compartir su carácter privilegiado con una nueva práctica. Las tres letras clave del mundo digital - www- nos abren un panorama desbordante en información que impacta en una forma particular en nuestros modos de leer, de escribir y, específicamente, de estudiar.
Con seguridad, la mayoría de nosotros ha experimentado alguna vez la experiencia de conectarse a internet para buscar algún tema específico y, luego de algunas horas de navegación, encontrarnos frente a una página bien alejada de lo que buscábamos pero que, igualmente, atrae nuestra atención. Y, también, con seguridad la sensación de impro ductividad nos haya hecho volver a los estantes de nuestra propia biblioteca en busca de aquella información que dio origen a nuestro recorrido virtual. Información que, aunque quizás menos actualizada resulta, al menos, rápidamente hallable. El cansancio propio del estudio clásico, ese producido por las horas de lectura monótona frente a un libro y de repetidos intentos de escritura sobre una hoja de papel, hoy se transforma y reaparece en la fatiga que produce la saturación de textos e imágenes por las que nos dejamos llevar de pantalla en pantalla. Al ritmo de esta cierta desorientación y del ensayo y el error de nuestros intentos sabemos, por convicción y también por demanda, que las nuevas tecnologías proponen otras opciones y alternativas de relación con el conocimiento, que necesitan ser incluidas en la escuela. Aunque, al menos todavía, no resulta muy claro cómo darles ese lugar.
De allí que muchas veces nos sorprende y descoloca que, aceptando y estimulando que nuestros alumnos recorran el mundo de la web para realizar algún trabajo de investigación escolar, la respuesta tenga la forma de un texto armado a la manera de un rompecabezas. Así nos encontramos leyendo textos que, haciendo uso del copy & paste, nos presentan información desarticulada, con palabras prestadas de otro autor sin ninguna referencia, con datos poco certeros, y hasta con argumentos contradictorios. El “copiar y pegar”, esa herramienta tan propia de los teclados y las pantallas, aparece como la confirmación de la sospecha sobre lo que viene de la mano de las nuevas tecnologías. Y, desde allí, es factible sostener el espanto ante la empatía tecnológica de niños y jóvenes (Martín Barbero, 2006), y la sanción ante una forma de vinculación con el saber poco aceptable desde los parámetros escolares. Aun reconociendo lo complejo de la tarea de renovar la propuesta de enseñanza de los cambios culturales en el tiempo presente, resulta posible, al menos, incluir algunos elementos de análisis que nos permitan explicar y entender aquello que, de primera mano, nos provoca cierta desazón. Podemos hacerlo a través de un simple ejercicio: en un conocido buscador ingresamos la palabra “célula”, tema biológico clave de la escuela secundaria, y en cuestión de 0.56 segundos se despliegan ante nuestros ojos 6.320.000 resultados. Un número tan significativo como abrumador en el que convive información de variada procedencia, variable rigurosidad y diversa cercanía con el tema de nuestro interés. Ante este panorama, ¿de qué modo, con qué estrategias abordar tal resultado?, ¿qué procedimientos de lectura y escritura son necesarios para afrontar ese cúmulo de información?, ¿cuentan nuestros alumnos con esos recursos? Si no es posible responder a estas preguntas en forma precisa, es probable que nos encontremos leyendo y corrigiendo textos similares a los anteriormente descriptos. Y es que estudiar haciendo uso de la web, por ejemplo a través de una búsqueda para una investigación escolar, supone poner en juego una forma de lectura y de escritura compleja cuyo dominio, más allá de la familiaridad de nuestros alumnos con las nuevas tecnologías, no está dado per se. En el mundo digital, la práctica de la lectura se resignifica al compás de la fragmentación y la multisecuencialidad, entre otros rasgos. Y, por su parte, la práctica de la escritura incorpora, entre otras operaciones, el “cortar y pegar”, y su posibilidad de armar y rearmar los textos de múltiples maneras. Se trata de nuevas modalidades que los dispositivos tecnológicos despliegan, pero que no agotan por sí solas aquellos implicados en el leer y el escribir.
Por eso, aun considerando lo específico que el soporte digital imprime a las prácticas de lectura y de escritura, la primera cuestión para considerar será la propuesta desde la cual estamos invitando a estudiar a nuestros alumnos. En este sentido habrá una diferencia relevante entre una invitación a estudiar alrededor de un problema para resolver -lo cual supone labúsqueda de información, su selección a través de ciertas técnicas y criterios, y su puesta en texto haciendo uso de la reformulación-, y una búsqueda que admita una sencilla y única respuesta posible de elaborar, poniendo en juego la sola operación de “cortar y pegar”.
Es así como lo abrumador de la información disponible en internet y las nuevas operaciones que el soporte digital ofrece -como por ejemplo, el copy & paste actualizan la necesidad de intervención en la enseñanza con relación a las prácticas de la lectura y la escritura. Por eso, si bien es necesario pensar de qué modo la especificidad de un soporte material marca variantes entre las formas de leer y de escribir, tan importante como eso será reconocer que hay una cuestión común que nos toca asumir a los docentes: enseñar a estudiar. Así nuestra tarea se orientará hacia la enseñanza de procedimientos específicos del leer y el escribir, de manera que nuestros alumnos aprendan a trabajar con fuentes bibliográficas, seleccionen información con criterios de validez, discriminen las posiciones de distintos autores, las incluyan en un nuevo texto referenciando su autoría de distintos modos, elaboren escritos adecuados a sus fines, adapten sus estilos y registros, etcétera.
Se trata de hacer del estudio una práctica que, en la escuela, requiere ciertos saberes propios, un aprendizaje por parte de alumnas y alumnos y, en particular, nuestra enseñanza. El historiador de la lectura Jean Hèbrard dice que no es la lectura la que nos hace cultos, sino que hay que ser cultos para entrar en la lectura. Con este sutil juego de palabras, el autor nos habla de la necesidad de acompañar a nuestros alumnos en el ingreso al universo cultural de los textos. Además de señalarnos la importancia de enseñar a leer y a escribir desde todas las áreas escolares, esta idea nos recuerda que los textos despliegan saberes específicos en relación con los campos de conocimiento en los que se inscriben y que, por ende, abrir las puertas para su comprensión requiere orientar a nuestros alumnos preparándolos para su lectura. Lo mismo puede pensarse en relación con la escritura. Y tomando la idea y haciéndola jugar en relación con el estudio,
podríamos decir que no es buen alumno aquel que estudia sino que hay que saber estudiar para ser un buen alumno. De esta manera, quizás este presente de “ebullición cultural”, en el que surgen nuevas herramientas y recursos poco conocidos por la propuesta escolar, sea un tiempo propicio para interrogar nuestras formas de enseñanza, reconociendo aquello que se mantiene y aquello que se recrea en las formas de apropiación del saber y en sus efectos sobre la enseñanza.
Copiar y pegar, entonces, más que una invitación al horror o a la sanción constituye una oportunidad vital para que hagamos de la escuela un lugar donde estudiar sea una propuesta interesante para nuestros alumnos, dándoles la posibilidad de incluirse en el mundo cultural para reinventarlo



