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sábado, 31 de enero de 2009

La melatonina como hormona reguladora del sueño

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Muchos de los procesos bioquímicos y fisiológicos del organismo humano están sujetos a un ciclo circadiano que se repite aproximadamente cada 24 horas y que se ve determinado por osciladores endógenos fotosensibles en el sistema nervioso central (SNC). Como parte de este ciclo la glándula pineal, que sirve de interfase principal entre el medio ambiente luminoso, el sistema endocrino y el SNC, sintetiza la hormona melatonina a partir del triptófano y la libera hacia la circulación, donde alcanza sus concentraciones máximas en horas de la noche. Esta hormona inductora del sueño a su vez actúa en el SNC por mediación de receptores específicos (ML-1, ML-2, ML RR).

Su efecto regulador del ciclo circadiano confiere a la melatonina propiedades idóneas para tratar el insomnio por alteración del ritmo natural del sueño en viajeros con jet lag y trabajadores con turnos irregulares, por dar ejemplos, aunque sirve para cualquier tipo de insomnio. Esta hormona tiene muy poca toxicidad y no se han documentado efectos secundarios graves, pero la falta de información sobre sus efectos a largo plazo hace necesaria su farmacovigilancia a lo largo del tiempo.

La melatonina se ha administrado por vía oral y endovenosa y por inhaladores, parches dérmicos y parches gingivales. Se recomienda la administración de 2 a 5 mg de 30 a 60 minutos antes de dormir, aunque en ensayos clínicos se han administrado dosis de 1 g diario por varios meses con un mínimo de efectos adversos y sin signos de toxicidad hepática, renal o de médula ósea. En general, las pruebas acumuladas hasta ahora sugieren que la acción fisiológica de la melatonina se debe a la combinación de tres efectos: la inducción del sueño; la sincronización del ciclo natural del sueño y la vigilia; y la reducción de la temperatura corporal.

La melatonina se está usando en todo el mundo, a menudo sin supervisión médica adecuada. Se ha demostrado en los Estados Unidos de América que muchos de los productos que se venden en tiendas naturistas y que dicen contener cierta concentración de melatonina en realidad contienen una cantidad mucho menor de la indicada en el envase. Aunque se trata de una sustancia inocua y eficaz, urge prestar atención al control de su calidad. (Cardinali DP. Aplicaciones terapéuticas de la melatonina en la medicina del sueño y en la psiquiatría. Acta Psiquiat Psicol Am Lat 1996;42:127-136.)


La melatonina como hormona reguladora del sueño. Rev Panam Salud Publica , Washington, v. 1, n. 3, Mar. 1997 . Disponível em: . Acesso em: 01 Feb. 2009. doi: 10.1590/S1020-49891997000300012.


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viernes, 23 de enero de 2009

Los ahogados

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por Orlando Barone


La mujer tendría treinta y tantos años. O más quizás. Pero el tono bronceado de su piel, su cuerpo deportivo y delgado metido en un buzo, y el pelo rubio, revuelto, la rejuvenecían. Al menos ante los ojos del pescador solitario que sin querer la había descubierto cuando ella caminaba entre los peñascos.

Era un atardecer de otoño en Punta del Diablo, ese pueblito uruguayo que sin los turistas del verano parece sacado de Moby Dick, y donde solo es posible encontrar hombres toscos, barquitos destartalados que al alba se hacen al mar, tiburones vaciados y secándose en largas filas al sol, y una taberna miserable llena de olor a tabaco. Hay allí un cementerio increíble con diez o doce cruces desorientadas semihundidas en un arenal sin fronteras ni ninguna entrada ni salida. Se siente la impresión de que allí no se muere nadie, aunque se sabe que son menos los que se entierran que los que se ahogan y pierden para siempre en el mar.

La muchacha -ahora podemos decir la muchacha, desde la visión de aquel hombre duro y fatalmente solitario- vacilaba cada tanto entre los pequeños obstáculos de piedra. Al rato pudo lograr su objetivo: pararse en la roca más alta desde donde se alcanzaba a dominar todo el mar. Mientras ella, levemente temblorosa por el viento o la soledad, o quién sabe qué sentimientos profundos que la acosaban miraba como encantada hacia lo infinito, el hombre la miraba a ella arrebatado.
A lo lejos, entonces, se oyó el motor del auto que ella había contratado en el Este, que se volvía con el chofer. En el pueblo nadie parecía darse cuenta de nada; los rumores del paisaje sepultaban los pequeños rumores de una bomba de agua o de una voz entre las casas sin destino aparente. La muchacha y el pescador seguían en la playa, apenas separados por un trecho de arena húmeda. Ninguno de los dos se había visto nunca; aunque ahora el pescador era el único de los dos que había visto al otro.

Acaso para la sencilla preocupación de aquel hombre esa mujer, esa tarde, había ido allí por extravagancia, sin saber dónde iba. Tantas turistas aburridas de una situación confortable se creían capaces, un instante, de integrarse a esa vida incómoda que les parecía bellamente salvaje. Pero solo un instante.

Sin embargo, la manera en que ella se inclinaba en la roca sin interés por el pueblito ni por ninguna otra cosa fuera del mar, revelaban una actitud decidida, una elección meditada, no empujada por el azar o por un acto irreflexivo.

El hombre antes de eso había tomado vino. El vino dentro de él se movía como el agua que él veía agitarse delante. Eran dos mares, el de afuera y el de adentro buscándose, arañándose, lamiéndose, y él en el medio ahogándose. Por culpa de la intrusa, de esa presencia conmovedora y confusa, el vino empieza a inquietarlo. Ve imágenes alteradas: las de una mujer desnuda entrando y saliendo del mar; un tiburón arponeado en el corazón, desangrándose; una gaviota sobre una almeja, picoteándola. En cada una de esas imágenes hay curvas, hay algo rojo o húmedo, hay movimientos eróticos. Aunque el hombre no sabe interpretar esos signos y jamás se le hubiera ocurrido esa palabra -eróticos- siente que esa circunstancia es un privilegio y quiere asumirla. Gozarla.

Se toca instintivamente la nuca como si se acariciara con un cuchillo. Tiene calor, a pesar de que está casi desnudo y el viento es frío. Hay un olor a peces y a gaviotas vivas y muertas y en la playa no hay nadie. Los barquitos de pesca duermen en la arena como si los hubieran abandonado hace mucho y hubieran de estar así eternamente. Las casuchas, apenas iluminadas por un pabilo o una lámpara a kerosén o garrafa, se pierden semienterradas entre los médanos. Las sombras entre las dunas hacen que todo parezca mar. Algo irreal le concierne a esa parte del mundo; ni siquiera tocándose el cuerpo el hombre siente que es una prueba de que existe. Nunca el vino y el mar juntos le han producido ese efecto: el de un náufrago en una isla desierta que acabara de descubrir un tesoro. No se pregunta si el tesoro le sirve en esa situación límite. Tampoco si el tesoro es auténtico o apócrifo, y si no lo han puesto allí para engañarlo. Es crédulo esta vez porque la pasión no duda: arremete.

La luna surge como un ojo de pescado obsesivo y lleno de una luz muerta, una luz alimentada por restos de cosas hundidas e irrevocables; ahogadas.

La mujer, ágil y decidida, se saca el buzo; no tiene puesto nada debajo. A treinta metros el otro cuerpo se sacude instintivamente; jamás sintió el hombre lo que ahora sentía con una lucidez saturada de perversión y de incontrolables varahadas de algo sucio o limpio, quién sabe.

En él la tentación de saltar los treinta metros y atraerla hacia sí, cede paso a un pensamiento estratégico y paciente. Intuye que la muchacha ha ido hacia allí a buscar algo. A despojarse de alguna historia de amor, a borrar a un hombre. Cree recordarla un domingo anterior acompañada de un muchacho rubio con su tabla de velas. Los recuerda besándose; los ve una y otra vez desde el barco mientras se hace a la mar y prepara sus redes. La escena se disipa en un remolino de ideas turbias que achaca al vino. La mujer se agita, se altera como si la recorriese una anguila eléctrica. No sabe cómo ni por qué: presiente una desproporción entre lo que él espera y la realidad, entre lo que él desea poseer y lo que el destino le concede.

Han pasado pocos minutos y acaba de sacarse el cuchillo del cordel que ajusta el único trapo que usa, más por hábito que por pudor, entre la cintura y los muslos. El tacto en la empuñadura lo inquieta. O lo excita. Ve el hermoso pecho de la muchacha lleno de luz blanca y se acuerda de aquel gran pez al que nunca pudo atrapar aunque se colgaba de sus anzuelos y después de simular y hacerle creer que cedía, desaparecía otra vez en el mar, burlándose.

Clava el cuchillo en la arena y siente que se desprende de un mal con alivio. Una reacción extraña si se piensa cuánta violencia ha provocado siempre en su corazón no medir la frontera del vino.

En ese momento oye el ruido de un cuerpo arrojándose al mar. No tiene tiempo de pensar nada; ve a la muchacha nadar y alejarse y ve que su estilo es suave, como de alga.

Absorbido por su propia inocencia el hombre resume su perpleja visión lleno de esperanza: piensa que la muchacha nadará y volverá antes de cruzar la rompiente. Él se le acercará entonces, se le acercará, eso piensa ya olvidado del cuchillo que ha clavado en la arena. Ya olvidado de todo.

Se agarra con los pies en el médano. Está en una posición de animal hechizado por una presa. Pero lo que distingue en la oscuridad lo sacude y conmueve: la ve alejarse hasta hacerse chiquita que parece perderse. Donde ella se pierde los tiburones podrían encontrarla.

Tiene miedo de eso, de que ella no vuelva; aunque tal vez ella ya sabe lo que hace. Es rubia. Y está triste. Rubia o morena, del color que alguien sea la tristeza es la misma. Nunca el pescador lo ha sabido como ahora.

Todo se esfuma de pronto; se complica como si alguien enturbiara el paisaje agitándolo con la mano. El pescador ha decidido arrojarse al agua; se zambulle mirando el pelo de oro de la muchacha plateado por la luna y las olas. Nada. Sus brazadas son fuertes y profundas y desprolijas, no obstante cree que llegaría a cualquier parte si se trata de seguirla.

Ha nacido en el mar. Sin darse cuenta nada y nada hasta convertirse él también en un puntito indescifrable desde la orilla.

Son dos puntos colocados tangencialmente en el borde del paisaje lejano. En el borde del mundo. Hay una escena vacía iluminada brutalmente por los faros de un auto detenido en la playa. A la escena se incorporan el cuchillo del pescador semihundido en la arena; y más allá la ropa de la muchacha lamida y arrastrada por la creciente.

El enamorado que acaba de bajarse del auto corre en la oscuridad de un lado a otro. Mira el cuchillo. Mira el mar sin ver nada. Los pobladores de las casuchas destartaladas, todos, dormirán hasta el alba. Mañana la imaginación popular tejerá historias desorbitadas.


Orlando Barone nació en Buenos Aires en 1941. Periodista y escritor. Sus textos se caracterizan por su aguda e irónica observación sociológica. Su última novela La locomotora de fuego (1991) fue finalista del Premio Plaza y Janés, de España. Actualmente es columnista del diario La Nación, la revista Debate y Radio Continental.


Revista EL Monitor. Nº 10
Ministerio de Educación
Presidencia de la Nación


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Karolinska: la cuna de la investigación médica

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por Marina Tocón



El próximo año el Instituto Karolinska celebrará sus 200 años de existencia en la cima de la producción científica europea y siendo el noveno mejor centro del mundo en el ámbito de la Medicina Clínica. Ahora los cambios sociales le obligan a evolucionar en busca de nuevos retos y la hazaña pasa también por esquivar la crisis económica, que ya de momento le ha privado de fondos del Gobierno sueco y le obliga a recurrir a la empresa privada para mantener su calidad innovadora.


Nació en 1810 como centro formativo para los servicios quirúrgicos de la Armada y hoy, casi doscientos años después, se ha convertido en uno de los centros europeos con más prestigio en el campo de la medicina moderna. Se trata del Instituto Karolinska de Estocolmo, incluido entre los 50 mejores centros de investigación del mundo y en el top ten de la medicina clínica. Su afamada trayectoria se reconoce en infinidad de trabajos sobre Oncología, Endocrinología, Neurociencias, Salud Pública, Inmunología y Medicina Reparativa, entre otros.

Ha sido, además, la cuna de grandes genios como Jöns Jakob Berzelius, considerado el padre de la química moderna; Lars Leksell, inventor de la Radiocirugía, así como de muchos otros premios Nobel que entre las paredes del Karolinska ayudaron a mejorar el mundo con inventos como el marcapasos o la cámara de ingravidez utilizada por la NASA.

"La influencia del Instituto Karolinska es muy grande. Representa algo que no es fácil de ver en otros lugares: lo que se denomina universidad médica. Es decir, constituye por sí mismo un lugar de formación y de medicina aplicada a la práctica clínica", comenta Javier Sáez Castresana, miembro de la Unidad de Biología de Tumores Cerebrales de la Universidad de Navarra y ex alumno del instituto entre 1988 y 1990.

El año 2010, fecha en la que celebrará el bicentenario, será también el momento escogido para afrontar nuevos retos: "La misión es alcanzar el liderazgo en el mundo de la investigación universitaria en los próximos tres años. Pretendemos reforzar el área de la innovación para hacernos atractivos a la vista de otras universidades, servicios de salud e industria", explica Harriet Wallberg-Henriksson, presidenta del instituto. Para ello se ha marcado un plan de acción basado en una docena de aspectos ligados a áreas estratégicas como la educación, la investigación, la participación de la sociedad en el proceso investigador, la movilidad interna y la colaboración externa.

En estos 199 años tampoco el Karolinska ha escapado de la influencia del capitalismo y del mundo anglosajón. "Antes los trabajos eran más académicos y enfocados al conocimiento general; no había competencia por las patentes. Es más, el inventor del marcapasos no lo patentó porque su fin no era ganar dinero, sino ayudar a la gente. Ahora esa idea es inconcebible. El instituto ha adoptado el estilo americano. Se crean spin-offs y en cuanto hay un hallazgo, surge una empresa detrás para comercializarlo", relata Ángel Cedazo-Mínguez, un investigador español que llegó al Karolinska hace quince años para realizar su tesis doctoral y que hoy asume el cargo de codirector del Centro de Investigación del Alzheimer del instituto.

El elevado protagonismo de lo económico es arriesgado, en opinión de Sáez Castresana. "El exceso de notoriedad que se está dando al mundo científico experimental, unido al desconocimiento sobre qué es lo que realmente ocurre en ese mundo, podría perjudicar a quienes nos dedicamos a la investigación experimental. Europa, acomplejada por no patentar tanto como Estados Unidos, pretende que el científico investigue, desarrolle y patente, lo que nos aleja de la necesaria liberalización de la ciencia". A juicio de Cedazo-Mínguez, la primacía del capitalismo sobre el conocimiento gana ahora un nuevo papel: el de salvaguardar la calidad innovadora en tiempos de crisis. Y es que ni siquiera un centro de las características del Karolinska escapa a la recesión.

"Antes, el Estado del Bienestar nórdico era más potente. Ahora, el Gobierno sueco ha reducido las ayudas económicas del instituto, lo que nos fuerza a buscar colaboraciones externas, principalmente con empresas privadas". Es más, incluso en el plan de acción propuesto por Wallberg-Henriksson advierten de que una estrategia proactiva de liderazgo ha de pasar primero por lograr reducir ciertos costes. "Ahora el gobierno sueco mira con lupa en qué campos invierte", explica Cedazo-Mínguez. A corto plazo, los asuntos agraciados serán los que atañen al cáncer, Alzheimer, neurología, diabetes y células madre, una decisión más política que científica y que se extiende por toda Europa.

Con o sin crisis, lo que de momento conserva intacto el Karolinska es su potestad de anunciar cada año a los candidatos para el premio Nobel de Fisiología y Medicina, un honor que le concedió en 1895 Alfred Nobel. El halo de secretismo que rodea la elección se mantiene intacto, al igual que el proceso, repleto de tradiciones ancestrales, y que culmina cada 10 de diciembre en la Sala de Conciertos de Estocolmo, donde se hace entrega del galardón.

Los cerebros españoles se fugan al norte

Uno de los pilares del desarrollo del Instituto Karolinska es la internacionalización. Ya sea a través de programas de intercambio o de acuerdos de colaboración en materia de investigación y educación, el centro se mantiene en permanente contacto con un gran número de universidades de todo el mundo, así como con compañías líderes en el campo de la biotecnología y la biomedicina. La trayectoria del Instituto Karolinska ha elevado su atractivo a ojos de los investigadores españoles, que han incrementado su presencia en los países nórdicos.

