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lunes, 5 de enero de 2009

La autonomía de la voluntad y el pluralismo jurídico en nuestros días (1)

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por Jean-François Perrin
Profesor del Centre d'Etude, de Technique et d'Evaluation Législatives (CETEL) de la Faculté de droit de la Université de Genève, Suiza.


Introducción

Hoy como ayer el individuo social, el sujeto de derecho como dicen los juristas, dispone de prerrogativas que el orden jurídico contemporáneo reconoce y protege. Estos derechos, que la teoría del derecho privado califica de "subjetivos", adquieren estatus jurídico como consecuencia del intercambio de declaraciones de voluntad. Esta facultad constituye la herramienta fundamental gracias a la cual las personas tejen las relaciones que ellas entablan con otros sujetos, individuales o colectivos. La figura del contrato es, al final de cuentas, el instrumento técnico que se moviliza para tal fin.

La utilización de estos instrumentos fundamentales se hace, en gran medida, siguiendo modelos teóricos seculares, circunstancia que permite cultivar a los civilistas la ilusión de un mundo conceptual sereno en el que nada habría verdaderamente cambiado. Como en la época en que el Código Napoleón imperaba sin cortapisas, una relación contractual posee fuerza vinculatoria. Y este vínculo social continúa siendo esencialmente jurídico y moral: "quien dice contractual dice justo" (Gounot, 1912, p. 36).

De hecho, sin embargo, este modelo comporta disfunciones evidentes que han sido percibidas como tales desde hace mucho tiempo. Los civilistas de comienzos del siglo XX eran ya sensibles a este hiato profundo que siempre existió entre la ficción de la libertad contractual, por un lado, y las exigencias sociales que limitaban su ejercicio, por otro. La teoría clásica se apresuró a restaurar la pureza de los principios cuando la realidad demostraba que la autonomía de la voluntad se había ejercido en condiciones inaceptables. Protegió, así, su libre ejercicio gracias a instrumentos conceptuales que reconocían un fundamento moral y que tenían por fin promover el uso legítimo del derecho. El principio de la buena fe y la correlativa prohibición del abuso de derecho constituían las válvulas de seguridad que podían ser accionadas cuando el hiato mencionado se tornaba insoportable (Ancel y Didry, 2001). ¿Todo continúa yendo desde entonces perfectamente, en el mejor de los mundos posibles? ¿La sociología del derecho puede contentarse con enseñar la distancia que media entre esta libertad y su realidad? ¿Es esto suficiente? ¿Estas matrices sociológicas bastan para dar cuenta de la situación actual del individuo social? Los trabajos realizados a partir de esta perspectiva no son muy numerosos aunque revelan una realidad interesante (Perrin, 2001). Parece que, a pesar de su supervivencia, no podemos limitarnos a los hermosos principios evocados más arriba. Se han producido cambios de paradigmas y es preciso adaptar, consecuentemente, el modelo teórico. Tal será el cometido de las líneas que siguen.

El consentimiento «libre e informado»

