Label Cloud

sábado, 25 de junio de 2011

A piece of steak





por Jack London



Con el pedazo de pan que le quedaba, Tom King repasó los últimos vestigios de puré del plato y se puso a masticar con aire meditabundo el bocado resultante. Luego se levantó de la mesa con una persistente sensación de hambre en el estómago. El era el único de la familia que había comido. A los niños que dormían en el cuarto vecino los habían mandado a la cama antes de la hora acostumbrada, para que con el sueño olvidaran que no habían cenado. Su mujer no había probado bocado y lo miraba en silencio, sentada frente a él. Era una de esas mujeres de la clase obrera, consumidas y prematuramente avejentadas, aunque su rostro conservaba aún restos de una belleza pasada. La harina para hacer el puré la había pedido prestada a la vecina de enfrente, y los últimos centavos que les quedaban los había empleado en comprar el pan. King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestó quejumbrosa bajo su peso. Mecánicamente hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y se llevó la pipa a la boca. La ausencia de tabaco le hizo cobrar conciencia de la inutilidad de su acción y, reprochándose su distracción, con gesto malhumorado volvió a guardarse la pipa en el bolsillo. Sus movimientos eran lentos y esforzados, como si el peso de las cosas representara para él una carga. Era un hombre fornido, y su aspecto general no era precisamente atractivo. Llevaba un traje viejo y deformado. Las suelas de los zapatos exhibían grandes agujeros y su camisa de algodón ordinario tenía el cuello gastado y manchas de pintura ya imposibles de quitar. Pero era el rostro de Tom King lo que proclamaba al mundo lo que era. Tenía la cara clásica del boxeador profesional, de un hombre que había pasado largos años recibiendo golpes enelring, los rasgos típicos del animal de pelea. Los labios informes se abrían en su rostro como una cuchillada. La mandíbula era agresiva, dura, brutal. Los ojos adormilados, bajo los párpados pesados, carecían casi de expresión. La nariz, muchas veces rota y moldeada del modo más irregular posible por incontables golpes y una de sus orejas en forma de coliflor, completaban su apariencia, mientras que la barba, aunque recién afeitada, pugnaba por brotar dando a su rostro un tinte azulado. En suma, su rostro era de esos que inspi an temor al encontrarlo en un callejón oscuro o en un lugar solitario. Y sin embargo, Tom King distaba de ser un criminal, ni había cometido jamás delito alguno. Aparte de los golpes propios de su profesión, no había hecho nunca daño a nadie. Y no era tampoco un hombre pendenciero. Era boxeador, y toda su brutalidad la reservaba para sus presentaciones profesionales. Fuera del ring era una criatura tranquila y bonachona, y en los días de su juventud, en que el dinero fluía por sus manos en abundancia, había demostrado ser también más generoso de lo que por su bien le hubiera convenido ser. No abrigaba resentimientos contra nadie y no tenía enemigos. Pelear constituía para él estrictamente una profesión. En el ring, claro está, pegaba con toda su fuerza, para voltear, para aniquilar a su adversario pero sin la menor animadversión. Se trataba sencillamente de un trabajo. El público pagaba para ver cómo un hombre dejaba a otro fuera de combate. El que ganaba se llevaba la mayor parte del dinero. Cuando Tom King, veinte años antes, se había enfrentado con Woolloo Gouger, sabía que sólo hacía cuatro meses le habían roto a Gouger la mandíbula en un combate en Newcastle. Todos los golpes los dirigió contra esa mandíbula, y si en el noveno asalto la rompió de nuevo, no fue por odio hacia su contrincante, sino porque aquél era el modo más seguro de ponerle fuera de combate y hacerse con la bolsa. Tampoco Gouger le había guardado resentimiento por ello. Eran las reglas del juego; ambos las conocían y a ellas se atenían. Tom King nunca había sido muy conversador, por lo que permaneció sentado junto a la ventana, sumido en un silencio espeso, contemplándose el dorso de las manos. Las venas se destacaban, grandes e hinchadas, y los nudillos aplastados y deformes, revelaban el implacable trato que habían recibido. El nunca había oído decir que la vida de un hombre depende de la vida de sus arterias y venas, pero sí intuía el significado de aquellas venas grandes y excesivamente destacadas. Su corazón había hecho circular por ellas demasiada sangre a la máxima presión. Y ya no cumplían bien su oficio. Había forzado demasiado su elasticidad, y con la distensión venía la falta de eficiencia. Ahora se fatigaba con facilidad. Habían pasado a la historia aquellos combates de veinte asaltos rápidos, de indeclinable violencia, veinte asaltos de golpear, golpear y golpear de gong a gong, embate tras embate, de ser acorralado hasta las cuerdas y de acorralar a su vez a su contrincante, de ataques aún más duros y rápidos en el veinteavo asalto, el último con el público gritando de pie, y él acometiendo, pegando, esquivando, asestando diluvios de golpes y recibiendo a su vez otros diluvios de golpes, mientras el corazón seguía enviando puntualmente la sangre a las venas inflamadas. Las venas, dilatadas durante el combate, volvían después a recuperar su diámetro normal, aunque no exactamente. Con cada combate, imperceptiblemente al principio, quedaban una pizca más hinchadas que antes. La sensación de hambre volvió a acuciarle.
