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por Beatriz Sarlo
La noticia informaba que profesores ingleses de colegio secundario reclamaron un programa que les permitiera comprobar si párrafos o páginas enteras de los trabajos de sus alumnos habían sido bajados de internet y copiados literalmente. Ya otras veces se han escuchado las quejas de docentes que sospechan de trabajos apócrifos, robados de alguna parte, y se sienten como una viejita ante un cuento del tío. No me explico bien por qué esos temores no eran habituales antes, cuando cualquier alumno de un país con buenas bibliotecas escolares podía copiar párrafos enteros de varios libros. Se dirá que hay menos libros en esas bibliotecas que páginas en la web. Es cierto, pero la estafa era igualmente posible, como sabe cualquiera que haya padecido la tentación de apropiarse de un párrafo ajeno, escrito sobre papel o en pantalla. Se dirá también que las breves acciones de copiar y pegar implican un gasto tan mínimo de energía que aquel estudiante, para quien copiar un párrafo de libro era un esfuerzo sobrehumano, hoy puede terminar su tarea con dos o tres golpes de tecla. Son las pequeñas transgresiones intelectuales que protagoniza un estudiante decidido a ahorrar tiempo para dedicarlo a cosas que juzga más atractivas. Ahora se aprovecha el protoplasma derramado en la web; antes, la confección de machetes laboriosos en letra microscópica era la forma clásica para enfrentar el desafío de una prueba escrita. Como hay nostalgia por lo más insospechable, he escuchado decir que los machetes exigían, por lo menos, que el propio usuario los preparara, lo cual implicaba un trabajo que se parecía al de estudiar. Porque, finalmente, ¿qué era un machete sino el más eficaz resumen de un tema, ordenado y sinóptico? Internet, con su dispositivo de copia y pegado, vuelve nostálgicos a quienes piensan que es la tecnología la que decide a un estudiante a presentar como propio un rutilante apócrifo bajado de la red. Es cierto que internet facilita las cosas, pero se las facilita a todo el mundo que tenga acceso a ella: a los maestros, a los profesores, a los alumnos, a los investigadores.
Los que no tienen acceso a la red, los más pobres, están tristemente condenados a la honestidad intelectual. Sería bastante sencillo imaginar estrategias que no fueran policiales para descubrir a los que se copian. Si los profesores reclaman un programa que haga temblar las pantallas de sus computadoras cuando ingresen un texto supuestamente bajado de internet, es porque necesitan una División de Delitos Informáticos trabajando a su lado. Policía científica al servicio de la relación pedagógica. La fórmula es lamentable por varias razones. La primera es que ese maestro o profesor no se siente capaz de distinguir entre un apócrifo y el texto producido verdaderamente por sus alumnos. Es posible que existan casos límite: chicos que escriban como la mayoría de las páginas de internet, o páginas de internet que (como El Rincón del Vago) estén alimentadas por textos redactados por otros chicos y, por lo tanto, se parezcan a los trabajos que un maestro recibe de sus alumnos. Pero, más allá de esta eventualidad, se espera que los profesores sean capaces de hipotetizarqué tipo y nivel de textos escriben sus alumnos; si eso les resulta complicado es porque no han llegado a conocerlos y, en ese caso, cambiemos de tema, hablemos de que están agobiados de trabajo, o de que hay demasiados alumnos por curso, o cualquier otro argumento institucional que no va al centro de la cuestión. La segunda razón remite a la extensión del trabajo escrito por un estudiante.
No estamos hablando de monografías universitarias. En la escuela media, lograr que se escriban tres párrafos (unas 400 palabras) que incluyan una cantidad mínima de oraciones subordinadas es un objetivo respetable. Tendría que pensar que todo está perdido si los profesores no pueden leerlos con algún nivel de certeza respecto de su autenticidad. Existen los recalcitrantes habilidosos, es cierto. Pero su performance puede ser impecable por corto tiempo. La tercera razón es que los profesores deberían estar en condiciones de imaginar un tipo de trabajo escrito que obstaculice el cuatrerismo digital de sus estudiantes. Se me ocurren cosas verdaderamente obvias. Que los alumnos hagan lo que quieran con los materiales encontrados en internet pero limitados a un párrafo que sea obligatorio explicar, incluso parafrasear. Ese párrafo puede provenir de cualquier parte (de un libro o de una página web) y los estudiantes deberán demostrar que lo han comprendido y que lo que bajan de la red son las pruebas de esa comprensión. Vuelvo a una vieja idea: la explicación de texto, no la improvisación libre sobre un tema con porciones de web pegadas aquí y allá, sino la demostración de que se ha entendido. No hay nada peor que la libertad fofa de decir lo que "me parece", ni nada más banal que un "yo pienso" que, en realidad, no piensa nada sino que revisita sin saberlo prejuicios y lugares comunes. Con el plagio de la web se paga la manía de llamar a cualquier actividad "investigar". Para "investigar" hay que aprender a leer bien.
La Nación 2/3/2008.-
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domingo, 6 de abril de 2008
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