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jueves, 30 de agosto de 2012

De lectores y prácticas lectoras - "la multiplicidad de pactos de lectura en los albores del tercer milenio"

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por Estela María Zalba
Universidad Nacional de Cuyo. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales




En este trabajo nos proponemos analizar el fenómeno de la lectura en el actual escenario sociocultural. Para poder dar cuenta de la complejidad de la problemática encarada, trabajaremos desde un enfoque que combina básicamente dos focalizaciones: la explicación sociohistórica y la reflexión conceptual sobre la temática, proveniente de distintas teorías semióticas.
Con respecto al ‘estado de la cuestión’, las posiciones –una vez más- tienden a oponer dos visiones: una apocalíptica que preanuncia el fin de los tiempos para el acto de leer, la otra inspirada por una especie de ingenua euforia que confunde las posibilidades de que el sempiterno sueño de la ‘biblioteca universal’ se realice a modo de un hipertexto global, con la existencia de una efectiva y sostenida práctica lectora universal. Procuraremos una mirada ‘en equilibrio’.
La lectura de textos escritos hoy
Contrariamente a lo que cierto sentido común profetiza, no estamos necesariamente asistiendo al ocaso de la lectura, entendida ésta, en una aproximación muy general, como “una actividad cultural o de deleite para el hombre alfabetizado” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p.592). En la medida en que dure la actividad de producir textos mediante la escritura (en sus diferentes soportes), seguirá existiendo la actividad de leerlos. Pensemos, en tal sentido, en las innumerables acciones lectoras que realizamos cotidianamente: leemos el periódico, los mails que recibimos, los intextos escritos de una página web, carteles, instructivos, folletos, afiches callejeros, incluso libros – o fragmentos de ellos-. En la enumeración realizada se advierte una variedad de textos, cuya lectura requiere de diversas estrategias lectoras.
Tal vez lo que el sentido común detecta, pero no logra discriminar con claridad, son las modificaciones producidas en las modalidades de lectura, que algunos autores denominan como el “orden de la lectura”. Estos cambios han traído aparejados, a su vez, ritmos y trayectos diferentes de interacción con los textos, algunos de los cuales pueden entorpecer fuertemente la real comprensión de lo que se lee. Valga como ilustración de este último fenómeno, la dificultad para el abordaje de la lectura de textos académicos, que presentan algunos estudiantes al ingresar a los estudios superiores, problema que algunos especialistas designan como “analfabetismo relativo”.
Hemos señalado que el hábito lector no está desapareciendo. Para ilustrar esta aseveración haremos referencia a una serie de datos aportados por las investigaciones de la UNESCO sobre el particular1: el número de los alfabetizados es cada vez mayor en términos numéricos, aunque hay zonas en las que todavía persisten “bolsones” importantes de analfabetismo (África (fundamentalmente en países de economía rural), algunos países de América Latina y Asia (sobre todo en los países musulmanes)); la producción de libros crece vertiginosamente en todo el mundo (sobre todo en los países centrales); en lo que respecta a la prensa, es muy abundante la circulación de ejemplares en países con una antigua tradición de periodismo escrito. En relación con este último aspecto, habría que agregar la creciente incorporación de un nuevo tipo de lectores: los navegantes de diarios digitales, muchos de ellos, incluso, antiguos consumidores del periódico impreso.
Si profundizamos en el análisis de los casos enumerados anteriormente, es evidente la relación que existe entre el grado de desarrollo económico, político y social de los países y/o regiones con la calidad e intensidad de la actividad lectora, tanto de libros como de periódicos (papel o digital); como así también el papel que juega la existencia o no de una tradición cultural vinculada con la valoración del hábito lector, estrechamente ligada, por otro lado, con los niveles de escolaridad de los ciudadanos (y la calidad de los procesos de escolarización).
¿Qué entendemos por lectura?
Leer, en un sentido amplio, implica la interacción de un sujeto con un texto- entendido éste en un sentido que excede lo meramente gráfico-verbal2-, con el objeto de interpretarlo, elaborando una representación mental de su significación. Si bien esa representación es, en primera instancia, mental, puede ‘traducirse’ a una segunda representación de naturaleza semiótica (verbal oral o escrita, gráfico-espacial, icónica, plástica, entre otras), en la que queda ‘documentada’ la interpretación. Sin embargo, la mayoría de las lecturas no quedan registradas, lo que le confiere al acto de leer un carácter de efímero y fugaz.
La lectura es una de las prácticas vinculadas con los textos; la otra es su producción. A diferencia de la lectura, toda producción deja sus huellas en el discurso producido: algunas explícitas, diáfanas y evidentes; otras, implicadas, soterradas y ocultas, pero inferibles, es decir, que siempre es posible su búsqueda, su indagación, por parte de un lector laborioso y perspicaz. La tarea del lector, desde esta perspectiva, es una especie de re-armado de un conjunto de piezas significativas que el texto ofrece organizadas con una lógica aparente, y a veces engañosa y tramposa, pero cuyo sentido –siempre en fuga- exige de una atenta tarea reconstructiva (o más precisamente, deconstructiva – reconstructiva) . La linealidad del lenguaje (verbal o escrito) es una de esas trampas que se le ofrecen al lector: el sentido no es lineal ni es la sumatoria de los segmentos sucesivos: hay que volver, dar saltos, relacionar secuencias no contiguas, activar ciertos supuestos que –a modo de un iceberg- sólo muestran una pequeña parte. La ilusoria referencialidad de las
