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sábado, 20 de septiembre de 2008

La segregación

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por Jorge Yunis


En un recorrido que retoma el cruce de la ciencia y la técnica con la religión, J. Yunis construye las coordenadas que permiten abordar la segregación en nuestra época. Así, plantea el segregar como un centramiento a costa de un sólo referente, que no puede dialectizarse con los otros, no poder usufructuar el vacío como lo que remite a otro colmar, en esa alternancia que es la del significante mismo.



I

Cuando fui invitado a escribir acerca de este tema, acababa de leer el trabajo de Eugenio Trías “Pensar la religión”(1); gran parte de lo que expongo en la primera mitad de esta ponencia es deudora de dicho artículo.
Por otro lado en la segunda mitad –más propia de lo psicoanalítico– me propongo rastrear el fundamento subjetivo de la segregación, qué entra en juego en la subjetividad en cualquiera de las diversas manifestaciones de este fenómeno.
En los últimos años hemos podido leer varios trabajos de conocidos colegas sobre la segregación; voy a tratar de abordar el tema desde una perspectiva que está en conjunción con algunos de aquellos materiales, aunque el enfoque sea diferente.
Sabemos por esos mismos trabajos que una de las consecuencias previstas a ese discurso amo del capitalismo actual, con su universalización a ultranza y la denodada uniformidad, una de las respuestas esperables –y más temidas dentro de lo intitulado como segregación– es el recrudecimiento de los fundamentalismos en sus diversas versiones, fundamentalismos que parecen resurgir con una fuerza inusitada.
Si es cierto que la forma actual del capitalismo y la globalización han exacerbado este tipo de respuestas –en lo que tienen de apego a una identidad religiosa, a veces racial o nacional– también es cierto que el discurso que precedió dio lugar a la globalización. Se trata del discurso de la ciencia, el que ya introdujo como una de sus premisas esenciales la universalidad, la necesaria universalidad de las leyes sin lo cual se pierde ese carácter de cientificidad; este discurso de la razón comienza a desplegarse con el cogito cartesiano y con el principio de razón suficiente de Leibniz, este discurso que, según la premisa de Lacan, forcluyó al sujeto, también operó de tal manera que dejó a la religión –cualquiera fuese ésta– fuera de su ámbito de comprensión.
Así como Descartes excluye a la locura para poder fundarse en la razón, así también la Ilustración y luego sus derivaciones han procedido a expulsar a lo religioso del ámbito de la razón, recibiendo de esta exclusión la autoinmunidad necesaria para justificarse y constituirse como razón suprema.
No resulta extraño entonces que ese ratiocentrismo, ese racionalcentrismo de la ciencia-técnica que cada día nos asombra con sus logros, haya prefabricado condiciones aun más favorables para la emergencia de los Dioses oscuros que con tanto denuedo han fatigado el siglo.
Del Otro que no existe al Otro del otro hay sólo un paso infinitesimal que siempre se está dispuesto a dar, ya sea por vía de la revelación, ya sea por vía de lo más opuesto a ésta: el saber.
Los fanatismos religiosos recurren a lo primero. La razón escogió la segunda vía: todo lo áltero es superstición, ignorancia, ilusión.
Jacques Lacan en el Seminario XVII, comenta que toda canallada consiste en posicionarse como Otro –con mayúscula– del otro –con minúscula.
No ha sido otra la posición que ha tomado el pensamiento ilustrado respecto de ese acervo cultural que son los diversos cultos que han sostenido muchos de los cimientos en que se han fundado las distintas organizaciones ético-sociales que albergan en nuestro mundo.
