por Juan Cristóbal Cruz Revueltas
Licenciado en derecho (ITAM), maestro y doctor en filosofía política (La Sorbona, París I)
El hecho de que la obra que introduce el principio de representación como principio distintivo del Estado moderno se haga acompañar de la representación visual del Estado o Leviatán, obliga a interrogar la recepción filosófica y cultural de esta poderosa asociación de imagen y concepto. Prolongando el trabajo de Horst Bredekamp (2003), la hipótesis que presento a continuación defiende que el célebre frontispicio que adorna la obra mayor de Hobbes hace de la figura del Leviatán el sustento estructurante de nuestra iconografía política y, a la vez, de los problemas que enfrenta, aun en nuestros días, la noción política y estética de representación. Que lo político converja así con lo estético obliga a interrogar si en realidad lo que está en juego no es otra cosa sino el problema filosófico más amplio de la intersubjetividad. Visto así, la imagen del Leviatán funda las condiciones de representación, de visibilidad o invisibilidad, del Estado moderno y también de las condiciones y posibilidades de un mundo común.
DE LO SUBLIME EN KANT AL LEVIATÁN
Si bien el Leviatán es una imagen estructurante, en tanto que figura inaugural, ella no deja de ser afectada tanto por la transformación y la historia de los conceptos, como por los hechos históricos. En los que se refiere a los conceptos, una de las transformaciones más significativas para nosotros es la que se da a partir de Alexander Gottlieb Baumgarten (Aesthetica, 1750–1758), con quien el ámbito de los fenómenos sensibles, tradicionalmente considerados por la filosofía como una esfera inferior y subordinada al mundo inteligible, se constituye en un objeto válido y diferenciado de estudio. Siguiendo la puerta abierta por Baumgarten, es en la obra de Immanuel Kant donde se elaboran con mayor claridad las categorías intelectuales que condicionan en adelante la interpretación de una figura como la del Leviatán. Además, como se verá, el filósofo de Königsberg no puede no tener presente de alguna forma la figura del Leviatán.
En efecto, Kant interroga la relación entre representación (estética, Vorstellung) y lo político.1 Más aún, sólo admitiendo el supuesto de que la representación estética es la vía privilegiada para pensar lo político, se puede entender la Crítica del Juicio.2 El problema se plantea con claridad en una de las últimas anotaciones de la primera parte, dedicada precisamente al juicio estético, donde el autor señala que el paso del estado de naturaleza a la "sociabilidad legislada mediante el cual un pueblo constituye un ser duradero y general" (Kant, 1991: § 60), destinado a resolver el problema de reunir la libertad y la igualdad con la coacción, conlleva la necesidad de la invención del "arte de la recíproca comunicación". Es entonces, a partir de la experiencia estética, que se puede pensar a la vez la autonomía del individuo y la conformación de un mundo común, intersubjetivo (Kant, 1991: § 39).
El problema de la intersubjetividad no se plantea en el lugar donde se pudo haber esperado, es decir, en la Crítica de la razón práctica. En esta última no sólo se considera al sujeto desde la perpectiva de la actitud monológica y solipsista de quien examina in mente las propias máximas; también se contraponen la buena voluntad a la voluntad patológica, condicionada ésta por las inclinaciones sensibles. Kant tiene, entonces, buenos motivos para proceder así, pues, antes que la especie humana, la Crítica de la razón práctica supone que los verdaderos destinatarios de la ley moral son todos los seres racionales. Es decir, la condición de ser sensible no sólo no es requerida para cumplir con la ley moral, sino que es considerada como un obstáculo a salvar. A todas luces, la Crítica de la razón práctica no da pie a pensar la intersubjetividad sensible y ni siquiera la intelectual. Que sea entonces en la Crítica del Juicio donde se elabora la reflexión sobre la intersubjetividad, se explica por el hecho de que el problema termina por revelarse, de manera cercana a lo sucedido en el caso de Hobbes. La intersubjetividad no puede fundarse ni en una razón determinante de tipo cartesiana o de tipo científica, universal y necesaria (como lo había pensado Hobbes en un inicio), a saber, que ignora la sensibilidad propia a los seres humanos, ni en un puro sentimiento (psicológico) de simpatía por otros como nosotros tal y como lo proponen los empiristas (o, diría Hobbes, en una retórica que se contenta con un consenso de opinión y de pasiones desvinculadas de la verdad). Es justo en la reconciliación entre la sensibilidad y la razón, concebible en Kant gracias a la noción de gusto, una especie del sentido común —sensus comunis— que se pueden pensar efectivamente las condiciones de un mundo común.