imágenes es la trampa que estos textos ofrecen a los lectores poco entrenados. Este salto cualitativo en la lectura implica, además, pasar de la instancia material de la textualidad (Greimas & Courtés, 1990), o de los “paquetes textuales”, como los denomina Verón (1996), a la instancia del discurso, en donde el sentido se produce y despliega.
La actividad del lector consiste, entonces, en construir un discurso, a partir de los elementos instruccionales, aportados por la materialidad de un texto-manifestación. El lector deconstruye la materialidad textual para encontrar las “huellas” , los indicios, que le permitan construir el discurso, tarea que puede recomenzar con cada nueva lectura del texto: “Un discurso no es, pues, una realidad evidente, un objeto concreto ofrecido a la intuición, sino el resultado de una construcción” (Maingueneau, 1980, p.21)
Pero no todos los lectores son indagadores de sentidos, hay lectores para quienes el texto es un pretexto para sus propias búsquedas obsesivas y, mediante la lectura, descargan o ‘subliman’ fobias, temores, odios y amores; otros para los cuales los textos ajenos son fuente de inspiración para sus propios textos; también encontramos lectores que simplemente se deleitan con la lectura, sin mayores pretensiones interpretativas, y, finalmente, podemos encontrar diversas e interesantes combinaciones de los anteriores. Hay, entonces, muchos modos de relacionarse con los textos, muchos tipos de lectura y de lectores. Umberto Eco (1993, 1995, 1998) intenta una aproximación y discrimina diversas prácticas asociadas con la lectura, tipificándolas: interpretación, sobreinterpretación y uso. La interpretación es la actividad que tiene por objeto la búsqueda de la inteligibilidad discursiva, mediante un proceso conjetural: “Esta conjetura debe ser aprobada por el conjunto del texto3 como un todo orgánico. Esto no significa que, sobre un texto se puede formular una y sólo una conjetura interpretativa. En principio se pueden formular infinitas. Pero, al final, las conjeturas deberán ser probadas sobre la coherencia del texto (..)” (Eco, 1998, p.41).
Esta diversidad de prácticas lectoras deberían inclinarnos a aceptar sin matices la tesis que sostiene que “la lectura no está previamente inscrita en el texto” (Cavallo & Chartier, 2001, p.15), sin embargo más allá de la irreductible distancia entre la producción o generación del discurso y su reconocimiento (Verón, 1996) o apropiación, existen ciertas propiedades en el producto que orientan, preanuncian y, por qué no, condicionan, su posible apropiación.
Las diversas especulaciones sobre la problemática de la lectura y la interpretación, tales como la estética de la recepción, la hermenéutica, las teorías semióticas del “lector modelo” o la deconstrucción, han elegido como objeto de investigación no tanto los acontecimientos empíricos de la lectura (objeto de una sociología de la recepción) cuanto la función que desempeña el acto de lectura, ya sea que se lo entienda como una actividad de co-construcción o de-construcción del texto, es decir que conciben ese acto “como condición eficiente y necesaria de la misma actuación del texto como tal. (..) El aserto subyacente en cada una de esas tendencias es que el funcionamiento de un texto (no verbal, también) se explica tomando en consideración, además o en vez del momento generativo, el papel desempeñado por el destinatario en su comprensión, actualización e interpretación, así como la manera en que el texto mismo prevé esta participación.” (Eco, 1998, p.22)
Todo texto, entonces, exige la cooperación interpretativa del lector ya que: “... es realmente una máquina perezosa que descarga gran parte de su trabajo en el lector” (Eco,1993, p.271). El conjunto de las estrategias de cooperación interpretativa supuestas en el propio texto es lo que Eco denomina lector modelo. Los “niveles de cooperación” son de diversa índole, acorde con el aspecto discursivo que se deba actualizar: semántico-léxico, semántico-isotópico, retórico, narrativo, cognitivo-inferencial (activación de distintos esquemas cognitivos), enunciativo, entre otros.
Por otro lado, desde una perspectiva sociohistórica, “conviene asimismo tener en cuenta que la lectura es siempre una práctica encarnada en ciertos gestos, espacios y hábitos”, que remiten a una “historicidad de los modos de utilización, de comprensión y de apropiación de los textos” (Cavallo & Chartier, 2001, p.17).
A lo largo de la historia, además, los diversos discursos sociales han ido encontrando y/o generando sus “formas de la expresión” (Hjelmslev, 1971): la oralidad, la escritura, lo audiovisual, lo multimedial., los que algunos consideran como macrosistemas de comunicación. Lo interesante de estos grandes sistemas es que, si bien han ido surgiendo en una secuencia cronológica fuertemente vinculada al desarrollo tecnológico humano, no han ido sustituyéndose sino complementándose: “Ninguna gran tecnología de comunicación fue reemplazada por la siguiente aunque cada una, por supuesto, evolucionó en el tiempo y fue mejorando sus procedimientos técnicos. (..) Las tecnologías son complementarias: por eso terminan mezclándose en dispositivos «multimedia»” (Verón, 2001, p.62)
A su vez, estos diversos sistemas de comunicación se han ido actualizando en diferentes formatos o “medios” de comunicación. Entendemos por medio de comunicación a todo “soporte tecnológico inserto en una sociedad, asociado a prácticas determinadas de producción y de apropiación. Una de las múltiples mediatizaciones de la escritura es el libro (...) Cada «producto» mediático se caracteriza por una coherencia enunciativa determinada, en la que reposa el contrato de comunicación a través del cual se articula su producto” (Verón, 1999, p.145)

