por Jean Allouch
Psicólogo
El psicoanalista Jean Allouch recurre a la obra de Michel Foucault para reexaminar críticamente la posición del psicoanálisis en relación con la “función psi”, que, nacida en los manicomios, actúa “en todas partes donde sea necesario que la realidad funcione como poder”.
Un título como La hermenéutica del sujeto, ¿no era capaz de zumbarles en el oído a los psicoanalistas, en primer lugar a los lacanianos? A la distancia, actualmente no se puede asumir que ese curso de Michel Foucault, publicado en 2001, haya tenido importancia para ellos. Tal vez se sospechó, si es que se lo leyó, que tenerlo en cuenta implicaría demasiados trastornos dentro de la teoría así como dentro de la práctica psicoanalíticas.
Sea como fuera y más radicalmente, ¿sería posible que las transformaciones a las cuales Foucault invita al psicoanálisis sean precisamente las que le convienen en adelante?
¿Pero qué pasó entonces para que se impusiera ese gesto de redoblar a Lacan por parte de Foucault? Tomemos El poder psiquiátrico, Los anormales y La hermenéutica del sujeto. Salta a la vista al leer esos textos, especialmente el último, que se trata nada menos que de la genealogía del psicoanálisis. Según Foucault, “genealogía quiere decir que realizo el análisis a partir de una cuestión presente”. (“El cuidado de la verdad”, en Obras esenciales, ed. Paidós.) Dicha cuestión es la siguiente: “Cuando actualmente vemos la significación, o más bien la casi total ausencia de significación, que les damos a expresiones sin embargo muy usuales y que no dejan de aparecer en nuestro discurso como: volver en sí, liberarse, ser uno mismo, ser auténtico, etcétera, cuando vemos la ausencia de significación y de pensamiento que hay en cada una de esas expresiones usadas hoy, creo que no hay que estar muy orgullosos de los esfuerzos que hacemos ahora para reconstituir una ética de sí. [...] Dentro del movimiento que ahora nos hace a la vez referirnos incesantemente a esa ética de sí sin darle nunca un contenido, pienso que cabe sospechar algo que sería una imposibilidad de constituir hoy una ética de sí, cuando tal vez sea una tarea urgente, fundamental, políticamente indispensable constituir una ética de sí, si después de todo es cierto que no hay otro punto, primero y último, de resistencia al poder político más que en la relación de sí consigo mismo” (La hermenéutica del sujeto, México, ed. FCE).
Para indicar aquello que vuelve tan indispensable, por el lado de Lacan, recurrir hoy a una genealogía del psicoanálisis, expondré lo siguiente: después de más de un siglo, a fuerza de haberse devanado los sesos en todos los sentidos, el psicoanálisis ha llegado a no saber ya en dónde está, a dónde pertenece ni tampoco qué es. Algo que, aun teniendo efectos positivos, particularmente efectos críticos, sin embargo tiene consecuencias molestas en varios planos. Quizá no tanto en la práctica misma (práctica que de alguna manera es sostenida por el dispositivo freudiano, aunque haga falta examinarla más en detalle, pues a veces se descubre que ese dispositivo se coloca del lado del discurso del amo), sino más bien, por una parte, en lo que podemos llamar la posición del psicoanálisis dentro de la episteme y, por otra parte, en la manera en que el psicoanálisis tiene que presentarse en lo social a fin de poder subsistir, aunque fuera al modo de un parásito. ¿Cómo elegiría una política de la cual apropiarse, si ya no sabe ni quién es ni lo que es?
No tomaré más que un solo indicio de la actual desorientación: el combate que se llevó a cabo en Francia contra la evaluación y las terapias comportamentales cortas. ¿Cómo se reaccionó políticamente a nivel institucional? Conformando una especie de frente “psi” y devolviéndole consistencia al mismo tiempo al humanismo, que vuelve tan trascendente al sujeto que por principio debería escapar de toda evaluación. Se cae además en plena contradicción, porque quienes vociferaron con razón en contra de la evaluación no se privan, como atestiguan sus escritos, de evaluar con toda la fuerza, en particular usando el diagnóstico larga manu. Ese sujeto que escaparía de toda evaluación, el sujeto “humanista”, no es el de Lacan.
