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lunes, 1 de noviembre de 2010

El concepto de placer en la lectura

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por Mora Díaz Súnico
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
UNLP - Universidad Nacional de La Plata



Leer es una práctica social cuyo valor no preexiste, sino que se va conformando en la conciencia de los distintos grupos sociales en relación con una heterogeneidad de situaciones, entre las que se encuentra la posibilidad de acceso, no sólo material, sino también simbólico, a la literatura. Planteado así, la frase Hoy los chicos no leen”, que fue vedette en los años 1990 en el ámbito de la cultura y hoy ha pasado a formar parte del sentido común2, estaría demandando nuevas propuestas a la Didáctica de la Literatura, en tanto encargada de garantizar ese acceso simbólico a los textos literarios.
En principio, vemos que esa apocalíptica frase ha suscitado diversas explicaciones y ha merecido últiples soluciones a fi n de revertir la tendencia que parecía iniciarse. La última responsabilidad, después de pasar por los medios masivos de comunicación, las familias, la posmodernidad…, recayó en la institución escolar. Así, se culpó a los paradigmas historicista y estructuralista, y a sus respectivas configuraciones didácticas (enciclopedista y descriptivista), del alejamiento de los chicos de la literatura. “La literatura está tan escolarizada” –se dijo– “que los chicos se aburren con ella porque la recorren esperando la tarea que se les encomendará a continuación”3. Y la solución –rápida e impulsiva– fue “desescolarizar la literatura”. Solución desesperada y extremadamente peligrosa que tiró el primer dominó de una cadena que podría terminar en la erradicación de la literatura de la escuela. Si bien todavía cabe el “podría”, ya que algunas piezas aún resisten, una línea de trabajo alternativa urge, ya que esa búsqueda de desescolarización funcionó magníficamente como excusa de una posición que se ha ido imponiendo en los últimos años y que se contenta con lograr un acercamiento de los chicos a la literatura a través de un manoseado y poco claro concepto de “placer” que tranquiliza a más de uno, pero que dista mucho de ser la solución a dicha queja generalizada.
Por lo tanto, cuando nos referimos a la demanda de nuevas propuestas en el campo de la Didáctica de la Literatura, no hablamos de desplazar los paradigmas antedichos para instaurar una práctica que se sostiene sólo en sí misma y para sí misma y que no tiene ninguna justificación didáctica. Lo que hace falta en el campo es redefinir el propio objeto de estudio, algo que las luchas entre los paradigmas dominantes y las pedagogías aspirantes a paradigmas nunca hacen. De la lucha interna no pueden surgir más que revoluciones parciales, capaces de destruir la jerarquía, pero no de cuestionar los principios del juego tal como se viene jugando desde hace décadas. De ahí que intentar instaurar el paradigma del placer para hacer frente a los otros mencionados sea una solución que consiste sólo en tomar el bastón por el otro extremo, ya que –como decimos – didácticamente tiene las mismas consecuencias nulas. Y, si bien cada vez son menos los sujetos y las instituciones que sustentan que el historicismo y el estructuralismo deben seguir dominando en el campo, posición que cae por su propio peso, estos paradigmas coexisten actualmente con la nueva pedagogía del placer (Bombini, 1997) (basta revisar unos cuantos manuales para comprobarlo), con la única ventaja de mostrar la naturaleza endeble y contradictoria de esta nueva práctica.
Plantear el placer como objetivo a alcanzar a través de la lectura de textos literarios y luego presentar una periodización de la Historia de la Literatura desde la Edad Media hasta nuestros días como forma de abordar la Literatura Española revela una contradicción didáctica que deja al descubierto la falta de consistencia de esta nueva pedagogía que intenta erigirse en nueva dominante en el campo.
El problema radica en el hecho de que esta pedagogía del placer ha sido difundida y enquistada en los docentes desde diversos sectores y por múltiples instancias, como la Ley Federal de Educación, los cursos de capacitación engendrados por ella, la producción masiva de literatura infantil y juvenil y las instituciones de formación docente, especialmente la Universidad. Grandes y poderosas instancias de legitimación que proveen inteligentes estrategias de subversión y que, por intereses comerciales y políticos, en unos casos, o por mera indiferencia, en otros, legitiman el advenimiento de esta nueva pedagogía por sobre las concepciones arraigadas en el ámbito escolar.