El contrato de lectura

La noción de pacto o “contrato de lectura” es elaborada por Eliseo Verón con el objeto de “comprender el vínculo entre el medio y el lector” (Verón, 1999, p.95). “La metodología del contrato de lectura se inspira en la teoría de la enunciación.”(Verón, 1999, p.95) .
La teoría de la enunciación (Benveniste (1969), 1995) distingue el acto de la enunciación de su producto: el enunciado. Esta teoría explica el acto de la enunciación como el acto, único e irrepetible, mediante el cual el sujeto se apropia del lenguaje y produce su enunciado, constituyendo simultáneamente la instancia compleja “yo - tú - aquí - ahora” y dejando en dicho producto - el enunciado- las marcas, las huellas, de su enunciación. En el acto de la enunciación se construyen, entonces, los papeles del enunciador (yo: el que produce el enunciado) y del enunciatario (tú: el destinatario del enunciado). Ahora bien, enunciador y enunciatario son entidades discursivas, construidas en y por el discurso o, como señala Verón, “entidades del imaginario de la comunicación” (Verón, 1999, p.95). Al instaurarse estos roles enunciativos se establece, simultáneamente, una relación intersubjetiva de una naturaleza determinada: el ‘contrato enunciativo’.
El acto de la enunciación, conjuntamente con el contrato que establece, se actualiza y realiza en la puesta en discurso. Por lo tanto, todo enunciado discursivamente realizado presupone el cumplimiento de un particular contrato enunciativo, es decir que existiría una relación de presuposición lógica entre un discurso y el contrato enunciativo que éste actualiza y realiza. En este contrato, el enunciador elige una determinada manera de organizar el contenido, mediante la selección de ciertas estrategias enunciativas y discursivas y de determinado soporte o formato, esto exige –a su vez- por parte del enunciatario, un conjunto de “estrategias de cooperación interpretativa” (cfr. ut supra, “lector modelo” (Eco, 1993)); además se actualizan una serie de restricciones, reglas o “modos de producción”, institucionalizadas por las prácticas sociales, asociadas al tipo de discurso social (literario, periodístico, publicitario, político, etc.) en el que se inscribe esa enunciación, las que también constituirán parte del contrato enunciativo.
Lo que a todo lector empírico se le ofrece, entonces, no es simplemente un texto que habla de determinado tema sino una particular y compleja “manera de decir” (Verón, 1999, p.96). Esta “manera de decir” genera una peculiar relación con el lector que interactúa con esa forma textual: esa relación es el pacto o contrato de lectura. En general, los pactos de lectura ‘propuestos’ por diversos soportes discursivos suelen cumplir con tres condiciones: regularidad, ya que sus características enunciativas peculiares se reiteran y permanecen durante un período de tiempo relativamente extenso; diferenciación, en la medida en que dichas características permiten distinguirlo de otros y sistematicidad de las propiedades exhibidas.

El contrato de lectura en la Modernidad

A lo largo de esa etapa histórica que denominamos “Modernidad” se desarrollaron y consolidaron ciertas “modalidades” de la lectura, cuya aceptación tácita por parte de escritores y lectores presuponen un pacto o contrato de lectura, específicamente con el libro, soporte discursivo característico de ese periodo.
Propondremos una serie de características implícitas en el ‘pacto de lectura’ con el libro (en muchos aspectos extensible al texto impreso en general) durante la Modernidad. Las modalidades de producción y de lectura han estado vinculadas fuertemente a: 1) el proyecto ideológico-cultural de la Ilustración; 2) el texto escrito como “forma de la expresión” privilegiada, que trae aparejados: (a) el predominio del esquema perceptual “visual- lineal”, como consecuencia de la decodificación lingüístico-escritural y (b) necesidad de un proceso de lectura “progresivo” y “acumulativo”, impuesto por la organización lógica (plan textual) de los contenidos discursivos, subsidiaria de la estructuración lingüístico verbal secuencial y su diagramación gráfico-espacial; y, finalmente, 3) ciertos “rituales” de lectura vinculados a los comportamientos de los lectores, como la “lectura silenciosa”, considerada por Cavallo & Chartier como “la primera «revolución de la lectura» de la Edad Moderna” (Cavallo & Chartier, 2001, p.47).
Asimismo, cada cultura, en sus diversos ámbitos discursivos (religioso, político, literario, etc.) fue consolidando un “canon”, es decir, “un elenco de obras o de autores propuesto como norma o como modelo” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 599). Si bien podríamos atribuirle a estos corpora textuales diversas funciones socio-culturales, es factible englobarlas en el dispositivo magníficamente descripto por Foucault al explicar los diversos procedimientos de control, selección, organización y distribución del discurso que una sociedad genera para “conjurar” sus poderes y peligros, gobernar el evento aleatorio y “esquivar su pesada y temible materialidad” (Foucault, 1987). Si bien el dispositivo foucaultiano se refiere claramente a la producción del discurso, es altamente factible proponer su incidencia en la consolidación de los mencionados cánones: “De una actitud cultural e ideológica de esta naturaleza derivaron y derivan elencos de obras aconsejadas en las bibliotecas de lectura pública y a los lectores individuales, los verdaderos «cánones» propuestos en catálogos y en revistas especializadas, todo el aparato normativo y pedagógico que los operadores del libro (autores, editores, intelectuales, periodistas, bibliotecarios, etc.) transcriben cotidianamente (..)” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 600-601). El canon, entonces, también ha incluido clasificaciones, catalogaciones y jerarquizaciones que han permitido una sistematización de la producción bibliográfica creciente en los diversos campos disciplinares. Esta tarea generó su propia especialización: la bibliotecología.
Los criterios de selección y jerarquizaron, establecidos en la constitución de los cánones en las diversas áreas disciplinares, también han precedido la selección de textos sugeridos para la enseñanza, en tanto que la educación es el espacio simbólico privilegiado para las diversos modos de reproducción socio-cultural.
Durante algunas etapas históricas sociopolíticamente adversas a la libertad de expresión, en diversos escenarios geográficos, se produjo una tarea de doble selección: por un lado, un elenco de obras autorizadas para ser leídas y, por otro, un index o índice de obras ‘prohibidas’.
Mientras que el canon opera en el ámbito de la prescripción, por cuanto propone lo que se “debe leer”, es decir, el repertorio de textos que todo lector informado, culto, actualizado “no puede dejar de leer”; el índex se instaura en el campo de la prohibición, en la medida en que establece un conjunto de obras que “deben no leerse”, por lo tanto sólo deja al lector ante la opción impotente de ‘no poder leerlas’.4
En la medida en que la industria editorial fue haciéndose poderosa, tuvo una fuerte incidencia en la conformación de ciertos cánones y, como veremos más adelante, en su ulterior deconstrucción. A su vez, los periódicos, básicamente en sus diversos suplementos (culturales, de divulgación científica, etc.), han funcionado como difusores masivos de los cánones imperantes. Incluso podríamos extender el concepto de canon a otras producciones culturales: el cine, el teatro o la música, en cuya imposición social han tenido incidencia no sólo los periódicos, sino también los otros massmedia (radio y televisión).