Ahora bien, para entender cabalmente el problema de la representación estética en Kant, es necesario considerar que, en la Crítica del Juicio, obra que completa la estructura arquitectónica de las dos primeras críticas y desarrolla la teoría estética del filósofo, no sólo se incluye la experiencia estética de lo bello en sentido estricto.3 En la analítica de lo bello, también se considera otra experiencia o placer estético que como en el caso del objeto bello presupone un juicio reflexivo (distinto al determinante que es propio de la ciencia), pero que se distingue del juicio de lo bello por parecer contrario a un fin en nuestro juicio. Para dar un ejemplo puro (libre de juicios teleológicos) de dicho placer estético, el filósofo lo busca no en el arte, sino en la naturaleza bruta. Será entonces la figura de lo colosal lo que permite mostrar dicha experiencia, a saber, la de lo sublime (en este caso, lo sublime matemático referido a la cantidad y no a la cualidad). En otros términos, lo sublime es "la exposición de un concepto que es casi demasiado grande para toda exposición (que confina con lo relativamente monstruoso)",4 y que desborda toda representación. Es de notar que Kant menciona también como objeto sublime el océano, abismo sin fondo.
El vínculo entre lo sublime y la figura del Leviatán salta a la vista, pues ambos parecen indicar lo mismo: si el gigante Leviatán —monstruo marino (Schmitt, 2002: 138)— es un ser ante el cual "no hay poder sobre la tierra que le sea comparable", lo sublime es aquello que está "por encima de toda comparación" (Kant, 1991: § 28), lo que es absolutamente grande (Kant, 1991: 239). Por otra parte, lo sublime y el Leviatán son figuras de lo temible, incapaces de producir un placer positivo, una intensificación de la vida, como la causada por la experiencia de lo bello. Antes bien, ambas procuran un placer indirecto, negativo, que incita, ante todo, respeto.5 En su versión más conocida, el frontispicio sólo incluye figuras masculinas, se excluye lo femenino,6 esto coincide también con la definición de Kant: "la mujer es bella, el hombre sublime". Pero hasta aquí la analogía, pues el frontispicio en cuanto tal no puede ser, si seguimos a Kant, un ejemplo de lo sublime puro: es una obra de arte determinada por la forma y por la magnitud de una finalidad humana (como es bien conocido, Kant termina por introducir la naturaleza en el arte gracias a la noción de genio) . Sin embargo, todo indica que la figura del Leviatán, "casi demasiado grande para la representación", se ajusta perfectamente a la imagen de lo que escapa al concepto y que es "incomparablemente superior al hombre y que amenaza aniquilarle" (Shopenhauer, 1992: 166). En tanto figura del concepto de lo grande y de lo colosal, el Leviatán tiene en sí el germen lógico de lo sublime y de aquello que... linda con lo monstruoso.
EL SÍMBOLO
Para dar cuenta de lo amorfo y lo sublime, Kant retoma aquí la antigua idea de acuerdo con la cual aquello que se rehúsa al concepto se puede mostrar por medio del símbolo. Este concepto (da cabida a lo sin concepto) es central, pues permite relaciónar la experiencia de lo sublime, el bien moral, el poder monárquico y la imagen de un cuerpo orgánico. A pesar de su defensa de la autonomía de la experiencia estética, Kant sigue siendo fiel a la concepción de la Ilustración, según la cual el arte y lo bello deben servir para influir en la disposición y en el comportamiento moral de los individuos, ya que el mismo gusto, juicio estético, revela una forma de predisposición social. Se introduce así la idea de lo bello como símbolo, como representación indirecta, por analogía y no por exposición directa del concepto, del bien moral. El ejemplo elegido por el filósofo para ilustrar el funcionamiento del símbolo es aquel del vínculo reflexivo que se suele hacer entre la representación del Estado monárquico con el cuerpo animado, cuando se rige por leyes populares internas, o con una simple máquina (Kant, 1991: § 59), cuando se trata de un Estado despótico, gobernado por una voluntad singular absoluta. Esta analogía muestra una proximidad con Hobbes: la imagen del Estado a la vez como cuerpo y como máquina. Pero también una diferencia, pues Hobbes evita hacer la mencionada distinción entre una república y un Estado despótico. Para el autor del Leviatán commonwealth es el nombre de todos los Estados, ya que bajo su concepción la distinción desaparece pues el término despótico es calificativo, es decir, una interpretación subjetiva, y por lo mismo cae en el puro ámbito de la opinión.7 Sin embargo, como se puede constatar, la discusión acerca de lo sublime adquiere cada vez más un matiz de reflexión política.