Por ejemplo, la Ley Federal de Educación presenta el placer de la lectura como único objetivo a la hora de leer literatura. El placer se justifica en sí mismo (Dirección General de Cultura y Escuelas de la Provincia de Buenos Aires, 1995) y el “leer por leer” aparece como propósito diferenciado de otros como “leer para obtener una información de carácter general o precisa”, “leer para aprender”, “leer para escribir” y “leer para comunicar”, simplificando así el mecanismo lector a un recorrido por el texto en busca de un placer que se da, aparentemente, por el mero contacto con el libro. Lo que llama la atención es que, cuando se habla de géneros no literarios, el mecanismo lector sí aparece problematizado, con operaciones que exigen la identificación del contexto de enunciación a partir del reconocimiento de marcas textuales, de portadores de texto y de las funciones de lectura, el reconocimiento de microproposiciones, de la estructura textual y de elementos nucleares y periféricos, entre otros.
Cuando pasamos a los cursos de capacitación docente que la ley mencionada engendró, cursos que intentan calmar las ansiedades provocadas en los docentes por la nueva ley y los nuevos contenidos, el panorama es el mismo. La capacitación que recibe el docente, muy cargada de teoría en lo que a lingüística se refiere, se reduce, en el campo de la literatura, a la recomendación de textos que serían en sí mismos portadores de placer: la literatura infantil y juvenil (opuesta a la literatura clásica que es incapaz de producir placer y que ya no debe ser llevada al aula, pues “los tiempos han cambiado”4). Es decir, el problema de la Didáctica de la Literatura es subsanado por estos cursos con el mero ingreso de textos en el aula y el contacto directo (no obstaculizado por la teoría ni por la mediación docente) de los mismos con los alumnos. Estas ideas se instauran en el imaginario escolar como verdades absolutas que no deben ser cuestionadas ni revisadas, dejando a un lado el hecho de que la capacitación debería basarse, en principio, en un conocimiento del propio objeto de estudio.
La industria editorial, como era de esperar, no hizo oídos sordos a esta situación y respondió con una producción masiva de textos de literatura infantil y juvenil que encuentra su razón de ser en el famoso placer. Este campo, relativamente nuevo y desgajado de la tradición literaria (pues así se autoconcibe), parecería ser el remedio “milagroso” a la tan escuchada queja a que hacíamos referencia. Según esta posición, el ingreso de la realidad de los alumnos a los textos permite su identificación con los personajes y con las problemáticas por las que atraviesan y garantiza un pacto emocional de lectura que bastaría para lograr su acercamiento a la literatura.
Por otro lado, los Institutos de Formación Docente no hacen demasiado para revertir este panorama. Los Institutos Terciarios, por carecer de un área de teoría literaria consistente, y la Universidad, por una gran indiferencia hacia el área didáctica; el hecho es que los docentes terminan su formación específica sin los conocimientos necesarios para llevar adelante una enseñanza de la literatura que vaya más allá del mero contacto físico de los chicos con los libros.
Ante esta situación, nos parece urgente indagar sobre los orígenes de la concepción de placer con que se manejan los sujetos y las instituciones relacionados, de un modo u otro, con el ámbito educativo y esbozar una línea de trabajo que conduzca hacia una redefinición de esa noción en la que se ponga de manifiesto sus vinculaciones reales con la literatura.
Esta práctica del placer, que ingresa en el aula con la nueva ley federal y los cursos de capacitación docente aludidos, y con un fuerte avasallamiento desde la industria editorial, tiene su origen –y aquí seguimos a Gustavo Bombini (1996)– en una lectura simplificadora, y hasta paratextual, de El placer del texto de Roland Barthes (1989) que ha venido a proponer una práctica de la lectura escolar que busca debilitar cualquier discurso sobre la literatura en pos de incentivar una relación “ingenua” con ella. Para ir a un ejemplo concreto, podemos constatar esa apropiación del trabajo de Barthes en los libros de texto, en los que se presenta este efecto placentero como objetivo a alcanzar por medio de la literatura.
Alicia Susana Montes de Faisal (1993) elige para su Manual de Literatura Española, subtitulado “El texto como fuente de goce y apertura” y publicado en la editorial Kapelusz, un breve fragmento descontextualizado para colocar como epígrafe general: “[…] Todo el esfuerzo consiste en materializar el placer del texto, en hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro” (p. 1). Lo que aquí podemos apreciar es de qué manera se han focalizado sólo las zonas donde Barthes vincula texto con placer, en un evidente desconocimiento del sentido general del trabajo que, entre otras cosas, diferencia claramente “placer” de “goce” y presenta una definición de ambos términos que dista mucho de lo que esta pedagogía innovadora leyó en él.