-¡Con qué ganas me comería un buen bife! -exclamó en voz alta, cerrando los enormes puños y escupiendo entre dientes un juramento.
-Les pedí a Burke y a Sawley -dijo a su mujer casi en tono de disculpa.
-¿Y no quisieron fiarte? -preguntó.
-Ni un solo céntimo. Burke dijo... -se le cortó la voz.
-¿Qué te dijo?
-Que pensaba que Sandel ganaría esta noche y que ya le debemos bastante. Tom King emitió un gruñido pero no contestó. Pensaba en el foxterrier que había tenido de joven, y al que alimentaba sólo con carne. Burke le habría fiado entonces mil bifes, pero eso era entonces. Ahora los tiempos habían cambiado. Tom King se estaba poniendo viejo y los viejos que pelean en clubs de segunda categoría no pueden esperar que los carniceros les fíen. Aquella mañana se había levantado con ganas de comerse un buen bife y esas ganas no habían desaparecido. La verdad es que no había tenido un entrenamiento decente para el combate. Aquel año había habido una gran sequía, los tiempos se habían puesto difíciles y hasta los trabajos más mínimos eran difíciles de encontrar. No había tenido un contrincante con quien entrenarse y su alimentación no había sido la más indicada, por no decir la suficiente. Había trabajado de peón de albañil los pocos días en que le habían
contratado, y por la mañana temprano había corrido por el parque para mantenerse en forma. Pero entrenarse solo es difícil, y más si se tiene una esposa y dos hijos que alimentar. Cuando le propusieron el combate con Sandel tuvo alguna esperanza. El secretario del Club le había adelantado tres libras (cantidad que de todos modos correspondía al perdedor) y no había querido darle ni un céntimo más. Un par de veces había conseguido que algún viejo amigo le prestara unas pocas monedas; y le habría adelantado más de no ser porque el viejo amigo también estaba pasando aprietos. Era inútil ocultarlo. Lo cierto era que su entrenamiento no había sido lo que se dice satisfactorio. Para empezar habría tenido que comer mejor y tener menos preocupaciones. Además, pasados los cuarenta años es mucho más difícil mantenerse en forma que a los veinte.
-¿Qué hora es, Lizzie? -preguntó.
Su mujer fue al piso de al lado a preguntar, y regresó.
-Las ocho menos cuarto.
-En pocos minutos comenzará la primera pelea -dijo. Luego viene un combate a cuatro asaltos entre Dealer Wells y Gridley y otro a diez asaltos entre Starlight y un marinero. A mí no me toca hasta dentro de una hora. Tras unos minutos de silencio, se puso en pie. Tomó el sombrero y se dirigió a la puerta. No dio un beso a su mujer porque nunca lo hacía al irse, pero esta vez fue ella la que se atrevió a besarle, echándole los brazos al cuello y obligándole a bajar su rostro hasta el de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquella montaña humana.
-Buena suerte, Tom -le dijo-. Esta vez tienes que ganar.
-Tengo que ganar -repitió él-. No hay otra solución. Tengo que ganar. Se rió, tratando de restar importancia al asunto, mientras ella se apretaba aún más contra él. Por encima de los hombros de su mujer miró la habitación desnuda. Aquello era todo lo que tenía en este mundo; los alquileres atrasados, ella los niños. Y lo dejaba para hundirse en la noche y conseguir carne para la hembra y sus cachorros, no como un obrero moderno que acude a la gran planta industrial, sino a la manera primitiva, majestuosa: luchando por ella exponiendo su cuerpo como un animal. -Tengo que ganar -repitió, esta vez con un dejo de desesperación en su voz-. Si gano son treinta libras; podremos pagar todo lo que debemos y todavía nos quedará un buen resto. Si pierdo no me darán nada, ni siquiera un centavo para poder volver a casa en tranvía. El secretario ya me ha dado todo lo que se lleva el perdedor. Adiós. Si gano volveré directamente a casa.