En un principio, en su exposición de lo sublime, Kant se refiere al temible espectáculo de la naturaleza como aquello que suscita lo sublime (dinámico) y despierta una facultad moral de juzgarnos independientes y superiores a la naturaleza. Más adelante, lo sublime (dinámico) ya no es considerado como un fenómeno propio sólo de la naturaleza, también la historia lo puede suscitar.8 Kant menciona a este respecto la guerra (1991: § 28), y con mayor precisión, en su texto El conflicto de las facultades, hace mención al entusiasmo moral que causa el espectáculo sublime de la Revolución francesa:
Que la revolución de un pueblo lleno de espíritu, que hemos visto realizarse en nuestros días, tenga éxito o fracase; que ella esté tan repleta de miserias y crueldades, que un hombre bienpensante pudiera esperar ponerla en marcha por segunda vez, no se decidiera a un experimento de tales costos: una revolución tal, digo no obstante, encuentra en los ánimos de todos los espectadores (que no están ellos mismos involucrados en el juego) una simpatía que raya con el entusiasmo incluso si su manifestación resulta peligrosa; tal, en suma, que no puede tener otra causa que una disposición moral del género humano. (Kant, 1963: 117–118. Traducción modificada)
Como se puede observar, en la Crítica del Juicio el paradigma de lo bello, sobre todo en el caso de lo sublime, no es el arte, sino lo bello natural y, luego, la historia. A este respecto, valgan dos precisiones: en primer lugar, si bien lo sublime no es un objeto de la experiencia, sí es una disposición suscitada por un objeto desmesurado. Esto lleva a la segunda precisión que refiere al hecho de que ante todo objeto, por desmesurado que sea, siempre será posible imaginar uno más grande. Precisamente puesto que "en nuestra imaginación hay una tendencia a progresar en lo infinito y en nuestra razón una pretensión a [la] totalidad absoluta" (§ 25), la progresión que desencadena esta comparación sólo termina con el pensamiento de lo infinito. De manera que todo lo presentable termina por revelarse pequeño ante lo que nuestro pensamiento puede concebir, es decir, ante las ideas de la razón.
Como se puede observar, en la Crítica del Juicio el paradigma de lo bello, sobre todo en el caso de lo sublime, no es el arte, sino lo bello natural y, luego, la historia. A este respecto, valgan dos precisiones: en primer lugar, si bien lo sublime no es un objeto de la experiencia, sí es una disposición suscitada por un objeto desmesurado. Esto lleva a la segunda precisión que refiere al hecho de que ante todo objeto, por desmesurado que sea, siempre será posible imaginar uno más grande. Precisamente puesto que "en nuestra imaginación hay una tendencia a progresar en lo infinito y en nuestra razón una pretensión a [la] totalidad absoluta" (§ 25), la progresión que desencadena esta comparación sólo termina con el pensamiento de lo infinito. De manera que todo lo presentable termina por revelarse pequeño ante lo que nuestro pensamiento puede concebir, es decir, ante las ideas de la razón.