El ejemplo se halla en la figura de Ángel Cedazo-Mínguez: "Cuando vine a terminar mi tesis el sistema universitario español era muy diferente al nórdico. La universidad estaba dominada por unos pocos que primaban el amiguismo y colocaban en las aulas a profesores desmotivados que ya no producían conocimiento. En los últimos años parece que el modelo español ha mejorado, e incluso el Instituto Karolinska colabora con España a través de redes de investigación europeas, pero la fuga de cerebros sigue siendo un hecho". Al igual que Cedazo-Mínguez, muchos españoles se fueron y no han vuelto, una decisión que apoya Javier Sáez Castresana y que incluso considera necesaria para evidenciar las carencias de España en I+D.

Su razonamiento se sostiene en un decálogo de razones que él mismo ha elaborado y entre las que destaca la ausencia de la carrera investigadora en España, así como de recompensas, la escasa o nula financiación básica, la excesiva burocracia y la dificultad para crear un grupo investigador. En su opinión, la política del Instituto Karolinska favorece incluso más este atractivo: "Lo están haciendo bien. Saben acoger y motivar a muchos extranjeros en un país donde la población en general no desea dedicarse a la investigación".


Diario Médico 20/1/2009.-

sábado, 10 de enero de 2009

Eric Clapton canta con nosotros

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Tears in Heaven





Would you know my name
If I saw you in heaven?
Would it be the same
If I saw you in heaven?


I must be strong
And carry on,
'Cause I know I don't belong
Here in heaven.


Would you hold my hand
If I saw you in heaven?
Would you help me stand
If I saw you in heaven?


I'll find my way
Through night and day,
'Cause I know I just can't stay
Here in heaven.


Time can bring you down,
Time can bend your knees.
Time can break your heart,
Have you begging please, begging please.


Beyond the door,
There's peace I'm sure,
And I know there'll be no more
Tears in heaven.


Would you know my name
If I saw you in heaven?
Would it be the same
If I saw you in heaven?


I must be strong
And carry on,
'Cause I know I don't belong
Here in heaven.
'Cause I know I don't belong
Here in heaven.


by Eric Clapton and Will Jennings


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Humano, demasiado humano

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por Diana Cohen Agrest


Muchos lo consideran el mal por excelencia del hombre de hoy. Quien lo padece, siente el vacío abrumador de la vida. Para huir de él, algunos se alienan con el trabajo, y así se ganan, a la vez, aprobación social y desdicha; otros creen que la solución es satisfacer los deseos, pero pronto advierten que el deseo asegura el infierno. Heidegger piensa que aburrirse hace tomar conciencia de que se tocó fondo y permite así alcanzar la autenticidad. ¿Habrá que aceptar ese molesto estado de ánimo?


Cómo se nos habrá hecho carne que hasta Kierkegaard hace del aburrimiento la piedra fundacional de la Creación, imaginando que "los dioses estaban tan aburridos que entonces crearon a los seres humanos". No sólo los dioses. También "Adán estaba aburrido porque estaba solo, entonces crearon a Eva. Desde entonces, el aburrimiento ingresó en la Creación". Nietzsche no le fue en zaga cuando, con su demoledor sarcasmo, sugirió que en su descanso sabatino Dios se habría aburrido espantosamente. Y Kant aportó lo suyo cuando, a modo de consuelo del devenir de la historia misma, advirtió que, de permanecer en el Paraíso, Adán y Eva se habrían aburrido soberanamente.

Tantas citas ilustres prueban que, parafraseando a Camus, si hay un problema verdaderamente filosófico, es el del aburrimiento. Raramente reconocido en su magnitud, el tema no suele ser un objeto de reflexión de la filosofía académica ni del común de los mortales. Se trata, sin embargo ,de una experiencia inescindible de la existencia humana.

También la escritura en torno al aburrimiento corre el riesgo de resultar, precisamente, aburrida. Sin embargo, la histórica y sospechosa omisión de este asunto nos convoca a su examen: ¿Qué es? ¿Cuándo aparece? ¿Por qué aparece? ¿Por qué nos afecta? ¿Cómo nos afecta?

Aun cuando, por una suerte de reduccionismo, rotulamos con la etiqueta de "aburrido" todo aquello que no despierta nuestro interés, lo cierto es que convivimos con el aburrimiento de una manera tan atroz como imperceptible, como con "una especie de polvo. Uno va y viene sin verlo, un respira en él, uno lo come, lo bebe, y es tan fino que ni siquiera cruje entre los dientes. Pero si uno se detiene un momento, se extiende como una manta sobre el rostro y las manos", en la descarnada descripción que de él hace Georges Bernanos en su Diario de un cura rural .

El aburrimiento se apodera de nosotros, penetrando en cada intersticio con la sutileza de un escalpelo en manos de un hábil cirujano y termina por ser vivido como una compañía tan fastidiosa como irreconocible. El aburrimiento irrumpe cuando el deseo se divorcia de los hechos, en pocas palabras, cuando no podemos hacer lo que queremos hacer o cuando debemos hacer aquello que no queremos hacer. Pero también se cierne, amenazador, cuando no tenemos ni idea de lo que queremos hacer. Podemos estar aburridos de cosas (el hastío es el alimento por excelencia de la sociedad de consumo) o de personas (de otros o hasta de nosotros mismos), aunque también podemos sentirnos aburridos cuando nada en particular nos aburre. Lo peor es que, enunciado tautológicamente, el aburrimiento es aburrido.

Pese a esta caracterización intimista, el aburrimiento no es un mero estado subjetivo sino también una característica del mundo: es tan verdad que todos los hombres son mortales como que todos, absolutamente todos, participamos en prácticas sociales saturadas de aburrimiento.

No hay nada nuevo bajo el sol

Hay quienes creen que se trata de un fenómeno relativamente reciente. Sin embargo, su origen se remonta a la Antigüedad tardía, cuando apareció un fenómeno que en griego se designó athymía y en latín, accidia (en castellano, acedia), expresiones que aludían a una condición subsumible en lo que tiempo después se difundiría con un nombre tan vago como indefinible: la melancolía. Curiosamente, los monjes eran particularmente proclives a la acedia. Alertados de un fenómeno tenido por obra del Demonio, hasta los mismos Padres de la Iglesia consideraron la acedia el peor de los pecados, no sólo porque de ella brotaban todos los demás sino porque era la expresión de cierto descontento ante la Creación de Dios, ante cuya sombra amenazadora hasta San Jerónimo exhortaba con festiva piedad: "Bebed, hermanos, bebed, para que el diablo no os halle ociosos".

A partir del Renacimiento, la acedia enclaustrada en los muros de la vida monacal fue desplazada por la melancolía, cuya sede era un alma indisociable de un cuerpo carnal, que había sido celebrado en la Antigüedad clásica y era redescubierto por el Humanismo. Fue precisamente un médico y hombre de ciencia inglés, Robert Burton, quien condensó su novedosa concepción en un célebre ensayo publicado en 1621. En su Anatomía de la melancolía , con un espíritu más científico que apocalíptico, diagnosticó que lejos de ser atribuible a Satanás, la melancolía es una enfermedad que suele atacar particularmente a las gentes consagradas al estudio, cuyas meditaciones pueden fácilmente caer en un mórbido rumiar. A modo de fármacos anímicos, Burton recomendaba un tratamiento tan natural como placentero: diversificar las actividades y frecuentar menos los libros y más las mujeres hermosas, cuya vista regocija el corazón, siempre y cuando el trato con ellas se ejerciera -se cuidaba de aclarar el galeno- en el marco de una vida equilibrada. Sin embargo, pese a sus tan floridos consejos, su autor terminaba por admitir que no existe un remedio universal para ese mal.

La melancolía perduraría en la obra de Freud, quien en Duelo y melancolía declaró que el melancólico vive la pérdida del objeto de amor como una pérdida del Yo. Este empobrecimiento del Yo es vivido por la subjetividad como una confrontación con una vida vaciada de su sentido. En el mismo campo del psicoanálisis, Lacan finalmente reconoce en el aburrimiento su estatuto bien ganado en Televisión , donde, frente a las clásicas seis pasiones del alma propuestas por Descartes en el siglo XVII (la admiración, el amor y el odio, el deseo, el gozo y la tristeza), despliega otras tantas en versión aggiornata : la felicidad, el gay saber, la beatitud, el mal humor, la tristeza y, pues no podía faltar, el aburrimiento. Semejante linaje teórico no es suficiente, sin embargo, para dotar al aburrimiento de un bien ganado estatuto epistémico: exonerado del campo de las patologías, el aburrimiento no suele ser de interés ni para los psicológos ni para los psiquiatras, aun cuando es vivido como una pérdida de identidad que denuncia el corte entre el sentido y el vacío de sentido.

Aunque dignas de atención, acedia y melancolía se distinguen sutilmente del aburrimiento: mientras que la primera era una noción moralmente demoníaca, atribuible a unos pocos elegidos, el aburrimiento es una condición psicológica que nos afecta a todos. Y mientras que la melancolía hunde sus raíces en una tradición aristocrática, asociada a la sensibilidad y a la belleza, el aburrimiento es un descastado.

En Filosofía del tedio (Tusquets, 2006), Lars Svendsen baraja la hipótesis de que, visto desde la historia de las ideas, el Romanticismo sentaría las bases del aburrimiento contemporáneo, exacerbado por la proclama de la muerte de Dios, en cuya estela el sujeto pierde el sentido de la trascendencia y comienza a verse como un individuo que debe realizarse a sí mismo. Al hombre, confrontado con ese mandato inmanente, la vida cotidiana se le antoja ni más ni menos que una prisión.

Los méritos (o, nunca mejor dicho, los deméritos) del aburrimiento no son pocos, en particular si nos guiamos por el juicio de Kierkegaard, para quien "es la raíz de todo mal", desde las adicciones hasta los desórdenes de la alimentación, pasando por el vandalismo, la depresión, la violencia y las conductas de riesgo, placebos sociales que funcionan como efímeros remedios que, al fin de cuentas, justifican el imaginario medioeval en el que la acedia figuraba entre los frutos de poderes demoníacos. Cuando se perpetúa, se transforma en el taedium vitae , el tedio de la vida ante el cual la jurisprudencia de la antigua Roma legitimaba el derecho al suicidio. Pues así como se ha dicho que el aburrimiento aportó más infelicidad al mundo que todas las pasiones juntas, incluso más que el Mal provocado por todas las guerras juntas, se ha dicho a su favor que ha puesto fin a numerosos males, por la simple razón de que terminaron por resultar aburridos. En Prejudices: A Philosophical Dictionary (1983), Robert Nisbet sostiene que la quema de brujas fue abandonada como práctica no por motivos legales, morales o religiosos, sino simplemente porque la gente pensó: "Una vez que viste una quema, viste todas".

El undécimo mandamiento: "Diviértete"

Si la fórmula para superar el aburrimiento parece hoy empujar al yo más allá de sí, es porque el yo quiere encontrar algo novedoso, algo distinto de lo mismo que amenaza hundirlo en el aburrimiento. Según una lógica transgresora, todo placer impulsa la búsqueda de un nuevo placer para evitar la rutina de lo mismo, en un movimiento que persigue la búsqueda de nuevos límites que puedan ser transgredidos. Vivimos arrojándonos a lo nuevo, con la ilusión de que eso nuevo nos proporcionará, generosa y finalmente, un sentido personal. Pero ese intento está destinado, una y otra vez, al fracaso, pues esa promesa de un sentido personal jamás se cumple. Y además, porque lo nuevo rápidamente se torna una rutina. George Bernard Shaw ilustró lúcidamente esta imposibilidad de origen cuando reconoció que "hay dos catástrofes en la existencia: la primera, cuando nuestros deseos no son satisfechos. La segunda, cuando lo son", coronando esa existencia pendular denunciada por Schopenhauer, quien notaba que cuando deseo lo que no tengo, sólo obtengo sufrimiento, y que cuando el deseo es satisfecho, sólo obtengo aburrimiento.

Esta exacerbación del deseo insatisfecho ha sido un caldo de cultivo del aburrimiento, "privilegio" por excelencia del sujeto de la Posmodernidad, quien sumido en la cultura del ocio corre en procura de divertimentos para matar el tiempo superfluo. Su maleabilidad se explica porque el aburrimiento no se conecta con necesidades reales sino con el deseo. Y el deseo suele traducirse en una constante búsqueda de estímulos sensoriales, lo único que, hoy por hoy, parece resultar "interesante". En su manifestación más perversa, la exhibición obscena de violencia gratuita se sostiene en la premisa marketinera de sacudirnos el aburrimiento. A propósito de los efectos mediáticos sobre el deseo, Orrin Klapp exploró el impacto de la información en la calidad de vida de la cultura contemporánea. En Overload and Boredom: Essays on the Quality of Life in the Information Society , Klapp sostiene que, pese a todos sus esfuerzos para escapar de ese destino, la sociedad de la información se ha tornado una cultura tan saturada de pseudoconocimientos como aburrida. De la metralla constante de flashes "en vivo y en directo", resulta un desgaste del sentido. El ruido y la redundancia, añade, reemplazaron la resonancia y la diversidad del mundo nacido de la Ilustración. Así pues, traicionando los ideales dieciochescos, en lugar de emular el Progreso, la sociedad de la información se ha vuelto entrópica, desordenada, de lo que resulta un déficit en la calidad de vida.

En una línea semejante, en La tragedia educativa, Guillermo Jaim Etcheverry observó que los hijos -cuando no los mismos padres- suelen tildar a la escuela de "aburrida", calificativo más apropiado para un programa de televisión o para un festival de rock. Banalmente, se aspira a imitar el modelo Disneylandia, aun a costa de que el mandato de ser divertido penetre, como un fluido viscoso, en actividades tradicionalmente no asociadas a la diversión. Traducido en el registro discursivo, participamos directa o indirectamente de esta suerte de reduccionismo infantojuvenil, dominado por una retórica empobrecida donde todo es "divertido" o, con suerte, "redivertido".

El vacío del tiempo en el aburrimiento no es un vacío de acción porque, en verdad, siempre acontece algo: el vacío del tiempo es el vacío del sentido. No importa tanto lo que hacemos o el objeto al que nos dirigimos (mirar una y otra vez el reloj) sino estar ocupados en algo sin importar cuán intrascendente sea (como puede serlo el mero contar cuántas moscas hay adheridas al vidrio de la ventana). Y aunque mejor vistos, los "pasatiempos", expresión autorreferencial si la hay, son medidas paliativas toda vez que el tiempo, en lugar de aparecérsenos como un horizonte de oportunidades, se nos antoja como algo que ha de ser engañado, ocupándolo ilusoriamente en la creencia de que nos liberaremos del vacío del aburrimiento.

Si cada cosa tiene su propio tiempo, Heidegger observa que el aburrimiento aparece cuando el tiempo cronológico y el tiempo subjetivo no coinciden. Una circunstancia casual viene a cuento: cuando, consternados, nos enteramos de que un vuelo fue reprogramado y despegará con siete horas de retraso, nos vivimos anclados e impotentes en un bloque temporal que se nos ha impuesto, más allá de nuestra voluntad, y sobre el que no ejercemos control alguno. Sin consulta previa con nuestro deseo, se nos ha robado un tiempo que sólo atinamos a llenar con actos tan irrisorios como devaluados en cuanto no elegidos: en el peor de los casos, vagabundear por el duty free o comer una hamburguesa, en el mejor, leer de un tirón una novela que queríamos disfrutar sin ser forzados a hacerlo por factores extemporáneos.

Taxonomías del aburrimiento

En Bouvard y Pécuchet , Flaubert distingue el aburrimiento común del aburrimiento moderno, el "común" es el anhelo de poseer un objeto deseado (un amor perdido, un objeto suntuario, cualquier cosa que por el momento se me presenta inalcanzable), mientras que el llamado "moderno" es el anhelo mismo de deseo que se siente una vez perdida la capacidad de sentir deseo (propio del abúlico a quien el mundo se le antoja aburrido y desea, simplemente, recuperar la capacidad de desear). Kundera complejiza esta clasificación, pues en La identidad se refiere a tres clases de aburrimiento: el aburrimiento pasivo (la chica que baila y bosteza), el aburrimiento activo (los aficionados a los hobbies , al sudoku, a los crucigramas y a los rompecabezas) y por último, el aburrimiento rebelde (los jóvenes que incendian autos y rompen vidrieras).

Una última clasificación que atiende a sus modalidades, distingue el aburrimiento situacional, semejante al aburrimiento común de Flaubert, que es aquel que sentimos durante una actividad especifica (esperamos a alguien, escuchamos una conferencia); el aburrimiento de la saciedad (cuando uno tiene demasiado de lo mismo); el aburrimiento creativo, caracterizado no por su contenido sino por sus resultados (nos sentimos obligados a hacer algo nuevo). Y por último, el aburrimiento existencial -otro nombre para el aburrimiento moderno de Flaubert- que es siempre un estado de ánimo que nos invade toda vez que nos resulta aburrido el mundo como tal.