-Te estaré esperando -le dijo ella desde la puerta. Tenía que recorrer unas dos millas hasta el Gayety Club, y mientras caminaba recordó cómo en sus buenos tiempos (en su día había sido campeón de pesos pesados de Nueva Gales del Sur), iba al combate en un taxi que, por lo general, pagaba algún aficionado por el placer de acompañarle. Tommy Burns y Jack Johnson, el yanqui, iban en su propio automóvil... ¡y él tenía que ir a pié! Y, como era bien sabido, caminar dos millas no es la mejor preparación para un combate. El ya se estaba poniendo viejo y al mundo no le gustaban los viejos. Ya no servía más que para peón de albañil y aun para eso la nariz rota y la oreja hinchada no constituían la mejor recomendación. Ojalá hubiera aprendido un oficio. A la larga le habría ido mucho mejor. Pero nadie se lo había aconsejado nunca, y en el fondo sabía que aunque se lo hubieran dicho, él no habría hecho caso. Todo había sido tan fácil...Dinero en abundancia, combates gloriosos, períodos de descanso entre pelea y pelea, un séquito de aduladores, palmadas en la espalda, apretones de manos, aficionados deseosos de invitarle a una copa a cambio del privilegio de hablar con él durante cinco minutos, y luego la gloria, los aplausos del público, los finales apoteósicos, el “King gana” del árbitro y, al día siguiente, su nombre en la sección deportiva de los periódicos. ¡Aquéllos sí habían sido buenos tiempos! Pero ahora, a su modo lento y meditabundo, comenzaba a darse cuenta de que los que había vencido entonces eran tipos acabados. El era la Juventud pujante, y ellos la Vejez que se hundía. No en vano había sido fácil vencer a aquellos hombres de venas hinchadas, nudillos aplastados y el cansancio en los huesos por los largos combates que habían librado. Recordó el día en que en el asalto dieciocho había dejado fuera de combate en Rush Cutter a Stowsher Bill, y cómo el viejo Bill había llorado después en el vestuario como un niño. Quizá Bill debía también varios meses de alquiler. Quizá le esperaban también en casa una esposa y dos hijos. Y quizá el día del combate había sentido también ganas de comerse un buen bife. Bill había peleado con valor y había soportado un castigo increíble. Ahora, después de pasar por lo mismo, veía claro que hacía veinte años Stowsher Bill se había jugado más en aquel combate que él, Tom King, que había peleado por la gloria y el dinero fácil. No era de extrañar que después hubiera llorado en el vestuario. Para empezar, un hombre sólo podía aguantar un número determinado de combates. Esa era la ley inflexible del juego. Uno podía aguantar diez y otro podía aguantar veinte; a cada uno le correspondía un número determinado, de acuerdo con su naturaleza y su fibra, pero una vez alcanzado ese número estaba acabado. Sí, él había aguantado más peleas que la mayoría de ellos y había mantenido más de la cuenta aquellos combates duros, salvajes, de esos que hacen trabajar al máximo los pulmones y el corazón, de los que restan elasticidad a las arterias y anquilosan la tersa musculatura de la juventud, los que acaban con los nervios y la resistencia y fatigan los huesos y el cerebro con el esfuerzo excesivo. Sí, él se había defendido mejor que los otros. De sus adversarios de antaño ya no quedaba ninguno. El era el último de la vieja guardia. Había sido testigo del fin de todos ellos y hasta había contribuido a acabar con más de uno. Le habían enfrentado con los viejos, y uno a uno había vencido a todos, riendo cuando, como en el caso de Stowsher Bill, lloraban en el vestuario. Y ahora él era el viejo y lo enfrentaban con los jóvenes. Como ese tal Sandel. Había venido de Nueva Zelanda, donde gozaba de gran popularidad. Pero como en Australia no le conocían, lo enfrentaban con el viejo Tom King. Si quedaba en buen lugar lo enfrentarían con luchadores mejores y le ofrecerían una bolsa mayor, así que era de esperar que se defendiera lo mejor posible. Tenía mucho que ganar: dinero, fama y futuro. Tom King no era para él más que un viejo baqueteado que le cerraba el paso a la fortuna y a la fama. Un viejo que sólo quería ganar treinta libras para pagar al casero y a los proveedores. Y mientras Tom King pensaba en estas cosas le vino a la memoria la imagen de su juventud, de la juventud gloriosa, pujante, exultante e invencible, la juventud de músculos ágiles y piel satinada, de corazón y pulmones que no conocían la fatiga, de la juventud que se burlaba del ahorro del esfuerzo. Sí, la juventud era Némesis, la diosa de la venganza. Destruía los viejos sin darse cuenta de que al hacerlo se destruía a sí misma. Se dilataba las arterias y se aplastaba los nudillos, y con el tiempo era a su vez destruida por la juventud. Porque la juventud era siempre joven; sólo envejecía la vejez.
Al llegar a la calle Castlereagh dobló a la izquierda. Recorrió tres cuadras más y llegó al Gayety Club. Un grupo de jóvenes que se amontonaban ante la puerta le abrieron paso respetuosamente, y al pasar oyó cómo uno de ellos decía a su compañero: -¡Ese es Tom King! Dentro, camino de su vestuario, se encontró con el secretario del club, un joven de mirada aguda y expresión astuta, que le estrechó la mano.
-¿Cómo estás, Tom? -preguntó.