El modelo voluntarista o liberal parece a primera vista comportarse maravillosamente bien en esta época de globalización. Las convenciones libremente suscritas constituyen aún el fundamento incontestado y definitivo de las obligaciones privadas de cualquier naturaleza, tanto de las que surgen en el marco de las relaciones internas cuanto de las internacionales, si esta también clásica distinción corresponde todavía a la realidad de nuestros días. Los juristas no se preocupan, de acuerdo a este sistema, con el objeto querido o, si se prefiere, con el contenido intercambiado por las partes. Basta con que los derechos subjetivos y sus corolarios en términos de obligaciones hayan sido libremente queridos para que los mismos se tornen dignos de protección social: "sit pro ratione voluntas". En contra de lo que piensan algunos, este instrumento no constituye una reliquia institucional. Las organizaciones de consumidores se valen de él, sin hacer mayor caso a la contradicción flagrante que media entre la ideología consumista y el recurso a este instrumento ultraliberal. Las relaciones entre médico y paciente se rigen cada vez más por la ley del consentimiento "libre e informado" (libre et éclairé). Los usuarios de Internet deben tener la ocasión de elegir libremente el sistema de protección de la vida privada que mejor les convenga (opt in/opt out). Y, por todas partes, vemos como los usuarios de servicios deben declarar haber tomado conocimiento y aceptado las condiciones generales de prestación. ¿Es este un vibrante homenaje al instrumento clásico que hemos descrito antes? Se tiene la impresión que, igual que antes, la ficción voluntarista estructura acabadamente las relaciones sociales elementales. Lo que es verdaderamente querido se halla protegido por la ley, porque la relación generada por la voluntad del sujeto es percibida como obligatoria, legítima y justa, según resulta de las investigaciones cuantitativas que hemos realizado sobre la percepción actual de este tema (Kellerhals; Modak y Perrin, 1994). Estos trabajos han demostrado, sin embargo, que la percepción de la fuerza del libre consentimiento varía considerablemente en función del nivel social de los entrevistados. La ética voluntarista es más valorizada por los ricos que por aquellos que disponen de escasos medios económicos o culturales... y sin embargo, por razones que no están claras, para nosotros al menos, el sistema continúa imponiéndose a todos. Es como si el "libre consentimiento" fuese una institución natural y universal. Comprendemos bien la política consumista que parece haber tomado el liberalismo al pie de la letra, y no es nuestra intención discutir el carácter fundamental del consentimiento. Militamos, apenas, por que éste sea únicamente eficaz cuando realmente reúna las condiciones de libre y totalmente informado. El problema, desde nuestro punto de vista, reside en el hecho de que esta estrategia se basa cada vez más en meras ilusiones. Porque, al mismo tiempo que se producía la evolución evocada, los sistemas normativos contemporáneos fueron adquiriendo una complejidad tal que la voluntad no puede casi nunca ser suficientemente informada y libre como para apreciar las condiciones del acto. El paciente no es médico. Las terapias requieren conocimientos tan complejos que nadie domina la información que sería objetivamente necesaria para tomar la decisión correcta. En estas condiciones, el «esclarecimiento» proporcionado a los consumidores de bienes y servicios tiene por función asegurar únicamente la protección de los prestatarios, que se liberan, de esta manera y sin gran esfuerzo, de toda responsabilidad a fuerza de argumentos especiosos u obteniendo una firma al pie de textos cada vez más largos e incomprensibles. Es verdad que los estudios de sociología del derecho pueden ser útiles y poner en evidencia estas dificultades y contradicciones. La sociología, empero, no puede ser utilizada para intentar promover una mayor transparencia, porque el sistema, aún en los casos en que funciona normalmente, lo hace dando por sentado algo imposible. El consentimiento "libre e informado" es, de más en más, una engañifa, mientras que las cláusulas exonerativas de responsabilidad tienen un efecto bien real.

Los cambios habidos en el entorno normativo

Estas dificultades nos llevan a preguntarnos, en primer lugar, si no habría que completar este estudio por otros trabajos. Esta génesis de lo jurídico por la voluntad del sujeto coloca, a nuestro entender, una ficción en el lugar de la realidad. Y este defecto es bastante grave para una investigación que pretende ser sociológica. Podríamos entonces sentirnos tentados de proponer otra perspectiva acerca de las mismas realidades. En lugar de centrar la atención sobre una descripción del plexo normativo que rodea al sujeto contratante, deberíamos tratar de describir las normas que en realidad se le imponen, sin prejuzgar en cuanto a su fuente. Este trabajo debería ser hecho sin exclusiones, es decir, rechazando toda definición implícita del «derecho» e independientemente de lo que las partes puedan realmente querer y saber. Esta descripción será, ciertamente, un objeto de investigación de una gran complejidad. Todas las observaciones dan cuenta, a la vez, de una densidad extraordinaria de las producciones normativas destinadas a orientar estos comportamientos y de una complejidad sin precedentes de las interrelaciones que se anudan entre todos estos sistemas de normas. Diversas metáforas son utilizadas para describir unas relaciones en red que desafían en muchos aspectos las leyes de la geometría.(2) Por suerte la teoría clásica de la sociología del derecho se ha dedicado desde hace bastante tiempo al estudio de los fenómenos llamados de "internormatividad" (Perrin, 1997, p. 52) y disponemos de una herramienta que permite dar cuenta de los diferentes tipos de relaciones que se pueden establecer, principalmente desde el ángulo de la coordinación o de la subordinación, entre estos órdenes. Conviene, no obstante, no hacerse ilusiones. La tarea no es fácil porque una serie de profundas y evidentes mutaciones afectan los sistemas de normas. El entorno normativo del individuo social, que establece relaciones sociales con otro u otros individuos, ha cambiado profundamente en las últimas décadas. Es preciso, en primer lugar, tomar conciencia de esto, para lo cual trataremos de resumir los rasgos característicos de esta evolución:

  1. Las normas creadas por los organismos privados o públicos, de todos los niveles, han tenido un desarrollo exponencial. Ciertos dominios de las relaciones individuales que no estaban regulados son objeto, desde hace poco tiempo, de directivas o de codificaciones superabundantes y de todo género. La protección de la salud, la vida profesional y privada, los seguros, el deporte, el esparcimiento y las comunicaciones están actualmente regidos por textos que no dejan ningún detalle librado al azar. Desde el punto de vista de la claridad de los derechos y de las obligaciones de cada uno, este desarrollo no es sin embargo siempre negativo ya que las organizaciones han creado, a menudo, páginas en Internet que permiten a los interesados encontrar numerosas informaciones. En este sentido, la "ley" es probablemente menos secreta desde que se ha podido acceder a ella en el ciberespacio.
  2. Parece, empero, que además de este desarrollo cuantitativo se ha producido un cambio profundo respecto de la propia naturaleza de las fuentes. Sectores enteros del control social referentes a las relaciones interpersonales son regidos ahora por actos normativos que adquieren estatus jurídico bajo la forma de convenciones suscritas con organismos de autorregulación. Así, por ejemplo, la protección de la vida privada en las relaciones establecidas vía Internet entre Europa y los Estados Unidos fue objeto de un acuerdo llamado "Safe Harbour Pact", que habría procurado al consumidor europeo una protección adecuada, según acabaron por reconocer las autoridades comunitarias.(3) Podemos encontrar, de nuevo en Internet, documentos detallados sobre este punto así como una guía práctica que se dirige a los consumidores norteamericanos que deseen vender productos en Europa o simplemente adaptar algún aspecto de sus costumbres comerciales a las diversas legislaciones europeas, más respetuosas, al parecer, de la vida privada de los consumidores. Este ejemplo demuestra sin lugar a dudas que ya no se sabe más quien es de verdad el autor de las reglamentaciones que establecen los derechos y obligaciones de los individuos.
  3. Tampoco se sabe muy bien como se debe proceder cuando se quiere hacer sancionar la violación de reglas de esta naturaleza. Si en su origen no hay más una fuente fidedigna, llegado el momento de su cumplimiento las autoridades encargadas de aplicar la sanción son difíciles de identificar, cuando no inexistentes. Inténtese hacer sancionar una práctica (ilícita) de "overbooking"... y se tendrá una experiencia poco edificante (!) a pesar de las normas exhibidas a este respecto en todos los aeropuertos europeos. La evolución del control de las relaciones interpersonales obedece, así, a parámetros que desafían las leyes de la juridicidad ordinaria, ya que comportamientos claramente ilícitos no son más susceptibles de ser sancionados.
  4. Se asiste simultáneamente – sin que se pueda afirmar a ciencia cierta que haya una relación de causa a efecto respecto de los fenómenos descritos más arriba – a una recomposición del campo normativo, que se traduce en la emergencia de nuevos dominios de especialización. Dejaremos de propósito provisoriamente abierta la cuestión de saber si estos nuevos campos pertenecen todavía a la normatividad "jurídica" en el sentido tradicional del término. Lo cierto es que los nuevos recortes se refieren expresamente al objeto regulado y que se asiste a una especialización profesional que articula toda una serie de conocimientos dispares, concurrentes o complementarios. Nuevas profesiones nacen en función de estas especializaciones y, si los juristas intentan (a menudo con bastante éxito) conservar el control de las nuevas actividades, deben acostumbrarse a tolerar la competencia de especialistas rivales, frecuentemente mejor adaptados a las necesidades específicas del objeto. Los ejemplos son numerosos aunque probablemente omitiremos los mejores: modos alternativos de resolución de los conflictos, reglamentación del deporte de competición y de los litigios deportivos, derecho de la salud y ética médica, protección de los consumidores, transportes aéreos, autorrutas de la información y reglamentación de la vida privada en Internet, control ético de los media, protección de la infancia, control del ejercicio de los derechos de visita, mediación familiar, etc.
  5. Las reglamentaciones autónomas de las grandes organizaciones económicas, comerciales, culturales, deportivas, humanitarias, etc. se desarrollan de forma intensa. Habría que estudiar cómo estos organismos han logrado imponer, a menudo de manera muy eficaz, las normas que ellos mismos dictan. Es verdad que, en teoría, la colaboración internormativa mantenida con el derecho estatal parecería ser la propia de una conjunción, resuelta por su subordinación a las instancias del derecho público. En la práctica, con frecuencia (cada vez con mayor frecuencia de acuerdo a nuestra experiencia), estas organizaciones llegan a imponer su supremacía a pesar y aún contra el derecho estatal. Podríamos citar innumerables ejemplos. Así, las grandes federaciones deportivas internacionales (como las del fútbol, el tenis o el voleibol, por ejemplo), han creado "tribunales arbitrales" internos y exigen de los deportistas una renuncia expresa a recurrir a las jurisdicciones estatales. Se ha resuelto que estos "tribunales" internos no ofrecen las garantías necesarias de independencia y que la adhesión a tales compromisos "arbitrales" es ilícita desde el punto de vista del derecho helvético, que es el derecho de la sede de casi todas estas grandes organizaciones deportivas.(4) Sin embargo, son muy escasos los deportistas que tienen los medios y la valentía suficientes para alzarse contra la organización máxima de su actividad profesional. Junto al "derecho" (teórico) de los deportistas existe, así, una realidad normativa que revela la sumisión al orden instaurado por estos organismos y a sus simulacros de justicia. De tiempo en tiempo un caso es sometido a la jurisdicción estatal, que restaura entonces, y sólo para ese caso (sobre probablemente cien), la coordinación por subordinación y la supremacía de los principios jurídicos clásicos. Situaciones análogas existen en innumerables dominios: en materia de tarjetas de crédito, de transportes aéreos, de contratos de viaje, de transferencia de datos personales por Internet, etc. El individuo social está, así, inmerso en un medio normativo superabundante y lleno de antinomias desconcertantes. La inmensa mayoría de los consumidores de justicia se ve evidentemente desalentada por esta situación. No se puede luchar constantemente en todos los frentes. Este pesado aparato normativo pretende administrar de manera unilateral y a menudo contradictoria dominios cada vez más vastos e insospechados. La autonomía real de los individuos se reduce así cada vez más, cediendo a la cómoda tentación de someterse sin resistencia a estos sistemas de normas que todo lo prevén. El individuo social se convierte entonces, de hecho, en un autómata que, por necesidad o por pereza, en el mejor de los casos para que se lo deje en paz o en procura de eficacia, se somete y adecua su voluntad a los desiderata normativos impuestos por los sistemas. La libertad se reduce entonces a querer, en el momento oportuno, lo que quiera la organización, o en abstenerse de ello.