Revista El Monitor Noviembre 2009



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Fiodor Dostoievsky El jugador (fragmento)

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Ya hace un año y ocho meses que no he echado un vistazo a estas notas, y sólo ahora, desalentado y melancólico, con la intención de distraerme, las he vuelto a leer por casualidad. Me quedé entonces en el punto en que salía para Homburg. ¡Dios mío! ¡Con qué ligereza de corazón, hablando relativamente, escribí entonces esas últimas frases! ¡Mejor dicho, no con qué ligereza, sino con qué presunción, con qué firmes esperanzas! ¿Tenía acaso alguna duda de mí mismo? ¡Y he aquí que ha pasado algo más de año y medio y, a mi modo de ver, estoy mucho peor que un mendigo! ¿Qué digo mendigo? ¡Nada de eso! Sencillamente estoy perdido. Pero no hay nada con qué compararlo y no tengo por qué darme a mí mismo lecciones de moral. Nada sería más estúpido que moralizar ahora. ¡Oh, hombres satisfechos de sí mismos! ¡Con qué orgullosa jactancia se disponen esos charlatanes a recitar sus propias máximas! Si supieran cómo yo mismo comprendo lo abominable de mi situación actual, no se atreverían a darme lecciones. Porque vamos a ver, ¿qué pueden decirme que yo no sepa? ¿Y acaso se trata de eso? De lo que se trata es de que basta un giro de la rueda para que todo cambie, y de que estos moralistas -estoy seguro de ello- serán entonces los primeros en venir a felicitarme con chanzas amistosas. Y no me volverán la espalda, como lo hacen ahora. ¡Que se vayan a freír espárragos! ¿Qué soy yo ahora? Un cero a la izquierda. ¿Qué puedo ser mañana? Mañana puedo resucitar de entre los muertos. Y empezar a vivir de nuevo. Aún puedo, mientras viva, rescatar al hombre que va dentro de mí.
decisión 
En efecto, fui entonces a Homburg, pero … más tarde estuve otra vez en Roulettenburg, estuve también en Spa, estuve incluso en Baden, adonde fui como ayuda de cámara del Consejero Hinze, un bribón que fue mi amo aquí. Sí, también serví de lacayo ¡nada menos que cinco meses! Eso fue recién salido de la cárcel (porque estuve en la cárcel en Roulettenburg por una deuda contraída aquí. Un desconocido me sacó de ella. ¿Quién sería? ¿Míster Astley? ¿Polina? No sé, pero la deuda fue pagada, doscientos táleros en total, y fui puesto en libertad). ¿En dónde iba a meterme? Y entré al servicio de ese Hinze. Es éste un hombre joven y voluble, amante de la ociosidad, y yo sé hablar y escribir tres idiomas. Al principio entré a trabajar con él en calidad de secretario o algo por el estilo, con treinta gulden al mes, pero acabé como verdadero lacayo, porque llegó el momento en que sus medios no le permitieron tener un secretario y me rebajó el salario. Como yo no tenía adonde ir, me quedé, y de esa manera, por 
eljugadordecisión propia, me convertí en lacayo. En su servicio no comí ni bebí lo suficiente, con lo que en cinco meses ahorré setenta gulden. Una noche, en Baden, le dije que quería dejar su servicio, y esa misma noche me fui a la ruleta. ¡Oh, cómo me martilleaba el corazón! No, no era el dinero lo que me atraía. Lo único que entonces deseaba era que todos estos Hinze, todos estos Oberkellner, todas estas magníficas damas de Baden hablasen de mí, contasen mi historia, se asombrasen de mí, me colmaran de alabanzas y rindieran pleitesía a mis nuevas ganancias. Todo esto son quimeras y afanes pueriles, pero… ¿quién sabe?, quizá tropezaría con Polina y le contaría -y ella vería- que estoy por encima de todos estos necios reveses del destino. ¡Oh, no era el dinero lo que me tentaba! Seguro estoy de que lo hubiera despilfarrado una vez más en alguna Blanche y de que una vez más me hubiera paseado en coche por París durante tres semanas, con un tronco de mis propios caballos valorados en dieciséis mil francos; porque la verdad es que no soy avaro; antes bien, creo que soy un manirroto. Y sin embargo, ¡con qué temblor, con qué desfallecimiento del corazón escucho el grito del crupier: trente et un, rouge, impaire et passe, o bien: quatre, noir, pair et manque! icon qué avidez miro la mesa de juego, cubierta de luises, federicos y táleros, las columnas de oro, el rastrillo del crupier que desmorona en montoncillos, como brasas candentes, esas columnas o los altos rimeros de monedas de plata en torno a la rueda. Todavía, cuando me acerco a la sala de juego, aunque haya dos habitaciones de por medio, casi siento un calambre al oír el tintín de las monedas desparramadas.
Ah, esa noche en que llegué a la mesa de juego con mis setenta gulden fue también notable. Empecé con diez gulden, una vez más enpasse. Perdí. Me quedaban sesenta gulden en plata; reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé a apuntar al zéro cinco gulden por puesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; casi desfallecí de gozo cuando me entregaron ciento setenta y cinco gulden. No había sentido tal alegría ni siquiera aquella vez que gané cien mil gulden; seguidamente aposté cien gulden al rojo, y salió; los doscientos al rojo, y salió; los cuatrocientos al negro, y salió; los ochocientos al manque, y salió; contando lo anterior hacía un total de mil setecientos gulden, ¡y en menos de cinco minutos! Sí, en tales momentos se olvidan todos los fracasos anteriores. Porque conseguí esto arriesgando más que la vida; me atreví a arriesgar… y me pude contar de nuevo entre los hombres.
Tomé habitación en un hotel, me encerré en ella y estuve contando mi dinero hasta la tres de la madrugada. A la mañana siguiente, cuando me desperté, ya no era lacayo. Decidí irme a Homburg ese mismo día; allí no había servido como lacayo ni había estado en la cárcel. Media hora antes de la salida del tren fui a hacer dos apuestas, sólo dos, y perdí centenar y medio de florines. A pesar de ello me trasladé a Homburg y hace ya un mes que estoy aquí…
Vivo, ni que decir tiene, en perpetua zozobra; juego cantidades muy pequeñas y estoy a la espera de algo, hago cálculos, paso días enteros junto a la mesa de juego observándolo, hasta lo veo en sueños; y de todo esto deduzco que voy como insensibilizándome, como hundiéndome en agua estancada. Llego a esta conclusión por la impresión que me ha producido tropezar con míster Astley. No nos habíamos visto desde entonces y nos encontramos por casualidad. He aquí cómo sucedió eso. Fui a los jardines y calculé que estaba casi sin dinero pero que aún tenía cincuenta gulden, amén de que tres días antes había pagado en su totalidad la cuenta del hotel en que tengo alquilado un cuchitril. Por lo tanto, me queda la posibilidad de acudir a la ruleta, pero sólo una vez; si gano algo, podré continuar el juego; si pierdo, tendré que meterme a lacayo otra vez, a menos que se presenten en seguida algunos rusos que necesiten un tutor. Pensando así, iba yo dando mi paseo diario por el parque y por el bosque en el principado vecino. A veces me paseaba así hasta cuatro horas y volvía a Homburg cansado y hambriento. Apenas hube pasado de los jardines al parque cuando de repente vi a míster Astley sentado en un banco. Él fue el primero en verme y me llamó a voces. Me senté junto a él. Al notar en él cierta gravedad moderé al momento mi regocijo, pero aun así me alegré muchísimo de verle.