Es claro que la religión es el tema que se enmascara detrás de lo que no tiene comparación y de lo sublime. Para quienes se encuentran familiarizados con la historia de la filosofía, es evidente que ambos autores, Hobbes y Kant, tienen en mente la célebre prueba ontológica de la existencia de Dios de san Anselmo de Canterbury. De acuerdo con el pensador escocés de la Edad Media, Dios es un ser mayor a cualquiera otro que pueda ser concebido y, por ello, es la condición de posibilidad de toda comparación. San Anselmo buscaba evitar el hacer uso de la verdad revelada y ofrecía una prueba racional. El argumento de la prueba ontológica reaparece ahora, en el mundo moderno, para pensar el concepto de soberanía del Estado: "no hay poder sobre la tierra que le sea comparable". Se sigue en línea directa la concepción de la soberanía política empezada por Jean Boudin, quien concibe la autoridad del Estado como superlativa, al sobrepasar todos los otros poderes, y, a fin de cuentas, como imagen de Dios en la tierra (pero a diferencia de Hobbes, Boudin continúa preso de las categorías del pensamiento premoderno). Estas observaciones pueden parecer, en un primer momento simples tecnicismos, pero en realidad son en extremo importantes.
Desde este punto de la obra de Kant se pueden extraer dos lecturas diferentes de la capacidad del símbolo para mostrar algo que no está presente y, en consecuencia, de la relación entre el símbolo y la política, entre el uso de imágenes y lo sublime.
Una primera interpretación, que se puede calificar como posmoderna, expuesta por Francois Lyotard, insiste que en el caso del entusiasmo, modo extremo de lo sublime, el fracaso de toda presentación se transforma en la obra de Kant, en una presentación de lo infinito (§ 26). Un fragmento en donde Kant considera justificado evocar un texto literario–religioso parece respaldar esta interpretación:
Tal vez no haya un pasaje más sublime en el Antiguo Testamento que el mandamiento: "No te harás imagen tallada, ninguna representación de cualquiera de las cosas que están en lo alto de los cielos, que están abajo en la tierra y que son más bajas que la tierra..." Sólo este mandamiento puede explicar el entusiasmo que el pueblo judío experimentaba durante su período de florecimiento por su religión cuando se comparaba con otros pueblos o bien el orgullo que inspira la religión mahometana. (§ 29)
Es precisamente en la ausencia de imágenes en donde el filósofo encuentra la figura del respeto moral y del entusiasmo (que es una modalidad del sentimiento sublime), y de la relación con el puro ideal. Es decir, el poder de la razón no requiere, para Kant, de la mediación de las imágenes. El entusiasmo suscitado por la exposición de lo infinito es un accidente que pasa, a diferencia del delirio de la razón, la exaltación, que es perseverante. Sin embargo, se caracteriza también por su capacidad para producir una adhesión superior a la que pueden inducir las imágenes: el entusiasmo sublime es "una tensión de las fuerzas por ideas que dan al espíritu una impulsión que opera más fuerte y durablemente que el esfuerzo por medio de las representaciones sensibles" (§ 29). Dicho de otra forma, Kant parece sumarse al rechazo del uso social de las imágenes, es decir, parece adherirse a una vieja tradición iconoclasta no sólo identificable en la Biblia o en Platón, sino también en Lucrecio, Etienne de la Boétie, Martin Lutero o Baruch Spinoza (en particular para este último las imágenes son ante todo efecto de la capacidad imaginativa de los profetas para proyectar su propia sensibilidad). La comunidad política no encuentra representación alguna; desde el punto de la forma sensible, ella sólo puede tener una representación totalmente negativa, es decir, aquella de una pura idea abstracta de la razón.
Una interpretación opuesta no concluye en la visión de un Kant iconoclasta. Antes bien, encuentra en la capacidad de simbolizar propia del ser humano la vía de una apertura permanente y no exaltada o idolátrica de la representación. En efecto, Kant pretende que el simbolismo nos permita evitar dos peligros: por una parte, la creencia de que ante una representación estética estaríamos frente a una representación directa del concepto, lo que llevaría a asimilarla como un conocimiento esquemático y de tipo demostrativo y a caer en un antropomorfismo (por ejemplo, a concebir a Dios con las cualidades humanas del entendimiento, la voluntad..., o, dicho de otra forma, confundir un ideal con un ídolo). Por otra parte, se evita también abandonar toda referencia a la representación o intuición sensible (como lo hace el deísmo en la religión). Podríamos pensar que tanto en Kant como en Hobbes, hay una crítica de la imagen que no lleva a su rechazo total. Pero hasta aquí la similitud, pues antes que estar en contra de la devoción y del poder de las imágenes como lo hace Kant, el pensamiento de Hobbes está dirigido contra el poder invisible de las religiones.