Terapéutica del aburrimiento

A menudo no puedo identificar exactamente qué me aburre. Heidegger lo ilustra con una situación por la cual, quien más, quien menos, todos pasamos alguna vez: una vez concluida una agradable velada con amigos, vuelvo a casa y me doy cuenta de que, en verdad, me aburrí espantosamente toda la noche. El "pasatiempo" no se dio en una situación, era la situación. Y la conciencia tardía del aburrimiento es la conciencia del vacío revelado en la toma de conciencia de que podría haber hecho otra cosa durante ese tiempo. En ese escenario, piensa el filósofo alemán, la tarea del aburrimiento es llamar la atención sobre esta ausencia. Este "tocar fondo", precisamente, puede ser el inicio del retorno hacia una dimensión existencial, haciendo del aburrimiento una experiencia que conduzca hacia la autenticidad. Pese a los esfuerzos heiedeggerianos redentores de ese estado del ánimo, se le ha criticado al filósofo que, con su optimismo residual de creer que puede ser superado, permanece preso de la lógica de la transgresión.

A la solución de Heidegger de rescatar el aburrimiento como fuente redentora de sentido, se han contrapropuesto un puñado de terapias más pedestres. Por ejemplo, nos repetimos hasta el cansancio que el aburrimiento se cura a fuerza de sudor. Sin embargo, quien recurre al trabajo como remedio confunde la desaparición temporaria de los síntomas con la cura de la enfermedad. Ya Theodor Adorno asoció el aburrimiento a la alienación en el trabajo, idea ilustrada magníficamente por la célebre escena del clásico Tiempos modernos , donde Chaplin encarna risueña y lúcidamente al obrero que, reiterando una y otra vez un único movimiento, se ha metamorfoseado en una mera prótesis de la máquina, con la cual comparte la ausencia de autodeterminación en el proceso productivo. Incluso la expresión "tiempo libre" alude al lapso en que no se trabaja, cuando en rigor de verdad no se es ni más ni menos libre en un tiempo que en otro, ni necesariamente tiene más sentido uno que otro. Lo que cambia es el rol, en uno somos productores y en el otro, consumidores. Milan Kundera, en La identidad , observa que antiguamente los oficios se ejercían con pasión, el zapatero conocía de memoria cuánto calzaba cada uno de los habitantes del pueblo, y cada ocupación creaba una forma de ser. "Hoy somos todos iguales, mancomunados por nuestra apatía compartida hacia el trabajo. Esa apatía se ha tornado una pasión. La única gran pasión colectiva de nuestro tiempo." El trabajo ya no ofrece una respuesta, y cuando parece serlo, es apenas un vano intento de huir del tiempo.

Una vez desestimada la cura a través del trabajo, ¿acaso puede ser superado por un acto de la voluntad? Bien mirado, estimular a quien siente un profundo aburrimiento diciéndole algo así como "ponele ganas" es como ordenarle a un enano ser más alto de lo que es. Porque lo cierto es que el aburrimiento es más una cuestión de sentido que de pereza, desocupación o vagancia.

La aceptación

En lugar de hacer del aburrimiento, su destino, otros rescataron el ideal filosófico de la ataraxia, esa imperturbabilidad de ánimo gracias a la cual alcanzaríamos cierto equilibrio emocional, mediante la disminución de la intensidad de nuestras pasiones y deseos. Lejos de ser malo, proclaman, es un sentimiento natural que nos asalta cuando sentimos que no somos productivos. Pero lo cierto es que si no se tolera cierto grado de ese mal, se vive una vida reducida a huir del aburrimiento. Frente a esa amenaza, y una vez resignados ante el factum del aburrimiento, se dice que en lugar de ser abolido, debería ser incorporado como un dispositivo tan funcional a la psiquis como lo suelen ser el temor, la ira o la indignación.

En una suerte de apología, lejos de buscar un antídoto, tal vez se trate de hacer del aburrimiento una parte esencial a la condición humana. Como el nacimiento, el sexo o la muerte, una más entre las tantas otras por aceptar. O, por qué no, tal vez hasta por celebrar. Reconciliándonos con él, como cuando redescubrimos a un antiguo y entrañable amigo de quien, con el tiempo, aprendimos a querer sus defectos.


Revista Adn Cultura 10/1/2009


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jueves, 8 de enero de 2009

La conjetura de Kepler

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Un formidable reto matemático

Pasaron siglos para que se pudiera demostrar lo que sabe todo vendedor de frutas que se respete: que la mejor manera de apilar naranjas es ponerlas en pirámide.

por Daniel Martín Reina
es físico, egresado de Ciencias Físicas de la Universidad de Sevilla.


La evolución de la ciencia ha sido muy rápida en el último siglo, pero antiguamente se vio frenada por las creencias populares. Por ejemplo, durante la Edad Media se creía en las propiedades mágicas de la bilis de una serpiente, el cuerno de un rinoceronte o incluso la sangre de un dragón. Con el paso del tiempo, la ciencia fue convenciendo a muchos supersticiosos del poco sentido que tenían éstas y otras creencias.

Pero en algunas ocasiones ha ocurrido al revés, y la ciencia no ha hecho más que confirmar lo que la sabiduría popular ya conocía desde siempre. Es el caso de la llamada conjetura de Kepler, en la que este científico alemán del siglo XVII daba respuesta a la siguiente pregunta: ¿cuál es la forma más eficaz de apilar esferas del mismo tamaño? Es decir, ¿cómo hay que acomodarlas para que ocupen el menor espacio posible? Desde hace casi cuatro siglos muchos han sido los matemáticos que han intentado demostrar la solución de Kepler, pero todos fracasaron. Finalmente, después de 10 años de investigación —y gracias a la inestimable ayuda de las computadoras—, el matemático Thomas Hale ha podido demostrar que, tal y como había afirmado Kepler, la respuesta es el apilamiento piramidal.

Para el frutero de tu barrio este anuncio no será ninguna sorpresa: así es como coloca a diario, cuidadosamente, las naranjas, los tomates y las manzanas.

Un problema de toda la vida

La conjetura de Kepler forma parte de ese selecto grupo de problemas matemáticos que siempre han fascinado por igual a expertos y profanos. Por un lado, su enunciado y los conceptos que se manejan son muy sencillos. Apilar objetos —ya sean esferas, cubos o cualquier otro sólido— es uno de los primeros juegos que practicamos en nuestra infancia. Y en la vida cotidiana siempre perseguimos la manera más eficaz de realizar cualquier acción. Así que la conjetura de Kepler puede entenderse sin ser especialista en matemáticas.

Pero una cosa es que sea fácil de entender y otra que sea fácil de resolver. Detrás de esa aparente simplicidad se esconde un reto formidable. Esto hizo que, con el paso del tiempo, el interés de la comunidad científica fuera aumentando. Así, a principios del siglo XX, el matemático alemán David Hilbert redactó una lista de los 23 grandes problemas matemáticos que quedaban por resolver. La conjetura de Kepler era uno de ellos.

Hay otro aspecto del asunto que ha llamado la atención del gran público: su parecido con el último teorema de Fermat (véase “El último teorema de Fermat”, ¿Cómo ves? No. 18), uno de los problemas matemáticos más famosos de todos los tiempos: ambos fueron planteados hace varios siglos por dos científicos que han pasado a la historia de la ciencia, y ambos han sido resueltos en los últimos años. También comparten una larga lista de intentos que no llegaron a buen puerto, lo que incluye hasta demostraciones de ambos problemas que luego resultaron ser falsas. Puestos a encontrar semejanzas, incluso las dos auténticas demostraciones han sido publicadas en la misma revista, la prestigiosa Annals of Mathematics.

A pesar de los evidentes paralelismos entre ambos problemas, hay un punto que los separa definitivamente. La demostración del teorema de Fermat, realizada por el matemático inglés Andrew Wiles en 1993, es la consecuencia de profundos desarrollos teóricos obtenidos con lápiz y papel, al más puro estilo matemático. Sin embargo, para la conjetura de Kepler el catedrático estadounidense Thomas Hale se ha ayudado de potentes herramientas informáticas, sin las cuales no hubiese podido realizar la enorme cantidad de cálculos necesarios para su demostración.

Vamos a apilar naranjas

Todo empezó a principios del siglo XVII, cuando el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler se interesó en el estudio de las distribuciones de esferas en el espacio. Fue entonces cuando se preguntó cuál sería la manera más eficaz de juntar esferas del mismo tamaño.

Si la pregunta hablara de cubos, la cosa sería de lo más sencilla. Puedes formar cualquier figura con cubos y juntarlos de manera que no haya sitio entre ellos ni siquiera para un soplo de aire. Sin embargo, las esferas se pueden disponer en el espacio de muchas maneras distintas, pues siempre quedarán huecos entre ellas porque no encajan perfectamente. Por lo tanto, lo que Kepler buscaba era la distribución que deja menos huecos.

Tú mismo puedes probar diversas maneras de apilar esferas. Por ejemplo, puedes tomar 25 naranjas, colocarlas en una capa plana de 5 x 5 y a continuación poner otra capa idéntica de naranjas justo encima. Esta forma de distribuir esferas se conoce como una red cúbica simple. Para calcular lo buena que es esta distribución, se utiliza el concepto de densidad de empaquetamiento, que es la proporción del volumen total de la distribución que no tiene huecos. En el caso de los cubos, la densidad de empaquetamiento sería de 100%, porque no hay huecos. Sin embargo, la red cúbica simple para esferas tiene una densidad de empaquetamiento de apenas 52%, lo que significa que estás amontonando casi tanto aire como naranjas. ¡Y eso suponiendo que las naranjas no hayan echado a rodar!

Esta manera de apilar naranjas se puede mejorar partiendo de la misma capa inicial, pero sin colocar la siguiente capa justo encima como antes. En vez de eso, puedes situar otra capa haciendo que cada naranja descanse en el hueco que forman las cuatro naranjas de debajo. Este empaquetamiento recibe el nombre de red cúbica centrada, y su densidad de empaquetamiento sube a 74% (exactamente es π/ 18 ≈ 0 .7404). Si colocas de esta manera varias capas, puedes llegar a construir una jugosa pirámide de naranjas. Por eso esta distribución también suele llamarse piramidal, y no sólo era la figura preferida de antiguas civilizaciones como los aztecas, teotihuacanos y egipcios. También es muy apreciada por los fruteros, quienes recurren habitualmente a este sistema para apilar sus productos. No es sólo una cuestión de estética, sino que también es más práctico.

La hipótesis de Kepler

Por supuesto, hay otras muchas maneras de colocar las naranjas. Pero Kepler afirmó que ninguna de ellas podría superar la densidad de empaquetamiento de la red cúbica centrada: da igual cómo ordenes las naranjas, su densidad será, en el mejor de los casos, de 74%. Sin embargo, Kepler no pudo respaldar esta afirmación con una demostración matemática. Entonces, ¿cómo llegó a esta conclusión? Parece muy difícil que probase una a una todas las formas de disponer naranjas en el espacio. Quizás simplemente dijo lo que dijo por sentido común, intuición matemática o incluso desesperación. En cualquier caso, eso no basta en matemáticas si no se acompaña de una demostración. Por eso a esta hipótesis se le llama la conjetura de Kepler, en vez de la prueba de Kepler o la demostración de Kepler.

Dicho esto, hay que admitir que, si no se conoce ninguna distribución que mejore la red cúbica centrada, sí hay una que la iguala. Se puede construir de la siguiente manera: se coloca una naranja en el centro y se disponen a su alrededor, en contacto con ella, cuantas naranjas sea posible (si todas tienen el mismo tamaño, deben ser seis), como ocurre con las celdas de un panal de abejas. La primera capa se formaría repitiendo este patrón. La siguiente capa se construye igual, aprovechando para ello los huecos que dejan las tres naranjas de la capa inferior, y así sucesivamente con el resto de las capas. Esta distribución se llama hexagonal porque los centros de las naranjas que rodean a la naranja central forman un hexágono regular.

Si se puede igualar la densidad de empaquetamiento de la red cúbica centrada, ¿cómo garantizar que no haya otra forma de colocar las naranjas que consiga mejorarla? La única manera de zanjar la cuestión es demostrando matemáticamente si la conjetura de Kepler es cierta o no.

El camino hacia la demostración

El gran matemático alemán Carl Friedrich Gauss dio el primer paso en 1831. Gauss demostró que la conjetura de Kepler es cierta si las esferas están dispuestas en una red regular. Es decir, cuando las naranjas se colocan siguiendo un patrón determinado, entonces la densidad de empaquetamiento máxima que se puede conseguir es la de la red cúbica centrada. Por lo tanto, aunque Gauss no fue capaz de resolver el problema, al menos sí lo simplificó: nos podemos olvidar de las distribuciones regulares de esferas y centrarnos únicamente en las irregulares, ya que sólo éstas podrían incumplir la conjetura de Kepler.

Aún así, el problema sigue siendo muy complicado, porque hay muchísimas más distribuciones de esferas irregulares que regulares. Puedes llenar tantas veces como quieras una caja con naranjas colocándolas de cualquier manera, sin ningún orden ni concierto, y seguro que la distribución de naranjas resultante será distinta cada una de las veces.

Además, por ser irregulares, este tipo de distribuciones tienen un problema añadido: la densidad de empaquetamiento no es homogénea en toda distribución. Habrá zonas en las que las naranjas estén más apretadas, mientras que en otras estarán más separadas. Al final, la densidad de empaquetamiento de una distribución es el resultado de todas esas pequeñas contribuciones. Y para poder demostrar la conjetura de Kepler habría que tener en cuenta esto en cada una de las incontables maneras de distribuir naranjas. Por eso es un problema tan difícil de resolver.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX, los matemáticos consiguieron avances significativos. En 1953, el matemático húngaro László Fejes Tóth redujo el problema a un enorme cálculo, e incluso propuso un método para resolverlo mediante una computadora. Más tarde, el estadounidense Thomas Hales tomó el trabajo de Fejes Tóth y demostró que para calcular la densidad de empaquetamiento de cualquier distribución bastaba con tener en cuenta sólo 50 esferas. Así, Hales consiguió describir el volumen de una distribución mediante una descomunal función de 150 variables. Cada una de estas variables debería ir cambiando de valor para representar todas las configuraciones posibles que había que considerar, más de 5 000 en total.

El planteamiento de Hales era muy sencillo: cuanto menor sea el volumen que ocupa una distribución, mayor será su densidad de empaquetamiento. Como la función de Hales representaba precisamente el volumen de una distribución, bastaba calcular el límite inferior de su función para todas estas configuraciones —el volumen mínimo que ocuparían— y compararlo con el volumen calculado para una red cúbica centrada. Si este valor era menor que el de todas las otras configuraciones, entonces la conjetura de Kepler quedaría demostrada.

Con este fin Hales inició una investigación en 1992 para desarrollar programas informáticos que encontrasen los límites inferiores de su función para cada una de las más de 5 000 configuraciones diferentes. Esta ardua tarea implicaba resolver alrededor de 100 000 problemas de programación lineales. Después de seis años, Hales anunció que ninguna de las configuraciones de esferas analizadas mejoraba la densidad de empaquetamiento de la red cúbica centrada. Por lo tanto, la conjetura de Kepler era cierta.

La polémica

Demostrar un problema matemático tan antiguo debería haber supuesto un motivo de satisfacción para la comunidad científica. Sin embargo, la manera de resolver la conjetura de Kepler ha levantado más de una ampolla entre los matemáticos. La prueba de Hales se basa en el llamado “método de fuerza bruta”, en el que se prueban muchos casos particulares aprovechando la potencia que nos brindan las computadoras actuales. Esta técnica, que ha resultado muy eficaz para demostrar que la conjetura de Kepler es correcta, no sirve para explicar por qué lo es. No hay ningún proceso lógico que al seguirlo nos permita llegar a la conclusión deseada, como se hace en cualquier demostración matemática tradicional. Para muchos matemáticos, sin menospreciar el trabajo de Hales, se podía haber llegado a la misma conclusión hace mucho tiempo de haber contado entonces con las potentes computadoras que tenemos ahora. ¿Hasta qué punto puede ser una demostración un razonamiento que se basa en un cómputo enorme y tan difícil de comprobar.

Lo cierto es que la computadora es una herramienta muy útil y casi imprescindible en la ciencia actual. Gracias a ella, los físicos simulan procesos tan complejos como la evolución de las estrellas o el choque entre galaxias. Y como ellos, químicos, biólogos y geólogos se aprovechan de su enorme capacidad de cálculo para desarrollar programas informáticos que les ayuden en sus investigaciones. ¿Por qué iban a ser menos los matemáticos? Si las computadoras consiguen resolver cálculos rutinarios y liberar así de este laborioso trabajo a los matemáticos, bienvenidas sean.

Mientras tanto, ajeno a todo este debate, el frutero de tu barrio seguirá colocando las frutas como siempre. Al menos ahora todos estarán de acuerdo en que no hay otra manera mejor de hacerlo.

El origen de la conjetura

Sir Walter Raleigh (1554-1618) fue un poeta y aventurero inglés que participó en numerosas expediciones de piratería contra los españoles, fundó la primera colonia inglesa en Norteamérica, introdujo la papa y el tabaco en Inglaterra y buscó sin éxito la legendaria ciudad de El Dorado.

