Label Cloud

domingo, 14 de septiembre de 2008

Perdón, me equivoqué

.


por Enrique Pinti


El reconocimiento del error propio nos hace fuertes, creíbles, confiables y respetables. No es fácil llegar a la objetividad necesaria para revisar creencias, cánones, reglas, normas y principios que muchas veces están muy enraizados en nuestra formación cultural. No es fácil, pero merece la pena hacer el esfuerzo y, sobre todo, es preciso tener la mente lo suficientemente abierta como para corregir sin derrumbarse interiormente, para modificar opiniones sin sentirse como un traidor a su historia y para aceptar que esa actitud madura no contará con la aprobación de los omnipotentes y soberbios. Casualmente, o no tanto, la omnipotencia y la soberbia son las enemigas mayores de la sensatez y el equilibrio que permiten reformulaciones oportunas en actitudes irritativas o inconvenientes. Y no debe confundirse la seguridad con la rigidez ni la coherencia con la inflexibilidad. Muchas veces, para lograr un objetivo soñado debemos usar estrategias y tomar caminos espinosos, pero que serán los que al final nos llevarán al éxito.

La duda no puede ser el estado permanente en nuestra existencia, pero la total certeza tampoco puede constituir nuestra forma de vida habitual. Quien está siempre demasiado seguro tiene grandes riesgos de crearse una burbuja donde todo es como "debe ser" y no como realmente es. Así, abandonamos a nuestros hijos y creemos que con sermones y frases hechas guiaremos su educación, para darnos cuenta, de pronto, que al encerrarnos en nuestro mundo sin tomarnos el trabajo de meternos en otra realidad (distinta de la nuestra, pero tan válida como cualquiera) nos encontramos con extraños que, a pesar de llevar nuestra sangre, se nos revelan como lejanos y hasta enemigos. Ahí viene el momento decisivo, que implica reconocer nuestro error, nuestras equivocaciones y nuestro falso sentido de la seguridad interior, que al final nos enfrenta con un muro de "mentiras verdaderas" contra el que se estrella nuestra fábula de "sabelotodos". Pero a los humanos nos gustan los cuentos y las teorías de "la conspiración del mundo contra nosotros", y entonces explicamos nuestros errores poniéndonos siempre en la mejor vereda, culpando al mundo por nuestros desaciertos y encontrando una justificación conveniente para cada metida de pata.

Estas actitudes, como todas las características de las flaquezas humanas, toman una notoriedad y una importancia capitales en las clases gobernantes y en los círculos del poder, donde el error propio adquiere dimensiones de catástrofe nacional. Cuanto más poder, más daño. Y es ahí donde los pueblos necesitan una disculpa. Oír que un gobernante admite un error (suyo o de su administración) no cura los problemas ocasionados por el paso en falso, pero al menos da la pauta de que se admite la "enfermedad social" contraída gracias al desaguisado gubernamental y se insinúa una posible solución; más allá de que eso se logre, se descomprime el descontento derivado de la medida perjudicial. Pero ello no ocurre casi nunca en casi ningún país conocido. El político sabe que el hecho de admitir un error será aprovechado por sus opositores para desacreditarlo y, aun reconociendo que la actitud fue positiva, reclamarán por otros errores que el gobernante no asumió en su momento y dirán que esa aparente honestidad es la piel de cordero que no puede ocultar al lobo feroz que siempre ha sido el tal mandatario. Por lo tanto: no admitir nada, negar lo innegable, justificar lo injustificable, hablar de "guerras", "situaciones de emergencia" y "necesidades de Estado" y, sobre todo, rasgarse las vestiduras ante multitudes presuntamente (u obligatoriamente) adictas, serán las armas elegidas para que el error se olvide y, con el tiempo y la ayuda de otros políticos que en un futuro cercano lo superen con creces, hasta pasará a ser una virtud (relativa, pero virtud al fin).

Mientras tanto, los sensatos que en el día a día forjan su camino de vida seguirán reconociendo sus yerros y aprendiendo de ellos para no repetirlos. Sin autocompasión, sin falsa vergüenza, sin torpe orgullo, con la fuerza del aparentemente débil, con la valentía del que no tiene miedo de pronunciar, más allá de tontos formalismos, la mágica frase: "Perdón, me equivoqué".


Revista La Nación 14/9/2008


.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Este Pinti cuando quiere, se luce. Sin decir agua va se mando unarticulo como este. Muy bien escrito y gracias peppo por rescatarlo.