Transformaciones posmodernas

Durante la etapa histórico-cultural que estamos transitando, para cuya denominación se ha consensuado el término de “Posmodernidad”, se produce una crisis que afecta –en diverso grado- las características de las modalidades de lecturas propias de la modernidad, lo que supone una reformulación, todavía en proceso, de los ‘pactos de lectura’ preexistentes y la generación de nuevos contratos ante el advenimiento de nuevos objetos de lectura.

a) La deconstrucción del canon y de los hábitos lectores implicados

Uno de los aspectos que inciden en la crisis, a la que aludimos, es cierta modificación en el ‘status quo’ del libro que, con la consolidación de la ideología del mercado, propia de las sociedades neoliberales, ha pasado a convertirse en una “mercancía” más y los lectores en potenciales consumidores. Una consecuencia de esta transformación es la desaparición paulatina de los ‘cánones’:
“Estos aspectos consisten tanto en manipuladas debilidades de la oferta, es decir, de la producción, como en imprevistos movimientos nuevos de la demanda, que, al sumarse y superponerse confusamente terminan por menoscabar la autoridad de aquel “canon” universal de los textos escritos y que hasta ahora nunca había sido atacado en su totalidad.
Así pues, por una parte, la oferta, dominada por el terror a una crisis de mercado considerada siempre eminente, ha “enloquecido”, en el sentido de que ha perdido a todos los niveles (y especialmente a los más fuertes) un campo de referencia en el que moverse con relativa seguridad y entrega al público productos de Triviallitteratur y clásicos en ediciones modernizadas, instant-books periodísticos de pésima elaboración, ensayos filosóficos o lingüísticos y recopilaciones de chistes, novela negra, ciencia-ficción y política, historias del vestido o del sexo y novela rosa, todo ello de modo indiferenciado, es decir, sin que el sello editorial, ni el aspecto comercial, ni, sobre todo, el precio sirvan para discriminar, para reordenar el amasijo de textos cotidianamente producido” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 608).
Esta discepoleana descripción de un “cambalache” libresco ilustra la destrucción de ese dispositivo ordenador y jerarquizador, que representaba el canon, sin que un nuevo modelo organizador lo haya sustituido todavía.
Si bien, en diversos momentos históricos también fue discutido un canon existente, al que se le opuso e impuso un nuevo paradigma o modelo, estos cambios fueron paralelos al desarrollo de diferentes modos de producción escrita, novedosos soportes y prácticas de lectura, que generaron inéditos ‘contratos de lectura’. Un caso de ‘crisis’ y renovación o irrupción de un nuevo contrato de lectura con el texto escrito impreso lo encontramos durante el siglo XIX. La impugnación del Romanticismo a los textos fuertemente ‘normatizados’ del Neoclasicismo generó una nueva concepción del acto de escribir, transformaciones en los modos de producción discursiva, en los tópicos de las narraciones y en los géneros discursivos, incluso la aparición de un formato novedoso como el folletín, que implicó la conformación de un nuevo público lector y de su correlativo contrato de lectura.Así pues, por una parte, la oferta, dominada por el terror a una crisis de mercado considerada siempre eminente, ha “enloquecido”, en el sentido de que ha perdido a todos los niveles (y especialmente a los más fuertes) un campo de referencia en el que moverse con relativa seguridad y entrega al público productos de Triviallitteratur y clásicos en ediciones modernizadas, instant-books periodísticos de pésima elaboración, ensayos filosóficos o lingüísticos y recopilaciones de chistes, novela negra, ciencia-ficción y política, historias del vestido o del sexo y novela rosa, todo ello de modo indiferenciado, es decir, sin que el sello editorial, ni el aspecto comercial, ni, sobre todo, el precio sirvan para discriminar, para reordenar el amasijo de textos cotidianamente producido” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 608).
Esta discepoleana descripción de un “cambalache” libresco ilustra la destrucción de ese dispositivo ordenador y jerarquizador, que representaba el canon, sin que un nuevo modelo organizador lo haya sustituido todavía.
Si bien, en diversos momentos históricos también fue discutido un canon existente, al que se le opuso e impuso un nuevo paradigma o modelo, estos cambios fueron paralelos al desarrollo de diferentes modos de producción escrita, novedosos soportes y prácticas de lectura, que generaron inéditos ‘contratos de lectura’. Un caso de ‘crisis’ y renovación o irrupción de un nuevo contrato de lectura con el texto escrito impreso lo encontramos durante el siglo XIX. La impugnación del Romanticismo a los textos fuertemente ‘normatizados’ del Neoclasicismo generó una nueva concepción del acto de escribir, transformaciones en los modos de producción discursiva, en los tópicos de las narraciones y en los géneros discursivos, incluso la aparición de un formato novedoso como el folletín, que implicó la conformación de un nuevo público lector y de su correlativo contrato de lectura.Así pues, por una parte, la oferta, dominada por el terror a una crisis de mercado considerada siempre eminente, ha “enloquecido”, en el sentido de que ha perdido a todos los niveles (y especialmente a los más fuertes) un campo de referencia en el que moverse con relativa seguridad y entrega al público productos de Triviallitteratur y clásicos en ediciones modernizadas, instant-books periodísticos de pésima elaboración, ensayos filosóficos o lingüísticos y recopilaciones de chistes, novela negra, ciencia-ficción y política, historias del vestido o del sexo y novela rosa, todo ello de modo indiferenciado, es decir, sin que el sello editorial, ni el aspecto comercial, ni, sobre todo, el precio sirvan para discriminar, para reordenar el amasijo de textos cotidianamente producido” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 608).
Esta discepoleana descripción de un “cambalache” libresco ilustra la destrucción de ese dispositivo ordenador y jerarquizador, que representaba el canon, sin que un nuevo modelo organizador lo haya sustituido todavía.
Si bien, en diversos momentos históricos también fue discutido un canon existente, al que se le opuso e impuso un nuevo paradigma o modelo, estos cambios fueron paralelos al desarrollo de diferentes modos de producción escrita, novedosos soportes y prácticas de lectura, que generaron inéditos ‘contratos de lectura’. Un caso de ‘crisis’ y renovación o irrupción de un nuevo contrato de lectura con el texto escrito impreso lo encontramos durante el siglo XIX. La impugnación del Romanticismo a los textos fuertemente ‘normatizados’ del Neoclasicismo generó una nueva concepción del acto de escribir, transformaciones en los modos de producción discursiva, en los tópicos de las narraciones y en los géneros discursivos, incluso la aparición de un formato novedoso como el folletín, que implicó la conformación de un nuevo público lector y de su correlativo contrato de lectura.
Otra mutación relevante de esta crisis en las modalidades de la lectura de lo impreso tiene que ver con cierto comportamiento de los lectores, al que caracterizaremos como síntoma de un “desorden de la lectura”, que se va abriendo camino en las áreas culturalmente más avanzadas. Nos referimos a un modo de lectura que “algunos proponen expeditivamente que se defina como ‘posmoderno’ y que se configura como ‘anárquico, egoísta y egocéntrico’, basado en un único imperativo: «leo lo que me parece»” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 615).