Esta segunda forma de interpretar a Kant busca, siguiendo su teoría del símbolo, ante todo, afirmar la facultad de autocreación (vía que será prolongada por autores como Ernst Cassirer, Cornelius Castoriadis o Nelson Goodman) propia del ser humano que da cabida al surgimiento de lo nuevo en la historia (valga subrayar que el constructivismo social, en una versión radical, encuentra su origen en Hobbes, pero en éste se limita al momento de la creación e institucionalización del Estado). Estos herederos del pensamiento kantiano defienden que, gracias a la actividad simbólica, el ser humano puede ir más allá de la experiencia inmediata y liberar el juicio contrafáctico de la heteronomía de las leyes de la experiencia. De esta forma, se consigue, a fin de cuentas, pensar lo posible o lo virtual y, por ende, también la idea de un progreso posible de la historia humana. Como dirá más tarde Cassirer: "[el] pensamiento simbólico supera la inercia del hombre y lo dota de una nueva facultad: la de reajustar constantemente su universo humano" (1994: 18).
Ahora bien, como se verá, los hechos históricos posteriores a Kant harán más problemático el concepto mismo de representación y, en consecuencia, el de la representación de las instituciones políticas.
DEL HOMBRE GRANDE AL GRAN ANIMAL
Hobbes escribe la versión inglesa del Leviatán en 1651, sólo tres años después de la "paz de Westfalia" (1648), tratado que marca el comienzo del lento decaimiento del más antiguo imperio europeo y uno de los últimos en desaparecer, el Imperio católico de los Habsburgo. Sin embargo, no será sino hasta principios del siglo XIX, con la difusión de las ideas de la Revolución francesa con Napoleón, que triunfa con claridad el Estado–nación. Es decir, se impone la forma de organización política prefigurada por Hobbes, misma que terminará con el tiempo por sustituir definitivamente la figura política heredada de la época medieval, a saber: el Imperio. Ahora bien, en lo que se puede considerar una primera crisis de la modernidad (una primera expresión de la dialéctica de la Razón), semejante a la duplicidad progresivamente divergente entre Dorian Gray y su retrato, la efectividad real del Estado moderno juega ya en esos días contra su eficiencia simbólica: la Revolución francesa y sus nobles ideales terminan por ser representados por... la guillotina y, por último, por las guerras napoleónicas.
Es la obra de un pintor, que vive en carne propia la tensión entre el nacionalismo y la Ilustración, la que refleja mejor esta crisis de representación del Estado moderno. Me refiero a la del español Francisco de Goya. Como se verá, nos encontramos ante una inversión conceptual: si para Hobbes el estado de naturaleza es la guerra, ahora la guerra se ha convertido en la expresión específica y distintiva del Estado. Es precisamente la guerra, la institución estatal por antonomasia, la que es deslegitimada de la manera más tajante en la serie de grabados de Goya conocida como Los desastres de la guerra, título sugerido por su amigo Ceán Bermúdez. Recuérdese que Goya usa una técnica parecida a la fotonoticia contemporánea que le permite crear en el espectador la impresión de estar viendo una escena o instantánea que sucede, en el momento, ante sus propios ojos. El pintor no busca entender el sentido de la acción representada, sólo nos muestra la crueldad desencarnada y, en general, las pasiones más elementales, como el miedo o el pavor. Pareciera indicarnos precisamente que lo que sucede ahí carece de sentido. Para no mencionar cada una de las 83 placas que conforman el conjunto, detengámonos sólo en algunas de ellas. En el grabado intitulado Con razón o sin ella, los soldados y los campesinos se asesinan, con razón o sin ella, los unos a los otros. En Estragos de la Guerra se observa un absurdo apiñamiento de los cadáveres. De la misma forma, podemos pensar en otro grabado que el pintor tituló ¿Por qué?, el cual ilustra el desenfrenado deseo de ahorcar que anima a los soldados. También podemos agregar a esta lista Las resultas, donde el sentido de la historia parece confundirse con aquel de una fábrica productora de alimento para aves de rapiña. No es necesario insistir aquí en la fuerza de estos grabados que anticipan una respuesta contundente a la exaltación de la guerra y del Estado de un Ernst Jünger o de un Carl Schmitt durante la primera mitad del siglo XX, y, de forma inmejorable, prefiguran el desencanto de la historia que expresan, más tarde, Walter Benjamin en su interpretación del Angelus novus de Paul Klee o, más cerca de nosotros, el pensamiento posmoderno. Ahora bien, lo que suscita mayor interés para nuestra reflexión en el conjunto de la obra del pintor español, es su óleo El Coloso (Museo del Prado).
