por Enrique Pinti
Cada generación tiene sus mitos y héroes, y según cuál sea la disciplina, profesión u oficio que nos deslumbre y seduzca, así surgirán los nombres preferidos, esos que en cada época marcan tendencia por su creatividad, originalidad y estilo. Esos héroes no son siempre personas felices y dichosas en su vida privada, que deja de serlo cuanto mayor es la exposición pública. Muchas veces su existencia se parece más a un infierno que al paraíso en el que nuestra admiración tiende a colocarlos. El que esto escribe glorificó en su juventud a figuras del espectáculo que tuvieron el denominador común de morir jóvenes y que dejaron un vacío imposible de llenar. Se fueron demasiado pronto, y, si bien ese mutis precipitado evitó mostrarlos en decadencia y con un envejecimiento que con arrugas o malas cirugías les hubiera dado un aire patético, nos dejaron un desconsuelo que con el correr de los años se acrecienta en una nostalgia agridulce. Un quinteto de ases, cinco íconos muy diferentes entre sí y muy parecidos en el impacto que lograron en la generación hija de la Segunda Guerra Mundial.
Gérard Philipe, el príncipe de actores del cine y el teatro franceses, luminoso, hermoso y gallardo, romántico y trágico, gran comediante, y a veces capaz de mostrar una tortura interior como si bajo la apariencia fanfarrona de un galán acrobático y experto espadachín se ocultara una fragilidad casi etérea. Supo ser una superestrella mediática y también integrarse en compañías teatrales en las que todos los intérpretes iban por orden alfabético en las carteleras y alternando papeles protagónicos con los de reparto, siempre al servicio del grupo y sin divismos de ningún tipo. Era hijo de un hombre acusado de colaboracionismo con los nazis durante la ocupación alemana en Francia y su breve vida la dedicó a practicar un progresismo y una defensa de valores humanistas como para, sin denostar públicamente a su padre, tratar de demostrar que se puede superar cualquier pecado ajeno con lo único que realmente importa, la conducta personal. Amado y admirado, fue para nuestra generación desde un Cid Campeador o un Príncipe Idiota inolvidable hasta un payasesco Fanfan la Tulipe que con la espada y la poesía desafiaba a tiranos y soldados; desde un inocente jovencito enamorado de una mujer mayor (¡oh, escándalo en 1947!) en El diablo y la dama hasta un Conde de Valmont moderno y toda su perversidad sexual en Las relaciones peligrosas, en 1959, año de su prematura muerte, a los 37 años, por un cáncer galopante.
Edith Piaf, genial cantante educada a golpes por la miseria, por una niñez y adolescencia prostibularias, en bajos fondos con escándalos policiales y con amores contrariados, sufrió la muerte de su gran amor, el boxeador Marcel Cerdán. Este falleció en un accidente aéreo tras haber cambiado de vuelo por expreso pedido de Edith, que cargó con la culpa de por vida. Y mientras multitudes de todo el mundo la aplaudían y lloraban de emoción por la entrega desgarradora que el frágil Gorrión de París ponía en cada una de sus presentaciones, la droga y el alcohol la devoraron y el tardío encuentro con su gran "último amor", Theo, su joven amante, no logró rescatarla de la muerte apenas pasados sus cuarenta años.
Judy Garland, James Dean y Marilyn Monroe, desde el dorado Hollywood, pasaron rápidos y deslumbrantes con su voz, su personalidad y su belleza. Ellas, suicidas dudosas. Nunca sabremos si Judy quiso matarse o no controló la cantidad de calmantes y si Marilyn fue asesinada por subtramas políticas o se hartó de estar sola a pesar de los millones de admiradores que coleccionaban sus fotos con cara de chica inocente y mirada triste. James Dean, en cambio, no dejó dudas; era veloz e irreflexivo, como todos los que nos sentimos rebeldes con causa, y también, desde la fiereza aparente del jovencito díscolo y agresivo, sabía mostrarnos, con su mirada de perrito vagabundo extraviado en junglas de cemento e incomprensión, su enorme angustia y su desesperada necesidad de ser aceptado y querido tal cual era y no tal cual "tenía que ser". A los 23 dio la última pirueta y junto a su auto se estrellaron muchos sueños en aquel lejano 1953. Todavía los extraño.
Gérard Philipe, el príncipe de actores del cine y el teatro franceses, luminoso, hermoso y gallardo, romántico y trágico, gran comediante, y a veces capaz de mostrar una tortura interior como si bajo la apariencia fanfarrona de un galán acrobático y experto espadachín se ocultara una fragilidad casi etérea. Supo ser una superestrella mediática y también integrarse en compañías teatrales en las que todos los intérpretes iban por orden alfabético en las carteleras y alternando papeles protagónicos con los de reparto, siempre al servicio del grupo y sin divismos de ningún tipo. Era hijo de un hombre acusado de colaboracionismo con los nazis durante la ocupación alemana en Francia y su breve vida la dedicó a practicar un progresismo y una defensa de valores humanistas como para, sin denostar públicamente a su padre, tratar de demostrar que se puede superar cualquier pecado ajeno con lo único que realmente importa, la conducta personal. Amado y admirado, fue para nuestra generación desde un Cid Campeador o un Príncipe Idiota inolvidable hasta un payasesco Fanfan la Tulipe que con la espada y la poesía desafiaba a tiranos y soldados; desde un inocente jovencito enamorado de una mujer mayor (¡oh, escándalo en 1947!) en El diablo y la dama hasta un Conde de Valmont moderno y toda su perversidad sexual en Las relaciones peligrosas, en 1959, año de su prematura muerte, a los 37 años, por un cáncer galopante.
Edith Piaf, genial cantante educada a golpes por la miseria, por una niñez y adolescencia prostibularias, en bajos fondos con escándalos policiales y con amores contrariados, sufrió la muerte de su gran amor, el boxeador Marcel Cerdán. Este falleció en un accidente aéreo tras haber cambiado de vuelo por expreso pedido de Edith, que cargó con la culpa de por vida. Y mientras multitudes de todo el mundo la aplaudían y lloraban de emoción por la entrega desgarradora que el frágil Gorrión de París ponía en cada una de sus presentaciones, la droga y el alcohol la devoraron y el tardío encuentro con su gran "último amor", Theo, su joven amante, no logró rescatarla de la muerte apenas pasados sus cuarenta años.
Judy Garland, James Dean y Marilyn Monroe, desde el dorado Hollywood, pasaron rápidos y deslumbrantes con su voz, su personalidad y su belleza. Ellas, suicidas dudosas. Nunca sabremos si Judy quiso matarse o no controló la cantidad de calmantes y si Marilyn fue asesinada por subtramas políticas o se hartó de estar sola a pesar de los millones de admiradores que coleccionaban sus fotos con cara de chica inocente y mirada triste. James Dean, en cambio, no dejó dudas; era veloz e irreflexivo, como todos los que nos sentimos rebeldes con causa, y también, desde la fiereza aparente del jovencito díscolo y agresivo, sabía mostrarnos, con su mirada de perrito vagabundo extraviado en junglas de cemento e incomprensión, su enorme angustia y su desesperada necesidad de ser aceptado y querido tal cual era y no tal cual "tenía que ser". A los 23 dio la última pirueta y junto a su auto se estrellaron muchos sueños en aquel lejano 1953. Todavía los extraño.
Revista La Nación 1/11/2009.-
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1 comentarios:
Pinti como siempre nos trae estos recuerdos que nos hacen ver que vamos demasiado rapido.
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