Intentaremos repasar brevemente el texto de Barthes con hincapié en esa diferencia entre placer y goce que determina totalmente su lectura. Si leemos exhaustivamente El placer del texto, lectura caótica pero posible, encontramos que, en sus primeras páginas, placer y goce son utilizados indistintamente, casi como sinónimos, algo que el propio Barthes (1989, p. 10) reconoce: “Placer/goce: en realidad, tropiezo, me confundo, terminológicamente esto vacila todavía”. En consecuencia, el punto de partida de la teoría de la lectura que él propone es, en principio, la relación entre texto-individuo-lector surcada por las ideas de placer y de goce (que no han sido diferenciadas todavía). En esta teoría, el texto debe ser producido para otorgar placer al sujeto lector. Éste debe ser buscado, y es en esa búsqueda que se crea el “espacio de goce”. El texto debe demostrarle a su lector que lo desea y de allí se desprenderá el goce de la lectura. Sin embargo, si nos adentramos en el texto, descubrimos que esta indistinción comienza a caer página a página y termina conformando una dicotomía absoluta hacia el final del trabajo. Así, en determinado momento, Barthes plantea que, si bien todo texto busca que su lector disfrute leyéndolo, para él existen dos regímenes de lectura: uno, que se fi ja en la extensión del texto y no respeta su integridad, sobrevolando o encabalgando ciertos pasajes que se presentan como “aburridos” para reencontrar lo más rápido posible los lugares quemantes de la anécdota, lo que lleva a ignorar las descripciones, las consideraciones, las explicaciones y todos los juegos del lenguaje que el texto presenta, haciendo de este régimen una barrera que no permite alcanzar el goce de la lectura, aunque sí su placer5. Y otro, que atrapa cada uno de los juegos del lenguaje del texto, que no deja nada librado al azar, “pesa el texto” –dice Barthes (1989, p. 22)– y ligado a él lee, con aplicación y ardientemente, “atrapa en cada punto el asíndeton que corta los lenguajes y no la anécdota”, se activa con la superposición de los niveles de significancia, etc. Este régimen es el que posibilita acceder al goce, que se produce en la enunciación y no en la continuación de los enunciados, en la captación de la línea semántica que permite hacer funcionar las significaciones del texto: “no devorar, no tragar sino masticar”, dice Barthes (1989, p. 21), “desmenuzar minuciosamente”. Un ejemplo claro que grafica ambos regímenes de lectura: ante el fragmento de un texto de Stendhal6 en el que se suceden los siguientes alimentos: leche, tartas, queso a la crema de Chantilly, confituras de Bar, naranjas de Malta, fresas con almíbar, sólo un lector capaz de leer la enumeración como una representación de un aspecto de la vida eclesiástica que busca un efecto de realidad, propio de la literatura de Stendhal, puede experimentar el goce de su lectura; mientras que para experimentar el placer de la misma sólo se necesita ser un lector goloso. Así, el artículo determina dos formas de leer circunscriptas en los regímenes de lectura que, a su vez, poseen sus textos correspondientes: el texto de placer, que contenta, proviene de la cultura reproduciéndola, incorpora los temas, las problemáticas, los personajes y la realidad de sus lectores (como la mayor parte de la literatura infantil y juvenil); y el texto de goce, que provoca, desacomoda y desafía al lector, valiéndose de una representación que no está ligada a su objeto. En palabras de Barthes (1989, p. 71): “En términos zoológicos se dirá que el lugar del goce textual no es la relación de la copia y del modelo (relación de imitación), sino solamente la del engaño y la copia (relación de deseo, de producción)”.
En resumen, el eje conductor del texto es la diferenciación entre dos formas de leer literatura que se basa en la distinción entre placer y goce.
Si el placer es decible, formulable, si el sujeto puede hablar de su placer, el goce es indecible porque es un punto de fractura en el sujeto hablante. Entonces, como el placer se puede verbalizar se vincula con la cultura de masas, con sujetos que no reconocen el goce de la lectura, es decir, con la gente común que sólo disfruta de placeres gregarios (léase no intelectuales, no especialistas). En cambio, como el goce no puede ser verbalizado, queda restringido al ámbito intelectual, a los sujetos capaces de gustar de cierta cultura literaria porque tienen alguna formación específica, confiriéndole así un carácter individualista, separado y separador de las masas.
Resulta clara entonces la paradoja que se desprende de la lectura fallida de El placer del texto que hizo esta nueva pedagogía: fue en el planteo más elitista de Barthes donde se leyó un camino asegurado a la democratización de la literatura. Si lo que se busca es contactar a los chicos con los textos literarios para que obtengan placer con ellos, todos tendrán las mismas posibilidades de alcanzar el objetivo propuesto.
