Por Beatriz Sarlo
No puedo conectarme a internet. La empresa a la que le pago por el servicio emite un mensaje que informa, dulcemente, que todos sus operadores están ocupados. Siento una irritación profunda: contra la empresa telefónica, contra sus mensajes grabados, contra la música que se escucha entre mensaje y mensaje. Tengo la certeza de que cada segundo sin conexión me hace perder plata. En realidad, estoy perdiendo más tiempo que plata, porque debería apagar la computadora, tomar la llave de memoria y, como miles de personas, cruzar al locutorio de enfrente a pasar el rato.
Por alguna razón, donde se mezcla resentimiento contra la empresa, tozudez y vagas esperanzas, no lo hago. Insisto con el imposible 0800, en estólida competencia con miles de usuarios que, en sus oficinas o en sus casas, escuchan la misma voz que les indica que todos los operadores están ocupados con otros miles de usuarios que, por algún milagro de la distribución estadística de la suerte, lograron ser atendidos.
Es lunes y debo enviar mi columna a esta revista. Tengo varias horas por delante antes de entrar en zona de peligro; por otra parte, podría llamar por teléfono y decir que esperen un rato o que les mando un diskette. Finalmente, también podría hacer lo más sencillo, que consiste en pagar un peso en el locutorio y enviar la columna desde allí. Las soluciones son todas de una sencillez innegable, sin embargo, es como si no las contara entre mis posibilidades. Sólo quiero que la empresa telefónica me conecte, sólo la conexión me libraría de este sentimiento que mezcla la frustración, el aislamiento, la irritación y todas las normas de defensa del consumidor (¿me descontarán de la factura el tiempo en que no me dieron el servicio?, me pregunto como si de ello dependiera mi bienestar económico futuro).
Pienso cambiar de empresa. Pero me doy cuenta de que no tengo una guía telefónica impresa sobre papel y que, por lo tanto, necesito estar conectada a internet para obtener información sobre las otras empresas, sus planes y sus números de teléfono. Juro que cambiaré de empresa en cuanto ésta que no me conecta vuelva a conectarme. Me doy cuenta del carácter un poco absurdo del juramento, porque soy un mero cliente, es decir nadie, uno entre centenares de miles de usuarios que hace un juramento que luego le complicará la vida: cortar el servicio, devolver el módem, esperar el módem del nuevo servicio, ¿para qué seguir? Estoy pegada a mi conexión como si mi computadora y la empresa fueran hermanas siamesas. Eso es todo. Tengo que esperar que me atiendan en el soporte técnico o que el servicio se reanude sin mi intervención: no tengo otras posibilidades, dependo enteramente de algo sobre lo cual no puedo influir en lo más mínimo. El organismo de Defensa del Consumidor y las páginas de cartas de lectores de los diarios acumulan denuncias sobre medicina prepaga, teléfonos o celulares.
Lo cierto es que sigo sin conectarme a internet y también, para experimentar la molestia más agudamente, sigo sin cruzar al locutorio de enfrente. En estas circunstancias, me distraigo con la pregunta ¿cómo era la vida antes de internet? La espera era una dimensión fundamental de todas mis actividades: esperaba cartas, esperaba fotocopias de revistas o libros que llegaban (o no llegaban) por correo, esperaba llamadas de teléfono, esperaba poder desplazarme hasta una biblioteca si necesitaba un texto clásico que no estaba en la mía, caminaba hasta los estantes para buscar, calmadamente, un dato, consultaba un CD de la Enciclopedia Británica que, en su momento, parecía el mayor avance (poder comprarlo y tener una lectora de CD en la computadora).
Antes de internet, esperaba y probablemente pensaba un poco más antes de contestar una carta, de pedir una fotocopia a un amigo que estaba lejos, de hacer una llamada internacional o aceptar una invitación. Antes de internet, esperaba y mis dedos no iban más rápido que mi cabeza: hoy mis dedos son más veloces que mi cabeza. Teclean todo el tiempo, sin parar y, si están quietos, sienten un cosquilleo nervioso.
Antes de internet había cosas que renunciaba a saber porque habría sido muy trabajoso encontrar la información. No se trataba de datos importantes y podía seguir viviendo sin ellos (por ejemplo: sabía que Sampras le había ganado más veces a Agassi de las que había perdido frente a él, pero no me importaba el número exacto; hoy, en cambio, busco el número exacto y también lo olvido inmediatamente porque sé que puedo volver a buscarlo y que, para siempre, esa diferencia de victorias y derrotas figura en internet). Tampoco me parecía de importancia capital el año de nacimiento de Janis Joplin, porque no me equivocaba sobre cuál era la época que ella había marcado.
Hoy todo eso está en la punta de mis dedos. Pero ahora, en este momento, estoy sin conexión. Sufro. Si necesito saber cuántos años vivió Libertad Lamarque en México, ¿qué hago? ¿A quién llamo para averiguar a qué edad Ingrid Bergman conoció a Roberto Rossellini? Mejor, apago la computadora y, por las dudas de que me surja alguna pregunta de ésas, me voy al locutorio de enfrente.
Revista Viva 21/10/2007
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viernes, 23 de noviembre de 2007
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