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jueves, 9 de septiembre de 2010

Entrevista a Zygmunt Bauman - "el imperio del individuo"

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por Juana Libedinsky



Protagonista insoslayable del debate sociológico contemporáneo, el autor de Modernidad líquida habla del peligroso debilitamiento de la solidaridad social y de la consecuente fragilidad de los lazos humanos, tema de su último libro, Liquid Love (Amor líquido)



Para muchas personas la jubilación es particularmente traumática porque la ven como símbolo del fin de su vida útil profesional. Esa gente haría bien en recordar a Zygmunt Bauman. Si bien el eminente sociólogo polaco desarrolló una intensa carrera en Europa durante varias décadas, fue a partir de 1990, después de su alejamiento de las aulas de la Universidad de Leeds, cuando además de hacerse cargo de toda la cocina en el hogar desplegó su más prolífica producción intelectual.

Florecimiento tardío, lo llamaron algunos. Otros directamente se refieren al "fenómeno Bauman". La realidad es que, al borde de los 80 y sacando casi un libro por año, se ha convertido en el nuevo protagonista del debate sociológico contemporáneo con conceptos como "modernidad líquida", también título de uno de sus libros más importantes, en el que desarrolla la idea de que cuando lo público ya no existe como sólido, el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso caen total y fatalmente sobre los hombros del individuo

"Nos gustan lo nudos que atan fuerte, pero que se pueden deshacer con facilidad en cualquier momento, lo cual suele ser fuente de sufrimiento, autorrecriminación y una conciencia muchas veces intranquila -dice en diálogo con LA NACIÓN. El tema es parte de las reflexiones de Liquid Love (Amor líquido), libro que acaba de salir en inglés y en el que analiza cómo afecta a los vínculos amorosos la sociedad líquida en la que vivimos. "Lo que nos gustaría, en realidad -dice-, es poder poner en cada relación un cartel de que se trata de un compromiso ?hasta nuevo aviso´".

No es una visión particularmente alegre, pero varios de sus colegas aseguran que se trata de un pesimismo vinculado con su origen. Bauman es un polaco judío que sobrevivió a la Segunda Guerra refugiándose en la Unión Soviética; más tarde, en 1968, durante una nueva oleada de antisemitismo en la Universidad de Varsovia, debió abandonar nuevamente su país y, esa vez, recaló en Israel para irse luego, en 1972 y, ya definitivamente, a Inglaterra.

El pesimismo de Bauman puede rastrearse en muchas de sus obras -entre otras, Modernidad y Holocausto, La globalización: consecuencias humanas, Comunidad, Etica posmoderna y La sociedad sitiada- en las que se ocupa de temas como el Holocausto, los desafíos de la globalización, las encrucijadas de la ética y la pérdida del sentimiento comunitario.

Sin embargo, el de Bauman es también un mensaje de esperanza: "¿Por qué escribo libros? ¿Por qué pienso? ¿Por qué soy apasionado? Porque las cosas pueden ser distintas, pueden mejorar. Mi papel es el de alertar a la gente sobre los peligros que acechan para que hagan algo", dice este confeso fanático de Borges: "Aprendí de él, más que de ningún sociólogo, sobre la condición humana, sobre la lealtad a la vocación de conocimiento y sobre los límites de nuestra capacidad de comprensión. Cuentos como "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard", "La biblioteca de Babel", "El inmortal", entre tantísimos otros, son para mí los ejemplos supremos de lo que la sociología podría llegar a descubrir si pudiera (¿o se le permitiese, quizás?) admitir la ambivalencia incurable del "ser humano en su mundo" y el exceso de preguntas que nacen de este ser muy por encima de las respuestas que él mismo puede dar."

Lo han llamado "el profeta de la posmodernidad" pero no es un título que lo convenza demasiado. "Posmodernidad era un término puramente negativo y, por lo mismo, un concepto interino, temporario. Señalaba que nuestro mundo no era moderno en el sentido tradicional del término y que era lo suficientemente distinto como para requerir una nueva denominación, pero no nos decía de qué manera el mundo nuevo era diferente de su predecesor. Modernidad líquida es un término positivo: señala la diferencia que es la volatilidad. La característica definitoria de los líquidos es la imposibilidad de mantener su forma y, a la vez, su vulnerabilidad. Eso es precisamente lo que diferencia a la sociedad actual de aquella de la modernidad en su fase sólida, que buscaba ser duradera y resistente al cambio", explica.

-¿Por qué sostiene en su libro que esta nueva sociedad está sitiada?

-Porque aquello que seguimos llamando sociedad, esa cualidad imaginaria en la que política y poder confluyen, está siendo atacado por dos frentes. Por un lado el poder se está evaporando hacia arriba, al espacio planetario, que es el dominio de los negocios extraterritoriales. Por el otro, la política se escapa hacia el espacio de las fuerzas del mercado y de lo que llamo la "política de la vida": el espacio de los individuos con alianzas tenues que tratan con esmero -pero con resultados prácticamente nulos- de encontrar soluciones privadas a los problemas públicos. Las instituciones políticas heredadas de los tiempos en que el poder y la política estaban al nivel del Estado-nación moderno se mantienen atadas a una localidad exactamente como antes, sin la posibilidad de resistir -y ni qué hablar de controlar- las presiones de lo poderes globales. De esta manera están imposibilitadas de desempeñar sus papeles tradicionales y los ceden a las fuerzas del mercado o las dejan abiertas a la iniciativa y a la responsabilidad individual. El resultado final es el sentimiento generalizado de que cada uno de nosotros está por las suyas, de que nada se gana uniendo las fuerzas y preocuparse por una buena sociedad es una pérdida de tiempo: es el debilitamiento de la solidaridad social con la consecuente fragilidad de los lazos humanos.

