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sábado, 14 de febrero de 2009

Ni ciego ni sordo: mudo

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por Enrique Pinti


Me contaron que una vez un músico consagrado vivía un romance apasionado con una cantante hermosa y bastante más joven que el maestro y cuya entonación distaba mucho de ser la adecuada a las notas y los tonos que las partituras marcaban y exigían. El músico la amaba tanto que justificaba las desafinaciones de su mujer con excusas tales como: "Ella es muy personal", "ella dice más que canta" o "Marlene Dietrich no tenía buena voz y sin embargo hizo creaciones que quedaron en la historia del music hall". Todo venía bien hasta que un día se acabó el amor por culpa de terceros, cuartos y hasta quintos que se interpusieron entre la pareja, y de la adoración se pasó al odio en menos de lo que dura una semicorchea. Fue en ese momento cuando el músico dijo una frase para la posteridad: "Perdóneme, yo creía que el amor era ciego, pero en mi caso también fue sordo". Así somos. Vemos a los demás a través del cristal a veces engañoso de nuestros afectos, amores y odios. Y si fallamos en la apreciación de valores ajenos, cuando se trata de nuestras propias virtudes podemos llegar a disparatadas evaluaciones. Es lógico y humano que veamos en nuestros hijos condiciones excepcionales y que hartemos a nuestro prójimo con anécdotas, ocurrencias y presuntas genialidades que ya desde la cuna nos llenaron de asombro y gozo. Estamos hasta la coronilla de escuchar a padres y madres que nos dicen con orgullo: "¡No sabés lo que es mi nene! ¡Apenas oye la música de presentación del programa de Susana Giménez baila al compás y dice: Chuchana, Chuchana. ¿No es una maravilla?" Y uno sonríe beatíficamente y dice la gran estupidez que ya se ha vuelto lugar común: "Es que los chicos vienen cada vez más avivados". Está muy bien apoyar a nuestros amigos, hijos, padres y a todos aquellos con los que tenemos lazos de amor y agradecimiento, pero perder la objetividad es un acto rayano en la locura que sólo perjudica a nuestros "protegidos".

La falta de confianza en nosotros mismos y la excesiva severidad y rigidez intolerante para con las carencias de los otros son el otro extremo en el que no hay que caer. Esos padres que asfixian con el mandato de " tenés que ser el mejor " o "si no estás en el cuadro de honor del colegio no merecés ser mi hijo" han llevado a la depresión y a veces al suicidio a muchos jóvenes cuyo único pecado fue no acceder a los mejores puntajes escolares, pero que tenían prendas morales y valores humanos dignos de ser apreciados.

Nuestra propia idea de lo que somos y "el afuera", o sea, la mirada de los otros (los que nos quieren, los que nos odian o los que son indiferentes) son coordenadas que debemos tratar de hacer coincidir a lo largo de nuestra vida. Ignorar a los otros o depender demasiado de ellos son dos caminos equivocados; creer que los que amamos son los mejores en todo o presionarlos al límite para que sean dioses perfectos también son actitudes erróneas. Dejar fluir la vida con naturalidad, creer en el esfuerzo cotidiano, devolver amor con amor y odio con indiferencia es lo más sabio y lo que, a la larga, rinde mejores resultados. El peor favor que se les puede hacer a nuestros seres queridos es convertirnos en sus "agentes de prensa", promocionándolos como los mejores, los más inteligentes, los más cultos y los más hermosos, porque en todo caso lo son para nosotros, pero quizá los otros no tienen la misma perspectiva ni el mismo vínculo afectivo. Lo mismo pasa con nosotros: es muy difícil mantener el equilibrio, verse en el espejo y reconocerse tal cual uno es. Y no sólo los actores y demás miembros de la farándula tenemos la tendencia peligrosa de creernos más de lo que somos -o por lo menos distintos de lo que realmente somos-, y desde allí hacernos el autobombo de que hay "un antes y un después" en el mundo del espectáculo marcado por nuestra aparición en él. No, desde el político hasta el ama de casa, desde el policía hasta el ladrón y desde el médico hasta el albañil, esa característica humana (no de las mejores) nos lleva a la profunda equivocación de construir una realidad virtual que, al derrumbarse, nos llena de pesar. El amor propio y el amor a los demás no deben ser ciegos ni sordos, y a veces sí deberían ser mudos y dejar el elogio para propiedad exclusiva de las abuelas, que por edad tienen todo el derecho de elogiarnos.


La Nación 8/2/2009


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