Su influencia en la corte inglesa fue tal que Raleigh llegó a ser armado caballero por la reina Isabel I. Sin embargo, la reina descubrió poco después que se había casado en secreto con una de sus damas de honor, lo que supuso su caída en desgracia y su encarcelamiento en la torre de Londres. El sucesor de Isabel, el rey Jacobo I, acusó a Raleigh de conspiración y lo sentenció a cadena perpetua. Durante su encarcelamiento de 13 años Raleigh escribió numerosos poemas y valiosas obras, incluyendo el primer volumen de su Historia del mundo. Aunque tras su liberación volvió a dirigir una expedición a América, el fracaso de ésta hizo que a su regreso el rey le hiciera decapitar.

A todos los logros que consiguió Raleigh en su intensa vida hay que añadir otro muy importante para nuestra historia: él tuvo buena parte de la culpa de la conjetura de Kepler. Parece ser que mientras se preparaba para una de sus expediciones, y acuciado por la falta de espacio, Raleigh se dirigió a su asistente, el matemático Thomas Harriot, y le preguntó si conocía algún método sencillo para resolver un problema típico que se les presentaba en aquellos tiempos a los marinos: ¿cuántas balas de cañón se pueden apilar en la cubierta de un barco? Harriot, quien luego pasaría a la historia por ser el primer matemático en utilizar los símbolos > (“mayor que”) y < (“menor que”), no tuvo dificultad en responderle.

Gracias a la pregunta de Raleigh, Harriot empezó a estudiar en profundidad distintas formas de empaquetar esferas, ya fuesen balas de cañón o naranjas. Años después, cuando mantuvo una correspondencia con su colega Johannes Kepler, Harriot le transmitió su interés por este tipo de problemas. El resto ya es historia.


"Una demostración peliaguda"


Sin duda, publicar un artículo en la revista Annals of Mathematics es uno de las máximas aspiraciones de cualquier matemático. Editada en Princeton, Estados Unidos, conjuntamente por la Universidad de Princeton y el Instituto de Estudios Avanzados, esta revista lleva más de 100 años haciendo las delicias de los matemáticos de todo el mundo.

Los requisitos para aparecer en las páginas de Annals son muy estrictos. Cada artículo se somete a un cuidadoso análisis para comprobar la veracidad y originalidad de sus resultados. Esto provoca que suelan pasar cerca de dos años entre el envío de un trabajo y su publicación. Este retraso, que puede resultar molesto para el autor, supone sin embargo una garantía de calidad de los artículos publicados.

Cuando Thomas Hales envió la prueba de la conjetura de Kepler, la revista se enfrentó a un enorme desafío. La demostración de este histórico problema ocupaba nada menos que 250 páginas, además de tres gigabytes de datos y códigos que había que revisar. Para ello, Annals seleccionó a 12 científicos de reconocido prestigio, al frente de los cuales estaba Gabor Fejes Tóth, el hijo de László. Estos científicos consumieron la mayor parte de sus energías en la tarea de verificar si los programas informáticos del profesor Hales daban los resultados esperados y no se equivocaban. Realizar estas comprobaciones en los 3 000 millones de bytes de código puede resultar tan ameno como comprobar uno a uno los números de teléfono del directorio de la Ciudad de México.

Después de varios años de intenso trabajo, el comité de expertos tiró la toalla, reconociendo su incapacidad para verificar, en un tiempo razonable, todas y cada una de las partes de la demostración de Hales. En vez de eso, realizaron las comprobaciones necesarias para afirmar que la demostración es correcta con un 99% de probabilidad. Digamos que se tuvieron que conformar con consultar varios números de teléfonos por página. Y todos estaban bien.

En toda la historia de Annals, jamás se había producido una situación como ésta. Después de mucho meditar, la dirección de la revista tomó una decisión salomónica, y dividió la demostración en dos: por un lado, la parte teórica, y por otro, los algoritmos informáticos. Así, decidió publicar la primera, que se habían comprobado de la manera tradicional, pero añadiendo una nota en la que se advierte que la prueba depende de un programa informático que aparecería en otra revista de computación.

Finalmente, en noviembre de 2006, la prueba de la conjetura de Kepler apareció en Annals of Mathematics, mientras que el programa informático se publicó en Discrete and Computational Geometry.

Revista ¿Como ves?
UNAM - Universidad Nacional Autónoma de México

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La retirada de la metáfora

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por Jacques Derrida


. a Michel Deguy


Qué es lo que pasa actualmente con la metáfora?
¿Y qué es lo que pasa por alto a la metáfora?
Es un viejo tema. Ocupa a Occidente, lo habita o se deja habitar por él: representándose en él como una enorme biblioteca dentro de la que nos estaríamos desplazando sin percibir sus límites, procediendo de estación en estación, caminando a pie, paso a paso, o en autobús (estamos circulando ya, con el «autobús» que acabo de nombrar, dentro de la traducción, y, según el elemento de la traducción, entre Übertragung y Ubersetzung, pues metaphorikos sigue designando actualmente, en griego, como suele decirse, moderno, todo lo que concierne a los medios de transporte). Metaphora circula en la ciudad, nos transporta como a sus habitantes, en todo tipo de trayectos, con encrucijadas, semáforos, direcciones prohibidas, intersecciones o cruces, limitaciones y prescripciones de velocidad. De una cierta forma -metafórica, claro está, y como un modo de habitar- somos el contenido y la materia de ese vehículo: pasajeros, comprendidos y transportados por metáfora.

Extraña proposición para arrancar, diréis. Extraña porque implica por lo menos que sepamos qué quiere decir habitar, y circular, y trasladarse, hacerse o dejarse trasladar. En general y en este caso. Extraña, a continuación, porque decir que habitamos en la metáfora y que circulamos en ella como en una especie de vehículo automóvil no es algo meramente metafórico. No es simplemente metafórico. Ni tampoco propio, literal o usual, nociones que no estoy confundiendo porque las aproxime, más vale precisarlo inmediatamente. Ni metafórica, ni a-metafórica, esta «figura» consiste singularmente en intercambiar los lugares y las funciones: constituye el sedicente sujeto de los enunciados (el hablante o el escritor que decimos que somos, o quienquiera que crea que se sirve de metáforas y que habla more metaphorico) en contenido o en materia, y parcial encima, y siempre ya «embarcada», «en coche», de un vehículo que lo comprende, lo lleva, lo traslada en el mismo momento en que el llamado sujeto cree que lo designa, lo expresa, lo orienta, lo conduce, lo gobierna «como un piloto en su navío».

Como un piloto en su navío.

Acabo de cambiar de elemento y de medio de transporte. No estamos en la metáfora como un piloto en su navío. Con esta proposición voy a la deriva. La figura de la nave o del barco, que tan frecuentemente fue el vehículo ejemplar de la pedagogía retórica, del discurso enseñante sobre la retórica, me hace derivar hacia una cita de Descartes cuyo propio desplazamiento a su vez arrastraría mucho más lejos, de lo que puedo permitirme aquí.

Así, pues, tendría que interrumpir de forma decisoria la deriva o el deslizamiento. Lo haría si fuese posible. Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo desde hace un momento? He levantado anclas y voy a la deriva irresistiblemente. Intento hablar de la metáfora, decir algo propio o literal a propósito suyo, tratarla como mi tema, pero estoy, y por ella, si puede decirse así, obligado a hablar de ella more metaphorico, a su manera. No puedo tratar de ella sin tratar con ella, sin negociar con ella el préstamo que le pido para hablar de ella. No llego a producir un tratado de la metáfora que no haya sido tratado con la metáfora, la cual de pronto parece intratable.

Por eso desde hace un momento me voy trasladando de desvío en desvío, de vehículo en vehículo, sin poder frenar o detener el autobús, su automaticidad o su automovilidad. Al menos no puedo frenar si no es dejándolo deslizar, dicho de otro modo, dejándolo escapar a mi control conductor. Ya no puedo detener el vehículo o anclar el navío, dominar completamente la deriva o el deslizamiento (en algún sitio he llamado la atención sobre el hecho de que la palabra «deslizamiento» («dérapage»), antes de su más amplio deslizamiento metafórico, tenía que ver con un cierto juego del ancla en el lenguaje marítimo, diría más exactamente con un juego de la baliza y de los parajes). El caso es que con este vehículo flotante, mi discurso aquí mismo, no puedo hacer otra cosa sino parar las máquinas, lo que sería de nuevo un buen medio para abandonarlo a su deriva más imprevisible. El drama, pues esto es un drama, es que incluso si decidiese no hablar ya metafóricamente de la metáfora, no lo conseguiría, aquélla seguiría pasándome por alto para hacerme hablar, ser mi ventrílocuo, metaforizarme. ¿Cómo no hablar? Otras maneras de decir, otras maneras de responder, más bien, a mis primeras cuestiones. ¿Qué pasa con la metáfora? Pues bien, todo, no hay nada que no pase con la metáfora y por medio de la metáfora. Todo enunciado a propósito de cualquier cosa que pase, incluida la metáfora, se habrá producido no sin metáfora. No habrá habido metafórica lo suficientemente consistente como para dominar todos sus enunciados. Y, ¿qué es lo que pasa por alto a la metáfora? Nada, en consecuencia, y habría que decir más bien que la metáfora pasa por alto cualquier otra cosa, aquí a mí, en el mismo momento en que parece pasar a través de mí. Pero si la metáfora pasa por alto o prescinde de todo aquello que no pasa sin ella, es quizá que en un sentido insólito ella se pasa por alto a sí misma, es que ya no tiene nombre, sentido propio o literal, lo cual empezaría a haceros legible tal figura doble de mi título: en su retirada (retrait), habría que decir en sus retiradas, la metáfora, quizá, se retira, se retira de la escena mundial, y se retira de ésta en el momento de su más invasora extensión, en el instante en que desborda todo límite. Su retirada tendría entonces la forma paradójica de una insistencia indiscreta y desbordante, de una remanencia sobreabundante, de una repetición intrusiva, dejando siempre la señal de un trazo suplementario de un giro más, de un re-torno y de un re-trazo (re-trait) en el trazo (trait) que habrá dejado en el mismo texto.

En consecuencia, si quisiese interrumpir el deslizamiento, fracasaría. Y esto pasaría incluso en el momento en que me resistiese a dejar que eso se notara.

La tercera de las breves frases por las que he parecido acometer mi tema hace unos instantes era: «La metáfora es un tema muy viejo». Un tema (o un sujeto) es a la vez algo seguro y dudoso, según el sentido en el que se desplace esa palabra –sujet- en su frase, su discurso, su contexto y según la metaforicidad a la que se le someta a él mismo, pues nada es más metafórico que ese valor de sujeto. Dejo caer el sujeto para interesarme más bien en su predicado, en el predicado del sujeto «sujeto» (o «tema»), a saber, su edad. Si lo he llamado viejo es al menos por dos razones.

Y aquí voy a comenzar: es otra manera de decir que voy a hacer como mejor pueda para reducir el deslizamiento.

La primera razón es la extrañeza ante el hecho de que un sujeto aparentemente tan viejo, un personaje o un actor aparentemente tan cansado, tan desgastado, vuelva hoy a ocupar la escena -y la escena occidental de este drama- con tanta fuerza e insistencia desde hace algunos años, y de una forma, me parece, bastante nueva. Como si quisiera reconstruirse una juventud o prestarse a reinventarse, como el mismo o como otro. Esto podría verse ya simplemente a partir de una sociobibliografía que recensionase los artículos y los coloquios (nacionales e internacionales) que se han ocupado de la metáfora desde hace aproximadamente un decenio, o quizás un poco menos, y todavía en este año: en el curso de los últimos meses ha habido al menos tres coloquios internacionales sobre el tema, si estoy bien informado, dos en Estados Unidos y uno aquí mismo, coloquios internacionales e interdisciplinares, lo cual es también significativo (el de Davis en California tiene por título Interdisciplinary Conference on Metaphor).

¿Cuál es el alcance histórico o historial (en cuanto al valor mismo de historialidad o de epocalidad) de esta preocupación y de esta convergencia inquieta? ¿De dónde viene esta presión? ¿Qué está en juego? ¿Qué pasa hoy con la metáfora? Otras tantas cuestiones de las que simplemente quisiera señalar su necesidad y su amplitud, dando por supuesto que no podré hacer aquí más que una pequeña señal en esa dirección. La asombrosa juventud de este viejo tema es considerable y a decir verdad un poco apabullante. La metáfora -también en esto occidental- se retira, está en el atardecer de su vida. «Atardecer de la vida», para «vejez», es uno de los ejemplos escogidos por Aristóteles, en la Poética, para la cuarta especie de metáfora, la que procede kata ton analogon; la primera, la que va del género a la especie, apo genous epi eidos, tiene como ejemplo, como por azar: «He aquí mi barco parado» (peos de moi ed esteke), «pues estar anclado es una de las formas de estar parado». El ejemplo es ya una cita de la Odisea. En el atardecer de su vida, la metáfora sigue siendo un tema muy generoso, inagotable, no se lo puede parar, y yo podría comentar indefinidamente la adherencia, la prepertenencia de cada uno de estos enunciados a un corpus metafórico, e incluso, de ahí el re-tazo, a un corpus metafórico de enunciados a propósito de este viejo tema, de enunciados metafóricos sobre la metáfora.

Detengo aquí este movimiento.

La otra razón que me ha atraído hacia la expresión «viejo tema» es un valor de agotamiento aparente que me ha parecido necesario reconocer una vez más. Un viejo tema es un tema aparentemente agotado, desgastado hasta el hueso. Pero este valor de desgaste (usure), y por lo pronto de uso (usage), este valor de valor de uso, de utilidad, del uso o de la utilidad como ser útil o como ser usual, en una palabra, todo ese sistema semántico que resumiré bajo el título del uso (us), habrá desempeñado un papel determinante en la problemática tradicional de la metáfora. La metáfora no es quizá sólo un tema desgastado hasta el hueso, es un tema que habrá mantenido una relación esencial con el uso, o con la usanza (usanza es una vieja palabra, una palabra fuera de uso hoy en día, y cuya polisemia requeriría todo un análisis por sí misma). Ahora bien, lo que puede parecer desgastado hoy en día en la metáfora es justamente ese valor de uso que ha determinado toda su problemática tradicional: metáfora muerta o metáfora viva.

¿Por qué, entonces, retornar al uso de la metáfora? Y, ¿por qué, en ese retorno, privilegiar el texto firmado con el nombre de Heidegger? ¿En qué se une esta cuestión del uso con la necesidad de privilegiar el texto heideggeriano en esta época de la metáfora, retirada que la deja en suspenso y retorno acentuado del trazo que delimita un contorno? Hay una paradoja que agudiza esta cuestión. El texto heideggeriano ha parecido ineludible, a otros y a mí mismo, cuando se trataba de pensar la época mundial de la metáfora en la que decimos que estamos, mientras que el caso es que Heidegger sólo muy alusivamente ha tratado de la metáfora como tal y bajo ese nombre. Y esa escasez misma habrá significado algo. Por eso hablo del texto heideggeriano: lo hago para subrayar con un trazo suplementario que para mí no se trata simplemente de considerar las proposiciones enunciadas, los temas y las tesis a propósito de la metáfora como tal, el contenido de su discurso cuando trata de la retórica y de este tropo, sino realmente de su escritura, de su tratamiento de la lengua, y más rigurosamente, de su tratamiento del trazo, del trazo en todos los sentidos: más rigurosamente todavía del trazo como palabra de su lengua, y del trazo como encentadura (entame) que rasga la lengua.

Así, pues, Heidegger ha hablado bastante poco de la metáfora. Se citan siempre dos lugares (Der Satz vom Grund y Unterwegs zur Sprache) donde parece que toma posición en relación con la metáfora -o más exactamente en relación con el concepto retorico-metafísico de metáfora-, y lo hace además como de pasada, brevemente, lateralmente, en un contexto donde la metáfora no ocupa el centro. ¿Por qué atribuirle a un texto tan elíptico, tan dispuesto aparentemente a eludir la cuestión de la metáfora, una tal necesidad en su realización efectiva en cuanto a lo metafórico? O también, reverso de la misma cuestión, ¿por qué un texto que inscribe algo decisivo en cuanto a lo metafórico se habrá mantenido tan discreto, escaso, reservado, retirado en cuanto a la metáfora como tal y bajo su nombre, bajo su nombre de alguna manera propio y literal? Pues si siempre se hablase metafóricamente o metonímicamente de la metáfora, ¿cómo determinar el momento en que ésta se convertiría en el tema propio, bajo su nombre propio? ¿Habría entonces una relación esencial entre esa retirada, esa reserva, esa retención y lo que se escribe, metafóricamente o metonímicamente, sobre la metáfora bajo la firma de Heidegger?

