por Enrique Pinti
La vigencia de los clásicos es indiscutible. En el eterno enfrentamiento entre los que dicen que la vida imita al arte y los que afirman que el arte es el refugio de la vida, la lozanía y juventud que ostentan el teatro y la literatura de muchos siglos atrás es fácilmente comprobable, a poco que se vuelvan a leer o a ver nuevas representaciones de esas obras que hace mucho han ingresado al olimpo de la inmortalidad.
Desde los griegos, trágicos o cómicos, hasta los modernos, pasando por los medievales, renacentistas y románticos, la humanidad, con sus grandezas y sus bajezas, ha sido reflejada con un invariable acierto que desafió usos, costumbres, pautas morales y códigos de conducta muy diferentes en la superficie, pero de muy poca importancia para la evaluación de las profundidades de nuestra naturaleza.
Los trágicos griegos exaltaron a sus héroes, sus dioses y sus designios, al tiempo que condenaron sus yerros, sus excesos y sus contradicciones. Del incesto edípico y el filicidio de la infortunada Ifigenia, sacrificada por su propio padre, hasta el parricidio, la venganza y el adulterio que recorre la orestíada, pasando por el clamor de Antígona para que los restos mortales de su hermano tengan la sepultura que se merece, los temas de la crueldad de la guerra, sus daños colaterales que traen la muerte de muchos inocentes y el sagrado derecho de enterrar a los muertos más allá de toda connotación política se han repetido a lo largo de los siglos y pueden ubicarse sin perder significado en Vietnam, en las dictaduras latinoamericanas, en el estalinismo soviético y en los sofisticados salones del poder más contemporáneo. La otra carátula griega, la de la comedia, satirizó los vicios del poder, las excesivas travesuras de algún dios abusador, la tontería del vulgo y la tilinguería críptica y absurdamente complicada de filósofos demasiado encerrados en burbujas intelectuales que los alejaban del pueblo y sus verdaderos problemas cotidianos.
Al inefable Aristófanes, rey de la comedia griega, atrevida, escatológica y de fuerte lenguaje, se le deben los brochazos gruesos, pero efectivísimos que caricaturizaron a Sócrates y Platón, y a los generales ávidos de poder mediante la guerra perpetua que chocaban en la inolvidable Asamblea de las mujeres, con la lógica demoledora de Lisistrata, que, en nombre de las chicas y señoras griegas, dijo claramente: "O se termina la guerra o no hay más sexo para ustedes, señores" (jocundo antecedente del lema hippie de los años sesenta del siglo XX: "Hagamos el amor y no la guerra").
Shakespeare, muchos siglos después, analizó la ambición de poder que envenenaba la mente de nobles y bastardos que no vacilaban en matar y destruir a los que se interpusieran entre ellos y el ansiado trono real lleno de sangre y aberraciones. Desde el atormentado Hamlet, que venga a su padre, asesinado por su tío en combinación con su propia madre, y asesina por error al padre de su novia, que pierde la razón y se ahoga en el río, como una nueva Ifigenia sacrificada por su pureza y desolada por el amor no correspondido por culpa del adulterio y el deseo del poder de nuevos reyes traidores, hasta el Rey Lear, traicionado por sus hijas preferidas mientras que su despreciada hija menor, la víctima inocente Cordelia, es la única que lo acompaña en su destierro junto a su bufón que con bromas y burlas lo enfrenta con su estupidez.
Tiempo después, desde la comedia cortesana, hija refinada de la comedia del arte, el gran Molière carga contra los santurrones hipócritas que se refugian en la beatería para ocultar sus bajezas en Tartufo; la avaricia del rico, en El avaro; el esnobismo de las Preciosas ridículas; los hipocondríacos y los malos médicos en El enfermo imaginario y El médico a palos, o la torpeza y brutalidad del nuevo rico, piojo resucitado víctima de chantas y vividores que le sacan dinero y victimario de su propia familia que debe sufrir los excesos de su tonta ambición de llegar a ser noble en El burgués gentilhombre. Y así podríamos seguir con tantos autores y obras que a lo largo de los siglos nos pintaron con toga, con calzas, con pelucas empolvadas o con Armani de última moda, pero siempre con certeza y precisión.
La Nación Revista 6/11/2010.-
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