Por cierto, el recurso a ese sujeto pretende ser un arma contra la desastrosa y poderosa tentativa actual de reabsorción del sujeto en el individuo. El individuo, el indiviso, es el sujeto estadístico, vale decir, disuelto dentro de la estadística (la estadística supone que el mismo individuo responde a la pregunta 3 y a la pregunta 12 del formulario que hay que llenar, a cada una y a todas las preguntas; eliminen esa suposición, y ya no es posible ningún cálculo). ¿Pero acaso se advirtió en ese combate justo que así se estaba reviviendo lo que Foucault distinguía en 1973-1974 denominándolo “función psi”?
“Superpoderes”
Michel Foucault nombra la función psi exactamente el 9 de enero de 1974, para cartografiar enseguida su despliegue (véase El poder psiquiátrico, ed. FCE). Todo parte de la demostración previa según la cual el psiquiatra es alguien que dirige; así habría logrado, en gran medida, que se pusiera socialmente a su cargo la “dirección de conciencia”. Pero a Foucault le parece notable la manera en que el psiquiatra dirige. Al enfrentarse con el poder coercitivo del delirio en el alienado –coercitivo para el alienado, pero también para su entorno–, el psiquiatra se dedica a dirigir al alienado dándole a la realidad misma un poder coercitivo. Es lo que Foucault llama la tautología asilar: “Darle poder a la realidad, y fundar el poder en la realidad, es la tautología asilar” (El poder psiquiátrico, FCE). ¿Qué pasa con esa realidad? Foucault, como Lacan, no la considera como un dato en bruto, sino como voluntad del otro, es decir, del psiquiatra. Por supuesto, todo esto tiene mil resonancias en el psicoanálisis, pues basarse en “la parte sana del yo” equivale a la recuperación de una de las tácticas del tratamiento moral.
Pero Foucault lleva más lejos su investigación y se pregunta acerca de los alienados: ¿por qué la medicina? ¿Por qué la medicina, cuando la disciplina impuesta en los asilos no se distingue de la que se ejerce en los cuarteles, las escuelas, los orfanatos, las cárceles? Con este nuevo giro, nos espera una sorpresa. Señala en efecto que no es el saber médico lo que constituye la diferencia entre el médico y un administrador cualquiera que detenta el poder, porque agrega que no hay conexión, ni siquiera laxa, entre el saber y la práctica de los alienistas; ambos, el saber y la práctica, siguen su camino por su lado (y sigue siendo así, la psicofarmacología no lo ha modificado). En cambio, para conseguir que el alienado admita la realidad que se le contrapone y que se pretende que sea más coercitiva que su delirio, se apela nada menos que al cuerpo mismo del médico: un cuerpo imponente, un cuerpo que se impone (puede verse ya en la primera lección del curso), un cuerpo que adquiere, como muestra Foucault, las dimensiones del mismo asilo. Pero también en este punto Foucault no cede a la facilidad; una vez más, se pregunta acerca de ese cuerpo: “¿Por qué no un director administrativo, por qué un médico?” Respuesta: porque el médico sabe. Se objetará, ¿acaso el mismo Foucault no observó que el saber del médico precisamente no interviene en su práctica? Sí, por cierto. Sin embargo lo que importa no es que el médico detente un saber útil para el tratamiento, sino que lleve las marcas de un saber supuesto, supuesto por la misma inscripción de esas marcas. Dichas marcas, diríamos con Lacan, lo convierten en un ser supuesto saber. Y Foucault describirá las astucias de los médicos para que cobre consistencia frente a todos, estudiantes, enfermeros, administradores y, por supuesto, enfermos, esa impresionante figura de un doctor que sabría mejor que el enfermo lo que corresponde al enfermo y a su enfermedad. La más ostensible y la más repugnante de esas astucias es la presentación de enfermos, y no es un buen signo que aún hoy siga siendo ampliamente practicada en algunos sitios lacanianos.
Foucault precisa: “Son esas marcas del saber, y no el contenido de una ciencia, las que le permitirán al alienista funcionar como médico en el interior del asilo. Son esas marcas del saber las que le permitirán ejercer en el interior del asilo un ‘súper-poder’ absoluto, e identificarse finalmente con el cuerpo asilar” (El poder psiquiátrico).
Dentro de lo que Foucault llama “proto-psiquiatría” se trata pues del poder (del delirante) contra el poder (del alienista) –identificado a su vez como “súper-poder” o bien como “intensificación de la realidad”–. La función psi, escribe entonces, se encuentra “en todas partes donde sea necesario hacer que funcione la realidad como poder” (El poder psiquiátrico).