Habida cuenta de la amplitud de esta cuestión y de todos los límites con que nos encontramos aquí, empezando por el del tiempo, no voy a pretender plantearles más que una nota breve, e incluso, para delimitar aún más mi intervención, una nota sobre una nota. Espero poder convencerles de lo siguiente conforme vayamos avanzando: que la llamada de esta nota sobre una nota se encuentre en un texto firmado por mí, La mitología blanca. La metáfora en el texto filosófico no significa que me esté remitiendo ahí como un autor que se cita para prorrogarse indecentemente a sí mismo. Mi gesto es tanto menos complaciente, eso espero, porque es a partir de una cierta insuficiencia de esa nota de donde tomaré mi punto de arranque. Y lo hago por razones de economía, para ganar tiempo, con el fin de reconstruir muy rápidamente un contexto tan amplio y tan estrictamente determinado como resulte posible. Sucede, en efecto, que: 1) esta nota (19, Marges, pág. 269) concierne a Heidegger y cita largamente uno de los principales pasajes en donde aquél parece tomar posición en cuanto al concepto de metáfora; 2) segundo rasgo contextual, esta nota viene requerida por un desarrollo que concierne al uso (lo usual, el uso, el desgaste) y el recurso a ese valor de uso en la interpretación filosófica dominante de la metáfora; 3) tercer rasgo contextual: esta nota cita una frase de Heidegger (Das Metaphorische gibt es nur innerhalb der Metaphysik, «Lo metafórico sólo se da dentro de la metafísica»), que Paul Ricoeur «discute» -ésa es su palabra en La metáfora viva, precisamente en el Octavo Estudio. Metáfora y discurso filosófico. Y esa frase, a la que llama regularmente un adagio, Ricoeur la sitúa también en «epígrafe», es de nuevo su expresión, para lo que define, tras la discusión de Heidegger, como una «segunda navegación», a saber, la lectura crítica de mi ensayo de 1971, La mitología blanca. Prefiero citar aquí el tercer párrafo de la introducción al Octavo Estudio:

Debemos considerar una modalidad totalmente diferente -incluso inversa- de implicación de la filosofía en la teoría de la metáfora. Es inversa de la que hemos examinado en los dos párrafos anteriores, porque coloca los presupuestos filosóficos en el origen mismo de las distinciones que hacen posible un discurso sobre la metáfora. Esta hipótesis hace más que invertir el orden de prioridad entre metáfora y filosofía; invierte la manera de argumentar en filosofía. La discusión anterior se habrá desplegado en el campo de las intenciones declaradas del discurso especulativo, incluso del ontoteológico, y no habrá puesto en juego más que el orden de sus razones. Para una «lectura» distinta, se da una colaboración entre el movimiento no confesado de la filosofía y el juego no percibido de la metáfora. Empleando como epígrafe la afirmación de Heidegger de que «lo metafórico no existe más que en el interior de la metafísica», tomaremos como guía de esta «segunda navegación» la «mitología blanca» de Jacques Derrida (pág. 325; trad. cast., pág. 347).

Incluso sin contar con lo que nos implica conjuntamente a Paul Ricoeur y a mi mismo en este coloquio, los tres elementos contextuales que acabo de recordar bastarían para justificar que se vuelva aquí, una vez más, a la breve frase de Heidegger, al mismo tiempo que me comprometen a desarrollar la nota que le dediqué hace siete u ocho años.

Me parece que Paul Ricoeur, en su discusión, no se ha fijado en el lugar y el alcance de esta nota; y si me permito llamar la atención sobre esto a título puramente preliminar, no es en absoluto por espíritu polémico, para defender o atacar posiciones, es sólo para aclarar mejor las premisas de la lectura de Heidegger que intentaré a continuación. Lamento tener que limitarme, por falta de tiempo, a algunas indicaciones de principio: no me será posible adecuar mi argumentación a toda la riqueza de La metáfora viva, y dar testimonio así de mi reconocimiento a Paul Ricoeur por medio de un análisis detallado, aunque éste tuviese que acentuar el desacuerdo. Cuando digo «desacuerdo», como se va a ver, estoy simplificando. Su lógica es a veces desconcertante: con frecuencia es porque suscribo ciertas proposiciones de Ricoeur por lo que estoy tentado de protestar cuando veo que me las contrapone como si no fuesen ya legibles en lo que he escrito. Me limitaré, como ejemplo, a dos de los rasgos más generales, de aquellos a los que se pliega toda la lectura de Ricoeur, para resituar el lugar de un debate posible, más que para abrirlo y todavía menos para cerrarlo. Quien quisiera entrar en él dispone ahora a este respecto de un corpus amplio y preciso.

I. Primer rasgo. Ricoeur inscribe toda su lectura de La mitología blanca en dependencia de su lectura de Heidegger y del llamado «adagio», como si yo no hubiese intentado más que una extensión o una radicalización continua del movimiento heideggeriano. De ahí la función del epígrafe. Todo ocurre como si yo hubiese simplemente generalizado lo que Ricoeur llama la «crítica restringida» de Heidegger y la hubiese extendido desmesuradamente, más allá de todo límite. Paso, dice Ricoeur, «de la crítica restringida de Heidegger a la “desconstrucción” sin límite de Jacques Derrida en La mitología blanca» (pág. 362; trad. cast., p. 386). Un poco más adelante, según el mismo gesto de asimilación o al menos de derivación continua, Ricoeur confía en la figura de un «núcleo teórico común a Heidegger y a Derrida, a saber, la supuesta connivencia entre la pareja metafórica de lo propio y lo figurado y la pareja metafísica de lo visible y lo invisible» (pág. 73; trad. cast., pág. 398).

Esta asimilación continuista o esta colocación en posición filial me han sorprendido. Pues es justamente a propósito de estas parejas y singularmente de la pareja visible/invisible, sensible/inteligible, por lo que en mi nota sobre Heidegger había señalado una reserva neta y sin equívoco; e incluso una reserva que, al menos en su literalidad, se asemeja a la de Ricoeur. Así, pues, veo que se me objeta, tras asimilación a Heidegger, una objeción cuyo principio había formulado yo mismo previamente. Hela aquí (perdónenme estas citas, pero son útiles para la claridad y la economía de este coloquio), está en la primera línea de la nota 19: «Esto explica la desconfianza que le inspira a Heidegger el concepto de metáfora [subrayo: el concepto de metáfora]. En El principio de razón insiste sobre todo en la oposición sensible/no-sensible, rasgo importante pero no el único ni sin duda el primero en llegar ni el más determinante del valor de metáfora».

¿No es esta reserva lo bastante neta como para excluir, en cualquier caso a propósito de este punto, tanto el «núcleo teórico común» (aparte de que no hay aquí, por razones esenciales, ni núcleo ni, sobre todo, núcleo teórico) como la connivencia entre las dos parejas consideradas? A este respecto me atengo a lo que se dice claramente en esta nota. Lo hago por mor de concisión, pues en realidad toda La mitología blanca pone en cuestión constantemente la interpretación corriente y corrientemente filosófica (incluida en Heidegger) de la metáfora tomo transferencia de lo sensible a lo inteligible, como también el privilegio atribuido a este tropo (incluido por parte de Heidegger) en la desconstrucción de la retórica metafísica.

Segundo rasgo. Toda la lectura de La mitología blanca propuesta en La metáfora viva se anuda en torno a lo que Ricoeur distingue como «dos afirmaciones en el apretado entretejimiento de la demostración de Jacques Derrida» (pág. 362; trad. cast. modificada, pág. 386). Una de ellas sería, pues, ésta de la que acabamos de hablar, a saber, dice Ricoeur, «la unidad profunda de la transferencia metafórica y de la transferencia analógica del ser visible al ser inteligible». Acabo de subrayar que esa afirmación concerniría al uso y a lo que llama Ricoeur «la eficacia de la metáfora gastada». En un primer momento, Ricoeur había reconocido que el juego trópico de La mitología blanca a propósito de la palabra «usure»* no se limitaba al desgaste como erosión, empobrecimiento o extenuación, al desgaste del uso, de lo usado o de lo gastado. Pero después Ricoeur no sigue teniendo en cuenta lo que él mismo llama «una táctica desconcertante». Esta no responde a una especie de perversidad retorcida, manipuladora o triunfante por mi parte, sino a la estructura intratable en la que nos encontramos de antemano implicados y desplazados. Así, pues, Ricoeur no tiene a continuación nada en cuenta esa complicación y reduce todo mi objetivo a la afirmación que precisamente pongo en cuestión, lejos de asumirla, a saber, que la relación de la metáfora con el concepto y en general el proceso de la metaforicidad se podrían comprender bajo el concepto o el esquema del desgaste como devenir-usado o devenir-gastado, y no como usura en otro sentido, como producción de plusvalía según otras leyes que las de una capitalización continua y linealmente acumulativa; lo cual no sólo me ha llevado a otras regiones problemáticas (por decirlo rápidamente, psicoanalítica, económico-política, genealógica en el sentido nietzscheano) sino también a desconstruir lo que hay ya de dogmatizado o de acreditado en esas regiones. Ahora bien, Ricoeur dedica un largo análisis a criticar este motivo de la metáfora «gastada», a demostrar que «la hipótesis de una fecundidad específica de la metáfora gastada está rebatida fuertemente por el análisis semántico expuesto en los estudios anteriores [...] el estudio de la lexicalización de la metáfora, en Le Guern por ejemplo, contribuye mucho a disipar el falso enigma de la metáfora gastada... ».

También aquí es en la medida en que suscribo esa proposición por lo que no estoy de acuerdo con Ricoeur cuando me atribuye, para «rebatirlos», ésa es su expresión, enunciados que yo mismo había empezado poniendo en cuestión. Ahora bien, he hecho eso constantemente en La mitología blanca, e incluso, en un grado de explicación literal por encima de toda duda, desde el Exergo (desde el capítulo titulado «Exergo»), y después de nuevo en el contexto inmediato de la nota sobre Heidegger, en el párrafo mismo donde se encuentra la llamada de esa nota. El Exergo anuncia realmente que no se trata de acreditar el esquema del uso, sino más bien de desconstruir un concepto filosófico, una construcción filosófica edificada sobre ese esquema de la metáfora gastada, o que privilegia por razones significativas el tropo llamado metáfora:

Había también que someter a interpretación ese valor de desgaste. Este valor parece mantener un vínculo sistemático con la perspectiva metafórica. Se lo reencontrará por doquiera que se privilegie el tema de la metáfora. Es también una metáfora que lleva consigo un presupuesto continuista: la historia de una metáfora no tendría esencialmente el ritmo de un desplazamiento, con rupturas, reinscripciones en un sistema heterogéneo, mutaciones, separaciones sin origen, sino la de una erosión progresiva, de una pérdida semántica regular, de un agotamiento ininterrumpido del sentido primitivo. Abstracción empírica sin extracción fuera del suelo natal [... ]. Este rasgo -el concepto de desgaste- no forma parte, sin duda, de una configuración histórico-teórica estrecha, sino, más seguramente, del concepto mismo de metáfora y de la larga secuencia metafísica que aquél determina o que lo determina. Es en ésta en lo que nos vamos a interesar para empezar (pág. 256).

La expresión «larga secuencia metafísica» lo señala bien, no se trataba para mí de considerar «la» metafísica como una unidad homogénea de un conjunto. No he creído nunca en la existencia o en la consistencia de algo así como la metafísica. Lo recuerdo para responder a otra sospecha de Ricoeur. Si me ha podido ocurrir, al tener en cuenta tal o cual fase demostrativa o tal situación contextual, que llegue a decir «la» metafísica, o «la» clausura de «la» metafísica (expresión que constituye el blanco a que apunta La metáfora viva), también he propuesto muy a menudo, en otros lugares pero también en La mitología blanca, la proposición según la cual no habría nunca «la» metafísica, no siendo aquí la «clausura» el límite circular que bordea un campo homogéneo sino una estructura más retorcida, estaría tentado de decir actualmente según otra figura: «invaginada». La representación de una clausura lineal y circular rodeando un espacio homogéneo es justamente -y éste es el tema en que más insisto- una autorrepresentación de la filosofía en su lógica onto-enciclopédica. Podría multiplicar las citas, a partir de La différance, donde se decía por ejemplo que el «texto de la metafísica» no está «rodeado sino atravesado por su límite», «señalado en su interior por el surco múltiple de su margen», «huella simultáneamente trazada y borrada, simultáneamente viva y muerta» (pág. 25). Me limito a estas pocas líneas de La mitología blanca, en las cercanías de la nota (pág. 274):

Cada vez que define la metáfora, una retórica implica no sólo una filosofía sino una red conceptual en la que se ha constituido la filosofía. Cada hilo, en esta red, configura, por añadidura, un giro, se diría una metáfora si esta noción no resultase aquí demasiado derivada. Lo definido está, pues, implicado en el definiente de la definición. Como es obvio, no se produce aquí ningún requerimiento de algún tipo de continuum homogéneo que remitiría sin cesar a la tradición a sí misma, tanto la de la metafísica como la de la retórica. Sin embargo, si no se comenzase prestando atención a tales presiones más permanentes, ejercidas a partir de una muy larga cadena sistemática, si no se hiciese el esfuerzo de delimitar su funcionamiento general y sus límites efectivos, se correría el riesgo de tomar los efectos más derivados por los rasgos originales de un subconjunto histórico, de una configuración identificada apresuradamente, de una mutación imaginaria o marginal. Mediante una precipitación empirista e impresionista hacia presuntas diferencias, de hecho hacia recortes principalmente lineales y cronológicos, se iría de descubrimiento en descubrimiento. ¡Una ruptura en cada paso! Se presentaría, por ejemplo, como fisionomía propia de la retórica del «siglo XVIII» un conjunto de rasgos (como el privilegio del nombre) heredados, aunque sin línea recta, con todo tipo de separaciones y de desigualdades de transformación, de Aristóteles o de la Edad Media. Nos encontramos remitidos aquí al programa, enteramente por elaborar, de una nueva delimitación de los corpus y de una nueva problemática de las firmas.

Como se ha apuntado entre paréntesis el «privilegio del nombre», aprovecho para subrayar que, al igual que Paul Ricoeur, he puesto en cuestión constantemente -en La mitología blanca y en otros lugares, con una insistencia que se puede considerar pesada pero que en todo caso no se puede descuidar- el privilegio del nombre y de la palabra, como también todas esas «concepciones semióticas que -dice con razón Ricoeur- imponen el primado de la denominación». A ese primado he contrapuesto regularmente la atención al motivo sintáctico, que domina en La mitología blanca (véase pág. 317, por ejemplo). Así, pues, una vez más me he visto sorprendido por verme criticado por el lado al que yo ya había aplicado la crítica. Diría lo mismo y a fortiori para el problema del etimologismo o la interpretación del idion aristotélico si tuviese tiempo. Todos estos malentendidos están vinculados sistemáticamente con la atribución a La mitología blanca de una tesis, y de una tesis que se confundiría con el presupuesto contra el que me he esforzado, a saber, un concepto de metáfora dominado por el concepto de desgaste como estar-gastado o devenir-gastado, con toda la máquina de sus implicaciones. Dentro de la gama ordenada de estas implicaciones, se encuentra una serie de oposiciones, y entre ellas precisamente la de la metáfora viva y la metáfora muerta. Decir, como hace Ricoeur, que La mitología blanca convierte a la muerte o a la metáfora muerta en su consigna, es abusar al señalarla con algo de lo que aquélla se desmarca claramente, por ejemplo cuando dice que hay dos muertes o dos autodestrucciones de la metáfora (y cuando hay dos muertes, el problema de la muerte es infinitamente complicado) o también, por ejemplo, por acabar con este aparente pro domo, en ese párrafo en el que se sitúa la llamada a esa nota que reclama actualmente otra nota:

Al valor de desgaste (Abnutzung [palabra de Hegel sobre la que, lejos de «apoyarme», como querría Ricoeur, hago pesar el análisis desconstructivo: me apoyo sobre ella como sobre un texto pacientemente estudiado, pero no me apoyo en ella]), cuyas implicaciones hemos reconocido ya, corresponde aquí la oposición entre metáforas efectivas y metáforas borradas. He aquí un rasgo casi constante de los discursos sobre la metáfora filosófica: habría metáforas inactivas a las que cabe negarle todo interés, puesto que el autor no pensaba en ellas y el efecto metafórico se estudia en el campo de la conciencia. A la diferencia entre las metáforas efectivas y las metáforas extinguidas corresponde la oposición entre metáforas vivas y metáforas muertas (págs. 268-269).