~¡Conque está usted aquí! Ya pensaba yo que iba a tropezar con usted ~me dijo-. No se moleste en contarme nada: lo sé todo, todo. Me es conocida toda la vida de usted durante los últimos veinte meses.
-¡Bah, conque espía usted a los viejos amigos! -respondí-. Le honra a usted el hecho de que no se olvida… Pero, espere, me hace usted pensar en algo: ¿no fue usted quien Te sacó de la cárcel de Roulettenburg donde estaba preso por una deuda de doscientos gulden? Fue un desconocido quien me rescató.
-¡No, oh, no! Yo no le saqué de la cárcel de Roulettenburg donde estaba usted por una deuda de doscientos gulden, pero sí sabía que estaba usted en la cárcel por una deuda de doscientos gulden.
-¿Quiere decir eso, sin embargo, que sabe usted quién me sacó?
-Oh no, no puedo decir que sepa quién le sacó.
-Cosa rara. No soy conocido de ninguno de nuestros rusos, y quizá aquí los rusos no rescatan a nadie. Allí en Rusia es otra cosa: los ortodoxos rescatan a los ortodoxos. Pensé que algún inglés estrambótico podría haberlo hecho por excentricidad.
Míster Astley me escuchó con cierto asombro. Por lo visto esperaba encontrarme triste y abatido.
-Me alegra mucho, de todos modos, ver que conserva plenamente su independencia espiritual y hasta su jovialidad -dijo con tono algo desagradable.
-Es decir, que está usted rabiando por dentro porque no me ve deprimido y humillado -dije yo, riendo.
No comprendió al instante, pero cuando comprendió se sonrió.
-Me gustan sus observaciones. Reconozco en esas palabras a mi antiguo amigo, listo y entusiasmado al par que único. Los rusos son los únicos que pueden reconciliar en sí mismos tantas contradicciones a la vez. Es cierto; a uno le gusta ver humillado a su mejor amigo; y en gran medida la amistad se funda en la humillación. Ésta es una vieja verdad conocida de todo hombre inteligente. Pero le aseguro a usted que esta vez me alegra de veras que no haya perdido el coraje. Diga, ¿no tiene intención de abandonar el juego?
-¡Maldito sea el juego! Lo abandonaré en cuanto…
-¿En cuanto se desquite? Ya me lo figuraba; no siga …. ya lo sé; lo ha dicho usted sin querer, por consiguiente ha dicho la verdad. Diga, fuera del juego, ¿no se ocupa usted en nada?
-No, en nada.
Empezó a hacerme preguntas. Yo no sabía nada, apenas había echado un vistazo a los periódicos, y durante todo ese tiempo ni siquiera había abierto un libro.
-Se ha anquilosado usted -observó-; no sólo ha renunciado a la vida, a sus intereses personales y sociales, a sus deberes como ciudadano y como hombre, a sus amigos (porque los tenía usted a pesar de todo)…, no sólo ha renunciado usted a todo propósito que no sea ganar en el juego, sino que ha renunciado incluso a sus recuerdos. (…) Sí, se ha destruido usted. Usted tenía ciertas aptitudes, un carácter vivaz y era hombre bastante bueno; hasta hubiera podido ser útil a su país, que tan necesitado anda de gente útil, pero… permanecerá usted aquí y con ello acabará su vida. No le echo la culpa. En mi opinión, así son todos los rusos o así tienden a serlo. Si no es la ruleta, es otra cosa por el estilo. Las excepciones son raras. No es usted el primero que no comprende lo que es el trabajo (y no hablo del pueblo ruso). La ruleta es un juego predominantemente ruso. Hasta ahora ha sido usted honrado y ha preferido ser lacayo a robar…, pero me aterra pensar en lo que puede pasar en el futuro. ¡Bueno, basta, adiós! Supongo que necesita usted dinero. Aquí tiene diez louis d’or, no le doy más porque de todos modos se los jugará usted. ¡Tómelos y adiós! ¡Tómelos, vamos!
-No, míster Astley, después de todo lo que se ha dicho…
-¡Tó-me-los! -gritó-. Estoy convencido de que es usted todavía un hombre honrado y se los doy como un amigo puede dárselos a un amigo de verdad. Si pudiera estar seguro de que al instante dejaría de jugar, de que se iría de Homburg y volvería a su país, estaría dispuesto a darle a usted inmediatamente mil libras para que empezara una nueva carrera. Pero no le doy mil libras y sí sólo diez louis d’or porque a decir verdad mil libras o diez louis d’or vienen a ser para usted, en su situación presente, exactamente lo mismo: se las jugaría usted. Tome el dinero y adiós.
-Lo tomaré si me permite un abrazo de despedida.
-¡Oh, con gusto!
Nos abrazamos sinceramente y míster Astley se marchó.
¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostré áspero y estúpido con respecto a Polina y Des Grieux, él se mostró áspero y estúpido con respecto a los rusos. De mí mismo no digo nada. Sin embargo…. sin embargo, no se trata de eso ahora. ¡Todo eso son palabras, palabras y palabras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahora lo importante es Suiza! Mañana… ¡oh, si fuera posible irse de aquí mañana! Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles… Que Polina sepa que todavía puedo ser un hombre. Basta sólo con … ahora, claro, es tarde, pero mañana… ¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser de otro modo! Tengo ahora quince luises y empecé con quince gulden. Si comenzara con cautela… ¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo! ¿De veras que no me doy cuenta de que estoy perdido? Pero… ¿por qué no puedo volver a la vida? Sí, basta sólo con ser prudente y perseverante, aunque sólo sea una vez en la vida… y eso es todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora puedo cambiar todo mi destino. Firmeza de carácter, eso es lo importante. Recordar sólo lo que me ocurrió hace siete meses en Roulettenburg, antes de mis pérdidas definitivas en el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable de firmeza: lo perdí todo entonces, todo… salí del casino, me registré los bolsillos, y en el del chaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah. al menos me queda con qué comer! », pensé, pero cien pasos más adelante cambié de parecer y volví al casino. Aposté ese gulden a manque (esa vez fue a manque) y, es cierto, hay algo especial en esa sensación, cuando está uno solo, en el extranjero, lejos de su patria, de sus amigos, sin saber si va a comer ese día, y apuesta su último gulden, así como suena, el último de todos. Gané y al cabo de veinte minutos salí del casino con ciento setenta gulden en el bolsillo. ¡Así sucedió, sí! ¡Eso es lo que a veces puede significar el último gulden! ¿Y qué hubiera sido de mí si me hubiera acobardado entonces, si no me hubiera atrevido a tomar una decisión?
¡Mañana, mañana acabará todo!



