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por Leonardo Moledo
En su bellísimo libro Symbolique du mal, el filósofo francés Paul Ricoeur distinguía tres mitos fundacionales sobre el mal. El primero es el mito babilónico: en el principio, había habido una lucha entre Marduk, el dios del bien y la civilización, y Tiamat, la serpiente que encarna lo malévolo; la victoria de Marduk permitió la creación del mundo.
por Leonardo Moledo
En su bellísimo libro Symbolique du mal, el filósofo francés Paul Ricoeur distinguía tres mitos fundacionales sobre el mal. El primero es el mito babilónico: en el principio, había habido una lucha entre Marduk, el dios del bien y la civilización, y Tiamat, la serpiente que encarna lo malévolo; la victoria de Marduk permitió la creación del mundo.
Tiamat, la serpiente babilónica, se deslizó en el mito hebreo, como el personaje que tienta a Eva, la insta a probar las manzanas prohibidas y a iniciarse en las lides de la caída, en este caso unidas a la desobediencia, al conocimiento y al sexo: caer es saber y procrear, caer significa romper la parálisis del paraíso terrenal, donde todo es perfecto y nada cambia, e iniciar la historia. En el mito hebreo, ya no sólo el hombre (o la mujer) sino la historia misma, tiene un pecado de origen, y fluye barranca abajo: el mal ahora se desliza dentro del mundo e infecta la historia.
En el mito babilonio el mal es derrotado antes de que empiece el mundo, en el mito hebreo opera dentro del mundo y eventualmente será derrotado al terminar el mundo; en el mito trágico, el tercero de los que señala Ricoeur, el mal es inseparable del mundo, de la estructura misma del mundo, del ser del mundo. No es anterior ni posterior al mundo, no está ni adentro ni afuera: es consustancial con él. No es resultado de relaciones míticas o históricas entre los dioses o entre los hombres, o de relaciones turbulentas entre los hombres y la naturaleza. El mal es porque el mundo es; el mal no podría no ser. Como el espacio, el tiempo o el destino, el mal es previo a todo lo demás; previo a los propios dioses, que están atados –ellos también, como todo– al mal, como están atados a sus pasiones o los hombres a su arrogancia.
El origen del mal, sin embargo, no es todo, porque el mal debe ser redimido o por lo menos conjurado: sin la posibilidad de redención no se puede vivir y no hay sociedad posible; el mito debe proveer algún mecanismo para lograrla. Los pueblos babilónicos lo hacían, al comenzar cada año, mediante la festividad del Akitu, una puesta en escena ceremonial y colectiva que representaba la lucha mítica entre Marduk y Tiamat. Tras la victoria de Marduk, que era la victoria de todo el pueblo participante, el mundo renacía purificado. El universo judeocristiano inventó el nuevo mito de la salvación a través de un mesías, un redentor que ha de llegar o, más tarde, que ya ha llegado.
El mal trágico, en cambio, no se puede redimir. Puesto que pertenece a la estructura –a la ontología, a la esencia– del mundo, es inevitable. Nada puede con él, ni sacrificios rituales, ni indulgencias, ni ritos iniciáticos. Sólo se puede padecer, asumir, absorber, y según Ricoeur, para ello se puede poner en escena a través de la tragedia.
El héroe que cumple en escena el mandato trágico reproduce la inevitabilidad del mal. Antígona, Edipo, Electra, Agamenón, se precipitan a cumplir con su destino, sabiendo que lo es, sabiendo que será fatal. Y voluntariamente, porque saben también que las acciones humanas están guiadas por una fuerza ciega, que no es la de los dioses, sino las de algo más profundo y poderoso al que los dioses mismos están sometidos. No tiene sentido resistir, sino asumir y cumplir: saben lo que va a ocurrir y lo hacen igual. Los héroes trágicos se encaminan al desastre por su propia voluntad.
Y desde ya, en cada hecho trágico hay agentes, o responsables: el dios que salvó a Edipo de la muerte, el que desató la guerra contra Tebas, quien arrojó la manzana de la discordia en las bodas de Tetis y Peleo; pero ni la responsabilidad, ni el castigo, ni la justicia, redimen el horror metafísico de lo trágico, ni el espanto que la tragedia deja detrás, al mostrar que las cosas fueron así y que no habrían podido ser de otramanera. Espanto exasperado por el imaginario de un tiempo circular, que condena a la tragedia a repetirse una y otra vez.
En el mundo lineal del progreso y el crecimiento que rige hoy, en un mundo que se ha alejado de la circularidad griega, lo trágico no reside en lo inevitable de un destino conocido que fatalmente ocurrirá, sino en el hecho de que lo que ha ocurrido, ha ocurrido y no se puede modificar. En el sencillo hecho de que es algo que habrá ocurrido en todos los futuros imaginables: no existe ningún futuro posible en el que la desgracia y el horror no hayan ocurrido.
El hecho trágico es definitivo, es absoluto, es una instancia de la realización del mal, que se ha manifestado, no como el héroe que cumple su destino porque sabe que no puede evitar cumplirlo, sino en el no-héroe, en el caminante anónimo que fue víctima del destino y ya no puede no haberlo sido, por mucho que proteste y por mucho que haga para castigar, olvidar, remediar.
En el mundo histórico moderno, los hechos son evitables, pero nada puede modificar lo que ya ha ocurrido, el pasado (que en el imaginario circular regresa) es pasado con la contundencia del Hado. Ricoeur decía que la escenificación griega de la tragedia, tiene un punto de resolución en el coro, y que en las obras de Esquilo o de Sófocles, la identificación colectiva con el coro, la catarsis, el terror y la compasión, permitían entrar en algún tipo de comunión con el destino o el mal ontológico, de la cual se salía aliviado.
Pero en nuestro pobre mundo lineal y a la deriva, amigos, no hay coros que nos purifiquen, no hay catarsis que nos consuele, no hay terror ni compasión que nos rediman.
Página 12 12/1/2005
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