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José A. Ibáñez-Martín
Universidad Complutense de Madrid
Resumen: Decía Aristóteles en la Ética a Nicómaco que "puede verse en los viajes lejanos cuán familiar y amigo es todo hombre para el hombre" en una experiencia contraria a la que Hobbes manifesta cuando asegura que el hombre es un lobo para el hombre. Aristóteles y Hobbes, como vemos en El Vizconde demediado de Calvino, se encuentran siempre presentes en la historia de la humanidad. Por ello es preciso preguntarse qué puede hacer la educación para promover ciudadanos solidarios, preocupados de la suerte de los otros, en vez de individuos egoístas, encerrados en sus intereses propios. En un Congreso de Filosofía, no se trata de analizar estrategias didácticas sino de discutir las bases teóricas de una educación orientada a alcanzar los fines señalados. En este sentido, lo que pretendemos ofrecer es un concepto de ciudadanía a la altura de nuestros tiempos, que están preocupados tanto por los Derechos Humanos como por la solidaridad y la justicia social. La ciudadanía es, antes que cualquier otra cosa, un status jurídico. Todo ciudadano tiene un peculiar conjunto de derechos y libertades. Cuáles sean tales derechos y libertades es algo que reclama urgentemente una reformulación objetiva, que no pretenda-como pide Dahrendorf-esconder turbios intereses. Limitémonos a recordar las diversas generaciones de derechos que se han producido en los últimos dos siglos, a la vez que realizamos dos observaciones. La primera es que no hay derechos y libertades que no estén unidos a deberes y responsabilidades. La segunda es que el status jurídico a que nos referimos es de la persona individual. Hablar de ciudadano significa, efectivamente, dar una supremacía al individuo frente a sus grupos de pertenencia. Ahora bien, una cosa es atribuir la preeminencia al individuo y otra muy distinta creer que sólo el individuo tiene derechos.
1. Planteamiento del problema: modelos de ciudadanía desde la literatura a la filosofía
En uno de sus libros, Martha Nussbaum afirma que "la imaginación literaria es parte esencial de la teoría y de la práctica de la ciudadanía". Ello es una gran verdad, como también es muy cierto que los modelos que tal imaginación nos propone son muy variados, cuando no contradictorios. Recordemos algo que probablemente todos tenemos en la cabeza, como son algunos personajes de la película Titanic: allí observamos a un grupo de músicos que deciden hacer agradable a mucha gente sus últimos momentos y que se entregan a la muerte afirmando que ha sido un placer interpretar juntos, mientras que el novio rico no tiene reparos en usar de cualquier medio con tal de salvarse, aún sabiendo que así otros perdían su vida
Ahora bien, recurriendo de nuevo a la imaginación, quizá el modelo en el que todos alguna vez nos sentimos reflejados, se encuentra en El Vizconde demediado de Italo Calvino, donde terminamos descubriendo que en cada uno de nosotros hay un lado brillante y un lado oscuro. Por ello, todos, y primeramente quienes tienen unas responsabilidades sociales superiores, nos enfrenta-mos con una tarea de gran responsabilidad, pues estamos llamados a promover el lado brillante, debiéndonos preguntar qué podemos hacer para convertirnos en ciudadanos solidarios, preocupados de la suerte de los otros, en vez de individuos egoístas, encerrados en nuestros intereses propios.
¿Qué ideas hemos de propagar para que el ciudadano democrático no transforme la autonomía en individualismo egoísta, ni crea que el ciudadano maduro es la persona, como denuncia Jane Roland Martin, despreocupada, desconectada de los demás y desamorada? ¿Qué tipo de acciones debemos practicar --y especialmente quienes tienen la responsabilidad de proporcionar modelos a la juventud-- que promuevan la idea de que la dimensión solidaria de la ciudadanía no es un subterfugio que se pronuncia para reclamar ventajas de los demás o para esconder turbios intereses?
Comencemos nuestra intervención, presentando algunos modelos de ciudadanía que se nos ofrecen no en la imaginación literaria sino en los escritos académicos dedicados a su estudio, o en la forma de comportarse los individuos o los Estados, según ejemplos que conocemos por los medios de comunicación.