-Nunca he estado en mejor forma -respondió King, sintiendo que mentía. Cuando salió del vestuario seguido de sus segundos y avanzó por el pasillo hacia el cuadrilátero que se alzaba en el centro del local, surgió del público una explosión de aplausos. Respondió saludando a derecha e izquierda, aunque pudo reconocer a muy pocos entre aquellos rostros. La mayoría eran de muchachos que ni siquiera habían nacido cuando él ganaba sus primeros laureles en el ring. Subió de un salto a la plataforma, se agachó para pasar entre las cuerdas y se sentó en el taburete plegadizo en la esquina del cuadrilátero que le correspondía. Jack Ball, el árbitro, se acercó a darle la mano. Ball era un púgil fracasado que en los últimos diez años no había librado un solo combate. King se alegró de tenerle por árbitro. Sabía que si se pasaba un poco de la raya con Sandel, Ball haría la vista gorda. Una serie de pesos pesados aspirantes a luchadores subieron uno tras otro al ring, y el árbitro les presentó al público voceando sus desafíos. El público aplaudió y volvió a aplaudir de nuevo cuando Sandel saltó entre las cuerdas y se sentó en su rincón del ring. Tom King le miró con curiosidad. En pocos minutos estarían trabados en combate despiadado, empeñados ambos en sumir al adversario en la inconsciencia. Su rostro, de un atractivo tosco, estaba coronado por una mata de pelo rubio y rizado. El cuello, grueso y musculoso, delataba un cuerpo magnífico. King miró hacia el palco de la prensa y saludó con la cabeza a Morgan, de la revista Sportsman, y a Corbett, de Referee. Luego sostuvo las manos en alto mientras sus ayudantes le ponían los guantes y los ataban con fuerza, vigilados de cerca por uno de los ayudantes de Sandel, que primero había examinado con actitud crítica las vendas que le envolvían los nudillos. Uno de los ayudantes de King se hallaba en ese momento en la otra esquina del ring, llevando a cabo idéntica operación. Despojaron a Sandel de su bata y ante sus ojos vio King la juventud personificada, una juventud de pech fuerte, vigorosa, de músculos que se tensaban bajo la piel tersa, como dotados de vida propia. Los dos hombres avanzaron para encontrarse en el centro del cuadrilátero, y en el momento en que sonó el gong y los ayudantes abandonaron el ring entre los secos crujidos de los taburetes al plegarse, se colocaron en posición de asalto. Al instante, como movido por un resorte, Sandel comenzó a moverse, y avanzaba, retrocedía, volvía a avanzar otra vez lanzando un izquierdazo a los ojos, un derechazo a las costillas, esquivando un golpe, retrocediendo y avanzando de nuevo amenazador en una danza interminable. Era rápido y hábil. Fue el suyo un comienzo brillante. El público expresó a gritos su aprobación, pero a King no l impresionó. Había librado incontables combates y peleado con incontables jóvenes y sabía que aquellos golpes eran demasiado rápidos y demasiado diestros para ser peligrosos. Era evidente que Sandel quería acabar cuanto antes. No le sorprendió. Aquélla era la actitud típica de la juventud, derrochar su esplendor y su fuerza en ataques salvajes, en furiosas embestidas y acometidas violentas, anonadando al contrincante con su deseo ilimitado de poder y de gloria. Sandel avanzaba y retrocedía, surgía aquí y allá, en todas partes, ligero de pies e impaciente de corazón, maravilla viviente de músculos tensos, de movimientos dirigidos a la destrucción de Tom King, el obstáculo que le separaba de la fama. Y Tom King aguantaba paciente. Conocía su oficio y conocía a la juventud ahora que ésta le había abandonado. Era inútil hacer nada hasta que su adversario perdiera parte de su combatividad, pensó, y se sonrió cuando se agachó deliberadamente para esquivar un golpe en la cabeza. Era aquélla una artimaña dudosa, pero que entraba en la legalidad de las leyes del boxeo. Era obligación del púgil velar por la salvaguardia de sus nudillos, si se empeñaba en golpear la cabeza de su rival, peor para él. King habría podido agacharse un poco más y esquivar el golpe, pero recordó sus primeros combates y cómo se había aplastado los nudillos contra la cabeza de “El terror de Gales”. Y se limitaba a seguir las reglas del juego. Al encajar el golpe aplastó uno de los nudillos de Sandel. No es que a éste le importar el hecho ahora. Siguió adelante, soberbiamente ajeno a lo ocurrido, pegando con la dureza acostumbrada a lo largo de toda la pelea. Pero más adelante, cuando comenzara a sentir el cansancio de las largas contiendas mantenidas en el ring, lamentaría lo ocurrido y recordaría el día en que se había aplastado aquel nudillo contra la cabeza de King. El primer asalto, indudablemente, lo ganaba Sandel, y el público lo aplaudía enfervorizado, maravillado de la rapidez de sus embates. Descargó sobre King una avalancha de golpes y King no hizo nada. No atacó ni una sola vez y se contentó con cubrirse, parar, esquivar y aferrarse a su adversario para evitar el castigo. Amagaba de vez en cuando con el puño, sacudía la cabeza al encajar los golpes, y se movía pesadamente sin saltar ni desperdiciar una sola onza de fuerza. Todos los movimientos de King eran lentos y metódicos. Sus ojos de mirar cansino, velados por los pesados párpados, le daban la apariencia de un hombre adormilado o aturdido. Y, sin embargo, eran ojos atentos a todo, ojos que a lo largo de los veinte años y pico que el púgil llevaba en el ring habían sido cuidadosamente entrenados para reparar en los detalles más nimios, ojos que no parpadeaban ni se cerraban ante la inminencia del golpe, sino que calculaban fríamente y medían distancias. Finalizado el primer asalto se dirigió a su rincón del ring para aprovechar el minuto de descanso. Allí se sentó con las piernas estiradas, los codos apoyados en las cuerdas, agitados el pecho y el abdomen mientras respiraba jadeante el aire que le proporcionaban las toallas de sus ayudantes.