Sin embargo, esta posición no hace más que ahondar los abismos entre los intelectuales y los no especialistas, en tanto su propia naturaleza impide que se los provea de las herramientas necesarias para desarrollar las competencias que le garanticen el goce de leer literatura. Parafraseando a Barthes: en tanto se sujete el texto literario al nombre mismo del placer, la operación de lectura será siempre una introducción a aquello que no se leerá jamás, en forma similar a aquellas formas de mirar la pintura que agotan su necesidad inmediatamente después de haberla contemplado.
En lugar de fomentar, en una actitud pretendidamente democrática pero claramente demagógica, una ilusión de lectura, la escuela debería constituirse en el acceso a una democratización del régimen de lectura que borre las barreras entre aquéllos capaces de acceder a la literatura como valor cultural y aquéllos “anclados” que no alcanzan tal valor. Ahora bien, si desde Barthes surge que la desaparición de esas barreras no es factible, desde los estudios culturales del sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) es posible construir una línea de acción que, llevada a cabo por la institución educativa, conduzca lentamente a la erradicación de tales desigualdades de acceso. Sin embargo, para ello es indispensable que en la escuela se produzca la redefinición del objeto de estudio que la lucha entre paradigmas nunca hace. Y “¿qué es la literatura?” es una pregunta que circula menos de lo que debería en el ámbito educativo y que ha sido respondida de diversas maneras, pero nunca de una que demostrara su especificidad. Así, pocas veces se asume que la literatura es un arte y que su percepción, como la de todo objeto artístico, necesita de una formación específica. Así como para gozar realmente de una pintura, como bien señala Barthes, no alcanza con su mera contemplación, para gozar de un texto literario no basta con recorrer sus páginas decodificando grafemas para extraer la anécdota que encierra.
Bourdieu subraya en el capítulo 5 de Las reglas del arte (1995) que las categorías de percepción y de apreciación específicas de cada objeto artístico, en tanto disposiciones objetivamente exigidas por el campo, son irreductibles a las que tienen lugar en la experiencia común. De ahí que para que un mero espectador excluido del campo artístico pueda convertirse en un agente conocedor sea necesario un aprendizaje específico, ya que –en palabras de Bourdieu– “nada es menos natural que la actitud estética para abordar una obra de arte” (p. 438). La mirada pura (que es la del especialista y no la del ingenuo) es el resultado de un proceso de internalización de las disposiciones y competencias objetivamente exigidas ppor el campo, competencias que permiten hablar del objeto artístico de una manera que ponga de manifiesto su especificidad7.
Esta exigencia de una mirada conocedora tiene que ver, además de con esa especificidad a que nos referimos, con la legitimidad social que detentan las artes frente a otras prácticas como la televisión y la fotografía, por ejemplo. Dice Bourdieu (1995) que en una sociedad dada se puede observar que todas las significaciones culturales, desde la literatura hasta la televisión, no son equivalentes en dignidad y valor y no exigen la misma aproximación. En esa jerarquía, que define la legitimidad cultural, se encuentran: la música, la literatura, la pintura, la escultura y el teatro, dentro de la esfera de la legitimidad; el cine, la fotografía y el jazz, dentro de la esfera de lo legitimable; y la cocina, la decoración, los cosméticos y otras elecciones estéticas cotidianas, dentro de la esfera de lo arbitrario. Así, ante las significaciones situadas fuera de la primera esfera, la de la cultura legítima, los consumidores se sienten autorizados a seguir siendo simples espectadores y a juzgar a partir de la mera contemplación. Por el contrario, en el campo de la cultura legítima, los consumidores –en los casos en que no se atreven a aplicar a las obras de arte los esquemas prácticos que emplean en la existencia cotidiana– se sienten sujetos a normas objetivas que, entre otras cosas, exigen un proceso de formación del ojo conocedor que tiene que ver no sólo con el conocimiento de la historia de esas artes, sino también con las reglas y principios teóricos que las caracterizan. Lo paradójico de esta situación vista en el ámbito educativo es que, siendo la escuela una de las instancias sociales consagradotas de dicha legitimidad, no contribuye a la formación de la mirada pura capaz de acceder a la esfera de la cultura legítima. Ese ojo conocedor, dice Bourdieu (1995), sólo se encuentra en los especialistas porque no existe todavía la disposición por parte de la gente (los no especialistas) para realizar el esfuerzo que requiere la adquisición de esas competencias que forman parte de los requisitos previos de acceso a esa cultura. Y esto, como decíamos, por la falta de una institución (léase la escuela) encargada de enseñarlas y de consagrarlas como partes constitutivas de tales artes, lo que hace que la mayoría de las personas las vivan como completamente inaccesibles, algo que se traduce muchas veces en una total indiferencia. En palabras de Bourdieu (1995, p. 443):