Pluralismo "débil" y pluralismo "fuerte"

Frente a esta situación, dos son las actitudes que podemos adoptar como juristas, si no como sociólogos del derecho. Podríamos sentirnos tentados de considerar que estos órdenes normativos, dictados unilateralmente por organismos que aseguran en primer lugar la promoción de sus intereses políticos y/o económicos, no tienen nada que ver con el derecho y no constituyen otra cosa que la expresión de la voluntad del más fuerte. Serían, así, «arbitrarios» en el sentido etimológico del término y deberían ser tratados como simples actos. Los juristas tendrían entonces que encargarse de subsumir estos actos de poder en normas jurídicas dignas de este nombre. El estudioso tendría que identificar y ver estos sistemas normativos unilaterales como casos de «la revuelta de los hechos contra el código», en el marco general de una teoría de la internormatividad que debería señalar las relaciones entre el derecho y el no-derecho. Jean-Guy Belley (1997, p. 5) ha utilizado la expresión «pluralismo débil» para designar esta posición teórica. La segunda actitud consiste en adoptar el paradigma del «pluralismo fuerte» y admitir una definición de la juridicidad que etiquete generosamente como «derecho» todo sistema de coerción normativa que logre imponer la efectividad de una relación de justicia conmutativa, es decir que instaure, de hecho, una relación de derechos y obligaciones entre las partes. Para simplificar las cosas, diremos que la primera actitud corresponde al «pluralismo» tal como lo concebía Jean Carbonnier, en tanto que la segunda definición se aproxima de aquella que Gurvitch intentó promover a lo largo de toda su obra, y a la que la historia normativa reciente parece dar razón, como hemos intentado demostrar (Perrin, 1997, p. 38). La marcada evolución sobrevenida con el proceso de globalización en curso exige que se tome acabada conciencia de la pertinencia de este paradigma fuerte, convicción que basamos en motivos sociológicos y éticos que nos parecen decisivos. A saber:

  1. La inflación normativa apuntada ha mudado profundamente las prácticas profesionales de los hombres de derecho, que se han adaptado a la nueva realidad comprendiendo que de aquí en más les sería absolutamente imposible ser competentes en todas esas nuevas disciplinas. Dentro de cada una de las especialidades descritas se ha intensificado la colaboración interdisciplinaria e internacional, mientras grupos cerrados de especialistas defienden como verdaderos cotos privados algunos de estos nuevos conocimientos. No todo es negativo en esta evolución, sin embargo: los especialistas de marras colaboran entre ellos más y mejor de lo que lo hacían los juristas tradicionales que, aparte de la lectura de algunas venerables revistas de jurisprudencia, no parecían dispuestos a actualizar sus conocimientos. Todo ha cambiado a este respecto. Las facultades de derecho se han adaptado al gusto del día y organizan diez veces más de seminarios para profesionales especializados que una década atrás. Gracias a esta moda, los universitarios también resultan gananciosos, ya que reciben una formación práctica de la que antes carecían, a ojos vista. Parece que todo el mundo saca ventaja, así, de los nuevos mercados, aunque habría que saber si los consumidores de justicia salen beneficiados con este nuevo estado de cosas. Desde ese punto de vista, debemos reconocer que la cuestión parece menos clara. ¿Cómo el individuo social puede defender su personalidad en este mundo hipercomplejo, pleno de contradicciones normativas? Siempre hizo falta un cierto grado de coraje cívico para mantener la cabeza erguida frente a los aparatos de justicia. Los juristas clásicos sonreían cuando se evocaba, en su tiempo, la ficción según la cual el Código Civil había sido escrito para ser leído y comprendido por todo buen padre de familia. Hoy en día la broma no le causa más gracia a nadie. En la época actual el sujeto de derecho puede desenvolverse solo mucho menos que antes. De ahí la tentación, que hemos descrito precedentemente, de considerar que estas nuevas obligaciones normativas son del dominio de la fuerza y no del derecho. Esta posición no es admisible, sin embargo. El tren pasó. No se puede ignorar un mercado tan triunfante y floreciente. El sociólogo del derecho debe describir la realidad normativa y no frenar tal movimiento, cosa que, de todas formas, no podría lograr. Como el Principito, es preferible que ordene a su planeta seguir girando. Esas especializaciones existen, son competitivas y están siendo desempeñadas por especialistas cuyos consejos no son necesariamente más caros que los que brindaban los abogados generalistas de antaño. Los consumidores de justicia deben, pues, adaptarse o perder definitivamente su libertad.
  2. El problema esencial, en el plano de la ética y la sociología, está vinculado a la circulación de las informaciones. Defenderse, en los tiempos que corren, exige un esfuerzo especialmente grande. El propio consumidor debe situarse en las fuentes, pedir la ayuda de innumerables organizaciones, consultar las páginas de Internet de todos aquellos que dicen ser profesionales especializados en algo. La gente hace, sin embargo, este esfuerzo cuando quiere irse de vacaciones, ¿porqué no debería hacerlo cuando se trata de defender sus derechos?
  3. Con todo, el individuo social de hoy no precisa únicamente de más información, sino también de más coraje. Una literatura apasionante nos muestra ya, echando mano generalmente a los recursos de la ciencia-ficción, la fuerza terrible que hay que tener para sacudir el yugo de los sistemas sociales movilizados por las nuevas tecnologías que pretenden normalizar los sujetos. La clásica novela de Orwell (1950) es quizás la más impactante. Es casi mesiánica. Otros libros más realistas(5) y más actuales muestran claramente también lo que cuesta, pero también lo que puede significar en términos de dignidad recobrada, el coraje de sacudir el yugo de los innombrables Big Brothers que quieren regir nuestra existencia hasta en sus más mínimos detalles. Cierto, Big Brother es peligroso, pero existe en tanto que poder. La buena estrategia consiste entonces en utilizar contra él sus mismas armas. El contexto de este combate tiene que ser necesariamente el de la internormatividad y el de la conjunción de sistemas por coordinación y subordinación a principios jurídicos probados, dignos de la tradición de los juristas clásicos. Es lo que debemos aún ilustrar someramente con la ayuda de algunos ejemplos.