Parafraseando a Walzer diríamos que bastantes autores, cuando describen la ciudadanía, señalan tal cúmulo de exigencias que desalientan al hombre de la calle, pues parecería que sólo es verdadero ciudadano quien, por ejemplo, trabaja como enlace sindical, participando durante el día en foros de discusión con los poderes públicos, para defender allí los variados intereses de sus representados -- que abarcan tanto la evaluación de las condiciones higiénicas laborales, como la incidencia que sobre los salarios tiene la política monetaria-- mientras que al llegar la noche habría de acudir a distintas organizaciones no gubernamentales dedicadas al desarrollo cultural y al cuidado del medio ambiente del propio barrio.
Por el contrario, si dejamos los libros y acudimos a la experiencia diaria, observamos modelos de ciudadanía quizá muy poco edificantes, aunque propios de una sociedad guiada por el afán de lucro. Vemos al deportista de fama que se hace ciudadano andorrano para no pagar impuestos. Vemos a quienes votan a ciertos partidos políticos porque de algún modo les garantizan que van a vivir del Estado recibiendo una ayuda económica sin esfuerzo alguno por su parte. Descubrimos a personas elegidas para un partido que lo abandonan ante pingües ofertas económicas. O vemos, en el otro lado de la mesa, a funcionarios de ciertos Estados que conceden la ciudadanía a quien dona varios miles de dólares para inversiones públicas.
Responder, por tanto, a la pregunta acerca de la esencia de la ciudadanía, no parece una cuestión fácil. Ello no es nada extraño, pues, en el fondo, la ciudadanía difícilmente se puede considerar como un hecho natural, siendo más bien un constructo social, que no siempre se ha descrito con las mismas características. No tenemos tiempo para hacer un largo recorrido histórico sobre el asunto, sino que me limitaré a señalar que la importante aportación de T. H: Marshall, en sus conferencias pronunciadas en 1949 y publicadas en varias ocasiones desde 1950 -que siguen siendo hoy objeto de referencia continua-, ha llevado a considerar que el primer acercamiento al concepto de ciudadanía debe hacerse viéndola como un conjunto de derechos, cuya determinación ha ido evolucionando con el paso de los siglos. Acudamos a analizar esta primera dimensión de nuestro concepto.
2. Cómo promover la solidaridad a través de la educación para la ciudadanía.
2. 1. Responsabilidad de los educadores en enseñar un profundo concepto de ciudadanía, primeramente como posesión de un conjunto de derechos.
La ciudadanía podríamos decir que es, antes que cualquier otra cosa, expresión de que la gente de la calle, quienes carecen de poder, no tienen por qué allanarse a las pretensiones de dominio de los que están en una situación de superioridad. No es que la ciudadanía convierta en iguales a todos y borre cualquier diferencia entre el que manda y el que es mandado. Pero la ciudadanía acaba con el concepto de súbdito, en la medida que éste significa que quien carece de poder puede ser usado para el provecho del gobernante. Ser ciudadano, por tanto, implica el reconocimiento de una igual dignidad sustancial, cuya traducción jurídica mínimamente necesaria, cabe decir consiste en el respeto a la Declaración Universal de Derechos del Hombre.
Un análisis de dicha Declaración nos lleva a la conclusión de que hay ciertos derechos básicos para dejar de ser súbditos, que coexisten con otros derechos que pueden tener distintos desarro-llos, según las circunstancias de cada país. En efecto, la gran mayoría de los treinta artículos que aprobó la ONU en San Francisco el 10 de diciembre de 1948 se dedican a lo que son derechos civiles. Junto a ellos, hay un artículo en el que constan los derechos políticos fundamentales, reconociéndose el derecho a la participación en el gobierno del país, por radicar el poder público en la voluntad del pueblo (nº 21) y no en autoridades carismáticas. Además, hay, fundamentalmente, dos artículos que expresan lo que desde Marshall se llaman derechos sociales, los derechos a un nivel de vida adecuado y a la recepción gratuita de ciertos servicios, como el de la educación, considerados esenciales para el desarrollo de la dignidad humana (nº25 y nº26). Este análisis me parece importante para descubrir la variedad de modos con que cabe presentar el concepto de ciudadano, pues para dejar de ser súbdito no es preciso encontrarse en un único modelo democrático ni es obligatorio defender esa forma de entender la básica solidaridad humana que hoy se llama Estado de Bienestar.