(¿Qué sucede, en este punto, con el psicoanalista? Su posición se caracteriza por el hecho de que no dispone de ninguno de los medios por los cuales el psiquiatra, en los límites de su acción, ejerce su súper–poder: ni los brazos fornidos de los enfermeros, ni camisa de fuerza química, ni pieza de aislamiento, ni amenazas o chantajes son admisibles. ¿Y entonces? Precisamente, despojado, su intervención podrá emplear su debilidad real como una palanca. Foucaultianamente hablando, se trata de un sub-poder, que remite a la regla del juego lacaniano según la cual el psicoanalista dispone de un poder, a veces otorgado por el analizante, pero un poder que precisamente no ejerce.)
Añadirle a esa super-realidad la realidad del inconsciente parece, desde esa perspectiva, un simple matiz, más exactamente un suplemento de súper–realidad que en el fondo no cambia nada. Como seguimos constatando cada día más, la función psi ha proliferado, empezando por la escuela, donde hace su ingreso por el sesgo del niño idiota. “Y es a partir de esa forma mixta, entre la psiquiatría y la pedagogía, a partir de esta psiquiatrización del anormal, el débil, el deficiente, etcétera, que se produjo, según creo, todo el sistema de diseminación que le permitió al psicólogo convertirse en esa especie de redoblamiento perpetuo de todo funcionamiento institucional” (El poder psiquiátrico).
Ahí tenemos pues la función psi, a la que actualmente parecemos suscribir con las mejores intenciones. ¿Es ése el lugar del analista? Había creído comprender que estaba por el contrario allí donde se rechazó, muy tempranamente, esa intensificación de la realidad, esa realidad elevada por Freud a la dignidad de un principio (el llamado “principio de realidad”). Antes bien, ¿no estaba determinado ese lugar por la resistencia freudiana a ese forzamiento cuya naturaleza se revelara con el fiasco público del psiquiatra Jean-Martin Charcot en el hospital de la Salpêtriere? (Charcot ridiculizado por las histéricas que simulan, sin que él lo sospeche, su pretendido saber.) Foucault revisa lo que pasó en la Salpêtriere. Recordemos que Charcot no quiere saber nada acerca de la lubricidad que sin embargo tiene ante los ojos (Charcot es una mirada). Freud, entonces, tomó partido por las histéricas, siguió sus indicaciones y no desatendió la lubricidad. ¿No se apartaba de ese modo de la función psi? Hoy no veo otra política posible para el psicoanálisis que la siguiente: cuanto más extendida, imponente y dominante se revele la función psi, más se hace preciso apartarse de ella.
Gringos
El aval que se otorgó a los psis de cualquier índole tiene que pagarse con algún costo para el psicoanálisis. Al conformar semejante comunidad psi, insertándose a su vez en ella, se olvidaban indicaciones valiosas de Lacan, por ejemplo la de que no valía la pena “psicoterapiar” el psiquismo –-la misma palabra es tan fea que, en efecto, no vale la pena–. Pero también se reforzaba la idea del psicoanálisis como una pastoral, como casi naturalmente al servicio del bien público de nuestras sociedades. Esto se lee claramente en algunos autores que identifican el combate psicoanalítico con el de la democracia. Según ellos, el psicoanálisis necesita de la democracia (y la experiencia latinoamericana debería pues pronunciarse de manera matizada, aunque también la de los gringos, cuyo estilo de democracia hizo añicos el psicoanálisis, que se supone le suministra ciudadanos adaptados, y aún más con la actual búsqueda desenfrenada de consenso). Sin embargo, no podríamos deducir la recíproca sin más: que el psicoanálisis necesite de la democracia (aceptémoslo por un momento) no implica que la democracia necesite del psicoanálisis. Tomémoslo como una definición: tal vez no haya verdadera democracia sino allí donde la modalidad situada en el poder tolera en su seno otros funcionamientos de esa misma modalidad (un problema que se enfoca en las llamadas sectas) y otras modalidades que no convergen necesariamente con ella. Según esta exigente definición, y sin evocar siquiera la esclavitud, la Atenas que mató a Sócrates no merece ser llamada una democracia.
Extractado de El psicoanálisis ¿es un ejercicio espiritual? Respuesta a Michel Foucault. 2007. (ediciones Literal, Ed. El Cuenco de Plata).
Diario Página12 4/10/2007.-
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