por Juan Sasturain
Hace medio siglo, famosamente, durante el movido invierno y la revuelta primavera de 1955, levantar la cabeza y escudriñar el horizonte se convirtieron en un reflejo porteño. La ruidosa caída de Perón llegó con tanques en la calle pero sobre todo con un cielo poblado de ominosos aviones tronadores que mantuvieron a la gente mirando para arriba. Y eso duró un tiempo. Sin embargo, cuando los fragores celestes equívocamente libertadores se extinguieron, los porteños siguieron largo tiempo forzando la nuca con la frente horizontal: buscaban la evidencia de lo fantástico, esperaban ver lo invisible, eso que todavía no se llamaban “ovnis”.
La enigmática denominación, traducción literal de los sajones “ufos”, tardaría en llegar. Sin embargo, con la velocidad de la luz, sin esperar que el lento sonido del nombre propio los alcanzara, los objetos ya estaban ahí desde hacía rato. Eso que supuestamente saturaba el cielo argentino –tan concurrido entonces como lo había sido durante una década la de pronto maltratada Plaza– eran los llamados “platos voladores”. Las películas norteamericanas de la incipiente ciencia ficción de Clase B en blanco y negro habían popularizado el formato y eso era lo que se veía. Algo familiar, accesible: el plato (sopero) convertía el espacio infinito en una mesa tendida en el comedor de la pensión.
En ese momento de apropiación casi festiva y sólo moderadamente paranoica del poblado cosmos, no aterrizaron en Buenos Aires los hombrecitos verdes ni –todavía– los Pargas inventados por Oesterheld para los dibujos del Solano López en Rolo, el marciano adoptivo. Estos llegarían, como anticipo de la nevada mítica que sólo salvó a Juan Salvo, recién al año siguiente. El que sí descendió por entonces sobre la ciudad como una buena noticia, portador de un evangelio profano y sutilmente escéptico, auténtico remedio para melancólicos, fue Ray Bradbury. Las extraordinarias Crónicas marcianas, publicadas ese mismo denso ’55 por Sudamericana para inaugurar la selecta colección Minotauro con la mejor ciencia ficción sajona, cayeron como un saludable aerolito en el campo del imaginario nacional.
Porque Bradbury –miope, prolífico, sentimental– no llegó solo sino que descendió de la nave literaria de la mano del casi extraterrestre Jorge Luis Borges. El maestro, que por entonces entraba en penumbras –¿no habrá sido ése el último libro leído con los ojos de su cara?– a la Biblioteca Nacional en medio de la apoteosis antiperonista, bendijo desde el prólogo las invenciones del yanqui y con su rutinaria perspicacia señaló las virtudes alevosas de un narrador que con el tiempo no envejecería como el buen vino sino como una coca al sol. Claro que las Crónicas eran –y siguen siendo– una maravilla.
Bradbury construía sus ficciones en un lugar cálidamente explosivo. Por un lado, la vida cotidiana de una próspera clase media yanqui de posguerra y guerra fría –plástico creciente, casas con jardín, electrodomésticos cromados, muebles funcionales, coches cada vez más largos, gaseosas, jopos, vaqueros e incipiente rocanrol– que de noche se desvelaba con la sombra ominosa de la hecatombe nuclear. Por otro, un escenario marciano desaforado y bello, mezcla de Sahara y Monumental Valley pintado por Matisse y fotografiado a toda página y a todo color para Life, más el silencio de un paisaje de Hopper posnuclear. Bradbury contó sus crónicas en la intersección de ambos mundos. Puso a sus yanquis con gasolineras y fiestas de Halloween y manoseos adolescentes en el asiento de atrás del Cadillac en el escenario de un Marte próximo en el tiempo y la imaginación. Y escribió lo que veía. Por encima de casas de vidrio con el vehículo estacionado a un metro del suelo en la puerta junto al canterito de césped azul, y a orillas de un desierto turquesa con rocas amarillas, las lunas rebotaban como pelotas de béisbol en un cielo metálico.
Ese mundo, ese efecto extraordinario de contraste –inverso del de El Eternauta, que trae lo extraordinario a casa– es la clave de la enorme seducción de las Crónicas. Si otros autores trabajaban el tema del anhelado y temido Contacto a partir del eje de la Invasión, con su connotación bélica, Bradbury pensó en términos de Colonización o menos que eso. Sus historias son precisamente crónicas, partes de posguerra o de post-ilusión. O todo ya terminó o no empezó nunca porque no encontraron nada. Pedaleando en el aire, sus terráqueos exiliados tratan de construir, reconstruir un mundo –el único que conocen– en el vacío. Sus gestos y rituales se parecen a las ceremonias religiosas esbozadas por los colonos en el desierto (el Oeste, la Pampa si se quiere) pero ya sin fe ni mística. Sin más saberes o hábitos que los del capitalismo satisfecho del consumo, los burgueses de Bradbury venden hamburguesas en la intersección de senderos azules...