El relieve que estructura al cuadro está definido por dos elevaciones o montes que a manera de líneas transversales lo dividen. En el segmento del fondo, en medio de una atmósfera cargada de atardecer, un gigante desnudo, presentado casi de cuerpo completo, pero visto de espaldas con un perfil de tres cuartos, con el brazo izquierdo y el puño cerrado en posición de lucha avanza hacia el exterior del cuadro (en dirección del sol declinante) . Es evidente que el pintor buscó subrayar la magnitud del gigante al hacer que su desmesurada dimensión sobrepase las nubes de gran altitud (cúmulus stratus) e incluso la estratósfera. En un segundo segmento, en una planicie entre esas dos elevaciones, cuya atmósfera transparente contrasta con la del plano del fondo, se ven caravanas de viajeros que huyen hacia la izquierda del cuadro, y cabezas de ganado que huyen hacia la derecha. Alguno cae del caballo, otros levantan los brazos. Todo indica terror, salvo un asno que (al igual que el asno imaginado por Buridán) se encuentra inmóvil en medio de la pintura y de las líneas visuales que la dotan de movimiento.9 Si bien este terror está a todas luces relacionado con el Coloso, pero ninguno de los individuos y animales dirige su mirada hacía él.
Las interpretaciones en torno a esta obra difieren ampliamente, pero, sin la menor sombra de duda, se trata de una obra que hace alusión a los acontecimientos derivados de la invasión francesa o napoleónica a España. Como lo sugiere e intenta demostrar Ernst Gombrich (1986: 223–226), es posible incluso que el estilo melodramático y fantástico de los grabados políticos de los artistas ingleses, en su crítica a Napoleón, hayan ejercido influencia sobre Goya. De hecho, en Inglaterra la figura del Leviatán elaborada por Hobbes llega a servir con frecuencia como medio de caricatura de los soberanos, en particular de Napoleón (Bredekamp, 2003: 134). Más allá de estas posibles influencias, Napoleón había representado para algunos de sus más eminentes contemporáneos "la acción de la razón en la historia" (Hegel), es decir, la afirmación del Estado moderno. Pero como lo muestra Goya, muy pronto la figura de Napoleón y con ella la del Estado moderno se vuelven problemáticas. Aun si Goya no tuvo conocimiento directo del grabado del Leviatán, y a pesar de las inclinaciones liberales del pintor, El Coloso es no sólo una inmejorable y sorprendente replica de Goya a Napoleón y a la invasión francesa, sino también a Hobbes (Bredekamp, 2003: 135) y al Estado moderno.
Recordemos que la imagen del Leviatán surge como la respuesta que ofrece la razón para sobrepasar el estado de naturaleza. Ahora bien, ¿qué es el estado de naturaleza? Es aquel estado histórico o imaginario en que la pasión dominante es el miedo, pero no cualquier miedo, sino el miedo incontrolado, ese que puede surgir en cada momento y siempre está acechando. Pero, ¿miedo a qué? La respuesta es simple: a esa posibilidad permanente que es la muerte (la terrible posibilidad de la imposibilidad diría Derrida). Pero Hobbes no se refiere a cualquier tipo de muerte, sino a la muerte por violencia que cualquier hombre —subraya Hobbes—, incluso el más débil, puede causar a su semejante. Todo hombre aquí, por el sólo hecho de existir, es una amenaza latente para los demás. Por ello, el uso por parte de Hobbes del famoso aforismo Homo homini lupus, cuyo verdadero autor es Plauto. Frente a esto, el Leviatán representa la posibilidad de sobrepasar el estado solitario, pobre, hosco, embrutecido y breve que es el estado de naturaleza (solitary, poor, nasty, brutish, and short). Debido a la visión antropológica del autor, en el Estado o sociedad política, el miedo, incluso el terror, debe permanecer, tal y como lo indica la espada, espada que es al mismo tiempo símbolo "de la guerra y de la justicia" (Hobbes, 1999: 58), firmemente blandida por el brazo derecho. Pero, en el grabado, esta espada es compensada o equilibrada, en términos gráficos, por el báculo eclesiástico. De la misma forma, la evocación en letras al monstruo Leviatán y a su incomparable poder son equilibradas por la expresión benigna del rostro: el grabado nos muestra al Leviatán de frente, sereno ante la mirada del espectador. El uso de su fuerza coincide con su uso legítimo (aunque la legitimidad no se pueda apoyar aquí en ninguna exterioridad, legitimidad y autoridad, son sinónimos para Hobbes). Al mismo tiempo, entre los individuos organizados políticamente impera el orden en cada uno de sus aspectos, incluso en la representación, en el frontispicio de la confrontación bélica. Por otra parte, como se ha indicado, en el grabado del Leviatán no se hace ninguna referencia a la mujer ni a lo femenino en general (a lo bello, diría Kant), pero sí se convoca simbólicamente lo monstruoso (a lo sublime), lo cuál sólo se indica a través del tamaño de la figura...