-¿Por qué no peleas, Tom? -gritaban muchos de los espectadores-.
No le tendrás miedo, ¿verdad?
-Tiene los músculos entumecidos -oyó comentar a un hombre de la primera fila-. No puede moverse con agilidad. Apuesto dos contra uno por Sandel. Sonó el gong y los dos hombres se levantaron. Sandel recorrió tres cuartas partes del ring, ansioso de comenzar de nuevo, mientras King, de acuerdo con su técnica de economizar esfuerzo, se contentó con recorrer la distancia más corta. No estaba bien entrenado, no había comido lo suficiente, y por lo tanto cada paso contaba. Además había recorrido dos millas de distancia para llegar al club. El segundo asalto constituyó una repetición del primero con Sandel atacando como un torbellino y el público preguntándose indignado por qué King no reaccionaba. Aparte de algún que otro amago, de unos cuantos golpes lentos e ineficaces, King se limitaba a esquivar, a parar, y a aferrarse a su contrario. Sandel se empeñaba en imponer un ritmo rápido al combate, mientras que su contrincante, como zorro viejo que era, se negaba a seguirle el ritmo. Se sonrió con cierto patetismo nostálgico y continuó ahorrando energías con un celo del que sólo la edad es capaz. Sandel, por su parte, derrochaba su fuerza a manos llenas con el descuido arrogante de la juventud. A King correspondía el dominio del ring con la experiencia acumulada a base de largos y dolorosos combates. Lo estudiaba todo sin perder la calma, moviéndose lentamente y esperando que la efervescencia de Sandel aflojara un poco. La mayor parte de los espectadores daban por segura la derrota de King y voceaban apuestas de tres a uno a favor de su contrincante. Pero había algunos, muy pocos, que conocían a King hacía mucho tiempo y cubrían las apuestas considerando la posibilidad de su victoria. El tercer asalto comenzó como los anteriores, con Sandel castigando duro y tomando toda la iniciativa. Al medio minuto de comenzar el round, en un exceso de confianza, descubrió la protección. En aquel mismo instante relucieron los ojos de King y su brazo derecho se disparó con la velocidad de un rayo. Aquél fue en realidad su primer golpe, un gancho que asestó con el brazo derecho rígido y arqueado, descargando tras él todo el peso de su cuerpo. Era como un león aparentemente adormilado que de pronto lanzara un rápido zarpazo. Sandel, a quien el golpe había alcanzado un costado de la mandíbula, se desplomó sobre la lona como un buey. El público quedó boquiabierto y sonaron unos débiles aplausos amortiguados por la sorpresa. Parecía que después de todo, King no tenía los músculos agarrotados y podía golpear como un martillo de fragua. Sandel estaba aturdido. Amagó incorporarse, pero le contuvieron los gritos de sus segundos, que le instaban a esperar a que el árbitro siguiera contando. Apoyado sobre una rodilla esperó mientras el árbitro inclinado sobre él, enumeraba los segundos en voz alta. Al oír el nueve se levantó en actitud de ataque y Tom King, frente a él, lamentó que el golpe no le hubiera alcanzado una pulgada más hacia el centro de la mandíbula. Habría sido un knock-out fulminante, y él se hubiera llevado las treinta libras a casa para su mujer y sus hijos. El round continuó hasta el final de los tres minutos. Sandel mostraba por primera vez respeto por su contrincante y King seguía con los movimientos lentos y los ojos adormilados de costumbre. Cuando el asalto se acercaba a su final, King, advertido del hecho por la posición de sus segundos agazapados al borde del ring, listos para saltar entre las cuerdas, hizo lo posible por atraer a su adversario a su rincón de la lona. Cuando sonó el gong se sentó inmediatamente en un taburete, mientras que Sandel tuvo que recorre toda la diagonal del cuadrilátero para llegar al suyo. Indudablemente era muy poca cosa, pero la suma de aquellas pequeñas cosas era lo que contaba. Sandel se había visto obligado a caminar unos pasos más, a gastar cierta cantidad de energía y a perder unos segundos preciosos de descanso. Al comenzar cada asalto, King se demoraba en abandonar su rincón, forzando a su oponente a recorrer la distancia mayor, mientras que al acabar el round se las arreglaba para atraerle a su esquina del ring para poder sentarse así inmediatamente. Pasaron dos asaltos más, en los que King se mostró tan avaro en ahorrar esfuerzos como Sandel pródigo en malgastarlos a pesar de los gritos de los aficionados jóvenes, que instaban a King a pasar al ataque. En el sexto asalto, Sandel volvió a tener un momento de descuido; de nuevo el temible derechazo de King le alcanzó en la mandíbula y otra vez Sandel oyó contar al árbitro hasta nueve. En el séptimo asalto toda la exaltación de Sandel había desaparecido y éste se disponía a pelear el combate más duro que jamás hubiera mantenido. Tom King era un viejo, pero el viejo más fuerte y hábil que había conocido, un veterano que nunca perdía la cabeza, que tenía una enorme habilidad para la defensa, un veterano cuyos golpes tenían la fuerza de un mazazo y que podía provocar un knock-out tanto con la izquierda como con la derecha. Por su parte King aprovechó todas las ocasiones que se le presentaron. No perdía oportunidad de paralizar a Sandel, y al hacerlo hincaba el hombro todo lo que podía en las costillas de su adversario. En el ring un hombro es tan eficaz como un puño respecto al daño que puede infligir y mucho más en lo que concierne al ahorro de energías. En aquellas ocasiones descansaba todo el peso de su cuerpo sobre su contrario, resistiéndose a soltarlo. Entonces Sandel daba impulso al brazo derecho tras la espalda y lo lanzaba después contra el rostro de