No terminemos esta cuestión sin hacer dos observaciones de distinta importancia. La primera es que, por difícil que sea la defensa real de estos derechos, la ciudadanía es un status que cabe exhibir tanto dentro como fuera del propio país, ya que cualquier Estado se sabe obligado a defender --con las medidas que estén a su alcance-- a sus ciudadanos injustamente tratados en otras naciones. La segunda, de mayor complejidad en cuanto a los problemas que hoy levanta, es que los derechos a los que nos referimos son de la persona individual. Hablar de ciudadano significa, efectivamente, dar una supremacía al individuo frente a sus grupos de pertenencia, lo que -según es sabido- no todos lo aceptan, como diversas tribus de indios americanos, por ejemplo, que defienden la superioridad de la tribu sobre el individuo, llegando a prohibir la adopción de sus niños por personas ajenas a la tribu. Ahora bien, una cosa es atribuir la preeminencia al individuo -lo que significa, por ejemplo, que no se puede castigar a quienes ejercitando su libertad de religión intentan propagar una religión minoritaria, en contra de lo que ocurrió en Grecia y que motivó la condena a este país por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos- y otra muy distinta creer que sólo el individuo tiene derechos, o que el individuo no puede pedir protección para que se respete aquello que él ama por formar parte de la identidad del grupo en el que ha crecido, en el caso de que por no encontrarse éste entre la mayoría dominante se sienta instado a abandonar sus peculiaridades, si quiere evitar su exclusión. La convivencia entre los derechos del individuo y los derechos de los grupos, junto a la necesidad de buscar metas comunes que unifiquen en un determinado sentido la acción de los ciudadanos es, probablemente, el reto más complejo ante el que se encuentra la sociedad actual, y en cuya solución es obvio que habrá que considerar la realidad histórico-social de cada país.
La ciudadanía implica, por tanto, la posesión de un conjunto de derechos y nadie tiene por qué pensar que Pablo de Tarso hace mal cuando reclama sus derechos como romano a no ser castigado sin juicio y a que una acusación grave contra él sea dirimida ante el tribunal del César y no ante un tribunal judío. Pero quizá a algunos sorprenda que, poco después de haber reclamado sus derechos de ciudadanía, se presenta a los judíos no como "romano" sino como "fariseo e hijo de fariseos". El asunto, por tanto, es el siguiente: ¿ser ciudadano se refiere sólo al mundo de lo jurídico o tiene también relación con el modo como se desarrolla la humana condición social, con la forma como se construye el ámbito de la identidad social y con la manera de orientar la iniciativa individual dentro de la propia sociedad?. Procedamos a analizar esta segunda dimensión de la ciudadanía.
2.2. La ciudadanía y el desarrollo de la condición social de la persona.
¿Qué es lo propio de quien se considera ciudadano, en su intento de llevar a plenitud la condición social específica del ser humano? También aquí hemos de decir que la ciudadanía se dice de muchos modos y que no cabe exigir en todos un mismo tipo de actividad, pues las circunstancias, las dotes naturales, los deseos de las personas son muy variados. Así, la acción del ciudadano se desarrollará de formas variadas, estando todos obligados a analizar nuestras propias posibilidades para esforzarnos en practicar aquello que, realmente, nos es posible.
Este análisis pienso deberá examinar los siguientes seis ejes, que considero reflejan las finalidades principales que se puede plantear el ciudadano en su actividad pública.
Primeramente, la ciudadanía implica el esfuerzo por superar el aislamiento rústico para promover la comunicación de la civilidad. Tiene razón Walzer al considerar que lo propio del ciudadano es un cierto tipo de comportamiento que evoca la idea de decoro, de cortesía, de urbanidad, contra las actitudes inciviles, que no expresan tanto el desconocimiento de las buenas maneras cuanto la feroz actuación animalesca de quien no es capaz de pensar sino en sí mismo. Naturalmente esto es una exigencia personal, pero también una llamada a la reforma de ciertas estructuras: por ejemplo, me contaba un congoleño que mientras no se consiga establecer comunicaciones por carretera y tren entre los pueblos y ciudades de su país, es imposible pensar en poner allí una democracia occidental, pues el aislamiento lleva a la desconfianza, a ver siempre al otro como enemigo.
En segundo lugar, la ciudadanía está unida al sentimiento de pertenencia al propio país. Tal sentimiento puede tener dos versiones, ninguna de las cuales están exentas de problemas. La primera versión se relaciona con el itinerario seguido por Europa cuando inició el camino de los Estados-naciones. Es evidente que desde entonces la ciudadanía adquirió fuertes ecos emocionales, pues se trataba de la pertenencia, de la fidelidad a una historia común, de la vibración ante los símbolos nacionales, como la bandera, el himno, los héroes que habían dado su vida por la construcción del país o que por alguna otra circunstancia podían ponerse como ejemplo ante las jóvenes generaciones. Se retornaba así a la tradición clásica de la república romana, en la que Cicerón proclamaba que sólo la patria compendia todos los amores, hasta el punto de que afirma "¿qué hombre de bien dudaría en morir por ella si supiese que con su muerte había de servirla?" (Tratado de los deberes, p. 62).
