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domingo, 20 de enero de 2008

Christopher Lasch - Autoestima sin rebajas

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La crítica del sociólogo Christopher Lasch

La idea de no culpabilizar a nadie ha creado desde la escuela una gran preocupación por la autoestima. Al mismo tiempo, la reivindicación del derecho a la diferencia lleva a que cada grupo o minoría interprete cualquier crítica como una ofensa. Sin embargo, los hechos son testarudos y el choque entre la alta idea de uno mismo y la realidad acaba produciendo crisis de autoestima. Tal vez sea que, como advierte el sociólogo Christopher Lasch en su libro La rebelión de las élites (1), nuestra atención a la autoestima es hoy enfermiza.

Al trazar el perfil de la sociedad norteamericana actual, Lasch observa que "dedicamos la mayor parte de nuestra energía espiritual a combatir la vergüenza y la culpa, con la finalidad de que las personas 'se sientan bien consigo mismas'". En la vanguardia de ese esfuerzo hay bastantes psiquiatras, dedicados a curar a pacientes que pasan crisis de autoestima. Pero lo significativo del caso es que este problema se ha generalizado.

Se pone tanto empeño en no culpabilizar a nadie y en defender toda diversidad que cualquier minoría puede parapetarse tras opiniones propias, impermeables a toda crítica. Cada grupo se segrega, incluso físicamente, con sus propios dogmas (grupos de homosexuales, de feministas, minorías étnicas, etc.). Se produce así una "balcanización de la opinión", en la que nadie está dispuesto a ceder, para que no sufra la autoestima del grupo.

Doble rasero

Esta situación de las minorías, se reproduce a escala general por el doble rasero con que se juzga a las personas en la sociedad. Por un lado, desde ámbitos como la enseñanza, la política o las Iglesias, se tiende a fomentar la autoindulgencia, mientras que, por otro, se impone la competitividad laboral y se extiende el criterio de juzgar a las personas en función del éxito, lo que continuamente pone en cuestión la estima personal.

Para Lasch, hemos pasado de la aristocracia de nacimiento a la aristocracia del talento mediante algunos mecanismos: la comprobación de la inteligencia por el mercado laboral, el abandono del principio de antigüedad a la hora de ascender en la empresa y la creciente influencia de la educación escolar. Incluso, con el desarrollo de la igualdad de oportunidades en la educación, los que se quedan atrás tienen menos motivos para quejarse legítimamente de su suerte, lo cual perjudica su autoestima.

Pero el éxito social o laboral no basta para garantizar la autoestima. La feminista Gloria Steinem reconoce en La revolución desde dentro que ha encontrado mujeres con una buena carrera profesional que se quejan de falta de autoestima. Y es que no es extraño que, con modelos de éxito personal tan reducidos, no estén satisfechos ni siquiera quienes lo consiguen.

El éxito no basta

La opinión de Lasch –y de otros sociólogos por él citados– es que basar la autoestima en el éxito económico y social es un falso remedio. Con este índice, el ideal de persona valiosa –merecedora de respeto– se cifra en ser capaz de alcanzar resultados económicos óptimos, al margen de otros criterios.

Esto es casi afirmar que el dinero lo es todo o que importa más que otras cosas buenas. Puesto que el sistema de libre mercado crea necesariamente desigualdad, algunos críticos sociales –que no cuestionan en conjunto el sistema económico– opinan que habría que "restringir el ámbito de la vida en que importa el dinero" (Mickey Kaus) para evitar que los que lo tienen se crean superiores por eso.

Lasch apoya esas propuestas: "El lujo es algo moralmente repugnante, y además, su incompatibilidad con los ideales democráticos ha sido reconocida constantemente en las tradiciones que configuran nuestra cultura política. La dificultad de limitar la influencia de la riqueza hace pensar que lo que hay que limitar es la riqueza". Lo difícil es saber cómo.

Cuando un mal social –como la crisis de autoestima– se transforma casi en epidemia, hay que pensar que quizá la propia sociedad lo esté fomentando o, al menos, que no cuenta con suficientes vacunas para rechazarlo.