He dicho hace un momento por qué me parecía necesario, al margen de toda defensa pro domo, comenzar resituando la nota sobre Heidegger que hoy quisiera anotar y relanzar. Al mostrar hasta qué punto la lectura de La mitología blanca por Paul Ricoeur, en sus dos premisas más generales, me parecía, digamos, demasiado vivamente metafórica o metonímica, no pretendía, claro está, ni polemizar, ni extender mis cuestiones a una amplia sistemática que no se limita ya a ese Octavo Estudio de La metáfora viva, del mismo modo que La mitología blanca no se encierra en las dos afirmaciones aisladas que Ricoeur ha querido atribuirle. Por repetir la consigna de Ricoeur, la «intersección» que acabo de situar no concentra en un punto toda la diferencia, o incluso el alejamiento inconmensurable de los trayectos que se atraviesan en él, como unas paralelas, dirá en seguida Heidegger, pueden cortarse en el infinito. Sería el último en rechazar una crítica bajo pretexto de que es metafórica o metonímica o las dos cosas a la vez. De alguna manera toda lectura lo es, y la división no pasa entre una lectura trópica y una lectura apropiada o literal, justa y verdadera, sino entre capacidades trópicas. Así, dejando de lado intacta en su reserva, la posibilidad de una lectura completamente diferente de los dos textos, La mitología blanca y La metáfora viva, me vuelvo en fin a la nota anunciada sobre una nota.

Se me impone ahora un problema al que le busco un título lo más breve posible. Le busco, por economía, un título tan formalizador y en consecuencia tan económico como sea posible: pues bien, ése es justamente la economía. Mi problema es: la economía. ¿Cómo, de acuerdo con los condicionamientos, por lo pronto temporales, de este coloquio, determinar el hilo conductor más unificador y más encabestrante posible a través de tantos trayectos virtuales en el inmenso corpus, como suele decirse, de Heidegger, y en su escritura encabestrada? ¿Cómo ordenar las lecturas, interpretaciones o reescrituras que estaría tentado de proponer sobre ella? Habría podido escoger, entre tantas otras posibilidades, la que acaba de presentárseme bajo el nombre de encabestramiento, de entrelazamiento, que me interesa mucho y desde hace tiempo y en la que trabajo de otra manera en este momento. Bajo el nombre alemán de Geflecht, desempeña un papel discreto pero irreductible en Der Weg zur Sprache (1959) para designar ese entrelazamiento singular, único, entre Sprache (palabra que no traduciré, para no tener que escoger entre lenguaje, lengua y habla) y camino (Weg, Bewegung, Bewegen, etc.); entrelazamiento que liga y desliga (entbindende Band), hacia el que nos veríamos sin cesar propiamente remitidos, según un círculo que Heidegger nos propone pensar o practicar de otro modo que como regresión o círculo vicioso. El círculo es un «caso particular» del Geflecht. Al igual que el camino, el Geflecht no es una figura entre otras. Estamos ya implicados en ella, de antemano entrelazados, cuando queremos hablar de Sprache y de Weg: que están «de antemano ante nosotros» (uns stets schon voraus).

Pero tras una primera anticipación he debido decidir dejar este tema en suspenso: no habría sido lo bastante económico. Pero es de un modo económico como tengo que hablar aquí de economía. Por cuatro razones al menos, que enuncio algebraicamente.

a. Economía para articular lo que voy a decir con la otra posible trópica de la usura (usure), la del interés, de la plusvalía, del cálculo fiduciario o de la tasa usuraria, que Ricoeur ha designado pero ha dejado en la sombra, siendo así que le sobreviene como suplemento heterogéneo y discontinuo, como separación trópica irreductible a la del estar-gastado o usado.

b. Economía para articular esa posibilidad con la ley-de-la-casa y la ley de lo propio, oiko-nomia, lo que me había hecho reservar una suerte particular a los dos motivos de la luz y de la morada («Morada prestada», dice Du Marsais haciendo una cita en su definición metafórica de la metáfora: «La metáfora es una especie de Tropo; la palabra de la que nos servimos en la metáfora está tomada en otro sentido que el sentido propio: está, por así decirlo, en una morada prestada, dice un antiguo; lo cual es común y esencial a todos los Tropos.»).

c. Economía para poner rumbo, si así puede decirse, hacia ese valor de Ereignis, tan difícilmente traducible, y cuya entera familia (ereignen, eigen, eigens, enteignen) se cruza, de forma cada vez más densa, en los últimos textos de Heidegger, con los temas de lo propio, la propiedad, la apropiación o la des-apropiación, por una parte, y con el de la luz, el claro, el ojo, por otra parte (Heidegger dice que sobreentiende Er-augnis en Ereignis) y finalmente, en su uso corriente, con lo que viene como acontecimiento: ¿cuál es el lugar, el tener lugar, el acontecimiento metafórico o el acontecimiento de lo metafórico? ¿Qué es lo que ocurre, qué es lo que pasa, actualmente, con la metáfora?

d. Economía, finalmente, porque la consideración económica me parece que tiene una relación esencial con esas determinaciones del paso y del abrirse-paso según los modos de la trans-ferencia o de la tra-duc-ción (Ubersetzen) que creo que se deben ligar aquí a la cuestión de la transferencia metafórica (Ubertragung). Por mor de esta economía de la economía he propuesto darle a este discurso el título de suspensión, de retirada. No economías en plural, sino retirada.

¿Por qué retirada y por qué retirada de la metáfora?

Estoy hablando en lo que llamo o más bien se llama mi lengua o, de forma más oscura, mi «lengua materna». En Sprache und Heimat (texto sobre Hebel de 1960 del que tendríamos mucho que aprender a propósito de la metáfora, del gleich de Vergleich y de Gleichnis, etc., pero que se presta mal a la aceleración de un coloquio), Heidegger dice lo siguiente: en el «dialecto», otra palabra para Mundart, en el idioma, se enraíza das Sprachwesen, y si el idioma es la lengua de la madre, en él se enraíza también «das Heimische des Zuhaus, die Heimat». Y añade: «Die Mundart ist nicht nur die Sprache der Mutter, sondern zugleich und zuvor die Mutter der Sprache». De acuerdo con un movimiento cuya ley vamos a analizar, esa inversión nos inducirá a pensar que no sólo el idion del idioma, lo propio del dialecto, se da como la madre de la lengua, sino que, lejos de que sepamos antes de eso qué es una madre, es una inversión así lo que únicamente permite quizás aproximarse a la esencia de la maternidad. Lengua materna no sería una metáfora para determinar el sentido de la lengua sino el giro esencial para comprender lo que quiere decir «la madre».

¿Y el padre? ¿Y lo que se llama el padre? Éste intentaría ocupar el lugar de la forma, de la lengua formal. Este lugar es insostenible y en consecuencia no puede intentar ocuparlo, hablando en la lengua del padre únicamente en esta medida, a no ser en cuanto a la forma. Es en suma ese lugar y ese proyecto imposibles lo que Heidegger designaría al comienzo de Das Wesen der Sprache bajo los nombres de «metalenguaje» (Metasprache, Ubersprache, Metalinguistik) o de Metafísica. Pues, finalmente, uno de los nombres dominantes para ese proyecto imposible y monstruoso del padre, como para ese dominio de la forma para la forma, es realmente Metafísica. Heidegger insiste en esto: «metalingüística» no «resuena» sólo como «metafísica», sino que es la metafísica de la «tecnificación» integral de todas las lenguas; aquélla está destinada a producir un «instrumento de información único, funcional e interplanetario». «Metasprache y Sputnik... son la misma cosa.»

Aun sin ahondar en todas las cuestiones que se acumulan aquí, señalaré en primer término que en «mi lengua» la palabra retrait se encuentra dotada de una polisemia bastante rica. De momento dejo abierta la cuestión de saber si esa polisemia está regulada o no por la unidad de un foco o de un horizonte de sentido que le prometa una totalización o una ensambladura en sistema. Esa palabra me viene impuesta por razones económicas (ley del oikos y del idioma de nuevo), teniendo en cuenta, o intentándolo, sus capacidades de traducción o de captura o de captación traductora, de traducción o traslación en el sentido tradicional e ideal: traslado de un significado intacto al vehículo de otra lengua de otra patria o matria; o también en el sentido más inquietante y más violento de una captura captadora, seductora y transformadora (más o menos regulada y fiel, pero, ¿cuál es entonces la ley de esta fidelidad violenta?) de una lengua, de un discurso y de un texto, por parte de otro discurso, de otra lengua y de otro texto que pueden al mismo tiempo como va a ser aquí el caso, violar en el mismo gesto su propia lengua materna en el momento de importar a ella y de exportar de ella el maximum de energía y de información. La palabra retrait -a la vez intacta, y forzada, a salvo en mi lengua y simultáneamente alterada-, la he considerado la más propia para captar la mayor cantidad de energía y de información en el texto heideggeriano dentro de nuestro contexto aquí, y sólo en los límites de este contexto. Es esto lo que voy a intentar aquí con ustedes, poner a prueba, de una forma evidentemente esquemática y programática, esa transferencia (al mismo tiempo que su paciencia). Empiezo.

Primer rasgo. Vuelvo a arrancar de esos dos pasajes aparentemente alusivos y digresivos en donde Heidegger plantea muy rápidamente la pertenencia del concepto de metáfora, como si no hubiese más que uno, a la metafísica, como si no hubiese más que una, y como si toda ella fuese una unidad. El primer pasaje, lo he recordado hace un momento, es el que cito en la nota (Das Metaphorische gibt es nur innerhalb der Metaphysik). El otro, en la conferencia triple Das Wesen der Sprache (1957), dice concretamente: «Wir blieben in der Metaphysik Ungen, wollten wir dieses Nennen Hölderlins in der Wendung “Worte wie Blumen” für eine Metapher halten» (pág. 207); («Seguiríamos dependiendo de la metafísica si quisiéramos considerar como una metáfora esa denominación de Hölderlin en el giro “palabras como flores”.»).

A causa sin duda de su forma unívoca y sentenciosa, estos dos pasajes han constituido el único foco de la discusión que se ha entablado de la metáfora en Heidegger, por una parte en un artículo de Jean Greisch, «Les mots et les roses, la metaphore chez Martin Heidegger» (Revue des Sciences théologiques et philosophiques, 57, 1973), y después por otra parte en La metáfora viva (1975). Los dos análisis se orientan de forma diversa. El ensayo de Greisch se reconoce más próximo al movimiento emprendido por La mitología blanca. Sin embargo, los dos textos tienen en común los motivos siguientes, que señalo rápidamente sin repetir lo que ya he dicho antes acerca de La metáfora viva. El primer motivo sobre el que no me siento completamente de acuerdo pero sobre el que no me extenderé, por haberlo hecho ya y por tener que hacerlo de nuevo en otros lugares (particularmente en Glas, «Le sans de la coupure pure [i]», «Survivre [ii]», etc.), es el motivo onto-antológico de la flor. Greisch y Ricoeur identifican lo que yo digo de las flores disecadas al final de La mitología blanca con lo que Heidegger le reprocha a Gottfried Benn que diga al transformar el poema de Hölderlin en «herbario» y en colección de plantas disecadas. Greisch habla de un parentesco entre la actitud de Benn y la mía. Y Ricoeur utiliza ese motivo del herbario como una transición hacia el tema de La mitología blanca. Por múltiples razones que no tengo tiempo de enumerar, leería eso de un modo completamente diferente. Pero en este instante me importa más el segundo de los dos motivos comunes a Greisch y a Ricoeur, a saber, que el poder metafórico del texto heideggeriano es más rico, más determinante que su tesis sobre la metáfora. La metaforicidad del texto de Heidegger desbordaría lo que éste dice temáticamente a modo de denuncia simplificadora, acerca del concepto llamado «metafísico» de la metáfora (Greisch, págs. 441 y sigs., Ricoeur, pág. 359). Suscribiría bastante de buen grado esa afirmación. Queda sin embargo por determinar el sentido y la necesidad que ligan entre sí esa denuncia aparentemente unívoca, simplificadora y reductora del concepto «metafísico» de metáfora y por otra parte la potencia aparentemente metafórica de un texto cuyo autor no quiere ya que se comprenda como «metafórico», precisamente, y tampoco bajo ningún concepto propio de la metalingüística o de la retórica, aquello que en ese texto pasa por alto y pretende pasar por alto a la metáfora. La primera respuesta esquemática que voy a proponer, bajo el título de la retirada, sería la siguiente. El concepto llamado «metafísico» de la metáfora pertenecería a la metafísica en cuanto que ésta corresponde, en la epocalidad de sus épocas, a una epoché, dicho de otro modo, a una retirada que deja en suspenso el ser, a lo que se traduce frecuentemente por retirada, reserva, abrigo, ya se trate de Verborgenheit (estar-oculto), de disimulación o de velamiento (Verhüllung). El ser se retiene, se esquiva, se sustrae, se retira (sich entzieht) en ese movimiento de retirada que es indisociable, según Heidegger, del movimiento de la presencia o de la verdad. Al retirarse cuando se muestra o se determina como o bajo ese modo de ser (por ejemplo como eidos, según la separación o la oposición visible/invisible que construye el eidos platónico), sea que se determine, pues, en cuanto que ontós on bajo la forma del eidos o bajo cualquier otra forma, el ser se somete ya, dicho de otro modo, por así decirlo, sozusagen, so to speak, a un desplazamiento metafórico-metonímico. Toda la llamada historia de la metafísica occidental sería un vasto proceso estructural en el que la epoché del ser, al retenerse, al mantenerse éste retirado, tomaría o más bien presentaría una serie (entrelazada) de maneras, de giros, de modos, es decir, de figuras o de pasos trópicos, que se podría estar tentado de describir con ayuda de una conceptualidad retórica. Cada una de estas palabras -forma, manera, giro, modo, figura- estaría ya en situación trópica. En la medida de esta tentación, «la» metafísica no sería solamente el recinto en el que se habría producido y encerrado el concepto de la metáfora, por ejemplo a partir de una determinación del ser como eidos: ella misma estaría en situación del ser como eidos: ella misma esta trópica con respecto al ser o al pensamiento del ser. Esta metafísica como trópica, y singularmente como desvío metafórico, correspondería a una retirada esencial del ser: como no puede revelarse, presentarse, si no es disimulándose bajo la «especie» de una determinación epocal, bajo la especie de un como que borra su como tal (el ser como eidos, como subjetividad, como voluntad, como trabajo, etc.), el ser sólo podría nombrarse dentro de una separación metafórico-metonímica. Estaríamos tentados entonces de decir: lo metafísico, que corresponde en su discurso a la retirada del ser, tiende a concentrar, en la semejanza, todas sus separaciones metonímicas en una gran metáfora del ser o de la verdad del ser. Esa concentracción sería la lengua de la metafísica.

¿Qué pasaría entonces con la metáfora? Todo, la totalidad del ente. Pasaría lo siguiente: se la tendría que pasar por alto sin poder pasarla por alto. Y esto define la estructura de las retiradas que me interesan aquí. Por una parte, se debe poder pasarla por alto puesto que la relación de la metafísica (onto-teológica) con el pensamiento del ser, esa relación (Bezug) que señala la retirada (Entziehung) del ser, no puede ya llamarse ya –literalmente- metafórica, desde el momento en que su uso (y digo el uso, el hacerse-usual la palabra y no su sentido original, al que nadie se ha referido jamás, en todo caso yo no) se ha establecido a partir de esa pareja de oposición metafísica para describir relaciones entre entes. Como el ser no es nada, como no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more metaphorico. Y en consecuencia no tiene, dentro de ese contexto del uso metafísico dominante de la palabra «metáfora», un sentido propio o literal que pudiera ser enfocado metafóricamente por la metafísica. Y entonces, si con respecto al ser no se puede hablar metafóricamente, tampoco puede hablarse de él propiamente o literalmente. Del ser se hablará siempre quasi metafóricamente, según una metáfora de metáfora, con la sobrecarga de un trazo suplementario, de un re-trazo. Un pliegue suplementario de la metáfora articula esa retirada, al repetir desplazándola la metáfora intrametafísica, aquella misma que se habrá hecho posible por la retirada del ser. La gráfica de esta retirada tomaría entonces el aspecto siguiente, que describo muy secamente:

1. Lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. En consecuencia, la metáfora en cuanto concepto llamado metafísico corresponde a una retirada del ser. El discurso metafísico, que produce y contiene el concepto de metáfora, es él mismo quasi metafórico con respecto al ser: es, pues, una metáfora que engloba el concepto estrecho-restringido-estricto de metáfora que, por sí mismo, no tiene otro sentido que el estrictamente metafórico.

2. El discurso metafísico no puede ser desbordado, en cuanto que corresponde a una retirada del ser, a menos que lo sea conforme a una retirada de la metáfora en cuanto que concepto metafísico, conforme a una retirada de lo metafísico, una retirada de la retirada del ser. Pero como esa retirada de lo metafórico no deja el sitio libre a un discurso de lo propio o de lo literal, aquélla tendrá a la vez el sentido del re-pliegue, de lo que se retira como una ola en la playa, de un re-torno, de la repetición que sobrecarga con un trazo suplementario, con una metáfora de más, con un re-trazo de metáfora, un discurso cuyo reborde retórico no es ya determinable según una línea simple e indivisible, según un trazo lineal e indescomponible. Este trazo tiene la multiplicidad interna, la estructura plegada-replegada de un re-trazo. La retirada de la metáfora da lugar a una generalización abismal de lo metafórico -metáfora de metáfora en los dos sentidos- que ensancha los bordes o que más bien los invagina. Esta paradojicidad prolifera y sobreabunda en ella misma. De aquí saco sólo, muy rápidamente, dos conclusiones provisionales.

