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domingo, 9 de septiembre de 2012

Preguntar lo impreguntable

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por Enrique Pinti




Hay sabios que descubren vacunas contra enfermedades que, gracias a los adelantos científicos, dejan de ser incurables para transformarse en crónicas, con tratamiento posible y eficaz. Hay otros sabios que usan su inteligencia en diversas actividades que abarcan todos los aspectos de la sabiduría humana. Pero hay otra sapiencia que sólo la da la experiencia de vida: se trata de la comúnmente llamada sabiduría popular, pero que no se limita a los lugares comunes tipo el sabio sabe por sabio, pero más sabe por viejo, a veces reemplazado por el diablo sabe por diablo etcétera. Es muy cierto que cuanto más se vive más se aprende, siempre y cuando se viva informado, atento, actualizado y con una mente lo suficientemente abierta como para entender más o menos certeramente la conducta humana. No hay universidad ni filósofos que nos puedan enseñar a vivir y a comprender la realidad que nos rodea. En efecto, seres humanos sin escuela ni formación cultural refinada actúan con un conocimiento y una intuición notable y saben resolver problemas complejos de la manera más simple y elemental mientras grandes sabiondos no terminan de entender a sus parejas, sus hijos, sus amigos, sus enemigos y a veces ni a su mascota.

Uno de nuestro errores más comunes es creer que estamos preparados para enfrentar verdades molestas y a veces agresivas o depredatorias para nuestra autoestima. Nos hacemos los fuertes y superados haciendo gala de una autocrítica que estamos lejos de poseer. Y entonces exigimos verdades acerca de cosas muy delicadas que muchas veces la gente que nos rodea no quiere decirnos. Pedir la verdad a toda costa sería una actitud correcta si luego nuestro orgullo no explotara en una catarata de insultos como en muchas ocasiones he tenido la desgracia de presenciar. El verdadero sabio no pregunta lo que puede tener una respuesta desagradable, no pone la cabeza en la guillotina ni el trasero a disposición de la patada dolorosa. Lo más sensato es esperar que los otros hablen. Nuestra inseguridad o a veces nuestro deseo insano de ser adulados nos lleva a preguntar estupideces como: ¿Me ves más delgado?, ¿qué tal me queda esta ropa o este corte de pelo? ¡decime la verdad! Y la verdad es que necesitás un talle más de lo que tenés puesto porque se te ve como un matambre mal atado y tu corte de pelo parece obra de un sádico asesino serial. ¿No es preferible si uno está tranquilo consigo mismo y sabe que ha efectuado un arriesgado cambio en su apariencia esperar la reacción espontánea del prójimo y no preguntar lo impreguntable y después contestar mal y amargarse la vida al divino botón?

Si uno observa que los otros, o sea el famoso afuera, no opina al menos en nuestra cara, ¿por qué preguntamos y preguntamos y torturamos a la gente con un ¡quiero la verdad!?

Vivir en la mentira es insano, la verdad siempre será preferible a la hipócrita aceptación, pero para querer la verdad hay que tener las agallas para soportarla, y si no estamos seguros de soportar su impacto, no deberíamos exigirla a rajatabla. Por supuesto que uno no puede estar seguro de todo en la vida y que las dudas hay que confrontarlas con aquellos que nos quieren y respetan. Y no quiero desde este lugar proclamar el elogio de la mentira, la hipocresía y la adulación interesada. Entonces, tratemos de ser sabios y aprendamos a escuchar esas verdades, discutirlas, aceptarlas, rechazarlas o no darles importancia cuando brotan de gente que no nos quiere ni nos respeta y está en una vereda tan opuesta que, si somos realmente sabios, comprenderemos que nunca estaremos en la misma sintonía de vida. No todas las verdades son valiosas


Revista LaNación 9/9/2012.-



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