Volvamos ahora al Coloso. Llama la atención su desnudez, sus cabellos desordenados, su barba descuidada, su aire tosco, sus brazos musculosos y sus puños cerrados. Todas estas características hacen pensar en un ser solitario, fuera de todo marco social, es decir, en estado de naturaleza y en posición de lucha. Para acentuar este aspecto asocial, el Coloso, a diferencia del Leviatán, da la espalda al espectador (fuera de la pintura) y (en la pintura) a la muchedumbre que se encuentra en un plano en diagonal a la pintura. Aquí no existe más ese aire paternal y protector del Leviatán; tampoco se trata aquí, con la muchedumbre, de una sociedad organizada y ordenada. Estamos ante individuos en situación de nomadismo, desarraigados, cuyo terror se confunde con el pavor de las mismas bestias (en Hobbes sólo aparecen caballos y estos están plenamente integrados al orden de los hombres). Por otra parte, la desnudez (que no es la desnudez de la escultura clásica ni hay en ella ningún signo de pudor) subraya también que el Coloso no representa ningún orden o grandeza humana o espiritual. El Coloso sólo es la fuerza y el miedo efectivo que destruye seres concretos. Así, si en la figura del Leviatán de Hobbes se sobreponen cuatro imágenes (Schmitt, 2002: 83), a saber, la del dios mortal, la de un hombre grande e investido de la corona, un gran animal (el Leviatán) y una gran máquina (el autómata), creados, como lo subraya Carl Schmitt, por la inteligencia del hombre... en el Coloso de Goya sólo queda ya un monstruo natural, al mismo tiempo pura naturaleza bruta y pesadilla, a la manera de la imagen del Leviatán bíblico. Lo colosal se ve reducido así a su pura definición cuantitativa, a saber, la de ser 'excesivamente grande', es decir, monstruoso.10 Sin embargo, más aún, una característica significativa para nosotros: a diferencia del Leviatán que recibe todas las miradas de los individuos que lo conforman, nadie parece ver y ni siquiera percibir al Coloso.
Antes de 1818, el también autor del grabado El sueño de la razón produce monstruos, título en que el término razón es sinónimo de Ilustración, volverá al tema en un grabado que recibe también el nombre de El Coloso, en el cual se representa la figura de un gigante que se antoja la misma del óleo. En realidad, esta semejanza explica que el nombre del grabado dé el suyo al óleo (en el inventario de los bienes de Goya de 1812 este último lleva por título Un gigante). El coloso, del grabado, domina de nuevo el horizonte, se halla de nuevo de espaldas al espectador, pero ésta vez se encuentra sentado y su cuerpo se sitúa en dirección a la oscuridad nocturna. Con un giro del rostro ve, con gesto que se antoja nostálgico, la luz declinante del día. A diferencia de lo que suceden en el óleo, ahora el gigante se encuentra completamente solo. En la Crítica del Juicio (§ 29). Kant condiciona la disposición al sentimiento de lo sublime: "En realidad, sin el desarrollo de ideas morales, lo que nosotros, preparados por la cultura, llamamos sublime, aparecerá al hombre rudo solo como aterrorizante". Como bien lo percibe Goya, el hombre del Estado moderno vuelve a esa rudeza original. En efecto, para Goya, como más tarde para Schopenhauer, lo sublime ya no revela un sentimiento moral. Ahora lo sublime corresponde a la intuición de un mundo gobernado por fuerzas ciegas.11 Si esta interpretación es correcta, la obra de Goya hace patente el aspecto negativo del Estado moderno, su violencia y su irracionalidad. Fuera de un juego de influencias, es clara la continuidad en la representación del Estado moderno bajo una figura de lo colosal y lo sublime que excede lo humano: aun a finales del siglo XIX Nietzsche sigue viendo en el Estado la imagen de un monstruo.
