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por Enrique PINTI
La amistad es una de las cosas más preciadas con las que puede contar el ser humano. Tener amigos es no estar solo. Tener amigos significa mucho más que cafés compartidos, fiestas, júbilo, casamientos, bautismos y funerales. La amistad sincera y profunda crea lazos más fuertes que los familiares, pues es archisabido que a la familia no se la elige y a los amigos sí: que los amigos son producto de nuestra libre elección basada en hechos y no en preceptos, en cosas concretas y no en deberes convencionales. Pero, como todas las cosas, la amistad tiene manifestaciones contradictorias y, así como no es lo mismo simplicidad que simplismo, autoridad que autoritarismo, libertad que libertinaje y pudor que pacatería, tampoco son la misma cosa la amistad que el amiguismo. Curioso subproducto degenerado de algo tan noble como la amistad, el amiguismo es uno de los peores enemigos de las sociedades, y se pone en evidencia en todos los medios, profesiones y clases sociales. El amiguismo hace que ocupen cargos inmerecidos personas que saben ponerse bajo el ala del poderoso de turno aprovechando una vieja amistad o sobreactuando una relación reciente, debido, más que a la afinidad de caracteres, a la posibilidad de sacar tajada ante el encumbramiento del ahora influyente. Todos sabemos y hemos podido comprobar la cantidad enorme de “grandes amigos” que aparecen de la nada cuando pasamos por un buen momento. Es increíble como nos aman y elogian, cómo recuerdan anécdotas que nosotros no logramos ubicar en el tiempo o que las tenemos borrosamente archivadas en el limbo mental de lo que no fue tan importante. Pero ellos sí las recuerdan, y con lujo de detalles. No faltan los supuestos grandes amigos del pasado que cuando nos ven en un presente venturoso no vacilan en recordarnos que nos pagaron el café con leche con medialunas en momentos de hambre que nosotros sabemos que, gracias a Dios, no han sido tan desesperantes, pero ellos, nuestros amiguísimos, en su afán de obligarnos a compartir nuestras riquezas de ahora, nos describen con precisión alevosa.
Todos sabemos también lamentablemente la cantidad de “borrados” en nuestras listas amistosas cuando nos va mal. Entonces se declaran “conocidos y gracias”, se despegan con velocidad supersónica y cruzan de vereda cuando nos ven en algún lugar. Es lo mejor que nos puede pasar porque a estos amigos, ¿quién los necesita? Lástima que a veces nos lleve demasiados años, amarguras y energías malgastadas darnos cuenta de quién es quién.
Pero el amiguismo tiene deformaciones muy difíciles de entender para el dinosaurio que esto escribe, que considera que la amistad es un bloque, que puede ser amigo de gente que piense distinto en muchos aspectos de la vida y que cree que una de las mejores cosas de la amistad es el intercambio de opiniones, que, más allá de las agrias discusiones que generan, crean un vínculo de compromiso mucho mayor porque uno aprende a respetar a sus opuestos, a sus complementarios y a sus almas gemelas. Pero hay valores que marcan a fuego una amistad. No poder ser amigo de una persona que apoya actos de destrucción, racismo, prejuicio o violencia es para mí un principio de vida. Por más amigo que haya sido de alguien, si ese alguien aplaude actos intolerantes y violentos, esa amistad se termina ahí sin olvidar buenos momentos y agradeciéndolos. Pero se termina y punto. No logro entender cómo, “porque es amigo”, se pueden justificar, apoyar, votar, disimular, ignorar o callar cosas que estén en nuestras antípodas de conductas de vida. Amigos son los amigos, con diferencias, con matices, con posiciones diversas, pero con comunes denominadores de respeto por principios de vida que no deben quebrarse. El amor es ciego; la pasión, sorda; la calentura, muda, pero la amistad, esa elección libre y racional, emotiva y al mismo tiempo pensante, tiene que estar por sobre el sexo, la pasión y la lujuria. Tiene que ser lealtad, compromiso, paciencia y respeto para que sea amistad y no amiguismo.
La Nación Revista 20/1/2008
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domingo, 20 de enero de 2008
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