La operación de la razón no intentó comprender la riqueza y vitalidad de esos sustratos sino que acometió contra ellos en el mejor estilo inquisitorial y aplicando la metodología más cercana, precisamente, a la de aquello que se pretendía superar: juzgando, acusando, anatematizando.
Tiene razón Lacan –aunque él lo enuncia desde otras coordenadas– la ciencia no es tan atea como se piensa.
Toda la variada experiencia religiosa es examinada, interrogada, desde el discurso amo de la Razón.
No estamos proponiendo un petrarquismo humanista ni retornando al proyecto de Pico de la Mirándola de encontrar la Pax Filosófica en la concordia de las religiones, los saberes y la magia; estamos planteando que dejar a lo religioso fuera de la razón, es dejarlo en la sinrazón, en lo puramente irracional.
Y no es extraño que, como retorno, tengamos las furiosas respuestas que de tanto en tanto sacuden nuestra sensibilidad.
Dejo aquí este tema; sólo quería mostrar que las raíces de la reacción fundamentalista a la eficacia de la globalización, provienen de muy vieja data y que esas raíces fueron regadas cuando la razón tomó el mando –exacerbando la ya natural tendencia de los movimientos religiosos a la intolerancia–.
Antes de finalizar con este apartado quiero citar unos párrafos de la clase del 16 de marzo de 1960 del Seminario dictado por J. Lacan sobre La ética del psicoanálisis.
“No obstante, saben cuál es mi propia posición en lo referente a lo que se llama las verdades religiosas.
Esto merece quizá ser precisado aún una vez más, aunque creo haberlo hecho ya claramente. Ya sea por una posición personal o en nombre de una posición de método, de una posición científica –a la que se atienen personas que, por otra parte, son creyentes, pero que sin embargo en cierto dominio se creen obligadas a dejar de lado el punto de vista propiamente confesional– existe cierta paradoja en excluir prácticamente del debate y del exámen de las cosas, términos y doctrinas que han sido articulados en el campo propio de la fe, con el pretexto de que pertenecen a un dominio que estaría reservado a los creyentes” (...).
“Para nosotros, analistas, que pretendemos abordar las realidades humanas sin prejuicios en los fenómenos que constituyen nuestro campo propio, ir más allá de ciertas concepciones de una prepsicología, no es de ningún modo necesario adherir a esas verdades religiosas, cualesquiera sean ellas, cuyo abanico puede desplegarse en el orden de lo que se llama la fe, para interesarnos en lo que se articula en términos propios en la experiencia religiosa –por ejemplo, en los términos del conflicto entre la libertad y la gracia” (...).
“No basta que ciertos temas sean usados por gente que cree creer –después de todo, ¿qué sabemos nosotros al respecto?– para que ese dominio les esté reservado. Para ellos, si suponemos que creen verdaderamente, no son creencias, son verdades. Sobre aquello en lo que creen, aunque crean que creen en ello o aunque no crean en ello –nada es más ambiguo que la creencia-, algo es cierto, creen saberlo. Este es un saber como cualquier otro y, bajo este título cae en el campo del examen que debemos acordar a todo saber, en la medida misma en que, como analistas, pensamos que todo saber se eleva sobre un fondo de ignorancia.
Esto nos permite admitir como tales, además del saber científicamente fundado, muchos otros saberes (...)”.
“Freud asumió sobre el tema de la experiencia religiosa la posición más tajante –dijo que todo aquello que, en ese orden, era aprehensión sentimental no le decía nada y era literalmente para él letra muerta. Pero si nosotros tenemos aquí, frente a la letra, la postura que es la nuestra, esto no resuelve nada –por más muerta que esté, esa letra, no obstante, fue realmente articulada”. (págs. 207-08)
La propuesta –y aquí retomo a Eugenio Trías– es a pensar lo religioso, a examinar lo religioso sin relevarnos de indagar las verdades que reposan en ello.