su contrario. Era una maniobra hábil, muy admirada por el público, pero que no representada para King ningún peligro, y por lo tanto significaba un derroche inútil de energías. Mientras tanto King se sonreía para sus adentros y seguía aguantando. En el siguiente asalto, tres veces en un solo minuto, sendos ganchos de King alcanzaron a Sandel en la mandíbula y tres veces cayó éste sobre la lona. En las tres ocasiones esperó a que el árbitro contara hasta nueve y luego se enderezó, torpe y aturdido, pero todavía entero. Había perdido, eso sí, gran parte de su velocidad anterior y derrochaba menos esfuerzos, pero continuaba peleando echando mano siempre a su principal aliado: la juventud. Entretanto King seguía apelando al suyo, la experiencia. No sólo había aprendido a no derrochar sus fuerzas, sino también a obligar a su contrario a malgastar las suyas. Una y otra vez, amagando un golpe con la mano o con el cuerpo, había obligado a Sandel a retroceder de un salto, a agacharse o a contraatacar. King descansaba, pero nunca le permitía hacerlo a su rival. Esa era la estrategia de la madurez. Al comenzar el décimo asalto, King volvió a asestar a Sandel un izquierdazo en plena cara, al que éste respondió, ya algo fatigado, lanzándole un gancho a un lado de la cabeza. Fue un golpe demasiado alto para ser decisivo, pero al recibir su impacto, King sintió cómo se cernía sobre su mente el velo negro de la inconsciencia. Durante una fracción de segundo, no vio absolutamente nada. Por un instante desaparecieron su rival y el telón de fondo de rostros blancos y atentos; al segundo siguiente volvieron a reaparecer ante sus ojos. Era como si hubiera despertado después de un sueño y, sin embargo, el intervalo de inconsciencia había sido tan fugaz que ni siquiera había tenido tiempo de caer. El público le vio tambalearse, vacilar sobre sus rodillas y luego recuperarse y hundir la barbilla en su refugio del hombro izquierdo. Sandel repitió el golpe varias veces, dejando a King parcialmente aturdido, hasta que éste elaboró una defensa que era al mismo tiempo un contraataque. Esgrimiendo la izquierda dio un paso hacia atrás y asestó un uppercut con toda la fuerza de su derecha. Tan preciso fue el golpe que alcanzó a Sandel en plena cara en el momento en que trataba de esquivarlo; se elevó en el aire y cayó de espaldas sobre la lona golpeándose la nuca y los hombros. Dos veces logró repetir la jugada y luego, dando rienda suelta a su energía, castigó a su contrincante sin descanso, acorralándole contra las cuerdas. No le dio tiempo a Sandel ni para descansar ni para reponerse; descargó sobre él golpe tras golpe hasta que el público se levantó de sus asientos y llenó el aire una salva de aplausos atronadora e ininterrumpida. Pero la fuerza y el aguante de su rival eran poderosos. A pesar de la andanada de golpes Sandel continuaba en pie. El knockout parecía inminente, pero sonó el gong que marcaba el final del asalto y Sandel se dirigió tambaleante hacia su banco, tratando de mostrar al árbitro que se encontraba en buen estado. Tom King, apoyado en las cuerdas y respirando jadeante, se mostraba desolado. Si hubieran detenido el combate, el árbitro se habría visto obligado a concederle la victoria y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, él no luchaba por la gloria ni su futuro, sino por las treinta libras. Y ahora Sandel se recuperaría en aquel minuto de descanso. La juventud siempre triunfaba... Aquellas palabras atravesaron como un rayo la mente de King y recordó la primera vez que las había oído la noche en que dejó fuera de combate a Stowsher Bill. Un aficionado que le había invitado a una copa después de la pelea, le había dado una palmada en la espalda y le había hecho aquel comentario. La juventud siempre triunfaba. Tenía razón. Aquella noche, muchos años antes, él era el joven. Pero esta noche la juventud ocupaba el extremo opuesto del ring. En cuanto a él, a pesar del ahorro de energías estaba cansado y supo que ya no iba a poder recuperarse. Sus arterias dilatadas y ese corazón del que tantas veces había abusado, no le permitirían recobrar las fuerzas en el minuto que quedaba entre los dos asaltos. Las piernas le pesaban, y comenzó a sentir calambres. No debía haber caminado aquellas dos millas hasta el club. De pronto sintió un odio intenso y terrible hacia los carniceros que se habían negado a fiarle. Era duro para un hombre maduro presentarse a un combate sin haber comido siquiera lo suficiente. Un bife costaba tan poco, unos cuantos peniques a lo más, y, sin embargo, para él ahora significaba treinta libras. Cuando sonó el gong que daba comienzo al onceavo asalto, Sandel acometió haciendo alarde de una energía que en realidad no tenía. King adivinó inmediatamente su juego; era aquél un truco tan viejo como el boxeo mismo. Se aferró a Sandel en un clinch para ahorrar fuerzas y luego le soltó y le permitió ponerse en posición de ataque. Esto era lo que estaba esperando. Amagó con la izquierda, esquivó el gancho de su adversario, dio medio paso atrás y le asestó un uppercut en plena cara. Sandel cayó sobre la lona pero logró levantarse. Desde aquel momento ya no le dio un solo minuto de descanso. Encajó golpes incontables, pero asestó muchos más y aplastó a su rival contra las cuerdas, cubriéndole de ganchos y derechazos, zafándose de sus clinches, asiendo a Sandel con una mano cuando se tambaleaba para arrojarle con la otra contra las cuerdas, donde no pudiese caer. El público, enloquecido, se había volcado a su favor, y casi a una gritaba: -¡Ya es tuyo, Tom! ¡Duro con él! ¡Duro con él! ¡Ya es tuyo, Tom! ¡Ya es tuyo!