1. La palabra, hasta cierto punto «francesa», retrait (retirada), no es demasiado abusiva, creo que no lo es demasiado, si es que puede decirse eso de un abuso, para traducir la Entziehung, el Sich-Entziehen del ser, en cuanto que éste, al quedarse en suspenso, al disimularse, al sustraerse, al velarse, etc., se retira en su cripta. La palabra francesa conviene, en esta medida, la medida del «punto (no) demasiado abusivo» («point trop abusif») (una «buena» traducción debe ser siempre abusiva), para designar el movimiento esencial y en sí mismo doble, equívoco, que hace posible en el texto de Heidegger todo esto de lo que en este momento estoy hablando. La retirada del ser, su estar retirado, da lugar a la metafísica como onto-teología que produce el concepto de metáfora, que se produce y que se denomina de manera quasi metafórica. Para pensar el ser en su retirada, habría en consecuencia que dejar que se produjera o que se redujera una retirada de la metáfora que, sin embargo, al no dejar sitio a nada que sea opuesto, oponible a lo metafórico, extenderá sin límites y recargará con plusvalía suplementaria todo trazo metafórico. Aquí la palabra re-trazo (trazo de más para suplir la retirada sustrayente, re-trazo que dice al mismo tiempo, en un trazo, lo más y lo menos) no designa el retorno generalizador y suplementario si no es en una especie de violencia quasi catacrética, una especie de abuso que impongo a la lengua pero un abuso que espero superjustificado por necesidad de buena formalización económica. Retirada no es ni una traducción ni una no-traducción (en el sentido corriente) con respecto al texto heideggeriano; no es ni propio ni literal, ni figurado ni metafórico. «Retirada del ser» no puede tener un sentido literal o propio en la medida en que el ser no es algo, un ente determinado que se pueda designar. Por la misma razón, como la retirada del ser da lugar tanto al concepto metafísico de metáfora como a su retirada, la expresión «retirada del ser» no es stricto sensu metafórica.

2. Segunda conclusión provisional: a causa de esta invaginación quiasmática de los bordes, y si la palabra retirada no funciona aquí ni literalmente ni por metáfora, no sé lo que quiero decir antes de haber pensado, si puede decirse, la retirada del ser como retirada de la metáfora. Lejos de proceder a partir de una palabra o de un sentido conocido o determinado (la retirada) para pensar qué pasa con ella en relación al ser y a la metáfora, yo no llegaré a comprender, entender, leer, pensar, dejar que se manifieste la retirada en general si no es a partir de la retirada del ser como retirada de la metáfora en todo el potencial polisémico y diseminador de la retirada. Dicho de otro modo: si se pretendiese que retirada-de se entendiera como una metáfora, se trataría de una metáfora curiosa, trastornadora, se diría casi catastrófica, catastrópica: tendría como objetivo enunciar algo nuevo, todavía inaudito, acerca del vehículo y no acerca del aparente tema del tropo. Retirada-del-ser-o-de-la-metáfora estaría en vías de permitirnos pensar menos el ser o la metáfora que el ser o la metáfora de la retirada, en vías de permitirnos pensar la vía y el vehículo, o su abrirse-paso. Habitualmente, usualmente, una metáfora pretende procurarnos un acceso a lo desconocido y a lo indeterminado a través del desvío por algo familiar reconocible. «El atardecer», experiencia común, nos ayuda a pensar la vejez, cosa más difícil de pensar o de vivir, como atardecer de la vida, etc. Según ese esquema corriente, nosotros sabríamos con familiaridad lo que quiere decir retirada, y a partir de ahí intentaríamos pensar la retirada del ser o de la metáfora. Pero lo que sobreviene aquí es que por una vez no podemos pensar el trazo del re-trazo si no es a partir del pensamiento de esa diferencia óntico-ontológica sobre cuya retirada se habría trazado, junto con el reborde de la metafísica, la estructura corriente del uso metafórico.

Tal catástrofe invierte, pues, el trayecto metafórico en el momento en que la metaforicidad, que ha llegado a hacerse desbordante, no se deja ya contener en su concepto llamado «metafísico». ¿Llegaría a producir esta catástrofe un deterioro general, una desestructuración del discurso -por ejemplo el de Heidegger-, o bien una simple conversión del sentido, que repetiría en su profundidad la circulación del círculo hermenéutico? No sé si esto es una alternativa, pero si lo es, no podría responder a esa cuestión, y no sólo por razones de tiempo. Un texto, por ejemplo el de Heidegger, lleva consigo y cruza necesariamente en él los dos motivos.

II. Subrayaré, pues, solamente -esto será el segundo gran rasgo anunciado- lo que une (su raya de unión o guión, si quieren ustedes) los enunciados de Heidegger acerca del concepto llamado metafísico de la metáfora, y por otra parte su propio texto en cuanto que parece más «metafórico» que nunca, o quasi metafórico en el momento justamente en que niega serlo.

¿Cómo es posible esto?

Para encontrar el camino, la forma del camino entre los dos, hay que reparar en lo que acabo de llamar la catástrofe generalizadora. Tomaré dos ejemplos de ésta entre otros posibles. Se trata siempre de esos momentos típicos en los que, al recurrir a fórmulas que se tendría la tentación de entender como metáforas, Heidegger precisa que no lo son, y lanza la sospecha sobre lo que creemos pensar como cosa segura y clara bajo aquella palabra. Este gesto no lo hace sólo en los dos pasajes citados por Ricoeur o Greisch. En la Carta sobre el humanismo, en un movimiento que no puedo reconstruir aquí aparece la frase: «Das Denken baut am Haus des Seins» («El pensamiento trabaja en [la construcción de] la casa del ser»), dado que el ensamblamiento del ser (Fuge des Seins) viene a asignar, a ordenar (verfügen) al hombre que habite en la verdad del ser. Y un poco más adelante, tras una cita de Hölderlin: «La expresión sobre la casa del ser (Die cede vom Haus des Seins) no es una metáfora (Ubertragung) que transfiera la imagen de “casa” hacia el ser, sino que [se sobreentiende: a la inversa] es a partir de la esencia del ser adecuadamente pensada (sondern aus dem sachgemäss gedachten Wesen des Seins) como podremos algún día pensar qué son “la casa” y “el habitar”».

«Casa del ser» no actuaría, en este contexto, a la manera de una metáfora en el sentido corriente, usual, es decir, literal de la metáfora, si es que lo hay. Este sentido corriente y cursivo -que entiendo también en el sentido de la dirección- trasladaría un predicado familiar (y aquí nada es más familiar, familiarizado, conocido, doméstico y económico, suele creerse, que la casa) hacia un sujeto menos familiar, más alejado, unheimlich, que se trataría de apropiárselo mejor, de conocerlo, de comprenderlo, y que se designaría así mediante el desvío indirecto por lo más próximo, la casa. Pero lo que pasa aquí, con la quasi metáfora de la casa del ser, y lo que pasa por alto a la metáfora en su dirección cursiva, es que el ser dejaría o prometería dejar pensar, a partir de su retirada misma, la casa o el hábitat. Cabría la tentación de utilizar todo tipo de términos y de esquemas técnicos tomados de tal o cual metarretórica para dominar formaliter lo que se asemeja, de acuerdo con una insólita Ubertragung, a una inversión trópica en las relaciones entre el predicado y el sujeto, el significante y el significado, el vehículo y la materia, el discurso y el referente, etc. Cabría la tentación de formalizar esa inversión retórica en la que, en el tropo «casa del ser», el ser nos dice más, o nos promete más sobre la casa que la casa sobre el ser. Pero se dejaría escapar entonces lo que pretende decir el texto heideggeriano en este lugar, lo que ese texto tiene, si se quiere, de más propio. Por medio de la inversión considerada, el ser no se ha vuelto lo propio de ese ente supuestamente bien conocido y familiar, próximo, eso que se creía que era la casa en la metáfora corriente. Y si la casa se ha vuelto un poco unheimlich, eso no es por haber sido reemplazada en el papel de lo más próximo por «ser». Así, pues, el asunto no está ahora en una metáfora en el sentido usual, ni en una simple inversión que permute los lugares de una estructura trópica usual. Tanto más porque este enunciado (que no es por otra parte un enunciado judicativo, una proposición corriente, del tipo constatativo S es P) no es tampoco un enunciado entre otros que se refiera a relaciones entre predicados y sujetos ónticos. En primer lugar porque implica el valor económico de la morada y de lo propio que intervienen con frecuencia o siempre en la definición de lo metafórico. Después, aquel enunciado habla ante todo del lenguaje y, consecuentemente, en éste, de la metaforicidad. En efecto, la casa del ser, se habrá podido leer más arriba en la Carta sobre el humanismo, es die Sprache (lengua o lenguaje):

Lo único (Das Einzige) que el pensamiento que pretende expresarse por primera vez en Sein und Zeit quisiera alcanzar, es algo simple (etwas Einfaches). En cuanto tal [simple, único], el ser permanece misterioso (geheimnisvoll), la proximidad simple de una potencia que no fuerza. Esta proximidad west [es, se esencializa] como die Sprache selbst...

Es otra manera de decir que no se podrá pensar la proximidad de lo próximo (la cual, por su parte, no es próxima o propia: la proximidad no es próxima, la propiedad no es propia) si no es a partir y dentro de la lengua. Y más abajo:

Por eso hay que pensar das Wesen der Sprache a partir de la correspondencia con el ser y justamente como tal correspondencia, es decir, como Behausung des Menschenwesens (casa que alberga la esencia del hombre). Pero el hombre no es simplemente un ser vivo que, entre otras facultades, tenga también die Sprache. Die Sprache es más bien la casa del ser, habitando en la cual el hombre eksiste, en cuanto que pertenece, guardándola, a la verdad del ser.

Este movimiento no es ya simplemente metafórico. 1. Se refiere al lenguaje y a la lengua como elemento de lo metafórico. 2. Se refiere al ser que no es nada y que hay que pensar según la diferencia ontológica, la cual, junto con la retirada del ser, hace posibles tanto la metaforicidad como su retirada. 3. No hay por consiguiente ningún término que sea propio, usual y literal en la separación sin separación de estas frases. A pesar de su traza o su aspecto éstas no son ni metafóricas ni literales. Al enunciar no literalmente la condición de la metaforicidad, libera tanto la extensión ilimitada como la retirada de aquélla. Retirada por medio de la cual aquello que se aleja (entfernt) en lo no-próximo de la proximidad se retira y se resguarda ahí. Como se dice al comienzo de das Wesen der Sprache, no más metalenguaje, no más metalingüística, así, pues, no más metarretórica, no más metafísica. Siempre una metáfora más en el momento en que la metáfora se retira ensanchando sus límites.

La huella de esta torsión, de esta alteración de la marcha y del paso, de este desvío del camino heideggeriano, cabe reencontrarla siempre que Heidegger escribe, y escribe del camino. Se le puede seguir la pista y descifrarla según la misma regla, que no es simplemente la de una retórica o una trópica. Me limitaré a situar otra instancia de esto, porque goza de algunos privilegios. ¿Cuáles? 1. En Das Wesen der Sprache (1957-1958) precede al pasaje citado más arriba acerca de «Worte wie Blumen». 2. No concierne simplemente a la presunta metaforicidad de ciertos enunciados acerca del lenguaje en general y, dentro de éste, acerca de la metáfora: apunta ante todo a un discurso presuntamente metafórico que se refiere a la relación entre pensamiento y poesía (Denken und Dichten). 3. Determina esa relación como vecindad (Nachbarschaft) según ese tipo de proximidad (Nähe) que se llama vecindad, en el espacio de la morada y la economía de la casa. Ahora bien, también ahí, llamar metáfora, como si se supiese qué es ésta, a tal significación de vecindad entre poesía y pensamiento, proceder como si se estuviera en primer término seguro de la proximidad de la proximidad y de la vecindad de la vecindad, eso es cerrarse a la necesidad del otro movimiento. A la inversa, es renunciando a la seguridad de lo que se cree reconocer bajo el nombre de metáfora y de vecindad como cabrá aproximarse quizás a la proximidad de la vecindad. No es que la vecindad nos sea extraña antes de ese acceso a la que se da entre Denken y Dichten. Nada nos resulta más familiar que ella y Heidegger lo señala en seguida. Moramos y nos movemos en ella. Pero, y aquí está lo más enigmático de este círculo, hay que volver allí donde estamos sin estar propiamente (véase pág. 184 y passim). Heidegger acaba de llamar «vecindad» a la relación marcada por el «y» entre Dichten y Denken. ¿Con qué derecho, se pregunta entonces, hablar aquí de «vecindad»? El vecino (Nachbar) es aquel que habita en la proximidad (in der Nähe) de otro y con otro (Heidegger no explota la cadena vicus veicus, que remite quizás a oikos y al sánscrito veca [casa], lo señalo con reservas y provisionalmente). La vecindad es así una relación (Beziehung), estemos atentos a esta palabra, que resulta de que uno atrae (zieht) al otro a su proximidad para que se establezca en ésta. Alguien podría creer entonces que, tratándose de Dichten und Denken, esa relación, ese trazo que atrae al uno a la vecindad del otro, se denomina así según una «bildliche Redeweise» (forma figurada de hablar). Eso sería efectivamente tranquilizador. A menos, nota entonces Heidegger, que mediante eso hayamos dicho ya algo de la cosa misma, a saber, de lo esencial que queda por pensar, a saber, la vecindad, mientras que permanece todavía «indeterminado para nosotros qué es Rede, y qué es Bild y hasta qué punto die Sprache in Bildern spricht; e incluso nsi éste en general habla de esa manera».

III. Precipitando mi conclusión en este tercer y último rasgo, quisiera ahora llegar no a la última palabra, sino a esa misma palabra plural rasgo (trait). Y no llegar sino volver a ella. No a la retirada de la metáfora sino a lo que podría en principio parecer la metáfora de la retirada. ¿No habría en última instancia, detrás de todo este discurso, sosteniéndolo más o menos discretamente, retiradamente, una metáfora de la retirada que autorizaría a hablar de la diferencia ontológica y, a partir de ésta, de la retirada de la metáfora? A esta cuestión aparentemente un poco formal y artificial se podrá responder, también muy rápidamente, que cuando menos eso confirmaría la de-limitación de lo metafórico (no hay meta-metafórico porque no hay más que metáforas de metáforas, etc.) y confirmaría además lo que dice Heidegger del proyecto metalingüístico como metafísica, y de sus límites, o de su imposibilidad. No me voy a contentar con esta forma de respuesta, aun cuando, en principio, sea suficiente.

Hay -y de forma decisiva en la instancia del «hay», del es gibt que así se traduce- hay el trazo, un trazarse o un trazado del trazo que opera discretamente, subrayado por Heidegger pero cada vez en un lugar decisivo, y lo bastante incisivo para dejarnos pensar que nombra justamente la firma más grave, grabada, grabadora, de la decisión. Dos familias por así decirlo, de palabras, nombres, verbos y sincategoremas, vienen a aliarse, a comprometerse, a cruzarse en este contrato del trazo en la lengua alemana. Está por una parte la «familia» de Ziehen (Zug, Bezug, Gezüge, durchziehen, entziehen), por otra parte la «familia» de Reissen (Riss, Aufriss, Umriss, Grundriss, etc.). Que yo sepa esto no se ha advertido nunca, o al menos no se ha tematizado a la medida del papel que juega ese cruce. Esto es más o menos un léxico, puesto que llegará a nombrar el trazo o la tracción diferencial como posibilidad del lenguaje, del logos, de la lengua y de la lexis en general, de la inscripción hablada tanto como de la escrita. Este quasi-archi-léxico se le impone muy pronto a Heidegger, me parece a mí al menos, y bajo la reserva de una investigación más sistemática, desde El origen de 1a obra de arte (1935-1936). Pero con vistas a esta primera localización, nos limitamos a tres tipos de observaciones.