La distancia entre la construcción necesitante y la comprensión
participante nunca es tan manifiesta como cuando el intérprete
se ve impulsado por su trabajo a percibir como necesarias las
prácticas de agentes que ocupan en el campo intelectual o en el
espacio social posiciones absolutamente alejadas de las suyas
por lo tanto propias para parecerle por lo demás profundamente
antipáticas.

El hecho es que la institución escolar tiene en sus manos la posibilidad de revertir esa situación de inaccesibilidad/exclusión y la indiferencia/antipatía que acarrea hacia los valores culturales consagrados
socialmente como legítimos. Y entre éstos, la literatura ofrece una gran ventaja: la existencia de un campo especializado en su estudio que puede describir la mayor parte de los problemas que este objeto presenta.
La teoría literaria puede convertirse así en un marco de referencia para el docente que provea de las categorías necesarias para el desarrollo de las competencias específicas que permitan borrar la barrera que separa actualmente a los conocedores de los meros espectadores, incapaces de acceder a la complejidad de este valor cultural.
El punto está, creemos, no en la transmisión sistemática de estas categorías tal como circulan en el ámbito académico, sino en desarrollar las disposiciones específicas necesarias para la percepción de la literatura.
Este sistema de disposiciones que funcionan como esquemas de percepción y apreciación de prácticas es el habitus, según Bourdieu (1991-1995). El habitus de un individuo sería su esquema de conocimiento y acción determinado por las condiciones de existencia por las que ha atravesado, entre las que la educación familiar y escolar ocupa un lugar primordial. De ahí que, desde la escuela habría que mejorar las condiciones de existencia por las que el individuo atraviesa para que su habitus funcione a partir de un mayor capital específico que le permita acceder al goce de los valores culturales y para que incorpore las categorías básicas que brinda la teoría a fi n de abordar los textos literarios con las herramientas necesarias para gozar con su lectura en el sentido que Barthes le da al goce. Creemos que recién entonces podríamos hablar de una verdadera democratización de la literatura, entendiendo democratización como igualdad en las posibilidades de acceso a la esfera de la cultura legítima, ya que –si seguimos a Bourdieu– si bien no elegimos nuestro habitus, es nuestro habitus el que nos permite elegir.