-¿Cómo influye esto en nuestra búsqueda de la felicidad?

-La nuestra es una sociedad crecientemente individualizada, en la cual el ser competitivo, más que solidario y responsable, es considerado clave para el éxito. Y dado que la felicidad de larga duración, la felicidad que crece en el tiempo gracias a su cultivo cuidadoso y paciente, es concebible sólo en un entorno predecible y en el que se respeten las normas, la búsqueda de momentos felices o de éxtasis episódicos está tendiendo a reemplazarla. La felicidad es vista como momentos, como encuentros breves, más que como un derivado de la consistencia, la cohesión, la lealtad y el esfuerzo a largo plazo que sostenían la mayor parte de los filósofos modernos.

-¿Y cómo afecta a las relaciones humanas, sobre todo al amor?

-Hace que la relaciones entre las personas se vuelvan de una extrema ambivalencia y ansiedad. Por un lado, en un ambiente líquido necesitamos amigos más que en ningún otro momento del pasado. Por otro lado, sin embargo, la amistad es un tango para dos y requiere de un compromiso firme y permanente, que nos puede atar las manos en caso de que la situación cambie y aparezcan nuevas oportunidades más atractivas. El problema es que esas condiciones no son las ideales para que florezcan la verdadera amistad, ni el amor.

-¿Por qué considera que el eslogan "pensar globalmente, actuar localmente" es hoy errado y peligroso?

-Los problemas generados globalmente pueden ser resueltos solamente por una acción global. Hay dos posibles repuestas a la dependencia global. Una es la estrategia de atrincherarse: cerrar todas las puertas con llave con la esperanza de poder crear para nosotros un pequeño nicho de seguridad frente al territorio salvaje que hay afuera. Es la estrategia equivocada, porque en el planeta globalizado la democracia, la seguridad o el bienestar de un solo país es imposible. Nadie puede sentirse seguro a menos que habite un planeta seguro. La segunda alternativa, y para mí la única lógica, es la responsabilidad global, que significa aceptar la responsabilidad que ya de hecho cargamos, a sabiendas o no, del bienestar y la supervivencia de los demás, y actuar de acuerdo con esa responsabilidad.

-¿Pero es posible la convivencia pacífica en un contexto en el cual un grupo (como el fundamentalismo islámico hoy) tiene capacidad de actuar en cualquier lugar, y los países y ciudadanos están temerosos de sus propias minorías?

-Es que prácticamente no hay alternativa a intentar vivir juntos en paz y respeto mutuo (es decir, la otra alternativa, la única, es morir juntos). Para tomar un concepto de Claude Lévi-Strauss, podemos decir que en la era de la modernidad clásica, "sólida", los problemas que menciona eran atacados por una combinación de estrategias antropofágicas (es decir que se "devoraba" a las minorías étnicas, culturales, religiosas o lingüísticas a través de la asimilación forzosa) y antropoémicas (se las forzaba a emigrar o directamente se las aniquilaba físicamente). Ninguna de estas dos estrategias puede llevarse a cabo hoy sin una condena global y, con un poco de suerte, con acción acorde, como ocurrió en Bosnia y Kosovo pero no, para nuestra vergüenza, en Ruanda y muchos otros lugares. La única ruta que está abierta es la de aprender a respetar al otro y negociar un modus vivendi a través de un diálogo que se mantenga en el tiempo. No digo que sea fácil, pero sí insisto en que en nuestros tiempos, como nunca antes, las demandas éticas y los intereses propios de la supervivencia apuntan en la misma dirección y sugieren idénticas estrategias.

-¿Cómo se evita afectar a la gente inocente de una cultura o religión considerada una amenaza, al tiempo que se refuerzan las medidas de seguridad?

-Estereotipar a los otros, ponerlos en una categoría "culpable" y por lo tanto convertirlos en sospechosos a priori es la peor y más ineficiente manera que uno puede imaginar de reforzar la seguridad. Ningún terrorista puede hacer tanto daño a nuestra seguridad como nosotros mismos al responder a sus amenazas coartando los derechos humanos de tal manera. La presencia de otros en nuestro ambiente implica, por supuesto, un riesgo, pero significa también una gran oportunidad de aprender el arte de la convivencia mutuamente beneficiosa. Es decir, tratar al otro como nos tratamos a nosotros mismos: no como una categoría predefinida sino como un conjunto de individuos, buenos o malos, razonables o no, pero todos pertenecientes a la misma especie humana, con lo mismos sueños y con las mismas cosas sin las cuales no podemos vivir. Las lágrimas de las madres que perdieron a su hijo, o las de los niños que quedaron huérfanos parten el corazón y son igualmente amargas en cualquier cultura o religión.

-Ya no nos sirve "posmodernidad". ¿Tampoco sirve un término como "multiculturalismo"?

-Repito: en un planeta globalizado no hay "afuera", no hay "tierra de nadie" a la cual "los otros" puedan ser deportados. Las diferencias culturales y todas las otras están aquí para quedarse. Pero "multiculturalismo" puede entenderse de dos maneras muy distintas. La manera incorrecta: toda idiosincrasia cultural es igualmente buena e intocable sólo por ser idiosincrásica. Y está la manera correcta: aquí estamos todos, tan diferentes como la historia nos ha hecho y, porque somos diferentes pero todos humanos, cada uno de nosotros debe enriquecer el contenido de nuestra común humanidad a través de la convivencia. Esa convivencia debe incluir, claro, como es habitual entre amigos, un debate continuo y serio sobre los valores y los méritos de cada contribución. Porque inevitablemente algunas soluciones culturales a problemas humanos compartidos son mejores que otras, y son las mejores las que más van a contribuir a la causa de la felicidad humana.


Diario La Nación 26/12/2004.-


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