b) Interferencias audiovisuales

Entre los rasgos del actual escenario sociocultural que deben tomarse en consideración para poder completar el panorama de la situación, destacaremos el bien conocido hecho de que el texto impreso no constituye, hoy eResulta pertinente, entonces, explicitar las características “lector modelo” previsto por el “macrodiscurso televisivo” (González Requena, 1995), para poder luego analizar su incidencia en la reformulación del contrato de lectura con el texto escrito (especialmente el libro y el periódico).
El lector modelo propuesto por el macrodiscurso televisivo es un sujeto cognitivo que procede por hipercodificación6, lo que le permite incluso a partir de la decodificación y casi simultáneo re-conocimiento de un fragmento de un texto-ocurrencia descubrir el género (texto-tipo) del que se trata.
Si bien es una característica de los géneros discursivos en general, el conformar un discurso “típicamente rutinizado y predecible” (Philips en Wertsch, 1991 ), por cuanto tienen “formas de construcción globales, típicas, definidas y relativamente estables” (Bajtin en Wertsch, 1991), lo que llama la atención en el caso de los géneros televisivos es el hecho de que a partir de una serie reducida de indicadores semióticos (a los que consideramos como ‘marcadores de diferencia’), fuertemente ligados a los modos de configuración icónica y a las características den día, el único medio de acceso a la información ni su lectura el principal instrumento de culturalización, ya que habrían sido, según muchos, ‘sustituidos por la televisión’. En tal sentido, las sociedades urbanas actuales son sociedades altamente mediatizadas: los massmedia audiovisuales y, en forma creciente y, paulatina, los multimedia interactivos, se han constituido en los medios de comunicación predominantes.
Comenzaremos analizando la televisión, por cuanto constituye –todavía.- el medio hegemónico de comunicación en nuestras sociedades latinoamericanas. Las nuevas prácticas de lecturas que la televisión ha generado no pueden dejar de influir en los lectores, sobre todo los más jóvenes o, aquellos que no siéndolo, pueden calificarse como “hijos de la televisión”, noción acuñada por Bechelloni (1990), y que, en una investigación realizada5, hemos caracterizado con los siguientes rasgos: son aquellos sujetos cuya socialización ha sentido fuertemente la influencia de la televisión y, por lo tanto, la conformación de sus estrategias y modos de “lectura” primarios, han sido fundamentalmente desarrollados a partir de su interacción con los textos audiovisuales, por lo tanto, al ingresar al sistema educativo formal, han debido desarrollar, como hábito de lectura secundario, la lectoescritura de textos verbales.
Resulta pertinente, entonces, explicitar las características “lector modelo” previsto por el “macrodiscurso televisivo” (González Requena, 1995), para poder luego analizar su incidencia en la reformulación del contrato de lectura con el texto escrito (especialmente el libro y el periódico).
El lector modelo propuesto por el macrodiscurso televisivo es un sujeto cognitivo que procede por hipercodificación6, lo que le permite incluso a partir de la decodificación y casi simultáneo re-conocimiento de un fragmento de un texto-ocurrencia descubrir el género (texto-tipo) del que se trata.
Si bien es una característica de los géneros discursivos en general, el conformar un discurso “típicamente rutinizado y predecible” (Philips en Wertsch, 1991 ), por cuanto tienen “formas de construcción globales, típicas, definidas y relativamente estables” (Bajtin en Wertsch, 1991), lo que llama la atención en el caso de los géneros televisivos es el hecho de que a partir de una serie reducida de indicadores semióticos (a los que consideramos como ‘marcadores de diferencia’), fuertemente ligados a los modos de configuración icónica y a las características de los dispositivos de la puesta en superficie, percibidos en un lapso extremadamente breve (2 ó 3 segundos) los sujetos realicen su reconocimiento. En tal sentido postulamos la presencia de procesos cognitivos a los que denominaremos “metonímicos”, tomando como base las características de las operaciones lógico-cognitivas.
Hablaremos de proceso metonímico, subsumiendo en él dos figuras: la metonimia y la sinécdoque. La diferencia entre ambas figuras consiste en que en el caso de la metonimia se elige una cualidad perceptible, un elemento concreto, para representar un concepto abstracto, en tanto que ese elemento figurativo, esa cualidad perceptible, forme parte o sea una manifestación de ese todo que es el concepto abstracto (ej.: los colores de la bandera de un país, elemento figurativo perceptible, representan esa ‘nacionalidad’, en tanto que concepto). En el caso de la sinécdoque, el elemento seleccionado representa a un objeto concreto, ya sea como parte física y perceptible de ese todo, ya sea como causa material de un efecto material (ejs.: las clásicas “proas” representando a los barcos; los “cascos azules”, a los soldados de la ONU).
La metonimia es el tropo privilegiado, central, de un discurso que instala una instancia de la enunciación esclava de sus percepciones y fascinada por el cuerpo del otro; esta figura retórica destaca la puesta en discurso del mundo fragmentado, calidoscópico perpetrado por una instancia privada de juicio (entendido éste como un acto de entendimiento consciente), que reúne los retazos dispersos de actos perceptivos sucesivos y diferentes. (Darrault-Harris, 1996). Esta explicación nos describe tanto el modo de enunciación de un sujeto que edita un videoclip como el modo de reconocimiento del espectador que realiza un zapping.
El zapping o “síndrome del pulsador “ (Calabrese, 1996) es una forma individual de consumo que “se adecua a las condiciones de percepción ambiental, se hace fragmentado, rápido y recompuesto sólo al final” (Calabrese, 1996). A través del zapping el consumidor típico de la cultura mediática “se ha habituado a recibir un mensaje construido con mensajes no homogéneos y, sobre todo, si se le juzga desde una perspectiva racional y tradicional, carente de “sentido”; pero se trata de un mensaje que necesita de un mínimo de atención para que se lo siga y disfrute y de un máximo de tensión y participación lúdica para ser creado” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 617).
Otra característica del nuevo contrato de lectura con lo televisivo se vincula con las potencialidades que ofrecen la multiplicidad de géneros y formatos presentes en el macrodiscurso: nos referimos a la factibilidad de constituir “públicos segmentados”, que contribuyen a “forjar microculturas” (Jost, 2002, p.31). Las modalidades y apropiaciones, que cada uno de estos públicos establezca, están contemplados en la posibilidad misma de disponer de un “margen de maniobra”, avalada por el propio contrato enunciativo. Un interesante caso lo constituyen los segmentos de públicos constituidos por adolescentes y jóvenes. Jost analiza este fenómeno y postula que “las jóvenes generaciones constituyen su identidad generacional a través del culto de la televisión” (Jost, 2002, p.31), uno de cuyos rasgos característicos lo constituiría “el culto de lo fantástico”, que emparentaría, agruparía, a los jóvenes de manera transversal, “federando el conjunto de una clase de edad” que comparte “valores comunes” y “una misma simbolicidad” (Jost, 2002, p.33).
El zapping como práctica de consumo, avalada por un contrato de lectura implícito y generada por las particularidades del “modo de decir” televisivo, que termina imponiéndose en el circuito cultural mediático, supone lo contrario de la lectura entendida en sentido tradicional - tal como la explicitáramos anteriormente- lineal, progresiva y acumulativa; “mientras que está muy cercana a la lectura en diagonal, interrumpida, a veces rápida y a veces lenta, como es la de los lectores desculturizados” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 616). A este tipo de lector, Chartier lo denomina “lector salvaje”.(Chartier, 1998)
La paulatina consolidación de estas prácticas lectoras anárquicas, están convirtiendo la lectura en un fenómeno fragmentado y diseminado, absolutamente carente de reglas. A diferencia de lo que sucede, como ya señaláramos, con los medios de comunicación electrónicos y en especial con la televisión, cuyos “lector modelo” y “canon” de programas tiende rápidamente a unificarse y a “homologar al público de cualquier tradición cultural ” (Petrucci, en Cavallo & Chartier, 2001, p. 625). La fragmentación, como modo de producción y organización textual-discursiva y como modalidad de reconcimiento o lectura, constituye uno de los rasgos de esa homologación que avala el contrato de lectura con lo televisivo.