Ahora bien, no cabe olvidar los abusos que se han cometido en nombre del patriotismo, hasta el punto de que hablar de él se ha convertido hoy día en algo políticamente incorrecto. Además, no pocos han señalado que esa historia común en bastantes casos falta, como cuando nos encontramos con un país en el que han confluido importantes minorías étnicas diversas, de lo que Kymlicka aporta relevantes experiencias personales.
La otra versión, aunque desarrollada por un alemán, es claramente deudora de la experiencia estadounidense. Recordemos que la escuela pública creada en Estados Unidos en el siglo XIX, no pretendía promover en los jóvenes un sentido de pertenencia basado en el conocimiento de la historia --simplemente porque casi no había historia y desde luego no era común a todos los jóvenes, provinientes de las más variadas partes del mundo-- sino que buscaba desarrollar en los alumnos un modo americano de vivir, que tenía como referente fundamental el conjunto de los principios constitucionales sobre los que se construyó la nación americana. En el fondo esto es precisamente lo que Habermas llama el "patriotismo constitucional". Pero esta solución también tiene sus dificultades. En efecto, el problema es que la común ciudadanía se funda en la seguridad de la reciprocidad, de la confianza y de la buena fe, como señala Selznick. Ahora bien, la reciprocidad y la solidaridad se hace difícil, tomando las palabras de Walzer, en un ambiente de individualismo, así como tampoco es sencillo creer que la comunicación social se traducirá en una oportunidad para que todos consigan la plenitud que solitariamente no pueden alcanzar, si las relaciones entre los individuos sólo se rigen por las exigencias del derecho, o cuando las relaciones entre los grupos se inspiran simplemente en el deseo de todos ellos de maximizar sus beneficios.
En tercer término, la ciudadanía implica una decisión de solidaridad con los restantes "paisanos", manteniendo una actitud de ayuda, que comienza en el respeto y la comprensión --por encima de las diferencias no sólo de grupos de pertenencia sino también de condiciones personales, como talento o carácter, o de diversidad de funciones-- y que abre la posibilidad para llegar a alcanzar altos niveles de amistad con cualquiera de los miembros del propio país. Naturalmente aquí tienen gran importancia tanto la educación como los medios de comunicación de masas, que considero deben seguir dos estrategias complementarias. La primera se refiere a la promoción del espíritu de unidad. En este último siglo no pocos han creído que tal espíritu se conseguirá simplemente por el amontonamiento mecánico de personas diversas en una misma escuela, lo que se ha demostrado falso tras terribles experiencias sufridas, por ejemplo, en los países balcánicos, a los que veladamente alude el Informe Delors. No hay fórmula mágica para conseguir ese preciado bien que es la unidad social, pero creo que todos quienes influyen en la opinión de los demás pueden colaborar en conseguirlo en la medida en que saben ponderar las virtudes de los diversos grupos sociales, cuando impiden que se siembre el odio entre personas o grupos, o que se toleren discriminaciones injustas o estereotipos, siempre dañinos. No faltan ocasiones hoy día en que se usa con demasiada ligereza la acusación de racismo. Pero, parafraseando la definición que del racismo da Balibar, cabe señalar que la primera manifestación de espíritu cívico de un educador consiste en rechazar claramente toda actitud que pretenda encasillar a la persona concreta en lo que, algunos o incluso la mentalidad dominante, consideran son las tendencias medias de su grupo de pertenencia, prescindiendo del análisis de su realidad individual. Es la irrepetible y concreta persona que tenemos delante la que habremos de enjuiciar, según sus virtudes y defectos, huyendo de todo encasillamiento genérico que suele hacerse para tratar injustamente a alguno, cuando no para presentar como razonables improcedentes relaciones sociales de dominio.