La movilización de los recursos clásicos del derecho

El pluralismo fuerte implica un contexto teórico que permite el combate entre sistemas (diríamos que casi en igualdad de condiciones, si no tuviésemos miedo de ser acusados de ingenuos). En diversos terrenos, la movilización de los recursos clásicos del derecho civil constituye un "Caballo de Troya", que comienza a demostrar su eficacia para imponerse en el conflicto internormativo. Si se admite la juridicidad de estos órdenes normativos "alternativos", que aspiran a ser autónomos, se legitima al mismo tiempo las armas conceptuales que los juristas de todas las épocas movilizaron contra la ley del más fuerte. Una autora anglosajona nos acaba de ofrecer un bello ejemplo, ilustrando el efecto perverso que han tenido diversas legislaciones norteamericanas de lucha contra el hostigamiento sexual en los lugares de trabajo. Jean L. Cohen (2004) describe cómo las empresas han sabido utilizar estas leyes para ejercer un poder de policía interno que no tiene nada que ver con el objetivo declarado de estas normas. Gracias a ellas, se torna lícito, de ahora en más, escrutar la vida privada de los empleados de una empresa y controlar la naturaleza de las relaciones sociales que se entablan en ella, ya que la noble causa – prevenir el hostigamiento sexual en los lugares de trabajo – permite todos los excesos. Esta legislación puntillosa, reforzada por reglamentos internos que las empresas se han apresurado a dictar, instalan finalmente un completo control del comportamiento de los empleados desde la perspectiva de la normalización disciplinaria. Probablemente nuestros lectores hayan observado que, en la mayoría de las universidades norteamericanas (y también en otras partes), las puertas están ahora constantemente abiertas cuando colaboradores de diferente sexo trabajan en la misma sala (!). La autora citada denuncia vigorosamente estos desvíos y preconiza, como remedio, la introducción de garantías constitucionales en los sumarios internos (que se basan generalmente en normas autónomas, no estatales). Por nuestra parte, hemos llegado a la misma conclusión sosteniendo que, toda vez que una relación de derecho privado se establece entre dos sujetos, debe ser posible invocar los principios generales del derecho continental (que cumplen más o menos las mismas funciones) aún cuando la relación no sea sometida al examen de un juez estatal.(6) Todo orden normativo que merezca el nombre de jurídico debe velar porque en su seno no existan relaciones arbitrarias, discriminatorias o abusivas. Sería contradictorio considerar que esos órdenes son jurídicos y que, al mismo tiempo, pueden dejar de cumplir estos grandes principios. Lo propio cabe decir con referencia al control de funcionamiento de los sistemas de justicia privada (o interna): si se trata de una "justicia" digna de ese nombre, debe respetar, por ejemplo, el principio del "non bis in idem" cuando aplica una sanción.

Conclusiones

Esta definición del derecho, esencialmente jurídica y moral, ¿no linda con un "panlegalismo", que acabará por armar finalmente a los más fuertes de los débiles? Es ciertamente el defecto de toda coraza, que puede sin embargo incitar al coraje, virtud que vale la pena asumir. La lectura de la jurisprudencia nos conforta en esta convicción. Ciertos recurrentes llegan a invocar con éxito reglas jurídicas fundamentales para sustraerse al peso alienante de reglamentaciones privadas o públicas. Se puede recurrir, así, por ejemplo, a los principios generales de protección de la persona humana para alzarse contra las decisiones de una organización deportiva que aplica arbitrariamente una reglamentación social. Lo propio ocurre en muchos otros sectores de la vida social (familia, trabajo, consumo, medias, salud, etc.) en los que se puede invocar los principios generales del derecho contra reglamentaciones privadas, frecuentemente confusas, unilaterales, superabundantes o aplicadas sin escrúpulos éticos. Estos principios cumplen su cometido, a condición, claro está, de tener la valentía de valerse de ellos. Esta virtud, hoy como ayer, es el mejor antídoto contra la alienación del individuo social. Los juristas, hombres de enlace siempre necesarios, tienen un papel importante a desempeñar en estos nuevos escenarios, a condición que comprendan su misión y sepan adaptarse a ella. Para hacerlo, basta cambiar el sentido de la palabra "derecho". Es necesario, probablemente inevitable, si se quiere que el individuo "hipermoderno" sea, en la medida de lo posible, humano (es decir libre) cuando entra en relación con su prójimo (Lipovetsky, 2004).