c) El incipiente contrato de lectura con el hipertexto7

La producción electrónica de textos y las modalidades de lectura que éstos implican constituyen la “tercera revolución de la lectura sobrevenida desde la Edad Media” (Cavallo & Chartier, 2001, p.51).
La característica más importante, según Bettetini & Colombo- de estos nuevos medios la constituye la interactividad. Esta modalidad enunciativa genera un producto particular: el hipertexto. Éste constituye “ (..) una sucesión de bloques de textos individuales (..) con enlaces electrónicos que los conectan entre sí. (..) El hipertexto es un medio informático que relaciona información tanto verbal como no verbal. Por su parte los bloques de texto no son necesariamente verbales sino que pueden vincular información de todo tipo: ya sea visual, sonora o animaciones” (Landow, 1997, p. 86).
Esta “estructura en red” se caracteriza por una serie de rasgos particulares. Es una forma heterogénea y metamórfica, en permanente composición; se organiza desde una lógica fractal, ya que cualquiera de sus componentes puede – a su vez- reorganizarse como una red en sí mismo; su modo de estructuración tiende a la disipación, ya que no posee una unidad orgánica y su crecimiento o encogimiento, su composición o su recomposición permanentes dependen de un exterior indeterminado, sea éste la adición de nuevos elementos o la conexión con otras redes. El hipertexto constituye un espacio de representaciones, donde se entrelazan y se multiplican las conexiones que tejen los sentidos; en consecuencia, es policéntrico: posee diversos centros que son puntos en perpetuo movimiento, que se organizan como rizomas momentáneos.
Estas características refuerzan la tendencia hacia la fragmentación e individuación, advertible ya en la videocultura . “Si en el texto descrito por las teorías semióticas “fuertes” la secuencialidad (narrativa o pragmático–conversativa) es un dato esencial de la construcción isotópica y por consiguiente de la homogeneidad del texto mismo, la navegación se basa en la homogeneidad ofrecida por la subjetividad del usuario. Es la experiencia del usuario la que da un sentido a los recorridos reales de utilización, mucho más que las previsiones de los programadores”. (Bettetini & Colombo,1995,p. 240). Sin embargo, sólo son posibles aquellos recorridos que, por deducción lógica, el sistema permite, aunque su combinatoria sea –en algunos casos- muy amplia y variada.
La lectura del hipertexto requiere principalmente de operaciones de asociación, por parte del usuario. El hecho de saltar de un nodo a otro, con la consecuente ruptura espacio-temporal que esto supone, implica entender, como parte de un mismo razonamiento, datos dispersos; es decir, postula un lector preocupado por la constante búsqueda de asociaciones y con una gran capacidad de retención en su memoria operativa, que le permita recordar los recorridos realizados. El proceso de lectura es, por una parte, una constante negociación entre los múltiples recorridos previstos en la virtualidad del sistema (el hipertexto) y los trayectos que va actualizando el ciberlector al recorrerlo. Por otro lado, navegar un hipertexto no implica necesariamente la comprensión de sentidos sino un recorrido lúdico que simula la ‘lectura’.
Ese proceso de negociación, que es la base de la hipertextualidad, supone también un riesgo, ya que puede convertirse en la razón de un fracaso comunicativo: “La ejecutabilidad de la interacción depende, por consiguiente, de la verificación de una congruencia entre el modelo de usuario prefigurado por el sistema y el individuo real, por ejemplo, en cuanto al umbral mínimo de competencias y conocimientos requerido para el intercambio comunicativo. (...) Existe, por tanto, una serie de posibilidades de fracaso de la comunicación interactiva debidas a la existencia de diferencias entre las competencias y los objetivos posibles prefigurados por el sistema y los propios del usuario mismo” (Bettetini & Colombo,1995,p. 171).
Como todo texto, el hipertexto instituye un lector modelo, o para ser más precisos un ‘navegante modelo’, como parte “de su propio mecanismo generativo” (Eco, 1993, p.79), cuyas posibles estrategias de interacción están previstas “mediante un cálculo probabilístico”, ya que “generar un texto significa aplicar una estrategia que incluye las previsiones de los movimientos del otro” (Eco, 1993, p.79). La libertad y creatividad del ciberlector para interactuar con el hipertexto son paradójicamente aparentes.
d) El nuevo pacto de lectura en la prensa gráfica
Para completar nuestro panorama haremos referencia a la transformación del pacto de lectura en la prensa gráfica.
Desde mediados del siglo XIX el periodismo gráfico comenzó a adquirir su impronta masiva como medio de difusión de la información y de formación de la opinión pública. Fue a partir de entonces que el diario, dadas las peculiares y favorables condiciones de producción de la época, estableció un “pacto de lectura” con su cada vez más creciente público lector. Este pacto al que aludimos determinaba implícitamente, por un lado, cuáles eran las características del discurso periodístico informativo –tanto en el tratamiento y estructuración de la noticia como en los aspectos formales: los formatos y la diagramación del periódico -; y, por otro, suponía la aceptación de estas características por parte de los lectores. Estas modalidades de la producción discursiva periodística influenciaban en las rutinas, comportamientos y estrategias de interpretación de los lectores.
Pero a partir de mediados del siglo XX comenzaron a producirse una serie de transformaciones en el escenario cultural de las sociedades de masas que afectaron la hegemonía de la prensa escrita en la difusión de la información y en la formación de la opinión pública. Destacamos entre dichas transformaciones el surgimiento y consolidación de la televisión como medio de comunicación. La televisión, en este caso, impactó de forma decisiva en los modos de acceso a la información de la población: con el “directo” se modificó lo que tradicionalmente fue la “primicia” periodística, la inmediatez entre el hecho que está sucediendo y su transmisión a millones de personas fue adquiriendo, cada vez más, ribetes insospechados, gracias a los avances tecnológicos como el satélite. En ese sentido, un ejemplo paradigmático ha sido la cobertura de la CNN del ataque a las torres gemelas.