La estrategia de la desvergüenza

Una vez diagnosticado el mal, lo importante es encontrar la terapia adecuada. Y lo que critica Lasch es que para curarnos en salud hemos tomado el camino más fácil: rebajar los ideales para evitar las decepciones.

Para no correr el riesgo del desengaño, "nos vacunamos con la irreverencia". Adoptamos la "estrategia de la desvergüenza", que describe con estas palabras: "Por todas partes hay una exhibición sin restricciones de las emociones y del cuerpo, un desfile de secretos, una desconsiderada intrusión de la curiosidad... Se ha vuelto difícil expresar sentimientos tiernos, sentimientos de respeto, de admiración, de idealización, de veneración. Casi es 'de buen tono' mostrarse irreverente (...). La cultura de la desvergüenza también es la cultura de la irreverencia, del desenmascaramiento y la devaluación de los ideales".

Esta mentalidad de subterfugio se manifiesta también en la enseñanza. Con influencia rousseauniana, se considera a los niños como lo más parecido a Adán y Eva en su estado original, sin vergüenza alguna. Y, confiados en su bondad natural, se les anima al desarrollo espontáneo, sin trabas sociales. Tal criterio es valioso si sirve para liberarles del dirigismo excesivo del profesor.

Pero, a la vista de los resultados, parece contraproducente si lleva a los profesores a aprobar o excusar a los alumnos cuando no lo merecen (ver abajo: "La falsa autoestima, en el banquillo de los acusados").

A partir de ahí toma fuerza el argumento relativista, buen caldo de cultivo intelectual de la desvergüenza social. El relativista está dispuesto a aplaudir a casi todos por corrección, antes de conculcar el dogma del "prohibido prohibir", que a duras penas sobrevive al avance del poderoso "haz lo que quieras, siempre que no molestes".

Dice Lasch: "Por temor a desagradar, pocas veces decimos lo que pensamos. Estamos decididos a respetar a todos, pero hemos olvidado que el respeto hay que ganárselo. El respeto no es lo mismo que la tolerancia o la valoración de 'modos de vida y comunidades alternativas'. Ésta es la interpretación turística de la moralidad. El respeto es lo que experimentamos en presencia de logros asombrosos, caracteres admirablemente formados, talentos naturales bien empleados. Supone el ejercicio del juicio discriminativo, no la aceptación indiscriminada".

Aunque Lasch reconoce que algunos críticos del relativismo simplifican el problema, advierte que no podemos despreciar sus preocupaciones. Pues cualquier terapia de la autoestima necesita sostenerse sobre una escala de valores y de expectativas sociales. Y es imposible construir una escala sin puntos de referencia, sin un mínimo orden.

Sin rebajar los ideales

Pero rebajar los ideales y decir que todo vale no soluciona nada. A lo largo de su vigoroso análisis, Lasch apunta la necesidad de no dejar la religión al margen de la cultura, pues piensa que desde el ámbito religioso es más fácil redescubrir la dignidad humana y combatir con sentido las crisis de la autoestima.

Algunos han subrayado también que el hombre, a diferencia de los animales, tiene la capacidad de salir de sí mismo y ver el mundo desde donde lo ve otra persona. Esta idea apunta que la autoestima y el poder "ser uno mismo" tal vez salgan reforzados gracias al empeño con que miramos desde donde miran los demás. Pues sabiendo lo que otros quieren, podremos servir mejor.

Quizá la terapia de la autoestima estribe –más que en la inteligencia– en esa virtud que Marguerite Yourcenar consideraba la más elevada, "la firme determinación de ser útil".

José María Garrido, Aceprensa, 16/10/1996

1) Christopher Lasch. La rebelión de las élites. Y la traición a la democracia. Paidós. Barcelona (1996). 237 págs. 2.250 ptas. T.o.: The Revolt of the Élites and the Betrayal of Democracy.


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1 comentarios:

Anónimo dijo...

Que buena descripcion de estas epocas. Y que dificil ser uno mismo.