Fragmento de:
  
El jugador
Fiodor Dostoievski
Buenos Aires, Libertador, 2008

Ernest Hemiway - Adiós a las armas

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El 27/9/1929 se publicaba este libro , de el tenemos este fragmento




“En el tardío verano de aquel año vivíamos en una casa de una aldea que a través del río y la llanura miraba las montañas. En el lecho del río había piedrezuelas y peñascos, secos y blancos en el sol, y el agua era clara y corría rápida y azul por los canales. Pasaban tropas frente a la casa y a lo largo del camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los árboles. Los troncos de los árboles también estaban polvorientos y las hojas cayeron temprano ese año y veíamos las tropas marchando por el camino y el polvo levantándose y las hojas agitadas por la brisa cayendo, y los soldados marchando, y después el camino blanco y desnudo, a excepción de las hojas.
La llanura estaba rica de cosechas; había muchas huertas de árboles frutales y más allá de la llanura las montañas eran pardas y desnudas. Había combates en las montañas y por las noches podíamos ver los fulgores de la artillería. En la oscuridad parecían relámpagos de verano, pero las noches eran frescas y no se experimentaba la sensación de una tormenta próxima.
Algunas veces en la oscuridad oíamos marchar las tropas bajo la ventana y los cañones que pasaban arrastrados por los tractores. Había mucho tránsito por la noche y numerosas mulas en los caminos con cajas de municiones a cada lado de sus monturas de carga y camiones grises que conducían hombres, y otros camiones con cargas cubiertas de lonas que avanzaban con más lentitud en el tránsito.
Había también grandes cureñas que pasaban de día, arrastradas por tractores, cubiertos los largos camiones con ramas verdes y otras llenas de hojas verdes y de parra tendidas sobre los tractores. Hacia el Norte podíamos mirar a través de un valle ver un bosque de nogales y detrás de él otra montaña de este lado del río.
Se combatía en esa montaña también, pero sin éxito, y en el otoño, cuando llegaron las lluvias, todas las hojas cayeron de los nogales y las ramas quedaron desnudas y los troncos ennegrecidos por la lluvia. Los viñedos estaban escuetos y sin ramas también, y toda la región húmeda y parda y muerta con el otoño. Había niebla sobre el río y nubes en la montaña, y la tropa estaba embarrada y húmeda bajo sus capotes; los fusiles estaban mojados y bajo los capotes las dos cartucheras de cuero delante de los cinturones, las cajas de cuero gris cargadas con las espoletas de los largos y finos cartuchos de 6,5 milímetros abultaban hacia delante bajo los capotes, de modo que los hombres, al marchar por el camino, pasaban como si estuviesen embarazados de seis meses.
Había pequeños automóviles grises que pasaban muy apresurados; casi siempre había un oficial sentado junto al conductor y otros oficiales en el asiento trasero. Hacían saltar más barro aún que los camiones, y de si uno de los oficiales del asiento trasero era de estatura muy reducida, sentado entre dos generales, tan pequeño que no alcanzaba a verse su rostro sino la parte superior de su gorra y su estrecha espalda, y el automóvil iba muy velozmente, era, probablemente, el Rey. Residía en Udine y pasaba casi diariamente por allí para ver cómo iban las cosas, y las cosas iban muy mal.
Al principio del invierno llegó la lluvia permanente, y con la lluvia llegó el cólera. Pero fue detenido, y al final sólo hizo siete mil víctimas en el ejército.



Fragmento de:


Adiós a las armas
Ernest Hemingway
Barcelona, Círculo de lectores, 1965


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lunes, 19 de septiembre de 2011

Jorge Luis Borges y la nostalgia de las orillas

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por Pablo Anadón
Dr. en Letras UNC - Universidad Nacional de Cordoba




En los acordes hay antiguas cosas:
el otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas
el Sur guarda un puñal y una guitarra.)
Jorge Luis Borges
(“El tango”)



Para quienes han visto en Borges a un escritor “extranjerizante” (esa palabra de moda en otros tiempos, no muy lejanos, en la Argentina) o, como supo decirse, un escritor inglés en lengua castellana, nunca terminó de cuadrar del todo en el esquema la evidente atracción que existió
en él, desde el comienzo mismo de su obra, por el mundo de “las orillas”, por las penumbrosas esquinas suburbanas y la existencia azarosa -para decirlo borgeanamente- del compadraje. Ese mundo es el que originó, como se sabe, la osada coreografía del tango y sus letras abundantes en coraje, ironía y lenguaje matonesco.
Octavio Paz, en su ensayo “El arquero, la flecha y el blanco”, planteó esta discordancia de la siguiente manera: “La contradicción que habita en las especulaciones y en las ficciones de Borges -la disputa entre metafísica y escepticismo-, reaparece con violencia en el campo de su afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. Fue quizá una réplica instintiva a su escepticismo y la civilizada tolerancia”.
Por su parte, Juan José Hernández, en su ensayo “Borges y la espada justiciera”, de su libro Escritos irreberentes (2003), contrapone el modo en que se produce la atracción hacia lo militar, presente tanto en Lugones como en Borges. Mientras en el primero predomina, dice, “una inclinación innata por la violencia”, en Borges prevalece lo elegíaco.
Esta observación sobre el tono de tal admiración me parece particularmente certera. Así lo señala el poeta, narrador y ensayista tucumano:
“En la obra de Borges, sin aventurar hipótesis en el campo de su afectividad, el culto al coraje, personificado en malevos de andar hamacado, melenas lacias y renegridas y rostros cruzados de cicatrices, es antes que nada un recurso literario para la recreación poética de aquellos personajes marginales de fines del siglo pasado y del sórdido suburbio que habitaban”1.
Yo aquí querría aventurar alguna hipótesis en el campo de la afectividad de Borges. Pero antes de ello, aun a riesgo de ser digresivo, me gustaría recordar que el “sórdido suburbio” no fue una invención literaria de Borges y su generación. Más de quince años antes de que ese mundo apareciera en sus poemas, ya había hecho su irrupción en la poesía de una generación hoy prácticamente olvidada, la de los poetas postmodernistas. En efecto, ya en 1907, en el primer número de la revista Nosotros, se publica una serie de sonetos del jovencísimo Enrique J. Banchs, en los cuales pueden leerse estrofas como las que siguen:

Chorrean las macetas recién regadas
la pared envejecida donde un mocoso
ha escrito un comentario libidinoso
bajo la indiferencia de las miradas.
Palidecen las malvas atormentadas
por un cáncer de flores, siempre oloroso,
y arañan el oscuro suelo leproso
las saltarinas peonzas bien aguzadas.
Cuatro o cinco vecinas en compañía,
entre un chisme sabroso y un mate aguado,
comentan las noticias de policía,
y en el cuarto la enferma llega a creer
que es la protagonista del libro amado
que anteayer le prestaron en el taller2


No sólo en el ritmo dodecasilábico, sino también en los personajes del soneto (el diagnóstico de la enferma seguramente fuera “tuberculosis”) y el ambiente conventillero (el poema se titula “El patio” en la revista, y
cuando se publica en libro se precisa como “Rincón de patio”) habrá podido advertirse la proximidad de esta poesía con los textos que más o menos por entonces comienza a dar a conocer otro poeta argentino de esa generación de principios del siglo XX, Evaristo Carriego. El carácter exótico que por aquellos años tiene la presentación en la sociedad literaria de esos seres que en realidad habitaban a no demasiados metros del centro de la ciudad, se advierte en el modo en que son escuchados los poemas de Carriego por la crítica de la época. Cuando Evaristo Carriego murió, la revista Nosotros publicó una serie de discursos y artículos en su homenaje. En la “Nota de la Dirección”, indudablemente escrita por Roberto Giusti, se señalaba que el autor de La canción del barrio, “aunque escribía en castellano, gozaba de la fama honda y extendida de los poetas dialectales”3. Si bien en esta nota la referencia a la condición “dialectal” de Carriego alude a la difusión de sus versos, que “habían entrado con Caras y Caretas en todos los hogares” 4, en otras páginas anteriores, de su libro Nuestros poetas jóvenes (1911), Giusti ya había comparado a Carriego con los poetas dialectales. No había en esto disminución valorativa: el crítico puntualizaba que “en el día de hoy existen pocos poetas más poetas por antonomasia que los dialectales”, ya que “entre su canto y la cosa cantada no se interpone la literatura, esa lente que deforma la realidad, y nos la hace ver y sentir como ya otros la han visto y sentido”. Y concluía, con intuición brillante, que como toda intuición reveladora tiene un alcance mayor aún del que tal vez le diera conscientemente el autor: “Sin ser poeta dialectal, cuando Carriego canta el suburbio, lo parece. Y esa es su originalidad”5.
Quince años más tarde, en otras lúcidas y entrañables páginas de “recuerdos y divagaciones”, donde Roberto Giusti hacía un repaso memorioso de “Veinte años de vida literaria” -tal era el título del trabajo con motivo del vigésimo aniversario de la aparición de Nosotros, el crítico recordaba las noches de verano en que vagaban con Carriego por la ciudad y se sentaban en algún banco de plaza a escuchar al poeta decir sus versos y contar anécdotas del suburbio... Pero mejor escuchemos de su propia voz las palabras con que el ensayista evoca la figura luctuosa de Carriego y el efecto que producían en ellos –admiradores poco más que adolescentes- sus historias de arrabal:

Salíamos del café de los Inmortales, barato refugio de bohemios y desocupados, dejábamos detrás de nosotros la calle Corrientes, ya rumorosa, y lentamente, por Suipacha, subíamos hasta la plaza San
Martín. Éramos tres, éramos cuatro, pocas veces más. En el grupo iba Carriego, movedizo y parlanchín. Acomodados en un banco, el poeta se sentaba en medio y nos decía sus versos que murmuraban en mi
corazón dulcemente. Él todavía no había publicado Misas herejes. Jóvenes, ingenuos, sentíamos cierta turbación ante aquel magro poeta de ojillos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal, al que nunca pisábamos, y conocía su alma. Evocaba Carriego las obreritas tísicas, las novias burladas, las dolientes Margaritas, los niños sin madre, los patios de vecindad, los quejumbrosos organillos, los bailes, los velorios, los guapos, los lugares de perdición, su carne de presidio y de hospital. Hombres del centro, le escuchábamos encantados, como si nos contase fábulas de un lejano y extraño país, mientras debajo de nosotros, sobre Santa Fe, los coches rodaban con sordo y monótono rumor y sus luces se perseguían en dirección a Palermo6.