Notas


1. Díaz Súnico, Mora (1997). Un manoseado y poco claro concepto de placer.Ponencia presentada en el II Congreso Nacional de Didáctica de la Lengua y la Literatura, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina.
2. Utilizamos la noción de “sentido común” en el sentido en que la define Clifford Geertz, quien sostiene que el sentido común es un conjunto relativamente organizado de pensamiento especulativo, cuyos principios son reflexiones deliberadas sobre la experiencia y que es producto de pautas de juicio definidas históricamente; es decir, que lo presenta como un sistema cultural (Geertz, C. (1994). El sentido común como sistema cultural. En C. Geertz, Conocimiento local (pp. 93-116). Barcelona: Paidós).
3. Ver, por ejemplo, Suplemento de Educación. Clarín, (1997, agosto 17) Entre otros, Ester Queirolo, una coordinadora de talleres de lectura, sostiene: “En el colegio se suele leer para subrayar artículos o marcar los sustantivos. Es difícil que los chicos disfruten con eso” (p. 2).
4. Citamos la idea de la Prof. Lidia Blanco al respecto: “¿Cómo leer a Bécquer en minifalda o comprender la esencia de Don Quijote y su eterno amor por Dulcinea? Las historias de amor de ciertos clásicos huelen a vejez, a tristeza, y lo que es peor, a frustración. Las omisiones moralizantes propias de códigos comunicacionales de hace dos siglos le impiden una relación verdadera con el autor, con
los personajes. No se pueden identificar, no pueden leer en el sentido profundo de esta palabra…” (Los adolescentes y la lectura. En G. Bombini y López, C. (1992). Literatura “juvenil” o el malentendido adolescente. Versiones, 8, p. 29).
5. R. Barthes denomina tmesis a este régimen de lectura (El placer del texto, 1989, pp. 18-20).
6. R. Barthes no especifica a qué texto se refi ere, pero podría tratarse de La vida de Henry Brulard (1890), una suerte de autobiografía novelada en la que Stendhal hace una profunda descripción del tiempo que vivió, pleno siglo XIX, en Francia. 7. Esa especificidad, el hacer del objeto artístico, de la que da cuenta un lenguaje también específico, es denominada manifattura por P. Bourdieu (1995, p. 29).


Bibliografía


BARTHES, R. (1989). El placer del texto. México: Siglo XXI.
BOMBINI, G. (1996). Didáctica de la literatura y teoría: apuntes sobre la historia de una deuda. En Orbis Tertius. Revista de teoría y crítica literaria, 2 y 3, 213.
BOMBINI, G. (1995). Literatura en Polimodal. En La Obra, 888, 62-66. —— (1997). La enseñanza de la literatura puesta al día. En Versiones, 7-8, 65-70.
BOURDIEU, P. (1995). Las reglas del arte. Barcelona: Anagrama. —— (1967). Campo intelectual y proyecto creador. En AA.VV. (1967). Problemas del estructuralismo (pp. 135-182). México: Siglo XXI.
DE MAN, P. (1980). La resistencia a la teoría. Madrid: Visor. DIRECCIÓN GENERAL DE CULTURA Y ESCUELAS DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES (1995). Módulo 4. Capacitación docente, La Plata: s/d.
MONTES DE FAISAL, A. S. (1993). Manual de Literatura Española. El texto como fuente de goce y apertura. Buenos Aires: Kapelusz.
SOLÉ, I. y GALLART, I. (1995). El placer de leer. En Lectura y vida, 17, 25-30.




Revista Educación. Lenguaje y sociedad Año 3 Volumen 3 Diciembre 2005
Instituto para el Estudio de la Educación, el Lenguaje y la Sociedad
Facultad de Ciencias Humanas - Universidad Nacional de La Pampa


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