1 - Derrida, J.; Vattimo, G.; Trías, Eugenio y otros, La Religión, Seminario de Capri, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1997.

II

Unamuno –para incluir a otro gran pensador ibérico– decía en una de sus declaraciones, algo así como que España es una matria, no una patria, y que por ello terminaban matándose entre hermanos.
Ya en Los complejos familiares –más o menos por la misma época– J. Lacan señalaba la declinación de la función paterna. Hablaba allí de “...el declive social de la imago paterna”, determinado por el progreso de la civilización.
Años después va a situar este declive de lo paterno en relación al desmantelamiento de los semblantes operado por la ciencia en su abordaje de lo real.
No es de extrañar que, acompañando a todo esto, se dé, de una manera tal como nunca antes, el fenómeno de la caída de los ideales.
Recordemos que los ideales han sido la columna que sostiene el tejido social –cualquiera sea la época y cualesquiera fuesen esos ideales-. Ahora bien, pareciera que esta caída no implica un recambio por otros.
Declive de lo paterno, caída de los ideales, ¿tendrá esto que ver con el fenómeno segregativo?
Siempre hubo segregación: ya Heráclito atacó a los efesios por haber desterrado a su amigo Hermodoro por ser el más sabio y por no admitir que lo fuese entre ellos; también la condena a Sócrates y su ejecución puede incluirse en estas coordenadas. Segregación ha habido siempre, de toda índole y en todos los lugares.
Sin embargo, los temas que estoy abordando permiten suponer una exacerbación de tales prácticas.
Además, hay que agregar que la ya mencionada universalización y la denodada uniformidad que propicia, tienen como respuesta esperable la búsqueda de una fuerte identidad que contrarreste esa uniformidad e indiferenciación.
Y sabemos que tres suelen ser las vías para lograr una sólida identidad a nivel social: la raza, la religión y la tierra -la nacionalidad.
Ahora bien, hay otro nivel de análisis que va en continuidad con lo precedente.
Lacan llegó a formular que el lenguaje oficia de nombre del padre, separando al sujeto del goce. ¿Tendrá repercusiones en la subjetividad esa mayor laxitud, esa declinación de lo paterno?
Paso ahora al tema específico que nos convoca: la segregación.
La segregación va dirigida hacia lo semejante en lo que tiene de diferente.
Es decir, la segregación como diferencia –aunque parezca que ésto es un salto un tanto atrevido- si recorremos el hilo de Ariadna de su laberinto, nos lleva a enlazarla a aquello que caracteriza a lo humano, ésto es, el lenguaje.
La segregación es una toma de posición muy particular: la segregación es la impotencia ante el lenguaje ya que el lenguaje mismo es pura diferencia –no sólo la torre de Babel de las diversas lenguas– sino también pura diferencia entre un término y otro –y entre un significante y su repetición, dirá Lacan.
Pero el lenguaje también es el diferir, el postergar, el trasladar, el transferir el juego de las significaciones, el remitir siempre a otra.
El segregar entonces, tiene como condición de posibilidad la pretensión de renunciar a incluirse en el incierto mundo del lenguaje y retrotraerse a significaciones plenas de sentido.
Si la vasija, como paradigma del primer objeto de la alfarería, es, según Heidegger, aquel objeto que puede representar lo lleno y lo vacío, que puede representar la ofrenda de recoger el fruto de la tierra y elevarlo a los cielos, el acto segregativo es quedarse con lo pleno de la vasija, es darle un solo contenido, es atenerse a lo que la llena y no poder hacer jugar la diferencia, el puro agujero que la vasija bordea y que puede ser ocupado por cualquier materia o sustancia.
Segregar, por tanto, es centrarse a costa de un solo referente, no poder dialectizarlo con los otros, no poder usufructuar el vacío que está allí no para ser colmado sino para que lo diverso venga a ocuparlo en forma precaria, interina, pues el vacío es remitente, remite a otro colmar y a otro, en esa alternancia que es la del significante mismo: ser el remitente de un destinatario que a la vez será remitente de otro, hasta que alguna significación brote, aquí o allá, siempre a medias hasta otra a advenir.
Segregar es así, ya de antemano, el acto de coagular una significación, fijarla y hacerla unívoca: y desde ella darle sentido a todo lo otro.
Es renegar del juego simbólico, de esa escisión original que es la primera condición de lo simbólico. Simbolizar (Sym-baleín) es arrojar a la vez dos fragmentos de una medalla dividida, partida: un fragmento se posee, el otro es aquel al cual remite. Cada trozo, sin el otro, carece de sentido.
Todo el drama que introduce lo simbólico es éso, la remisión inclaudicable de un término a otro: algo se posee, pero no se posee la clave de cuál será el destinatario que remitiendo a otros saque al primero, al que se posee, del exilio.
Y cuando se cree tener la clave, cuando se sabe, cuando se posee el código que habilita a interpretarlo todo desde lo así poseído, allí, justo allí, comienza el trabajo de la segregación.
La segregación, entonces, es un hecho de lenguaje –pero no de la pertenencia o no a una lengua- es una manera de intentar tratar, intentar curar esa indomable particularidad del lenguaje de estar siempre con relación a una sustracción y/o una adición incontrolable.
La segregación, por tanto, es uno de los nombres de los no incautos, porque es uno de los nombres del no dejarse sorprender por el inconciente, de estar prevenido, de no creer en el lapsus, en el sueño, en el equívoco, en el malentendido, en el deslizamiento de las palabras, en su poder antitético o en su cualidad condensatoria.
Segregación es la no aceptación de Lalengua, es decir, la no aceptación de la inconsistencia interior a toda lengua, lo que cada una de las lenguas tiene de equívoca, heteromórfica, incierta, inarmónica, no toda.
Segregación es también –como ya se mencionó- el nombre de la canallada, es ocupar el lugar del Otro del otro, es arrogarse el poder de decretar la imposibilidad de otro discurso equivalente, rebajarlo, excluirlo.
Sabemos por Freud y por Lacan el destino de aquello que es excluido de lo simbólico: en lo real retorna el peso de esa exclusión.

Virtualia Nº 3 Octubre 2001


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