Bibliografía
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NOTAS
1 Si bien en Hobbes la noción de representación viene del lenguaje teatral donde el actor representa lo escrito por el autor, en Kant no se confunde la representación estética con la representación o representatividad política, Repräsentativ.
2 Véanse Hannah Arendt (1962) y Richard Bernstein (1991).
3 Como se verá, Kant se refiere a lo bello y a lo sublime a veces como objetos y otras veces como sentimientos, cuando en realidad ellos refieren a una relación de un objeto con nuestras facultades. El objeto sólo será entonces una ocasión que suscita lo sublime.
4 Jacques Derrida discute este parágrafo de Kant en torno a lo colosal y a lo sublime haciendo referencia gráfica a Goya, subraya el curioso uso por parte de Kant de este casi demasiado (Derrida, 1978: 143). Pero también cabe preguntarse el estatus de lo "relativamente monstruoso".
5 Hobbes mismo subraya el terror que debe inspirar el Leviatán: "For by this authority, given him by every particular man in the commonwealth, he hath the use of so much power and strength conferred on him, that by terror thereof, he is enabled to form the wills of them all, to peace at home, and mutual aid against their enemies abroad" (Capítulo XVII: 13).
6 Es interesante notar que en una versión posterior realizada por el mismo Abraham Bosse, de 1652, sí se incluye, incluso de forma central, figuras de mujeres, en particular en actitud maternal.
7 Para esta discusión véase Bobbio, 2006: 98.
8 Enfatizo de nuevo que Kant sostiene que lo sublime "no es un objeto, sino una disposición del espíritu suscitada por cierta representación", sin embargo, esto no impide que en otras ocasiones Kant identifique lo sublime con un objeto.
9 Más allá de las necesidades de la composición visual, quizá darle un punto de estabilidad al conjunto, esta figura del asno no puede sino producir perplejidad. Se dice que Goya atribuye al asno un simbolismo de cataclismo social y de inversión de valores, pero también se podría pensar que simboliza efectivamente la imposibilidad de cualquier acción racional: todos son presas del terror, salvo el asno que no se mueve. Por otra parte, esta figura no puede dejar de evocar a aquella del perro en Las Meninas de Diego de Velásquez: éste también se encuentra en un primer plano de la pintura y es indiferente al complejo juego de miradas y líneas visuales que recorren y dan su fuerza dinámica al cuadro. Como se ha observado, el perro de Las Meninas no se mueve, ni ve. Recuérdese que el asno de Buridán estaba vinculado con una narración análoga de un perro relatada por Aristóteles; también es de notar que Goya se reconoce alumno de Velásquez y, sin duda, conoce muy bien la obra maestra de su antecesor. Valga señalar de paso que Friedrich Nietzsche (1973: 31) se pregunta si un asno (pensando en la figura del filósofo) puede ser trágico.
10 Monstruoso: Excesivamente grande o extraordinario en cualquier línea. Coloso: Estatua de una magnitud que excede mucho a la natural.
11 Respecto a este grabado, Gombrich dice: "El monstruo está sentado como un íncubo maligno sobre un paisaje a la luz de la luna ¿Pensaba Goya en la suerte de su país, oprimido por las garras de la insensatez humana?" (Gombrich, 1997: 488).
CRUZ REVUELTAS, Juan Cristóbal. La imagen del Estado moderno: del gran hombre a lo sublime y lo monstruoso. Sig. Fil, México, v. 10, n. 20, dic. 2008 . Disponible en http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1665-13242008000200001&lng=es&nrm=iso. accedido en 23 abr. 2011.
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