Los modos de producción audiovisual imponen una nueva e indudablemente más atractiva representación del mundo: imágenes en movimiento, sonidos y música se convierten en los nuevos instrumentos para construir la información. La crónica de los acontecimientos se personaliza: vemos y oímos a sus protagonistas.
Ante estos cambios, el tradicional “pacto de lectura” entre el diario y su público, empezó a desgastarse, a perder vigencia y la prensa fue perdiendo espacios y lectores. Se hizo imprescindible una transformación que permitiera atraer de nuevo al público, había que ofrecerle al lector de periódicos un “modo de decir” interesante y diferente del televisivo.
Las transformaciones apuntaron a tres órdenes de estrategias enunciativas8: las relativas al formato, las vinculadas con los modos de tratamiento del contenido y la segmentación temática para sectores diferenciados de lectores.
En relación al formato: una diagramación más atrayente, menos solemne, en la que se destaca el peso cada vez más fuerte de las imágenes (fotos, caricaturas, infografía) y el estallido del color en las páginas otrora monótonamente grises. Una tendencia al destacado de los titulares, mediante el aumento del tamaño de la tipografía. Incluso los diarios “serios”, se animan –cuando la ocasión lo amerita- a un título ‘catástrofe’. También sufre modificaciones, en ciertos casos, el tamaño del periódico, con una tendencia a formatos más pequeños.
Respecto de los modos de tratamiento del contenido, estos cambios son más radicales, ya que tienen que ver con la manera de construir la noticia: predominan el análisis y profundización de la información, se observa un aumento significativo de la presencia de artículos que siguen una estructura argumentativa y en donde se fortalece el denominado “periodismo de opinión”, ya no sólo en las editoriales sino en un sinnúmero de notas firmadas por periodistas y también por colaboradores provenientes de diversos campos disciplinares (sociólogos, politólogos, psicólogos, economistas, filósofos, escritores, entre otros); se produce un importante desarrollo del periodismo de investigación en torno de temas y hechos sobresalientes. Prácticamente perdida la posibilidad de la primicia, el diario nos ofrece a cambio el espacio para la reflexión, para el análisis de causas y consecuencias y para la interpretación de lo que está detrás del mero acontecimiento. Esta modalidad discursiva propone explícitamente una representación argumentativa particular de los acontecimientos ‘construidos’ por las “noticias”, es decir, una representación que se estructura en torno de una tesis o conjunto de proposiciones que, a partir de un razonamiento, traducen directa o indirectamente (mediante aserciones, juicios, etc.) la toma de posición de un sujeto ante a una temática.. Los editoriales y los artículos de opinión de columnistas y otros redactores “conforman el discurso de opinión más ampliamente divulgado en la sociedad (..)[aunque] su influencia se puede atribuir más a la influencia de las elites que a la influencia popular masiva.“ (van Dijk, 1997, p. 276, el agregado entre corchetes es nuestro).
En esta puesta en discurso de las opiniones se va generalizando una característica fuertemente vinculada con la consolidación de los sistemas democráticos: la confluencia polifónica de los puntos de vista de diversos actores sociales. Así, el discurso periodístico, en tanto que discurso público por excelencia, se constituye en el lugar en el que se inscriben las pugnas del universo de creencias de una comunidad. Es el discurso que legitima o deslegitima, incluye o excluye, las diversas representaciones sociales que emergen en el escenario social. Por lo tanto, en los textos que conforman el archigénero de opinión es factible establecer distinciones entre los modos de construcción de la realidad social en devenir en el discurso periodístico, según las operaciones de puesta en discurso (inclusión / exclusión; legitimación / deslegitimación) de los diversos sistemas de creencias e ideologías de los distintos grupos y actores sociales.
Otra característica, desprendida de la anterior, es una paulatina pérdida del anonimato debido al hecho de que la mayoría de las notas son firmadas por sus redactores. Al individualizarse el autor se personaliza el discurso y, en consecuencia, el periodismo gráfico deja de lado el efecto de pseudo-objetividad que le daba el anonimato.
A las peculiaridades enumeradas se agregan los suplementos dirigidos a franjas de público bien delimitadas (jóvenes, niños, mujeres, entusiastas de los deportes, usuarios de computadoras, economistas), la incorporación de la revista semanal como parte de la oferta del periódico y los números especiales que acompañan algún acontecimiento social de relevancia. Esta segmentación temática para sectores diferenciados de lectores estaría en consonancia con las tendencias hacia la fragmentación e individuación anteriormente explicitadas.
Un fenómeno interesante que deberemos analizar, en la medida en que se consoliden y sistematicen sus prácticas lectoras, es el periódico en soporte digital. Actualmente, la mayoría de los diarios de relevancia tienen su versión en Internet. Si bien en un comienzo, ésta era simplemente una transposición del periódico impreso, con el tiempo ha adquirido identidad propia, por la incorporación de todas las posibilidades que brinda el soporte multimedial y la estructuración hipertextual. El diario digital, en la medida en que se consolida como una nueva “forma de la expresión” genera, con sus lectores, un contrato de lectura diferente. Incluso le devuelve al periódico la capacidad de recuperar la primicia, dada las posibilidades del formato.