Traducción de Raúl Enrique Rojo - Profesor del Departamento de Sociología y de los Programas de Posgrado en Sociología, en Derecho e en Relaciones Internacionales de la UFRGS

Referencias

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CRICHTON, Michael. Disclosure. Londres: Arrow, 1994. [
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KELLERHALS, Jean; MODAK, Marianne y PERRIN, Jean-François. L'éthique de l'engagement dans les mentalités populaires. Tocqueville Review, Charlotteville, vol. 25, nº 1, 1994, p. 103-117. [
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PERRIN, Jean-François. Les relations entre la loi et les règles de bonne foi: collaboration ou conflit internormatif ? (De la théorie à la sociologie de l'abus de droit). In: ANCEL, P. y CHAPPUIS, C. L'abus de droit. Comparaisons franco-suisses. Saint Etienne: Publications de l'Université de Saint-Etienne, 2001, p. 31-49. [
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Van de KERCHOVE, Michel y OST, François. Le système juridique entre ordre et désordre. París: PUF, 1988, pp. 105 y sigtes. [
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1 Este artículo es la traducción al castellano de la comunicación que su autor presentó en el Comité 03 (Estudios socio-jurídicos), dentro de las sesiones del XVII Congrès International des Sociologues de Langue Française, que tuvo lugar en la Universidad François Rabelais de Tours, Francia, del 4 al 9 de julio de 2004. 2 Para las nociones de "tirabuzones (o rizos) extraños" y "jerarquías enmarañadas", conf. Michel van de Kerchove y François Ost (1998, p. 105 y sigtes). 3 Las autoridades comunitarias europeas hesitaron bastante antes de reconocer los supuestos efectos benéficos de este acuerdo. Confr., a mayor abundamiento, el detallado documento publicado por el US Departament of Commerce que contiene una guía práctica y que se encuentra disponible en: <http://www.europa.eu.int/comm/internal_market/eu/dataprot/news/guide_fr.pdf> 4 Es lo que resolvió el Tribunal Civil de la Sarine (Sentencia del 20 de junio de 1997, REJ 1888, pp. 51-67), referente al "tribunal arbitral" de la Federación Internacional de Basquetbol. 5 Pensamos en particular en la versión novelada de un hecho policial, en la que el autor describe los meandros del que fue el primer – y verídico – proceso deducido en los Estados Unidos contra una mujer que hostigó sexualmente a un hombre, subordinado jerárquico suyo, en su lugar de trabajo (Crichton, 1994). 6 Conf. Perrin (2001), donde habíamos llegado a la siguiente conclusión: "No existe el derecho estatal, por un lado, y el no-derecho (o la libertad), por el otro. La experiencia demuestra que la ecuación Derecho = Estado ya no es más compatible con las exigencias de una verdadera justicia. Intereses legítimos, regidos por reglas no estatales, pueden entrar en conflicto y, en tal caso, los aparatos de justicia, públicos o privados, pueden ser movilizados para protegerlos, aún cuando la ley estatal guarde silencio a su respecto. Una sociedad pluralista no puede dejar de admitir la existencia de una juridicidad extralegal, originaria, susceptible de ser movilizada si así lo exige la justicia. En situaciones de este tipo, los principios generales del derecho constituyen los elementos más sólidos sobre los cuales es posible basarse. El principio de la buena fe – y la correlativa prohibición del abuso de derecho – constituyen, en tal sentido, dos estándares jurídicos directamente disponibles. Gracias a este Caballo de Troya, los postulados de moralidad y de racionalidad pueden ser introducidos en la ciudadela del derecho"

PERRIN, Jean-François. La autonomía de la voluntad y el pluralismo jurídico en nuestros días. Sociologias, Porto Alegre, n. 13, jun. 2005 . Disponível em: . Acesso em: 05 enero 2009. doi: 10.1590/S1517-45222005000100007

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