Iba a ser un final apoteósico, uno de esos finales por los que el aficionado al boxeo siente que valió la pena pagar su entrada. Y Tom King, que durante media hora había ahorrado avaramente todas sus energías, las derrochaba ahora a manos llenas en un solo esfuerzo, que sabía era capaz de hacer. Aquélla era su única oportunidad: ahora o nunca. Las fuerzas le abandonaban, pero antes de que desaparecieran totalmente esperaba dejar fuera de combate a su adversario. Y mientras continuaba pegando y forcejeando, calculando fríamente el peso de sus golpes y la cualidad del daño que infligirían, se dio cuenta de cuán difícil era vencer a Sandel. Poseía una fibra y una resistencia inigualables, la fibra y la resistencia vírgenes propias de la juventud. Sandel vacilaba y se tambaleaba, pero Tom King sentía calambres en las piernas y sus nudillos, con su dolor, se volvían contra él. Y sin embargo, se revistió de la fuerza suficiente para asestar los últimos puñetazos, cada uno de los cuales inundaba de angustia y dolor a sus manos torturadas. Aunque prácticamente ya no recibía golpe alguno, perdía energías tan rápidamente como su contrario. Seguía castigando, pero sus uppercuts carecían ya de fuerza, y cada uno de ellos respondía a un enorme esfuerzo de la voluntad. Las piernas le pesaban como si fueran de plomo, y las arrastraba tras de sí como si no le pertenecieran; los partidarios de su adversario, al reparar en este síntoma de fatiga, comenzaron a dirigir a Sandel gritos de ánimo. Esto decidió a King a llevar a cabo un esfuerzo supremo. Asestó dos golpes, uno detrás de otro; un izquierdazo dirigido al plexo solar y un derechazo dirigido a la mandíbula. No fueron demasiado poderosos, pero Sandel estaba tan débil y agotado que cayó al suelo jadeando. El árbitro, inclinado sobre él, contaba a su oído los segundos fatales. Si no se levantaba antes de que sonara el diez, habría perdido el combate. El público escuchaba de pie en silencio. King se erguía sobre sus piernas temblorosas. Le dominaba un vértigo mortal; el océano de rostros subía y bajaba ante su vista mientras que a sus oídos llegaba, como desde una lejanía remota, el contar del árbitro. Pero daba por seguro que había ganado la pelea. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera siquiera incorporarse. Sólo la juventud podía volver a levantarse, y Sandel se levantó. Al cuarto segundo se dio la vuelta y buscó con las manos en el vacío, a ciegas, hasta tocar la cuerda. Al séptimo segundo había logrado ponerse de rodillas, y así descansó con la cabeza derrumbada, inerte sobre los hombros. En el momento en que el árbitro gritó: ¡Nueve! se levantó en posición defensiva con el brazo izquierdo plegado sobre el rostro y el derecho doblado sobre el estómago. Así defendía los puntos vitales de su cuerpo, mientras se lanzaba sobre King con la esperanza de aferrarse a él en un cuerpo a cuerpo que le permitiera ganar algo más de tiempo. En el momento en que se levantó, King se abalanzó sobre él, pero los dos golpes que le dirigió ahogaron su fuerza en los dos brazos en guardia. Un momento después Sandel le asía en un clinch, resistiendo desesperadamente los esfuerzos del árbitro para separar a los contrincantes. Esta vez era King quien le secundaba. Sabía con cuánta rapidez se reponía la juventud y que podría vencer a Sandel si lograba impedir que se recuperara. Un solo puñetazo fuerte y lo conseguiría. Sandel ya era suyo; indudablemente ya era suyo. Lo había sobrepasado en dominio, en fuerza y en puntos. Sandel se soltó al fin; estaba en la cuerda floja en equilibrio entre la derrota y la supervivencia. Un buen golpe bastaría para tumbarle y dejarle fuera de combate. Y Tom King, con una punzada de amargura, volvió a pensar entonces en el bistec que no había comido y deseó tenerlo en el estómago cuando asestara el golpe definitivo. Sacó fuerzas de flaqueza y descargó el puñetazo, pero no fue ni lo bastante fuerte ni lo bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no cayó. Retrocedió dando tumbos hasta las cuerdas y allí se mantuvo. King le siguió vacilante, sintiendo un alfilerazo de dolor que anunciaba el final, y le asestó un nuevo golpe. Pero su cuerpo le había abandonado. Ya sólo peleaba con la inteligencia, ahora disminuida