A modo de cierre

Los textos escritos (libro, periódico), las prácticas lectoras a ellos asociadas y los lectores se han transformado. En este proceso han incidido diversos factores: la aparición y posicionamiento de otros medios de comunicación con sus correspondientes “formas de la expresión”, cambios socioculturales tales como el rechazo del canon, la creciente individuación del sujeto, la fragmentación como característica de reconocimiento y apropiación, la pérdida del orden progresivo y lineal de la lectura y la proliferación caótica de textos impresos.
En algunos casos, como el de la prensa gráfica, debido quizás al imperativo económico, se debió generar una serie de transformaciones y re-pactar un nuevo contrato de lectura. Pero la lógica del desarrollo del conocimiento que el libro tradicional representaba no es tan fácil de reconvertir.
Por su parte, las características de los nuevos formatos textuales como el hipertexto están generando nuevos modos de interacción con el texto (ya no impreso sino electrónico), cuyas características aún no terminamos de perfilar.
Al comienzo afirmamos que no se ha perdido la lectura –en un sentido amplio-, que lo que está mutando son las modalidades de lectura, debido a la aparición de nuevos soportes textuales y modalidades enunciativas. Los lectores “nostálgicos” (Chartier, 1998) lo resienten. Aunque todavía es muy pronto para cerrar un diagnóstico definitivo.

Notas

1 Esta información ha sido extractada del libro Historia de la lectura en el mundo occidental de Cavallo & Chartier.
2 Entendemos por texto a todo “conjunto sígnico coherente” (Lotman);en tal sentido, consideramos texto no sólo los producidos en lengua natural, sino también mediante otros sistemas semióticos: un cuadro, un vídeo, un film, una puesta teatral, etc.
3 Eco utiliza el término texto en un sentido abarcador, por lo tanto su noción de “texto” subsume la distinción que nosotros hacemos entre texto y discurso
4 Hemos basado este análisis en las “Modalidades” del deber y del poder, categorías propuestas por la Semiótica discursiva (Cfr. Greimas & Courtés, 1990; Courtés, 1997; Fontanille, 2001)
5 Este aspecto fue desarrollado en nuestra investigación “Modos de reconocimiento de los géneros audiovisuales en distintos grupos sociosemióticos” (1998)
6 La hipercodificación, planteada como modo de producción semiótica, consiste en la existencia de reglas propias de la “puesta en discurso” (reglas retóricas, reglas de géneros o tipos textuales, entre otras), que se sobreañaden a las reglas del lenguaje base (=código). A su vez, es factible postular un trabajo por hipercodificación como modo de reconocimiento, lo que daría origen a un “pacto de lectura” entre las instancias productoras y consumidoras de un discurso dado
7 Recuperamos, en este apdo., algunos de los resultados obtenidos en nuestro proyecto de investigación “Desafíos de una educación para el futuro: el desarrollo de nuevas matrices cognitivas en el marco de la videocultura y de las NTCI” (2003).
8 Trabajamos sobre los cambios observados durante la última década en los diarios argentinos.
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Dirección URL del artículo: http://bdigital.uncu.edu.ar/117.
Fecha de consulta del artículo: 30/08/12.


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