En esta nostálgica evocación (los apuntes tomados de la experienciavivida deberían ser inseparables de la crítica, al menos aquélla sobreautores contemporáneos) se vuelve patente lo que el jovencísimo ensayistay director de Nosotros había intuido vagamente tres lustros atrás,cuando había definido a Carriego como un poeta dialectal del suburbio.
Según nos dejan adivinar parecidos recuerdos de quienes conocieron personalmente a Carriego (Vicente Martínez Cuitiño, Álvaro Melián Lafinur, Juan Mas y Pi, Marcelino del Mazo, Jorge Luis
Borges, etc.), el poeta tenía plena conciencia de su valor y del carácter singular de su recreación poética del suburbio. En efecto, como observaba Daniel Freidemberg en clave borgesiana, después de haber cultivado un modernismo de imitación, el autor de La canción del barrio había descubierto quién era al descubrir cuál era la entonación más propia de su voz y el mundo que esa voz había de animar en sus versos.
Así como el poeta rigurosamente vestido de negro debía percibir nítidamente la impresión que sus relatos arrabaleros producían en aquellos jóvenes literatos que jamás habían salido del “centro” ciudadano, así también debía ser consciente del efecto que sus poemas proyectaban en un contexto literario que aún levantaba sus escenografías un poco decadentes en torno del centro modernista. No podía ignorar, por cierto, que sus historias suburbanas también eran leídas como “fábulas de un lejano y extraño país” -fábulas, sin embargo, nacidas de la más concreta experiencia de vida, lo cual intensificaba su eficacia persuasiva- y de algún modo excavaba en el exotismo de las orillas como quien ha encontrado un tesoro en el patio de atrás de su casa. De allí que Carriego pudiera ser comparado en la época con un poeta dialectal, aunque escribiera en el mismo idioma: su exotismo de las cercanías ignoradas es esencialmente diverso, pero equivalente, al del exotismo modernista de las lejanías.
Ahora bien, la “operación” fundamental que cumple Baldomero Fernández Moreno pocos años más tarde, ya en su libro Las iniciales del misal (1915), tanto en lo que atañe a la poesía del barrio como a la del campo y la provincia, es quitarle a la expresión del tema su halo exótico. El autor de Ciudad (1917), quien ya levanta su obra sobre las ruinas del modernismo (apenas si queda algún vestigio en el título de su primer libro, como bien detectaba Borges, y en algunos materiales de construcción a los que se les da un nuevo uso), puede cantarle a los cines del suburbio, a los tranvías que llevan del centro a las afueras, a “los almacenes y las fiambrerías”, a algún “zaguán al óleo”, a un “cafetín
oscuro”, a una “goteante canilla”, con la misma normalidad con que le canta al Café Tortoni, al Parque Lezama, a las vidrieras de la calle Florida, a la laguna de Chascomús, a las “doradas acacias / de agosto y de setiembre”, a los burritos de Mina Clavero o al Club Social Cosmopolita de un pueblo perdido en la provincia bonaerense.
Mientras Carriego es detallista en la caracterización del ambiente suburbano, justamente como quien trae crónicas y descripciones de “un lejano y extraño país” para satisfacer la curiosidad de quienes no lo han visto, Fernández Moreno va apuntando en breves notas -“Fachadas de ladrillos, / cercos de cinacina...” - lo que ven sus ojos a su paso por el barrio, casi con displicencia, como si apenas se propusiera recordar los trazos esenciales de un paisaje que resulta ya muy conocido tanto para él como para sus hipotéticos lectores.
La familiaridad con que el poeta nos habla de las cosas del barrio no implica, sin embargo, una mirada que por lo acostumbrado del paisaje haya perdido su capacidad de asombro. Con tanta naturalidad como se registra la cotidianidad más prosaica (“cuatro paquetes de cigarros / y un par de números de lotería”7), se canta la belleza y lo maravilloso que puede brotar, en imprevista epifanía, como unas chispas mágicas al roce de los hierros más negros, de la visión habitual de los tranvías alejándose en las calles: “Es hermoso, de noche, / ver huir, calle abajo, los tranvías, / con un polvo de estrellas en las ruedas / y en la punta del trole una estrellita”8.

Pues bien, esto para subrayar el hecho de que, tiempo antes de que Borges y sus compinches vanguardistas hicieran sus célebres incursiones por los barrios porteños, ya otros poetas los habían “madrugado” para usar un término que al Borges veinteañero le gustaba emplear- en la incorporación del mundo suburbano a la poesía argentina.
Con respecto a tales incursiones de los jóvenes literatos de los años veinte, no debe haber una recreación más divertida de aquellos episodios -además de las memorias de Carlos Mastronardi9 y Conrado Nalé Roxlo10- que las páginas alusivas de Leopoldo Marechal en Adán Buenosaires. Por mi parte, debo decir que el tono zumbón que emplea Marechal para referirse a las aficiones criollistas y arrabaleras del Borges juvenil, me zumba también en los oídos cuando escucho el lenguaje afectadamente compadrito que adoptaba el autor de Fervor de Buenos Aires por aquellos tiempos, esos apócopes y síncopas y endulzamiento de la “x” en “s” (verbigracia, “incredulidá”, “trascrita” o “estendido”, en vez de “incredulidad”, “transcripta” y “extendido”), o esas “crenchas” de mujer que no dejan de sonar algo espesas y engrasadas incluso cuando las acaricia en frases galantes. Que se trataba de una afectación, semejante a los giros barrocos también abundantes en
esa etapa de su obra, queda demostrado por el hecho de que desaparecerán de modo rápido e incruento, sin que esta pérdida mutilara en nada la integridad de su estilo, y la comprobación de que los textos corregidos de tales cortes y quebradas ganarán incluso en eficacia estética.
Este período de criolledá, sin embargo, me parece que fue un aprendizaje necesario para nuestro poeta. Y aquí llegamos a la hipótesis prometida sobre la razón afectiva que pudo mover al escritor políglota, erudito y cosmopolita a sentir esa fascinación por el mundo del arrabal y del tango porteño.
Se ha señalado el retorno a su ciudad natal como una causa biográfica, así como la herencia familiar de la amistad de Carriego. Yo creo que hay también un origen algo más hondo y lejano, que explicaría tanto la atracción por esos ambientes cuanto el tono elegíaco que advertía Hernández en las páginas mencionadas al comienzo. Para introducir esta hipótesis, querría que hiciéramos memoria de aquel ensayito de Borges sobre la flor de Coleridge. Como el lector recordará, Borges cita la siguiente frase de Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano...
¿entonces, qué?” Casi sin darle importancia a su acotación, con esa sutil percepción de la entraña existencial que palpita en toda literatura, Borges comenta: “Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor”11.
La interpretación de esta mágica flor puede ser doble, por lo menos. La primera acepción se la debo a mi padre, quien recientemente, en una charla sobre estas cuestiones, me hizo notar que esa flor que sobrevive luego del paso por el Paraíso podría vincularse con el despertar de una experiencia amorosa: una vez que se ha salido del ensueño en que se vive mientras se está enamorado, quedan los vestigios del encantamiento del amor (una carta manuscrita, un anillo, un pañuelo, una flor
entre las páginas de un libro...), pero el aroma que les daba sentido se ha perdido. Son el signo, sin embargo, de que el Paraíso existió. La segunda interpretación es más general. Creo que es posible relacionar esa experiencia con la condición misma de la vida, sometida al tiempo. En efecto, el tiempo transforma lo vivido en algo parecido a un sueño, nos hace tomar conciencia de que, como apuntó para siempre Shakespeare, estamos tejidos de la misma sustancia de los sueños.
Quien haya vuelto alguna vez a la casa de su niñez, y vea allí las paredes entre las cuales transcurrió su infancia, los objetos que lo rodeaban en sus juegos y sus llantos y su soledad, comprenderá esto que digo.
Están los ladrillos y hasta puede persistir el color de las paredes, están algunos muebles y la parra sobre el patio del medio, pero todo eso ya no es sino un vestigio, a punto de esfumarse, de ese mundo irremediablemente extinguido, como esas inscripciones borrosas que el visitante vislumbra sobre los muros de Pompeya.
Pensemos ahora en el niño que fue Borges, quien vivió su infancia, como él mismo confiesa, entre las verjas de un jardín de Palermo, entre los libros de la biblioteca paterna. Detrás de esas verjas, lejos del ámbito protegido de esa biblioteca, estaba la zona penumbrosa y peligrosa del barrio. Recién cuando el niño ese tuvo que ir a la escuela pública, entró en contacto con seres que venían de tal región oscura, con otros chicos que hablaban un lenguaje que no entendía -ese modo de hablar arrabalero que luego iba a imitar- y que le propinaban golpes que él no podía devolver. Tal vez comenzaba entonces a formarse en ese niño introvertido y vacilante el temor de la cobardía y la fascinación por los confines, próximos sin embargo, de los que procedían aquellos otros chicos mal hablados y pendencieros, que hacían un culto del coraje y la violencia física. Años más tarde, cuando Borges, recién salido de una adolescencia europea también retraída, vuelva a Buenos Aires, la búsqueda de internarse en aquella zona del riesgo y las pasiones oscuras tendrá el carácter de un verdadero aprendizaje, de un viaje de formación a esas comarcas a la vez próximas y lejanas a su propio mundo. Intentará entonces, como quien dice, saltar las verjas de la casa de su infancia, para acceder al espacio de la madurez, de la hombría. Por eso le atraerán las milongas de los primeros años del siglo, aquellas “donde está la valerosa / chusma que pisó esta tierra, / la que doblar no pudieron / perra vida y muerte perra, / los que en el duro arrabal / vivieron como en la guerra”12, y no en cambio los tangos “quejosos, lacrimosos”, que Borges identifica con la decadencia del tango: “Una cosa es el tango actual -deslindaba el poeta-, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa
jerga lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de pura desvergüencería, de pura felicidad del valor”13.
La añoranza de esa “pura felicidad del valor”, “el recuerdo imposible de haber muerto / peleando, en una esquina del suburbio”14, esa felicidad negada para el hombre Borges, es por cierto la que lo lleva a admirar a aquellos compadres o compadritos del barrio -que en verdad deben haber sido personajes bastante lamentables, más dignos de lástima o desdén que de admiración. Si ya ese destino imposible puede justificar el tono nostálgico, me parece que más aún motiva el acento elegíaco la evidencia de que ese mundo que Borges busca rescatar a través de la imaginación y el merodeo poético de los suburbios pertenece a un territorio inexplorado allá en su pasado. Memoria y aventura, ternura del ayer y expectativa del mañana parecen decir los versos de ese “Soneto para un tango en la nochecita”, probablemente escrito por Borges hacia 1926:

¿Quién se lo dijo todo al tango querenciero
cuya dulzura larga con amor se detuvo
frente a unos balconcitos de destino modesto
de ese barrio con árboles que ni siquiera es tuyo?
Lo cierto es que en su pena vi un corralón austero
que vislumbré hace meses en un vago suburbio
y entre cuyos tapiales hubo todo el poniente.
Lo cierto es que, al oírte, te quise más que nunca.
Arrimado a la música me quedé en la vereda
frente a la sola luna, corazón de la calle
y entre el viento larguero que pasó arreando noche.
El infinito tango me llevaba hacia todo.
A las estrellas nuevas. Al azar de ser hombre.
Y a ese claro recuerdo que buscan bien mis ojos15.



Notas


1 Juan José Hernández. “Borges y la espada justiciera”. En: Escritos irreberentes. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2003, pp. 9-10.
2 Enrique Banchs. “Rincón de patio”. En: Las barcas (1907). Obra poética.
Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1981, p. 99.
3 “Nota de la Dirección”. En: Nosotros. Nº 43, Noviembre 1912, Año VI, tomo IX (1912), p. 51.
4 Ibidem.
5 Roberto F. Giusti. Nuestros poetas jóvenes. Revista crítica del actual movimiento poético argentino. Buenos Aires, Edición de “Nosotros”, 1911, pp. 105-106.
6 Roberto F. Giusti. “Veinte años de vida literaria. Recuerdos y divagaciones”. En: Crítica y polémica. Cuarta serie. Buenos Aires, Edición de “Nosotros”, 1930, pp. 121-122.
7 Baldomero Fernández Moreno. “Barrio característico”. En: Las Iniciales del
Misal. Buenos Aires, 1915, p. 38. Citamos, sin embargo, por la versión “mejorada” presente en su Antología poética. Buenos Aires, Espasa Calpe, 1948, p. 247.
8 Ibidem
9 Carlos Mastronardi. Memorias de un provinciano. Buenos Aires, Ediciones
Culturales Argentinas, 1967.
10 Conrado Nalé Roxlo. Borrador de memorias. Buenos Aires, Plus Ultra, 1978
11 Jorge Luis Borges. “La flor de Coleridge”. En: Otras inquisiciones (1952). Obras completas. Barcelona, Emecé Editores, 1989, vol. II, p. 17.
12 Jorge Luis Borges. “¿Dónde se habrán ido?”. En: Para las seis cuerdas (1965). Obras completas. Ed. cit., vol. II, p. 335.
13 Citado por Mónica Fumagalli. Jorge Luis Borges y el Tango. Buenos Aires,
Abrazos books, 2004, p. 25.
14 Jorge Luis Borges. “El tango”. En El otro, el mismo, Obras completas. Ed. cit., vol. II, p. 267.
15 Jorge Luis Borges. “Soneto para un tango en la nochecita” (1926). En Mónica Fumagalli. Op. cit., pp. 25-26.
16 Jorge Luis Borges. “Historia de la eternidad”. En Historia de la eternidad. Obras completas. Ed. cit., vol. I, p. 366.
17 Elijo aquí la versión del tercer verso que leí hace años en una lección anterior del poema: “Cae y cayó”. Luego Borges sustituyó la “y” por la “o” (“Cae o cayó”) para la edición definitiva de sus obras. Sigue gustándome más aquella otra versión



Piedra y Canto. Cuadernos del CELIM
Número 11-12 (2005/2006) 11-23
UNCuyo



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jueves, 8 de septiembre de 2011

Freud y Platón, un solo psicorazón

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por Enrique Marí
Filósofo



Al introducir el debate sobre la relación entre la obra del filósofo griego y el texto freudiano, Enrique Marí recrea el perdido clima de la ciudad que fue ombligo del mundo a principios de siglo: Viena.