La segunda estrategia que en este ámbito deben fomentar quienes influyen en la opinión pública es insistir en que nadie debe dejar de esforzarse por promover una estructura económica que permita construir un ambiente de solidaridad entre todos los miembros de un país, por distintas que sean sus situaciones. Por ello, promover la solidaridad significa primeramente animar a no sentirse indiferente ante los problemas de los restantes ciudadanos, a no resignarse a que otros vean oscurecida su dignidad por la imposibilidad de procurarse la educación o los cuidados médicos básicos, por la situación de desamparo en que se encuentren sumidos, a causa del infortunio o de la extrema pobreza en que vivan. No se trata de ayudar al que tiene menos, simplemente porque tiene menos, ni, mucho menos, de fomentar clientelismos políticos. Sencillamente se trata de reconocer que, como mantiene Hude, vivir en sociedad implica un pacto social de equidad, que exige que todos tengan derecho a disfrutar de los bienes necesarios para la vida. Naturalmente, tiene relativo sentido hablar de equidad en extraordinarias circunstancias de catástrofe general, mientras que cada vez es más urgente emprender una reflexión honda --ajena a cualquier interés turbio-- sobre lo que en cada situación social debe considerase necesario.
En cuarto lugar, la ciudadanía es una llamada a la responsabilidad personal y una incitación a superar la extendida inclinación hacia el parasitismo. Responsabilidad en el cumplimiento de los deberes personales, que incluyen primeramente los de tipo familiar, profesional y social, con plena conciencia de que los derechos no están separados de los deberes: en última instancia no pueden promoverse buenos ciudadanos mientras no se haga notar que la mayor parte de los derechos y libertades ciudadanas están relacionados con el nivel de deberes que los ciudadanos asumen para sí mismos. La ciudadanía, además, no puede dar carta blanca a la tentación del parasitismo, al cómodo deseo de vivir a costa ajena. Y téngase en cuenta que el parasitismo no siempre es pasivo: también es parásito quien no se cuida de los daños que su capricho, su temeridad o su obsesión por satisfacer sus gustos o su afán de ganancia, causan a la comunidad.
Naturalmente, los deberes de los ciudadanos son en parte iguales y en parte distintos. Todos están llamados a obedecer a las leyes justas. Todos están convocados a trabajar, teniendo en cuenta el bien del país. Pero quienes están en una posición social o económica destacada, han de ser conscientes de sus especiales deberes de ejemplaridad, de su compromiso en hacer posible el pleno empleo, de sus responsabilidades por que mejoren las condiciones de vida de todos los ciudadanos, poniendo, imaginativamente, los medios que sean precisos.
En quinto término, el ciudadano debe preocuparse por evaluar, según justicia, las políticas públicas. Por mero cálculo de probabilidades, es obvio que la mayoría de los ciudadanos no formarán parte de los poderes públicos. Ahora bien, eso no significa que hayan de desentenderse de lo que ocurre en la arena pública. Ya Tucídides rechazaba como ejemplo de ciudadano a quien se mantenía apartado de la política. Por otra parte, Aristóteles señalaba que para mandar bien a los de la misma clase y a los libres es preciso haber obedecido, significando con ello que quien sólo ha mandado puede incurrir más fácilmente en la prepotencia y en la arbitrariedad. Todo ello lleva a la conclusión de que los ciudadanos, allí donde estén, deben ayudar a que se promueva la búsqueda honesta del bien común, lo que hacen en la misma medida en que intervienen en la constitución de una razón pública que, rechazando toda manipulación o sectarismo, se preocupa por apoyar a quienes trabajan bien --aunque no sean sus amigos-- y por reconvenir a quienes se comportan torpemente, aunque estén ligados a ellos por cualquier tipo de lazos. Tarea importante del educador es proporcionar los instrumentos intelectuales y los resortes morales para que los jóvenes se enfrenten con esta actitud ante la política, así como también es preciso hacerles notar las dificultades de la acción política, que se mueve entre la habilidad para realizar lo posible y la ilusión, como decía Havel, para llevar a cabo lo imposible. El mismo Aristóteles hacía notar que los jóvenes son malos oidores de recomendaciones sobre asuntos políticos, pero no cabe duda que a veces los adultos confunden la prudencia con el cálculo y así se escuchan con escándalo las recientes declaraciones de un político francés --Maurice Papon-- acusado de crímenes contra la humanidad por haber deportado a 1.600 judíos franceses entre los años 1942 a 1944, cuando dice que sólo el Prefecto de Córcega se abstuvo de ejecutar ese tipo de órdenes, emanadas del Gobierno de Vichy, así como tampoco ninguno de ellos se permitió observar al poder político, que esa orden de entrega de los judíos era un crimen y un atentado contra las tradiciones francesas.
