por Enrique Pinti
El teatro es un juego. Un juego que juega a hacer creer que son verdades las tramas urdidas por un autor, representadas por actores que se creen todas las peripecias y sentimientos de sus personajes de ficción y que transmiten al público todo tipo de sensaciones, de la alegría al llanto, pasando por la indignación, el miedo, la reprobación, la identificación y el distanciamiento. Es un arte milenario que ha sido pasión de multitudes en la antigua Grecia, alegría y divertimento para elites cortesanas, auto sacramental jugado en atrios eclesiásticos, entretenimiento popular para borrachos de taberna y pan cotidiano de cómicos de la legua yendo de plaza en plaza por ciudades y aldeas. Se transformó en ópera, ballet, comedia, tragedia, sainete, entremés, revista, circo, Grand Gignol, teatro de títeres y marionetas, sátiras políticas y crítica de costumbres.
En su largo recorrido, el teatro pasó por todas las culturas y momentos históricos, y siempre fue un juego. Los que abrazamos la vocación de teatristas lo asumimos, lo aprendimos, lo perfeccionamos y, sea cual sea nuestra especialidad, estilo y disciplina, seguimos jugando a ser otros con la complicidad de un público que entra en la sala con esa premisa y al que hay que interesar, seducir, atrapar, entretener y cautivar para que amen u odien, no a nosotros como personas, sino a esos personajes que imaginó un autor de aquí o de cualquier lugar, de nuestra época o de siglos antes de Cristo. Todos sabemos las reglas; nadie es llamado a engaño, y, por unas horas, ellos, ahí sentaditos, nos entregan sus mentes y sus deseos de diversión, reflexión o debate; nosotros hacemos todo lo mejor que podemos y, si nos sale mal, si no nos creen, si se aburren o se duermen, el juego habrá fracasado: los actores le echaremos la culpa al autor; el autor, al director y a los actores; el director, al autor, y los actores y todos, al público, que no sabe apreciar lo bueno. En cuanto al productor, su estado de ánimo oscilará entre el envenenamiento de toda la compañía en la cena de despedida y la inútil explicación del fracaso, que, al igual que el éxito, no la tiene.
El cine, con muchas más complicaciones técnicas y de producción, es lo mismo, y trata de captar el interés del soberano de una forma u otra. Y todos saben de qué va la cosa: jugar y hacer creer. Y cuando la representación teatral o la película termina, el público se va a cenar, a tomar un café; a comentar, si es que vale la pena hacerlo, y a dormir, que mañana será otro día y la realidad nos espera con situaciones que, para bien o para mal, no serán tramas urdidas por ningún autor y jugadas por actores, a menos que estemos tan mal de la cabeza como para creer que nuestra suegra, nuestro jefe, nuestra pareja y nuestros hijos son producto de una ficción (y a veces nos lo parecen, es cierto).
Todo eso era así hasta que, rizando el rizo, apareció el reality. Allí se juega siendo uno mismo, pero con pautas que pueden no ser las propias, sino que obedecen a tramas pensadas por una producción sobre la base de seres reales que deben comportarse haciendo creer al soberano (que a estas alturas es más bien un sirviente) que todo lo que se dice y se hace es verdad. Pero no es verdad, es un juego que hay que saber jugar siendo uno mismo, y vender esa supuesta realidad sin transgredir códigos que alguien conoce y transmite desde un lugar de poder mediático. Tener cintura mediática es todo un trabajo: requiere mucha más energía que aprenderse e internalizar una tragedia griega o un drama de Arthur Miller; hay que enojarse hasta cierto punto, porque si se exagera, se sobreactúa, o, peor aún, se siente bronca real, el juego deja de ser juego y se convierte en carta documento, juicio penal y/o criminal, y requerirá levantarse al alba para hacer perder el tiempo a jueces y magistrados, que postergarán causas más reales por estas del reality. Y ¡siga el baile!, como decía el inolvidable Alberto Castillo en épocas más tranquilas y más claras, donde los máximos "bolazos" que se consumían eran falsos romances promocionales y amoríos de estrellitas con estancieros. El juego hoy es éste; da rating, da millones y, a veces, da un poco de risa amarga. Los que seguimos jugando como antes seguiremos haciéndolo, iremos a entrevistas y promocionaremos nuestro trabajo con la seguridad de que las modas pasan pero una gran parte del soberano sigue prefiriendo las reglas claras. Si jugamos, jugamos; y si tenemos algo real que decir, lo diremos, sin jugar.
.
1 comentarios:
Ese juego que menciona Pinti nos remite a lo que en dramaturgia se llama "pacto de ficción" cuya participación del espectador (receptor) es fundamental. Lamentablemente, hoy día, sólo los buenos actores logran respetar dicho pacto. Ej. En "Esperando la carroza" nos sumergimos en el personaje de la Nona y nos olvidamos por completo de que bajo esa peluca de cabello blanco y ese manto de lana todo gastado se encuentra Antonio Gasalla. Es en ese punto donde el objetivo se cumple. Pero volviendo al concepto de juego, ¿Hay algo más emocionante que el ritual de asistir a una función teatral o ver una película en el propio cine y sumergirnos en ese mundo de ficción que se nos intenta transmitir hasta sentirnos parte del mismo ni bien en la sala se apagan las luces por completo? Lamentablemente, desde hace tiempo ese ritual sagrado se encuentra desvalorizado por la proliferación de los video-clubs y el comercio tanto "legal" como clandestino de los DVDs. Gus. G.
Publicar un comentario