A comienzos de nuestra centuria, Viena se constituyó en el epicentro de un gran movimiento cultural. Escritores, músicos, arquitectos, poetas, filósofos de la ciencia, pintores, juristas, psiquiatras, periodistas, psicoanalistas, irradiaron en lo que antes había constituido el Imperio Austro-Húngaro su profundo saber, su arte y su exquisita sensibilidad.
Entre estos autores estaban, desde luego, Sigmund Freud y Hans Kelsen. Freud construyó, en ese lugar y en ese período, una de las injurias más grandes al narcisismo del hombre: el psicoanálisis. Injuria sólo comparable con las producidas por Copérnico y Darwin. Sus concepciones no son fáciles de asimilar. En esa misma ciudad y en ese mismo período, otros brillantes intelectuales no se privaban, en efecto, de ironizar a su respecto. Entre ellos, el monstruo del periodismo vienés Karl Kraus, con su Die Fackel (La antorcha) a cuestas, y sus poderosos alegatos antibelicistas de Los últimos días de la humanidad. Para él, raramente querido, siempre odiado por su constante lucha contra el poder, era “imposible descreer del psicoanálisis por su extensión e ininteligibilidad”. En su causticidad e ironía no estaba solo. Lo acompañaba Robert Roth, cuya existencia anímica hacía una con su hermoso y no menos pesimista texto El hotel Savoy, prisión y palacio al mismo tiempo. Pasajero del Transeuropa Express, llega a Moscú en el preciso instante en que Stalin expulsa a Trotsky, a Sinoviev y a Kameniev del Politburó. Bebedor católico y autor de Judíos errantes. Parroquiano del café Herrendorf, donde solía encontrar a Robert Musil y a Milena, la amiga de Kafka; ambulante, nómada urbano, abandonará la vida creyendo en los milagros que producían sus noches de pernod. En las ocasiones en que se encontraba con otros redactores de Die Stunde no se privaba, al advertir ciertas presencias, de sumarse a la ironías de Kraus: “Ahora hay que tener mucho cuidado, no te conviene hablar en voz alta. Llegaron los discípulos del padre confesor de las millonarias histéricas de Viena, su Reverencia Herr Professor Sigmund Freud”.
Otros, en cambio –no es único el caso de Kelsen en este sentido–, sentían que estas bromas, o eran modelo de chocarrerías del hato de los injuriados narcisísticamente, o en todo caso no hacían para nada justicia a quien, sobre los lazos de afectividad, por ejemplo, había intentado, junto con Platón, develar, arrojar luz sobre uno de más los extensos misterios que acompañan la vida misma del hombre: el amor.
Por ello se dieron a la tarea de frecuentar con seriedad sus textos, sorprendidos, en particular, acerca de cómo ambos autores, separados por muchos siglos, se habían acercado al tema con total reverencia y modestia. Platón incorporó a su estudio todos los elementos que hemos desarrollado a lo largo de este trabajo, análisis del deseo, de la pasión, de la razón, el placer, la continuación de la especie humana, la creación en las artes y las ciencias, la teoría de las ideas, la belleza, el bien, la prioridad del alma humana sobre los cuerpos, el mito, la influencia inescrutable de los dioses, la conexión del Eros con la paideia y la politeia de la ciudad. Freud, por su lado, rectificó especialmente en términos de la sublimación de la líbido, la concepción aceptada del amor platónico, modificó el orden de los discursos sobre el amor, y el discurso sobre el amor, incorporó hechos de la anatomía y la fisiología, la evolución de las especies, el inicial desamparo del niño, las vicisitudes del desarrollo humano en la familia y la cultura, la economía y dinámica de la psique, y las irracionalidades secretas del inconsciente. Al final de sus vidas ni uno ni otro fueron conclusivos en sus teorías del amor. Las obras de Platón fueron marcando diferencias en sus modos de aproximarse a ese misterio, y se sembraron de alegorías, de metáforas, de puntualizaciones religiosas. Freud, a su vez, nunca escribió el libro anunciado por subiógrafo, Ernest Jones, y en las postrimerías de su vida reconoció que sabemos muy poco acerca del amor.
La bibliografía generada alrededor de sus textos es tan amplia como para dar y cuenta y testificar razonables diferencias de interpretación en muchos de sus trabajos cruciales. Es cierto que hablamos de “la concepción aceptada” del amor platónico, pero esta concepción no es unificada, estática o pacífica. Ingresar en las disputas de los helenistas no deja de implicar un ingreso en lo laberíntico, y en sesudas y lascivas disputas sobre la traducción de un término griego. A Freud, por su lado, le brotaron los disidentes, las derivas lacanianas, los psicoanalistas perturbados de Woody Allen y los psicoanalistas argentinos a quienes, como es sabido, les resulta más difícil ponerse de acuerdo en fijar el simple día y la hora de una reunión amistosa para debatir un tema de la profesión, que penetrar en las herméticas incógnitas del Id.
Por eso toda reconstrucción de las teorías del amor aparece riesgosa y difícil desde el comienzo y, quizá, la mejor manera de emprender la tarea sea indagar las afinidades y las diferencias entre estas teorías, señalando las deudas de Freud al platonismo, las modalidades de su interpretación y los logros conceptuales que se le pueden adjudicar desde su teoría de la sexualidad. De ahí que cuando Kraus ironizaba diciendo que es difícil descreer del psicoanálisis por su extensión e ininteligibilidad, se puede aceptar el trasfondo serio de la ironía, u observar, en todo caso, su correspondencia biunívoca con la extensión del platonismo y la ininteligibilidad de los misterios eléusicos puestos en juego en segmentos de su concepción.



El texto es un fragmento del libro El Banquete de Platón (2000) Editorial Biblos. Lecturas helenista, freudiana y foucaultiana.



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martes, 6 de septiembre de 2011

El hijo de Butch Cassidy

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por Osvaldo Soriano





El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos. 
    Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.     La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.     Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.     El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.     No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.     Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.     Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.     Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?     En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.     Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no habia ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dió un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.    A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.     Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.     Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.     Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.     El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.     En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.     Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.     La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.     En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.     Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.     Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.     Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.     En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.     Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.     Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.     A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrerque iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.     En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.     William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.


publicado originalmente en el diario Página/12, éste cuento forma parte de "Cuentos de los años felices". © 1993 Editorial Sudamericana






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