1. Señalemos en primer lugar algo sobre el trazo que avecina. La vecindad entre Denken y Dichten nos daba acceso a la vecindad, a la proximidad de la vecindad, de acuerdo con un camino que, al no ser más metafórico que literal, replantearía la cuestión de la metáfora. Pero el trazo que avecina, digamos, el trazo que aproxima, el trazo propio que relaciona (bezieht) el uno con el otro Dichten (que no debe traducirse sin precauciones por poesía) y pensamiento (Denken) en su proximidad que avecina, que los parte y que los dos com-parten, ese trazo o rasgo común diferencial que los atrae recíprocamente, aun sellando su diferencia irreductible, ese trazo es el trazo: Riss, trazado que se abre paso haciendo una incisión, que desgarra, señala la separación, el límite, el margen, la marca (Heidegger nombra en alguna parte la marca fronteriza», «Mark» como límite, Grenz, Grenzland, pág. 171). Y este trazo (Riss) es un corte que se hacen, en alguna parte en el infinito, los dos vecinos, Denken und Dichten. En la entalladura de ese corte, se abren, podría decirse, el uno al otro, se abren desde su diferencia e incluso, por servirme de una expresión cuyo uso he intentado regular en otro lugar (en Glas), se recortan en su trazo y en consecuencia en su retrazo respectivo. Este trazo (Riss) de recorte relaciona al uno con el otro pero no pertenece a ninguno de los dos. Pero eso no es un trazo o rasgo común o un concepto general, ni tampoco una metáfora. Del trazo habría que decir que es más originario que los dos (Dichten y Denken), que entalla y recorta, que es su origen común y el sello de su alianza, manteniéndose en eso como singular y diferente de los dos, si un trazo pudiese ser algo, si pudiese ser propiamente y plenamente originario y autónomo. Pero un trazo, si bien abre el paso de una separación diferencial, no es ni plenamente originario y autónomo, ni, en cuanto que abre paso, puramente derivado. Y en la medida en que un tal trazo abre el paso de la posibilidad de nombrar en la lengua (escrita o hablada, en el sentido corriente de estas palabras), él mismo no es nombrable en cuanto que separación, ni literalmente, ni propiamente ni metafóricamente. No tiene nada que se le aproxime en cuanto tal.

Al final de la segunda parte de Das Wesen der Sprache, acaba de señalar Heidegger de qué modo, en el «es gibt das Wort» es, das Wort, gibt, pero de tal manera que la joya (Kleinod) del poema que se está leyendo (Das Wort, Stefan George), que el poema da como un presente y que no es sino una cierta relación de la palabra con la cosa, esa joya innombrada, se retira (das Kleinod entzieht sich). El es gibt retira lo que da, no da más que retirando; y a quien sabe renunciar. La joya se retira en el «asombroso secreto», donde secreto (geheimnisvoll) viene a cualificar lo asombroso (das Erstaunende, was stauner lässt) y designa la intimidad de la casa como el lugar del retiro (geheimnisvoll). Volviendo a continuación al tema de la vecindad entre Denken y Dichten, a su alteridad irreductible, Heidegger llama a la diferencia entre ellos «tierna», delicada (zart) pero «clara», tal que no se debe dejar lugar a ninguna confusión. Denken y Dichten son paralelos (para allelôn), el uno al lado o a lo largo del otro, pero no separados, si es que la separación significa «estar alejados en la carencia de relación» (ins Bezuglose abgeschieden), no sin la tracción de ese trazo (Zug), de ese Bezug que los relaciona o que los traslada el uno hacia el otro.

Cuál es, pues, el trazo de ese Bezug entre Denken y Dichten? Es el trazo (Riss) de una encentadura, de una apertura que traza, que se abre paso (la palabra Bahnen aparece frecuentemente en este contexto con las figuras del Bewegen), de un Aufriss. La palabra encentadura (entame), de la que me he servido mucho en otro momento, me parece la más apropiada para traducir Aufriss, palabra decisiva, palabra de la decisión en este contexto, de la decisión no «voluntaria», y que los traductores franceses vierten bien por «trabajo que abre», bien por «grabado».

Encentadas, las dos paralelas se cortan en el infinito, se recortan, se hacen una entalladura y se señalan de alguna manera la una en el cuerpo de la otra, la una en el lugar de la otra, el contrato sin contrato de su vecindad. Si las paralelas se cortan (schneiden sich) en el infinito (im Un-endlichen), ese corte, esa entalladura (Schnitt), no se la hacen a sí mismas, sino que recortan sin tocarse, sin afectarse, sin herirse. Solamente se encentan y son cortadas (geschnitten) en la encentadura (Aufriss) de su vecindad, de su esencia que avecina (nachbarlichen Wesens). Y por medio de esa incisión que las deja intactas, aquéllas quedan eingezeichnet, signées («selladas»), dice la traducción francesa publicada: dibujadas, caracterizadas, asignadas, consignadas. Diese Zeichnung ist der Riss, dice entonces Heidegger. Este encenta (er reisst auf), traza abriéndola, Dichten y Denken en la aproximación del uno al otro. Esta aproximación no los acerca a partir de otro lugar donde estarían ya por sí mismos y de donde se dejarían atraer (ziehen) después. La aproximación es el Ereignis que remite Dichten y Denken a lo propio (in das Eigene) de su esencia (Wesen). El trazo de la encentadura, pues, señala el Ereignis como apropiación, acontecimiento de apropiación. No precede a los dos propios a los que hace venir a su propiedad, pues no es nada sin ellos. En este sentido no es una instancia autónoma, originaria, ella misma propia en relación a los dos que el trazo encenta y une. Como no es nada, ni aparece en sí mismo, ni tiene fenomenalidad alguna propia e independiente, y como no se muestra, se retira, está estructuralmente en retirada, como separación, apertura, diferenciabilidad, huella, reborde, tracción, fractura, etc. Desde el momento en que se retira saliéndose, el trazo es a priori retirada, inapariencia, señal que se borra en su encentadura.

Su inscripción, como he intentado por mi parte articular con la huella y con la différance, no llega más que a borrarse.

No llega y no adviene más que borrándose. A la inversa, el trazo no es derivado. No es secundario, en su llegada, en relación con los dominios, las esencias o las existencias que recorta, abre y repliega en su recorte. El re- del retrazo no es un accidente que sobreviene al trazo. Este se destaca permitiendo a toda propiedad destacarse, como se dice de una figura sobre un fondo. Pero no se destaca ni antes ni después de la encentadura que permite destacarse, ni sustancialmente ni accidentalmente, ni materialmente ni formalmente, ni según ninguna de las oposiciones que organizan el discurso llamado metafísico. Si «la» metafísica tuviese una unidad, ésta residiría en el régimen de esas oposiciones, el cual ni surge ni se determina si no es a partir de la retirada del trazo, de la retirada de la retirada, etc. El «a partir de» se abisma él mismo. Así, acabamos de reconocer la relación entre el re- de la retirada (que no expresa menos violentamente la repetición de la encentadura que la suspensión negativa del Ent-ziehung o del Ent-fernung) y el Ereignen del es gibt que focaliza todo el «último» pensamiento de Heidegger en ese trazo precisamente en el que el movimiento del Enteignen (des-propiación, retirada de propiedad) viene a cavar todo Ereignis («Dieses enteignende Vereignen ist das Spiegelspiel des Gevierts», Das Ding, pág. 172).

2. Señalemos en segundo lugar la performance, o en un sentido muy abierto de esta palabra, el realizativo (performatif) de escritura por el que Heidegger nombra, llama Aufriss (encentadura) lo que decide, decreta o deja que se decida llamar Aufriss, lo que se llama según él Aufriss y cuya traducción bosquejo, según la tracción de un gesto igualmente realizativo, por encentadura. La decisión tajante de llamar Aufriss a lo que de una cierta manera se encontraba todavía innombrado o ignorado bajo ese nombre, es ya en sí misma una encentadura; aquélla no puede hacer otra cosa que nombrarse, autonombrarse, y encentarse en su propia escritura. Heidegger hace con frecuencia el mismo gesto, por ejemplo con Dasein al comienzo de Sein und Zeit. Nada de neologismo ni de metaescritura en el gesto que hay aquí.

He aquí lo que se firma y se encenta bajo la firma de Heidegger. Es en el momento en que, en Der Weg zur Sprache, acaba de sugerir que la unidad de la Sprache sigue manteniéndose innombrada (unbennant). Los nombres de la tradición han fijado siempre su esencia en tal o cual aspecto o predicado. Heidegger hace punto y aparte y abre un nuevo párrafo: «Die gesuchte Einheit des Sprachwesens heisse der Aufriss» («La buscada unidad de la esencia de la Sprache se llama la encentadura»). Heidegger no dice: yo decido arbitrariamente bautizarla «encentadura», sino que «se llama», en la lengua que decide, encentadura. Y mejor, con ese nombre, eso no se llama, eso nos llama a... Prosigamos: «Der Name heisst uns [Este nombre apela a que nos] fijemos [erblicken, como en Satz vom Grund, en el momento de la declaración sobre la metáfora] más distintamente (deutlicher) en lo propio (das Eigene) des Sprachwesens. Riss is dasselbe Wort wie ritzen (Trazo es la misma palabra que “rayar”)» (págs. 251-252).

Ahora bien, prosigue Heidegger, frecuentemente sólo conocemos el Riss bajo la forma «devaluada» (abgewerten) que tiene en expresiones como rayar una pared, desbrozar y roturar un campo (einen Acker auf-und-umreissen), para trazar surcos (Furchen ziehen) a fin de que el campo albergue, guarde en él (berge) las simientes y el crecimiento. La encentadura (Aufriss) es la totalidad de los trazos (das Ganze der Züge), el Gefüge de esta Zeichnung (inscripción, grabación, firma) que ensambla (articula, separa y conserva junta) de parte a parte la apertura de la Sprache. Pero esta encentadura se mantiene velada (verhüllt) en tanto que no se advierte propiamente (eigens) en qué sentido se habla de lo hablado y del hablar. El trazo de la encentadura está pues velado, retirado, pero es también el trazo que reúne y separa a la vez el velamiento y el desvelamiento, la retirada y la retirada de la retirada.

3. Acabamos de notar que el trazo hace contrato consigo mismo, retirándose, cruzándose, recortándose a través de esas dos circunscripciones vecinas del Reissen y del Ziehen. El recorte cruza y une entre ellas, tras haberlas atraído a la lengua, las dos genealogías heterogéneas del trazo, las dos palabras o «familias» de palabras, de «logias». En el recorte, el trazo se señala a sí mismo al retirarse, llega hasta borrarse en otro, a reinscribirse en éste paralelamente, en consecuencia, heterológicamente, y alegóricamente. El trazo es retirada (Le trait est retrait). Ni siquiera puede decirse ya es, no puede ya someterse la retirada a la instancia de una cópula ontológica cuya posibilidad está condicionada por aquélla como por el es gibt. Como hace Heidegger con Ereignis o Sprache, habría que decir de forma no tautológica: el trazo trata o se trata, traza el trazo, en consecuencia retraza y re-trata o retira la retirada, hace contrato, se contrata y establece consigo mismo, con la retirada de sí mismo, un extraño contrato que no precede ya, por una vez, a su propia firma, y que en consecuencia la quita. Todavía tenemos, aquí mismo, que realizar encentar, trazar, tratar, acosar no esto o aquello sino la captura misma de este cruce de una lengua en otra, la captura (a la vez violenta y fiel, pasiva sin embargo y que deja a salvo) de este cruce que une Reissen y Ziehen, traduciéndolas ya en la llamada lengua alemana. Esta captura afectaría al capturador mismo, al que lo traduce a la otra, puesto que retrait, en francés, no ha querido decir nunca, según el uso, re-trazamiento. Para encentar esta captación comprensiva y este trato o esta transacción con la lengua del otro, subrayaré todavía lo siguiente: que el trato actúa, está actuando ya en la lengua del otro, diría en las lenguas del otro. Pues hay siempre más de una lengua en la lengua. El texto de Heidegger en el que parece que por primera vez, que yo sepa, se nombra (en el sentido de heissen) ese cruce del Ziehen y del Reissen, es El origen de la obra de arte, en ese lugar preciso donde la verdad se llama no-verdad: Die Wahrheit ist Un-wahrheit. En la no-retirada de la verdad como verdad, en su Unverborgenheit el Un tacha, impide, prohíbe, hiende de una doble manera. La verdad es ese combate originario (Urstreit) en el que forma parte de la esencia sufrir o resentir lo que Heidegger llama la atracción de la obra, el atractivo hacia la obra (Zug zum Werk), como su insigne posibilidad (ausgezeichnete Möglichkeit). La obra ha sido definida más arriba, en especial, como sumballein y allegoreuein. En esta atracción, la verdad despliega su esencia (west) como combate entre claro y reserva o retirada (Verbergung), entre mundo y tierra. Pero este combate no es un trazo (Riss) como Aufreissen que abre un simple abismo (blossen Kluft) entre los adversarios. El combate atrae a los adversarios dentro de la atracción de una pertenencia recíproca. En un trazo que los atrae hacia la procedencia de su unidad a partir de un fondo unificado, aus dem einigen Grunde zusammen. En este sentido es Grundriss: plan fundamental, proyecto, diseño, bosquejo, esbozo. Se imprimen entonces una serie de locuciones cuyo sentido corriente, usual, «literal» se diría, se encuentra reactivado al mismo tiempo que discretamente reinscrito, desplazado, vuelto a poner en juego en lo que actúa en este contexto. El Grundriss es Aufriss (encentadura y, en el sentido corriente, perfil esencial, esquema, proyecto) que dibuja (zeichnet) los trazos fundamentales (Grundzüge, y aquí se cruzan los dos sistemas de trazos para decir trazo en la lengua) del claro del ente. El trazo (Riss) no hace hendirse a los opuestos, atrae la adversidad hacia la unidad de un contorno (Umriss), de un marco, de un armazón (en el sentido corriente). El trazo es «einheitliches Gezüge von Aufriss und Grundriss, Durch- und Umriss», el conjunto unificado, ensamblado (Ge-) de los trazos concentrados, esas aparentes modificaciones o propiedades del Riss (Auf-, Grund-, Durch-, Um-, etc.), entre todos esos rasgos o trazos del trazo que no le sobrevienen como modificaciones predicativas a un sujeto, una sustancia o un ente (cosa que no es el trazo), sino que por el contrario abren la de-limitación, la de-marcación a partir de la cual el discurso ontológico sobre la sustancia, el predicado, la proposición, la lógica y la retórica pueden entonces destacarse. Interrumpo aquí arbitrariamente mi lectura, la corto de un trazo en el momento en que nos iba a llevar al Ge-stell de la Gestalt en el ensamblamiento (Gefüge) de la cual der Riss sich fügt.

Así, pues, el trazo no es nada. La encentadura del Aufriss no es ni pasiva ni activa, ni una ni múltiple, ni sujeto ni predicado, no separa más de lo que une. Todas las oposiciones de valor tienen su posibilidad en la diferencia, en el entre de su separación que concilia tanto como desmarca. ¿Cómo hablar de eso? ¿Qué escritura hay que inventar aquí? ¿Se dirá del léxico y de la sintaxis que circunscriben esta posibilidad en francés, en alemán o entre los dos, que son metafóricos? ¿Se los formalizará según algún otro esquema retórico? Cualquiera que sea la pertinencia, o la fecundidad de un análisis retórico que determinase todo lo que pase en un tal camino de pensamiento o de lenguaje, en ese abrirse paso del abrirse paso, habrá habido necesariamente una línea, por otra parte dividida, en la que la determinación retórica habrá encontrado en el trazo, es decir, en su retirada, su propia posibilidad (diferencialidad, separación y semejanza). Esta posibilidad no podrá ser estrictamente comprendida en su conjunto, en el conjunto que ella hace posible; y sin embargo ella no lo dominará. La retórica no podrá entonces enunciarse a sí misma y su posibilidad, más que desplazándose al trazo suplementario de una retórica de la retórica, y por ejemplo de una metáfora de la metáfora, etc. Cuando se dice trazo o retirada en un contexto en el que se trata de la verdad, «trazo» no es ya una metáfora de lo que creemos usualmente reconocer bajo esa palabra. No basta, sin embargo, con invertir la proposición y decir que la re-tirada de la verdad como no-verdad es lo propio o lo literal a partir de lo cual el lenguaje corriente estará en posición de separación, de abuso, de desvío trópico, bajo cualquier forma que sea. «Retrait» no es más propio, ni literal, que figurado. No se confunde ya con las palabras que él hace posibles, en su delimitación o recorte (incluidas las palabras francesas o alemanas que se han cruzado o injertado aquí), como tampoco es extraño a las palabras como una cosa o un referente. La retirada no es ni una cosa, ni un ente, ni un sentido. Se retira del ser del ente como tal y del lenguaje, sin que esté, ni sea dicho, en otra parte; encenta la diferencia ontológica misma. Se retira pero la ipseidad del se mediante la que se relacionarla consigo mismo con un trazo no la precede y supone ya un trazo suplementario para trazarse, firmar, retirar, trazar a su vez. Retiradas se escribe, pues, en plural, es singularmente plural en sí mismo, se divide y se reúne en la retirada de la retirada. Es lo que he intentado llamar también en otra parte pas.[iii] De nuevo se trata aquí del camino, de lo que ahí pasa, lo pasa, pasa por ahí, o no.

Qué es lo que pasa?, habíamos preguntando al empezar este discurso. Nada, ninguna respuesta, sino que la retirada de la metáfora pasa a ésta por alto, y a sí misma.


* «Usure» significa tanto «desgaste» como «usura» e «interés». [T.]
[i] Recogido en La verite en peinture, Flammarion, 1979.
[ii] Recogido en Parages, Galilée, 1986.
[iii] Véase «Pas», en Parages. Galilée, 1986.


Fuente http://www.jacquesderrida.com.ar


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