Esa visión desacralizada, pedestre, melancólica, del contacto extraterrestre –nadie encuentra otra cosa que lo que va a buscar o lleva puesto– se actualiza cada vez que al mirar lejos o para Arriba, alguien no ve el Misterio sino la Oportunidad; y de ahí a confundir lo inexplorado con lo inexplotado hay un paso, una sola letrita. Ray supo ver eso, Georgie –que ya no veía– supo verlo a él, nos lo mostró a todos.
La enigmática denominación, traducción literal de los sajones “ufos”, tardaría en llegar. Sin embargo, con la velocidad de la luz, sin esperar que el lento sonido del nombre propio los alcanzara, los objetos ya estaban ahí desde hacía rato. Eso que supuestamente saturaba el cielo argentino –tan concurrido entonces como lo había sido durante una década la de pronto maltratada Plaza– eran los llamados “platos voladores”. Las películas norteamericanas de la incipiente ciencia ficción de Clase B en blanco y negro habían popularizado el formato y eso era lo que se veía. Algo familiar, accesible: el plato (sopero) convertía el espacio infinito en una mesa tendida en el comedor de la pensión.
En ese momento de apropiación casi festiva y sólo moderadamente paranoica del poblado cosmos, no aterrizaron en Buenos Aires los hombrecitos verdes ni –todavía– los Pargas inventados por Oesterheld para los dibujos del Solano López en Rolo, el marciano adoptivo. Estos llegarían, como anticipo de la nevada mítica que sólo salvó a Juan Salvo, recién al año siguiente. El que sí descendió por entonces sobre la ciudad como una buena noticia, portador de un evangelio profano y sutilmente escéptico, auténtico remedio para melancólicos, fue Ray Bradbury. Las extraordinarias Crónicas marcianas, publicadas ese mismo denso ’55 por Sudamericana para inaugurar la selecta colección Minotauro con la mejor ciencia ficción sajona, cayeron como un saludable aerolito en el campo del imaginario nacional.
Porque Bradbury –miope, prolífico, sentimental– no llegó solo sino que descendió de la nave literaria de la mano del casi extraterrestre Jorge Luis Borges. El maestro, que por entonces entraba en penumbras –¿no habrá sido ése el último libro leído con los ojos de su cara?– a la Biblioteca Nacional en medio de la apoteosis antiperonista, bendijo desde el prólogo las invenciones del yanqui y con su rutinaria perspicacia señaló las virtudes alevosas de un narrador que con el tiempo no envejecería como el buen vino sino como una coca al sol. Claro que las Crónicas eran –y siguen siendo– una maravilla.
Bradbury construía sus ficciones en un lugar cálidamente explosivo. Por un lado, la vida cotidiana de una próspera clase media yanqui de posguerra y guerra fría –plástico creciente, casas con jardín, electrodomésticos cromados, muebles funcionales, coches cada vez más largos, gaseosas, jopos, vaqueros e incipiente rocanrol– que de noche se desvelaba con la sombra ominosa de la hecatombe nuclear. Por otro, un escenario marciano desaforado y bello, mezcla de Sahara y Monumental Valley pintado por Matisse y fotografiado a toda página y a todo color para Life, más el silencio de un paisaje de Hopper posnuclear. Bradbury contó sus crónicas en la intersección de ambos mundos. Puso a sus yanquis con gasolineras y fiestas de Halloween y manoseos adolescentes en el asiento de atrás del Cadillac en el escenario de un Marte próximo en el tiempo y la imaginación. Y escribió lo que veía. Por encima de casas de vidrio con el vehículo estacionado a un metro del suelo en la puerta junto al canterito de césped azul, y a orillas de un desierto turquesa con rocas amarillas, las lunas rebotaban como pelotas de béisbol en un cielo metálico.
Ese mundo, ese efecto extraordinario de contraste –inverso del de El Eternauta, que trae lo extraordinario a casa– es la clave de la enorme seducción de las Crónicas. Si otros autores trabajaban el tema del anhelado y temido Contacto a partir del eje de la Invasión, con su connotación bélica, Bradbury pensó en términos de Colonización o menos que eso. Sus historias son precisamente crónicas, partes de posguerra o de post-ilusión. O todo ya terminó o no empezó nunca porque no encontraron nada. Pedaleando en el aire, sus terráqueos exiliados tratan de construir, reconstruir un mundo –el único que conocen– en el vacío. Sus gestos y rituales se parecen a las ceremonias religiosas esbozadas por los colonos en el desierto (el Oeste, la Pampa si se quiere) pero ya sin fe ni mística. Sin más saberes o hábitos que los del capitalismo satisfecho del consumo, los burgueses de Bradbury venden hamburguesas en la intersección de senderos azules...
Esa visión desacralizada, pedestre, melancólica, del contacto extraterrestre –nadie encuentra otra cosa que lo que va a buscar o lleva puesto– se actualiza cada vez que al mirar lejos o para Arriba, alguien no ve el Misterio sino la Oportunidad; y de ahí a confundir lo inexplorado con lo inexplotado hay un paso, una sola letrita. Ray supo ver eso, Georgie –que ya no veía– supo verlo a él, nos lo mostró a todos.
Diario Página12 19/9/2005.-
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1 comentarios:
Que grande Sasturain, cada día me convenzo más.
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