y nublada por el agotamiento. El golpe que iba destinado a la mandíbula alcanzó a su contrincante en el hombro. Había apuntado más alto, pero los músculos, cansados, eran ya incapaces de obedecerle. Y el impacto de su propio golpe le hizo tambalearse y estuvo a punto de caer. Lo intentó de nuevo. Esta vez fracasó completamente y, de pura debilidad, cayó sobre Sandel y se agarró a él para evitar derrumbarse sobre la lona. No trató siquiera de soltarse. Había hecho cuanto había podido. Estaba agotado. La juventud había triunfado. Durante aquel cuerpo a cuerpo sintió cómo Sandel recuperaba las fuerzas, y cuando el árbitro les separó pudo constatarlo con sus propios ojos. Segundo a segundo Sandel se hacía más fuerte. Sus golpes, débiles e ineficaces al principio, fueron adquiriendo potencia y precisión. Los ojos nublados de King vieron el puño que apuntaba a su mandíbula y quiso parar el golpe interponiendo el brazo. Vio el peligro, y quiso actuar, pero el brazo le pesaba demasiado, como si se hubiera convertido en un brazo de plomo. Pugnó por levantarlo con la sola fuerza de su espíritu, pero el guante de Sandel aterrizó de plano en su mandíbula. Sintió un dolor agudo semejante a una descarga eléctrica y simultáneamente se vió envuelto en un velo de negrura. Cuando volvió a abrir los ojos se encontró en su rincón del cuadrilátero. Los gritos del público resonaban como un clamor lejano. Le habían aplicado una esponja mojada a la nuca y Sid Sullivan le rociaba con agua fresca el pecho y la cara. Le habían quitado los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No guardaba rencor al hombre que le había dejado fuera de combate devolvió la presión de sus dedos con una fuerza que arrancó una protesta a sus nudillos aplastados. Luego Sandel se acercó al centro del ring mientras el árbitro levantaba su mano en tanto el púlico aullaba su entusiasmo. King lo miraba sin verlo, mientras sus segundos le enjugaban el agua que chorreaba a lo largo de su cuerpo, le secaban la cara y le preparaban para que abandonara el ring. Sentía hambre. No era el hambre común, el hambre que roe sordamente, sino una debilidad enorme, una palpitación en lo más profundo del estómago, que se comunicaba a todo su cuerpo. Recordó el momento del combate en que había tenido a Sandel en la cuerda floja, a un pelo de la derrota. Si hubiera podido comer ese bife lo habría vencido. Pero no lo comió, y había perdido. Sus ayudantes lo sostuvieron mientras se aprestaba a pasar entre las cuerdas. Se liberó de ellos y se agachó por sí solo, saltó pesadamente al suelo y los siguió, mientras le abrían paso a lo largo del pasillo atestado de espectadores. Cuando ya había salido del vestuario y se dirigía hacia la calle, un joven se dirigió a él.
-¿Por qué no lo volteaste cuando ya era tuyo?
-¡Andate al diablo! -dijo Tom King, y bajó los escalones hasta la vereda. Las puertas del bar de la esquina se abrían y cerraban sin parar, y al pasar vio las luces y las sonrisas de las camareras y oyó las voces que comentaban el combate y el alegre sonido del tintinear de las monedas y las copas sobre el mostrador. Alguien le llamó para invitarle a una copa. Tuvo un momento de duda; luego declinó la invitación y siguió su camino. No llevaba en los bolsillos ni un miserable céntimo, y las dos millas que tenía que recorrer hasta su casa le parecían una distancia enorme. Sin duda se estaba poniendo viejo. Al cruzar el parque se sentó de pronto en un banco. Pensó en su mujer, que le aguardaba impaciente por saber el resultado del combate. Aquello era más duro que cualquier knock-out, algo casi imposible de arrastrar. Se sentía débil y agotado, y el dolor que sentía en los nudillos le decía que incluso si podía encontrar un trabajo, tardaría al menos una semana en poder empujar un pico o una pala. Las contracciones del hambre en el estómago le provocaban náuseas. Estaba exhausto, y sintió que a sus ojos acudía una humedad inusitada. Se cubrió el rostro con las manos y, mientras lloraba, recordó aquella noche lejana en que había dejado a Stowsher Bill fuera de combate. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía porqué después del combate se había echado a llorar en el vestuario.



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