En sexto y último lugar, la ciudadanía mueve a cultivar la disposición a participar en los órganos de decisión, también políticos. Está muy extendida la tentación de la comodidad y el negativismo, potenciados hoy por la atracción de la televisión y por la creciente sensación de impotencia del individuo ante la progresiva complejidad de los problemas sociales, que también hace aumentar la irracional creencia de que todo se decide en ocultos grupos de poder contra los que nada cabe hacer. No deja de ser cierto, como señala Kymlicka, el enriquecimiento que ha tenido la vida privada y las exigencias de una gran dedicación al trabajo, que deja poco espacio a participar en asuntos de los que uno considera que "ya se encargan otros". Ahora bien, una ciudadanía fuerte pide tomar conciencia desde jóvenes tanto de lo difícil que es resolver los problemas y conflictos sociales, como de la urgencia en que todos colaboren para solucionarlos, siguiendo las normas con que se debe actuar cuando ya no se trata con súbditos --y menos con esclavos-- sino con ciudadanos, normas entre las que cabe señalar atender el derecho de todos a ser oídos, reconocer la igualdad ante la ley, disponerse a acatar lo acordado según criterios democráticos y en pleno respeto a los Derechos Humanos, etc. No se olvide que esta sexta acción debe entenderse a la luz de lo que hemos señalado anteriormente. En efecto, todos tenemos experiencia, directa o indirecta, de órganos de decisión en los que no se pretende buscar el bien común, sino, simplemente, hacerse con el poder, lo que se traduce primero en torpedear cualquier iniciativa ajena y, segundo, intentar desalojar del poder, por cualquier medio, al otro, sin importar para ello calumniar al adversario o, incluso, terminar comprando los votos de los representantes necesarios para hacerse con la mayoría, aunque con ello se burle de modo escandaloso la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Es indudable que la democracia se desprestigia inmensamente con estas prácticas -que no tienen nada que ver con la obligación moral de todos, y primero, de la oposición, para denunciar los abusos, con toda la fuerza que el caso exija- que acaban promoviendo en los ciudadanos una clara huida hacia la vida privada, asqueados de lo que ven en la vida pública.
3. La extensión de los derechos de la ciudadanía.
No podemos terminar sin mostrar que la ciudadanía exige superar actitudes de algún modo elitistas, que limitaran sus preocupaciones por los demás al selecto círculo de los happy few. Alguien puede pensar que las responsabilidades de tipo económico de las que ya se ha hablado impiden tal actitud. Pero tales responsabilidades se dirigen, legalmente, hacia quienes son igualmente ciudadanos. Y debe tenerse en cuenta que, en no pocas ocasiones, junto a nosotros -y a nuestro servicio- hay muchos que no gozan de la condición jurídica de ciudadanos. Observa Bottomore, con acierto, que cuando a alguien se le permite trabajar en nuestro país, se le debe permitir también -con las precauciones razonables- poder llegar a ser ciudadano. Es preciso, y esto lo saben mejor que nadie los países que tienen un saldo positivo de emigrantes, dar oportunidades para incluir en el futuro común a los extranjeros que trabajan con nosotros.
Hay quienes afirman que lo anterior es poco importante, pues lo que hemos de buscar es una ciudadanía mundial, sin pretender dividir el mundo en pequeños reinos de taifas, tantas veces separados para intentar convertirse en islas de bienestar que olviden a los famélicos que moran más de allá de sus fronteras. Honradamente, esa pretensión me parece tan bien intencionada como olvidadiza de la naturaleza humana. Hemos señalado lo que implica el sentimiento de pertenencia al mismo país, incluyendo los sacrificios que, a veces, se nos pedirán por el bien de nuestra patria. Pretender olvidar todo esto en aras a un cosmopolitismo sin raíces, pienso que es una clara equivocación. Ahora bien, ello no debe hacernos olvidar el lado positivo de tal propuesta. Es cierto que todos estamos obligados, en conciencia, a no maltratar a los débiles de otros países, a quienes quizá estaríamos tentados a imponerles condiciones comerciales draconianas. Sin embargo, con demasiada frecuencia se olvida que, por encima de esas exigencias de justicia, también tenemos obligaciones de fraternidad con los menesterosos de todo el mundo, a los que quizá nada debemos en estricta justicia, pero a quienes hemos de mostrar un respeto activo, traducido en acciones de positiva ayuda al desarrollo, pues, como decía el clásico, el hombre es una cosa sagrada, principio que todos los ciudadanos deberíamos tener muy en cuenta, conscientes de que las situaciones de miseria empañan la humana dignidad natural.
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martes, 29 de julio de 2008
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